Por Gustavo Abad
Son muchos los escritores, periodistas, ensayistas y demás tipos letrados que alguna vez se han preguntado para qué sirve escribir. Que lance la primera respuesta el que esté libre de dudas, diría yo, que de estas últimas tengo bastantes y apenas puedo decir que escribir es un acto solitario, que nadie está más solo que el que escribe, porque en ese diálogo con la propia conciencia no hay quien pueda ayudarlo, no tiene salvación. Pero al mismo tiempo nadie puede sentirse solo si lo que escribe desata la procesión en la sensibilidad de los otros.
Me quedo con este tema retumbando en la cabeza después de leer “Serenata Cafiola”, el último libro de crónicas del chileno Pedro Lemebel, quien estuvo hace poco en Quito como invitado a la Fiesta de la Cultura y el Libro. Cuarenta y cinco relatos que son otros tantos argumentos a favor de una manera de narrar que en los últimos años ha sido víctima de editores temerosos que la han desterrado con el ridículo argumento de que ahora la gente ya no lee. Pero ahí está la crónica, reclamando su derecho a volver.
Lo esencial de la crónica es la voz, le escuché decir hace varios años a una maestra del género como es Alma Guillermoprieto, y su sentencia me sonó a repicar de campanas, a golpe de gong, porque la voz –decía ella– permite al cronista establecer un flujo íntimo con el lector, un lazo para que el que lee sienta que conoce al que escribe, para que ambos dialoguen al mismo nivel y construyan un espacio de igualdad. La intimidad es la voz de la crónica, remataba la escritora y periodista mexicana.
Y eso es precisamente lo que tiene Lemebel: una voz, quizá el aspecto más sobresaliente de su escritura. La suya es una voz disidente: la de un homosexual en plena dictadura pinochetista; una voz crítica e inconforme en medio de la embriaguez neoliberal; callejera y cafiola –el femenino de cafiche, inventado por el propio Lemebel para referirse al amor con tarifa– como una tarde de placer proscrito con un veinteañero en un hotel pituco de Lima; una voz extrañamente clara en medio del ruido de la máquina moledora de productos culturales.
Digo una voz, pero también una mirada, y una intimidad o, mejor dicho, unas intimidades expuestas, como ventanas abiertas para asomarse y entender una época: la del autor con los personajes, la del autor consigo mismo, y la de todos con la intimidad del lector. Ahí están: Joselito, el niño cantor español que puso música de fondo al franquismo; Chavela Vargas y su autoridad lésbica traicionada en Santiago; Tito Fernández, el folclorista a quien Lemebel descubre guitarreando para un hombre fuerte de la dictadura; María Bethania y Omara Portuondo en un desencuentro de emociones en el mismo escenario; el mismo Lemebel en un pico a pico con una camarilla de reaccionarios “opusdeistas”, un basurero feudal, como él los llama desafiante.
La crónica ha sido mal entendida y en muchos casos mal respetada. Cuando a los estudiantes de periodismo o a los jóvenes que se inician en la escritura les hablan de este género les dicen que se trata de magia, vuelo y colorido. Pero la crónica es todo lo contrario, es información, registro histórico, exploración a profundidad. Puede haber información sin crónica, pero no hay crónica sin información. Puede ser un relato en primera persona, pero no un relato sobre la primera persona, decía en una charla otro exponente del tema, el argentino Martín Caparrós.
La crónica, como lo demuestra Lemebel, es un ejercicio del pensamiento, en el que se confrontan y se complementan la observación y la conciencia, la razón y la emoción, la imagen y la palabra. El cronista tiene ojos y oídos por todas partes y los usa para que el lector sepa que esa historia viene desde el oscurantismo de una dictadura, desde el aire enrarecido de una revuelta, o desde el sudado perfume de la farándula arribista. La crónica es la vida en toda su intensidad. Déjenla volver.
El Telégrafo 07-11-2008
domingo, 7 de diciembre de 2008
Público y político
Por Gustavo Abad
El pensamiento liberal y moderno ha configurado tres nociones dominantes de lo público. Primero, lo que está a la vista y al acceso de todos, como calles, parques, plazas y otros espacios físicos. Segundo, lo que está bajo control del Estado e incluye las instituciones, las leyes, las políticas de desarrollo, los servicios básicos y otros ámbitos normativos. Y tercero, lo que todos debemos ejercer u obedecer como parte de esa correspondencia entre derechos y obligaciones en la que se sustenta gran parte de la convivencia social.
No obstante, hay una dimensión de lo público que no ha sido considerada suficientemente como tal, y es la producción, circulación y consumo de productos simbólicos. En esta parcela de lo público cabe la información, de la cual los medios constituyen su más soberbia institución, como narradores privilegiados del acontecer social, por lo tanto, como legitimadores o impugnadores de un determinado orden.
Entonces, lo que hagan o dejen de hacer los medios es un asunto de interés público, y toda intervención en una cuestión pública está relacionada con una posición política al respecto. De ahí que negar la dimensión política del periodismo como ámbito donde tiene lugar la representación simbólica del mundo, o predicar que esta actividad no se mueve por resortes políticos ni ideológicos, resulta un absurdo que solo puede ser atribuido al desconocimiento, en unos casos, o al deseo premeditado de tomarle el pelo a los demás, en otros.
Por ello es necesario recalcar que la creación, funcionamiento y vigencia de medios públicos en el Ecuador no es una simple apuesta estatal de comunicación, peor una maniobra gubernamental de propaganda, sino una decisión política que supera la coyuntura del gobierno de turno y crea un nuevo ámbito de discusión, un punto de quiebre dentro de una cultura informativa tradicionalmente dominada por los medios privados como principales constructores del discurso y el debate públicos.
Los medios públicos están llamados a marcar diferencias respecto de los privados precisamente en la noción de lo público bajo la cual construyen sus agendas. Para comenzar, no confundir lo público con lo publicable; tampoco con lo espectacular ni con lo escandaloso; peor con la primicia, ese señuelo esquizofrénico que la cultura periodística ha fetichizado con el nombre de “golpe”, y que a nadie le importa excepto a algunos periodistas.
Aclaremos, una de las premisas del periodismo tradicional dice que cualquier acontecimiento puede ser publicable de acuerdo con su impacto, su colorido, su rareza, aunque no necesariamente tenga algún efecto en nuestras vidas. En el periodismo público los temas se valoran, o deberían valorarse, por su oportunidad para suscitar la intervención política de la comunidad, la deliberación y las propuestas respecto de problemas comunes, la construcción de una ética pública basada en la participación social y la vigilancia al poder.
Los fundamentos del periodismo público se relacionan más con la filosofía política que con los manuales de redacción; más con la difusión el pensamiento crítico que con los discursos del orden; más con la construcción de sentidos que con el simple registro de los hechos; más con la narrativa que con la estadística... En eso radica la diferencia entre formar consumidores y formar públicos. Los primeros buscan el espectáculo y la novedad; los segundos buscan el debate y la participación.
El Telégrafo 30-11-2008
El pensamiento liberal y moderno ha configurado tres nociones dominantes de lo público. Primero, lo que está a la vista y al acceso de todos, como calles, parques, plazas y otros espacios físicos. Segundo, lo que está bajo control del Estado e incluye las instituciones, las leyes, las políticas de desarrollo, los servicios básicos y otros ámbitos normativos. Y tercero, lo que todos debemos ejercer u obedecer como parte de esa correspondencia entre derechos y obligaciones en la que se sustenta gran parte de la convivencia social.
No obstante, hay una dimensión de lo público que no ha sido considerada suficientemente como tal, y es la producción, circulación y consumo de productos simbólicos. En esta parcela de lo público cabe la información, de la cual los medios constituyen su más soberbia institución, como narradores privilegiados del acontecer social, por lo tanto, como legitimadores o impugnadores de un determinado orden.
Entonces, lo que hagan o dejen de hacer los medios es un asunto de interés público, y toda intervención en una cuestión pública está relacionada con una posición política al respecto. De ahí que negar la dimensión política del periodismo como ámbito donde tiene lugar la representación simbólica del mundo, o predicar que esta actividad no se mueve por resortes políticos ni ideológicos, resulta un absurdo que solo puede ser atribuido al desconocimiento, en unos casos, o al deseo premeditado de tomarle el pelo a los demás, en otros.
Por ello es necesario recalcar que la creación, funcionamiento y vigencia de medios públicos en el Ecuador no es una simple apuesta estatal de comunicación, peor una maniobra gubernamental de propaganda, sino una decisión política que supera la coyuntura del gobierno de turno y crea un nuevo ámbito de discusión, un punto de quiebre dentro de una cultura informativa tradicionalmente dominada por los medios privados como principales constructores del discurso y el debate públicos.
Los medios públicos están llamados a marcar diferencias respecto de los privados precisamente en la noción de lo público bajo la cual construyen sus agendas. Para comenzar, no confundir lo público con lo publicable; tampoco con lo espectacular ni con lo escandaloso; peor con la primicia, ese señuelo esquizofrénico que la cultura periodística ha fetichizado con el nombre de “golpe”, y que a nadie le importa excepto a algunos periodistas.
Aclaremos, una de las premisas del periodismo tradicional dice que cualquier acontecimiento puede ser publicable de acuerdo con su impacto, su colorido, su rareza, aunque no necesariamente tenga algún efecto en nuestras vidas. En el periodismo público los temas se valoran, o deberían valorarse, por su oportunidad para suscitar la intervención política de la comunidad, la deliberación y las propuestas respecto de problemas comunes, la construcción de una ética pública basada en la participación social y la vigilancia al poder.
Los fundamentos del periodismo público se relacionan más con la filosofía política que con los manuales de redacción; más con la difusión el pensamiento crítico que con los discursos del orden; más con la construcción de sentidos que con el simple registro de los hechos; más con la narrativa que con la estadística... En eso radica la diferencia entre formar consumidores y formar públicos. Los primeros buscan el espectáculo y la novedad; los segundos buscan el debate y la participación.
El Telégrafo 30-11-2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
Otras preguntas
Por Gustavo Abad
A principios de esta década, cuando comenzaba la construcción del oleoducto de crudos pesados (OCP), en el diario donde yo trabajaba casi todos los días se producían discusiones acerca de la manera de informar sobre ese tema. Por un lado, estaban los que no hacían más que llamar a las oficinas de comunicación del Ministerio de Energía o del consorcio ejecutor y pedir algún detalle sobre el avance de las obras. Por otro, los que iban a las comunidades por donde pasaba el gigantesco tubo, recogían los testimonios de los habitantes y constataban los daños ambientales que dejaba la obra. Los primeros reproducían alegremente los boletines oficiales sin necesidad de arrugarse el traje y eran “amigos” de autoridades y ejecutivos. Los segundos madrugaban rumbo a los bosques por donde los tractores abrían trocha, recibían golpes y amenazas de los guardias privados y regresaban a la redacción cargados de barro y pesadumbre a tratar de contar esas historias en el último octavo de página que no había sido tomado por la versión oficial.
Todo este recuento, a propósito de la Ley de Minería, enviada la semana pasada por el presidente de la República a la Comisión Legislativa, y el relato periodístico de ello. Los medios reproducen las declaraciones tanto de los promotores como de los detractores, cubren las marchas de protesta en Quito, transmiten las ruedas de prensa de autoridades y dirigentes sociales, etc. Pero lo que menos ofrecen son informes, reportajes, crónicas, etc., sobre la vida en las comunidades que conviven con la actividad minera de empresas nacionales o extranjeras. ¿Cuántas son? ¿Dónde están ubicadas? ¿Qué piensan sus habitantes? ¿Quién les ha preguntado su criterio? ¿Cuáles son los métodos de explotación más peligrosos? ¿Qué gana o qué pierde el país si explota los yacimientos o deja de hacerlo? ¿Dónde queda Chinapintza? ¿Alguien conoce Gualel?
La realidad es generosa con los medios y los periodistas. Cada día les ofrece nuevas oportunidades. El debate acerca de la Ley de Minería y su enorme trasfondo social y ambiental es una de ellas, porque se trata de un tema que le importa a todo el país, no sólo al Gobierno ni sólo a la oposición. Es un tema cuya complejidad no se puede entender bajo el simple modelo bipolar que predomina en los medios, el cual se reduce a oponer las versiones a favor y las versiones en contra y crear así el espejismo de la objetividad y la neutralidad. El sentir de las comunidades afectadas por las ventajas o desventajas de una ley hay que buscarlo en el día a día de la gente, y eso no se logra con llamadas a las oficinas de comunicación ni con entrevistas a los voceros, sino en la calle, en el campo, en la selva, en donde tengan lugar esas formas de vida.
La dimensión política del periodismo consiste, entre otras cosas, en crear nuevas relaciones con el público, en ofrecer la información que favorezca la movilización y la acción políticas desde el procesamiento de las experiencias cercanas. Hay que tomar en serio la propuesta de la investigadora Ana María Miralles de ampliar el sentido de las preguntas tradicionales del periodismo informativo. A la inicial ¿qué? cambiar por ¿qué significa esto? ¿qué consecuencias tiene?; a la limitada ¿quién? añadir ¿quiénes causaron esto? ¿quiénes no han hablado todavía?; a la de cajón ¿cuándo? cambiar por ¿cuándo comenzó esta historia? ¿cuándo cambiará esta situación?; a la obvia ¿dónde? cambiar por ¿dónde está el interés común? ¿dónde está el inicio del ovillo?; a la más activa ¿por qué? reforzar con ¿por qué ahora? ¿por qué debe importarnos a todos?, y a la evidente ¿cómo? añadir ¿cómo podría esto cambiar la vida de la gente? ¿cómo podría ser diferente?
La Ley de Minería es la oportunidad para responder estas y más preguntas. Solo hay que salir al campo en lugar de entrar a las ruedas de prensa.
El Telégrafo 23-11-2008
A principios de esta década, cuando comenzaba la construcción del oleoducto de crudos pesados (OCP), en el diario donde yo trabajaba casi todos los días se producían discusiones acerca de la manera de informar sobre ese tema. Por un lado, estaban los que no hacían más que llamar a las oficinas de comunicación del Ministerio de Energía o del consorcio ejecutor y pedir algún detalle sobre el avance de las obras. Por otro, los que iban a las comunidades por donde pasaba el gigantesco tubo, recogían los testimonios de los habitantes y constataban los daños ambientales que dejaba la obra. Los primeros reproducían alegremente los boletines oficiales sin necesidad de arrugarse el traje y eran “amigos” de autoridades y ejecutivos. Los segundos madrugaban rumbo a los bosques por donde los tractores abrían trocha, recibían golpes y amenazas de los guardias privados y regresaban a la redacción cargados de barro y pesadumbre a tratar de contar esas historias en el último octavo de página que no había sido tomado por la versión oficial.
Todo este recuento, a propósito de la Ley de Minería, enviada la semana pasada por el presidente de la República a la Comisión Legislativa, y el relato periodístico de ello. Los medios reproducen las declaraciones tanto de los promotores como de los detractores, cubren las marchas de protesta en Quito, transmiten las ruedas de prensa de autoridades y dirigentes sociales, etc. Pero lo que menos ofrecen son informes, reportajes, crónicas, etc., sobre la vida en las comunidades que conviven con la actividad minera de empresas nacionales o extranjeras. ¿Cuántas son? ¿Dónde están ubicadas? ¿Qué piensan sus habitantes? ¿Quién les ha preguntado su criterio? ¿Cuáles son los métodos de explotación más peligrosos? ¿Qué gana o qué pierde el país si explota los yacimientos o deja de hacerlo? ¿Dónde queda Chinapintza? ¿Alguien conoce Gualel?
La realidad es generosa con los medios y los periodistas. Cada día les ofrece nuevas oportunidades. El debate acerca de la Ley de Minería y su enorme trasfondo social y ambiental es una de ellas, porque se trata de un tema que le importa a todo el país, no sólo al Gobierno ni sólo a la oposición. Es un tema cuya complejidad no se puede entender bajo el simple modelo bipolar que predomina en los medios, el cual se reduce a oponer las versiones a favor y las versiones en contra y crear así el espejismo de la objetividad y la neutralidad. El sentir de las comunidades afectadas por las ventajas o desventajas de una ley hay que buscarlo en el día a día de la gente, y eso no se logra con llamadas a las oficinas de comunicación ni con entrevistas a los voceros, sino en la calle, en el campo, en la selva, en donde tengan lugar esas formas de vida.
La dimensión política del periodismo consiste, entre otras cosas, en crear nuevas relaciones con el público, en ofrecer la información que favorezca la movilización y la acción políticas desde el procesamiento de las experiencias cercanas. Hay que tomar en serio la propuesta de la investigadora Ana María Miralles de ampliar el sentido de las preguntas tradicionales del periodismo informativo. A la inicial ¿qué? cambiar por ¿qué significa esto? ¿qué consecuencias tiene?; a la limitada ¿quién? añadir ¿quiénes causaron esto? ¿quiénes no han hablado todavía?; a la de cajón ¿cuándo? cambiar por ¿cuándo comenzó esta historia? ¿cuándo cambiará esta situación?; a la obvia ¿dónde? cambiar por ¿dónde está el interés común? ¿dónde está el inicio del ovillo?; a la más activa ¿por qué? reforzar con ¿por qué ahora? ¿por qué debe importarnos a todos?, y a la evidente ¿cómo? añadir ¿cómo podría esto cambiar la vida de la gente? ¿cómo podría ser diferente?
La Ley de Minería es la oportunidad para responder estas y más preguntas. Solo hay que salir al campo en lugar de entrar a las ruedas de prensa.
El Telégrafo 23-11-2008
sábado, 15 de noviembre de 2008
Orden, casos y violencia
Por Gustavo Abad
Hace una semana, el ecuatoriano Marcelo Lucero caminaba por una calle de Long Island (Nueva York) cuando se encontró con seis adolescentes xenófobos, quienes lo atacaron a cuchilladas y le quitaron la vida en obediencia a su sentimiento de odio a los migrantes latinos. Pocos días antes, el estadounidense Travis Ferguson ingresaba a una de las torres de la Universidad Católica de Quito y, al no llevar consigo su credencial de estudiante, los guardias lo atacaron a patadas y le rociaron gas pimienta en la cara − según cuenta Valeria Coronel en las páginas de este diario− en obediencia a su impulso de reprimir a todo aquel que, a su juicio, tenga apariencia sospechosa.
Las autoridades de ambos países se han movilizado por estos hechos. Las ecuatorianas, para que se castigue a los asesinos, y las estadounidenses para que se repare el daño moral al agredido. Esperemos que haya resultados en ambos casos. Sin embargo, también es necesario entender que este tipo de violencia se origina en un pensamiento que procura imponerse en el mundo y cuyo eje es el miedo a todo lo distinto. Un pensamiento que nace tanto en las altas esferas de poder y sus discursos de orden y seguridad, como en grupos racistas ligados más bien a una violencia primitiva de negación y eliminación del otro.
Quizá una de las figuras que mejor representan esta manera de entender el mundo es la del monstruo, ese ente imaginario al que la mitología asocia con el mal, ya sea por deformación corporal o perversión espiritual. Según el mito, los monstruos habitan en la oscuridad y su medio natural es el caos. Pero ocurre que cada tanto les da por asomarse hacia el mundo de la luz y del orden, hasta que alguien los descubre y enciende las alarmas. Entonces los monstruos deben ser detenidos y expulsados hacia el lugar del que salieron. En el mito religioso tradicional, deben volver al infierno. En el mito económico contemporáneo, a las márgenes de la sociedad, desde donde no puedan amenazar a los seres considerados normales.
Los discursos de inseguridad y violencia que han adquirido una presencia abrumadora en la cotidianidad, afianzan cada vez más la visión monstruosa del otro, una manera de negarle su humanidad y reducirlo a la condición de ser peligroso y despreciable, especialmente si ese otro es extranjero, negro, indio o pobre. Lo que los guardias de la Católica vieron no fue a un estudiante con ropa deportiva. Lo que vieron fue a alguien que no debía estar en ese lugar, porque un chico negro sin documentos significaba para ellos un potencial delincuente en un centro de estudios. En otras palabras, vieron un monstruo, porque los ojos miran lo que la mente les ha enseñado a mirar.
El orden rechaza todo lo que no armoniza con su lógica. Por eso, los centros comerciales, las universidades privadas, las mal llamadas zonas regeneradas, las ciudadelas de ricos, los edificios de oficinas empresariales, y otros lugares por el estilo, están hechos bajo el modelo de orden concebido desde el poder y el sistema dominante. Ahí todo parece seguro, y lo último que quieren perder sus ocupantes es esa sensación de seguridad. No importa si para ello tienen que desplegar sus propios actos de violencia, como las cuadrillas de guardias armados, sistemas de alarma y perros entrenados. El orden le teme a todo lo que no encaja en su visión, y aplaca su miedo rebuscando en cada lugar sus amenazas y sus monstruos, que no son otra cosa que la más violenta representación de lo distinto.
El Telégrafo 16-11-2008
Hace una semana, el ecuatoriano Marcelo Lucero caminaba por una calle de Long Island (Nueva York) cuando se encontró con seis adolescentes xenófobos, quienes lo atacaron a cuchilladas y le quitaron la vida en obediencia a su sentimiento de odio a los migrantes latinos. Pocos días antes, el estadounidense Travis Ferguson ingresaba a una de las torres de la Universidad Católica de Quito y, al no llevar consigo su credencial de estudiante, los guardias lo atacaron a patadas y le rociaron gas pimienta en la cara − según cuenta Valeria Coronel en las páginas de este diario− en obediencia a su impulso de reprimir a todo aquel que, a su juicio, tenga apariencia sospechosa.
Las autoridades de ambos países se han movilizado por estos hechos. Las ecuatorianas, para que se castigue a los asesinos, y las estadounidenses para que se repare el daño moral al agredido. Esperemos que haya resultados en ambos casos. Sin embargo, también es necesario entender que este tipo de violencia se origina en un pensamiento que procura imponerse en el mundo y cuyo eje es el miedo a todo lo distinto. Un pensamiento que nace tanto en las altas esferas de poder y sus discursos de orden y seguridad, como en grupos racistas ligados más bien a una violencia primitiva de negación y eliminación del otro.
Quizá una de las figuras que mejor representan esta manera de entender el mundo es la del monstruo, ese ente imaginario al que la mitología asocia con el mal, ya sea por deformación corporal o perversión espiritual. Según el mito, los monstruos habitan en la oscuridad y su medio natural es el caos. Pero ocurre que cada tanto les da por asomarse hacia el mundo de la luz y del orden, hasta que alguien los descubre y enciende las alarmas. Entonces los monstruos deben ser detenidos y expulsados hacia el lugar del que salieron. En el mito religioso tradicional, deben volver al infierno. En el mito económico contemporáneo, a las márgenes de la sociedad, desde donde no puedan amenazar a los seres considerados normales.
Los discursos de inseguridad y violencia que han adquirido una presencia abrumadora en la cotidianidad, afianzan cada vez más la visión monstruosa del otro, una manera de negarle su humanidad y reducirlo a la condición de ser peligroso y despreciable, especialmente si ese otro es extranjero, negro, indio o pobre. Lo que los guardias de la Católica vieron no fue a un estudiante con ropa deportiva. Lo que vieron fue a alguien que no debía estar en ese lugar, porque un chico negro sin documentos significaba para ellos un potencial delincuente en un centro de estudios. En otras palabras, vieron un monstruo, porque los ojos miran lo que la mente les ha enseñado a mirar.
El orden rechaza todo lo que no armoniza con su lógica. Por eso, los centros comerciales, las universidades privadas, las mal llamadas zonas regeneradas, las ciudadelas de ricos, los edificios de oficinas empresariales, y otros lugares por el estilo, están hechos bajo el modelo de orden concebido desde el poder y el sistema dominante. Ahí todo parece seguro, y lo último que quieren perder sus ocupantes es esa sensación de seguridad. No importa si para ello tienen que desplegar sus propios actos de violencia, como las cuadrillas de guardias armados, sistemas de alarma y perros entrenados. El orden le teme a todo lo que no encaja en su visión, y aplaca su miedo rebuscando en cada lugar sus amenazas y sus monstruos, que no son otra cosa que la más violenta representación de lo distinto.
El Telégrafo 16-11-2008
domingo, 9 de noviembre de 2008
Un relato de horror III
Por Gustavo Abad
El Gobierno quiere resultados en la lucha contra la inseguridad, pues considera que 320 millones de dólares destinados a la modernización de la Policía no pueden gastarse así nomás sin que ayuden a disminuir los índices delincuenciales. Al no encontrarlos, esta semana pagaron con sus puestos los subsecretarios de Seguridad y Gobierno. Los medios de comunicación también exigen resultados, pues para bien o para mal no dejan de considerarse los intérpretes del clamor popular. Para presionar, incrementan los espacios de crónica roja y los saturan de imágenes y testimonios desgarradores. El grueso de la gente, por supuesto, también quiere resultados, pues mira en los noticieros y lee en los periódicos que el orden se ha roto y que la paz ya no existe. Entonces tiene miedo, siente que la ruta de su casa al trabajo, al cine, al mercado, al estadio, a donde sea, se ha convertido en una travesía de peligro.
Mientras el gobierno reconstruye su estrategia –que ojalá no sea insistir en la misma fórmula que asocia más seguridad con más armas y más policías–, los medios tienen otra oportunidad para replantear la cobertura de este tema –como indagar en las causas estructurales, institucionales y circunstanciales del delito–, y los ciudadanos podríamos detenernos a pensar en lo que pasa por nuestras cabezas cada vez que escuchamos las palabras inseguridad y violencia, con las que hemos aprendido a designar la ruptura del orden, y nos olvidamos de otras, como crisis e injusticia social.
Así se construye el miedo en las ciudades, en la confluencia de tres discursos principales: oficial, mediático y cotidiano, unas veces separados, otras mezclados, pero casi siempre complementarios entre sí, porque la ciudad es la suma de todas las informaciones posibles, entre las que ahora dominan las de inseguridad y violencia. Entonces los habitantes generan respuestas, actitudes y estrategias de vida desde la noción de ciudad que cada quien se ha formado.
Frente a un relato de terror, la gente toma precauciones, modifica su comportamiento con el fin de prevenirse de aquello que, en principio, le llega como información, pero se cuela en su testa y modifica de largo su conducta. De esta manera, se borran los límites entre los relatos y la realidad. Se invierten los roles: las narraciones ya no se basan en hechos, sino que los hechos se consuman y las decisiones se toman en obediencia a las narraciones. Se confunden el orden objetivo con el subjetivo, y el resultado es el miedo, el principal estado emocional con el que nos relacionamos los habitantes urbanos.
Ese miedo, esa forma de relación social basada en la desconfianza y el temor al otro, es lo que mejor nos define en esta coyuntura. El miedo hace que el conductor cierre la ventana cuando el malabarista le pide recompensa por su arte elemental; que el guardia de seguridad privado dispare al bulto a la menor señal de peligro; que los propietarios se enclaustren dentro de grandes muros y recubran sus casas de sistemas de alarma.
El miedo rompe cualquier vínculo de solidaridad con el otro y se expande mediante los cuentos de boca en boca, esos micro relatos cotidianos, que bien podrían ser un modo de encuentro con el saber original, en el cual el narrador –el vecino del condominio, el compañero de asiento en el bus, el amigo de la oficina, cualquiera– reconstruye una historia personal o ajena, palpable o imaginaria, para explicar y explicarse a sí mismo una realidad cuya complejidad desborda su comprensión.
La violencia es un fenómeno demasiado complejo como para que alguna disciplina social pueda decir que la ha comprendido y explicado. Sin embargo, en los micro relatos cotidianos, toda esa complejidad se resuelve en el pequeño cuento que le hace un vecino a otro. Parece que las personas, cuando se cuentan unas a otras sus episodios de miedo, se revelan también los secretos mismos de la existencia, y desempolvan el arcaísmo de la narración oral en plena era del ipod, el facebook y otros polvos mágicos.
El Telégrafo 09-11-2008
El Gobierno quiere resultados en la lucha contra la inseguridad, pues considera que 320 millones de dólares destinados a la modernización de la Policía no pueden gastarse así nomás sin que ayuden a disminuir los índices delincuenciales. Al no encontrarlos, esta semana pagaron con sus puestos los subsecretarios de Seguridad y Gobierno. Los medios de comunicación también exigen resultados, pues para bien o para mal no dejan de considerarse los intérpretes del clamor popular. Para presionar, incrementan los espacios de crónica roja y los saturan de imágenes y testimonios desgarradores. El grueso de la gente, por supuesto, también quiere resultados, pues mira en los noticieros y lee en los periódicos que el orden se ha roto y que la paz ya no existe. Entonces tiene miedo, siente que la ruta de su casa al trabajo, al cine, al mercado, al estadio, a donde sea, se ha convertido en una travesía de peligro.
Mientras el gobierno reconstruye su estrategia –que ojalá no sea insistir en la misma fórmula que asocia más seguridad con más armas y más policías–, los medios tienen otra oportunidad para replantear la cobertura de este tema –como indagar en las causas estructurales, institucionales y circunstanciales del delito–, y los ciudadanos podríamos detenernos a pensar en lo que pasa por nuestras cabezas cada vez que escuchamos las palabras inseguridad y violencia, con las que hemos aprendido a designar la ruptura del orden, y nos olvidamos de otras, como crisis e injusticia social.
Así se construye el miedo en las ciudades, en la confluencia de tres discursos principales: oficial, mediático y cotidiano, unas veces separados, otras mezclados, pero casi siempre complementarios entre sí, porque la ciudad es la suma de todas las informaciones posibles, entre las que ahora dominan las de inseguridad y violencia. Entonces los habitantes generan respuestas, actitudes y estrategias de vida desde la noción de ciudad que cada quien se ha formado.
Frente a un relato de terror, la gente toma precauciones, modifica su comportamiento con el fin de prevenirse de aquello que, en principio, le llega como información, pero se cuela en su testa y modifica de largo su conducta. De esta manera, se borran los límites entre los relatos y la realidad. Se invierten los roles: las narraciones ya no se basan en hechos, sino que los hechos se consuman y las decisiones se toman en obediencia a las narraciones. Se confunden el orden objetivo con el subjetivo, y el resultado es el miedo, el principal estado emocional con el que nos relacionamos los habitantes urbanos.
Ese miedo, esa forma de relación social basada en la desconfianza y el temor al otro, es lo que mejor nos define en esta coyuntura. El miedo hace que el conductor cierre la ventana cuando el malabarista le pide recompensa por su arte elemental; que el guardia de seguridad privado dispare al bulto a la menor señal de peligro; que los propietarios se enclaustren dentro de grandes muros y recubran sus casas de sistemas de alarma.
El miedo rompe cualquier vínculo de solidaridad con el otro y se expande mediante los cuentos de boca en boca, esos micro relatos cotidianos, que bien podrían ser un modo de encuentro con el saber original, en el cual el narrador –el vecino del condominio, el compañero de asiento en el bus, el amigo de la oficina, cualquiera– reconstruye una historia personal o ajena, palpable o imaginaria, para explicar y explicarse a sí mismo una realidad cuya complejidad desborda su comprensión.
La violencia es un fenómeno demasiado complejo como para que alguna disciplina social pueda decir que la ha comprendido y explicado. Sin embargo, en los micro relatos cotidianos, toda esa complejidad se resuelve en el pequeño cuento que le hace un vecino a otro. Parece que las personas, cuando se cuentan unas a otras sus episodios de miedo, se revelan también los secretos mismos de la existencia, y desempolvan el arcaísmo de la narración oral en plena era del ipod, el facebook y otros polvos mágicos.
El Telégrafo 09-11-2008
sábado, 1 de noviembre de 2008
Un relato de horror II
Por Gustavo Abad
La cámara ingresa por un pasadizo y se detiene frente a una escena impresionante. Un policía ha capturado a un ladrón que, minutos antes, había robado un celular a una mujer en el centro de Guayaquil. El detenido está tirado en el suelo, mientras el uniformado le aplica su bota sobre la nuca. La cámara se agita cuando llegan los demás miembros de la pandilla y, en una maniobra insólita, liberan a su compañero y huyen por entre la gente y los carros. Lo último que se ve es al policía, sorprendido y nervioso, mientras devuelve el celular a su dueña y lamenta no poder hacer más.
Esta deber ser una de las escenas más repetidas por la televisión en los últimos días y, seguramente, una de las más explotadas y manipuladas por quienes interpretan la inseguridad desde una visión fascista, que consiste en reducir el tema a una lucha armada entre fuerzas del bien y del mal. Por ejemplo, quienes hacen el noticiero Contacto Directo, de Ecuavisa, preguntaron esta semana a los televidentes: “¿Le parece que un policía debe disparar si un delincuente lo ataca?”. Así, de manera simplona, como si el efecto de un disparo no involucrara una vida humana, ya sea delincuencial o policial, ni pusiera en riesgo a otras. Poco después, dijeron que el 99% por ciento de los encuestados había respondido que sí. ¿Alguien puede comprobarlo?
Se entiende entonces por qué, cuando el ministro de Gobierno, Fernando Bustamante, planteó que la abrumadora cantidad de noticias sobre violencia aumenta la percepción de inseguridad, la primera reacción de los medios fue ridiculizar esa afirmación y jugar con ella. Incapaces de entender la relación entre los hechos y sus relatos, muchos periodistas solo acertaron a llevar el concepto hasta los límites de la distorsión.Después, cuando la misma autoridad prohibió que se exhibieran los rostros de los delincuentes, los medios se opusieron de nuevo, con el argumento del derecho a la información. El Fiscal de la Nación, Washington Pesántez, afianzó la postura mediática con un criterio similar. El ministro cedió y, ese mismo día, los noticieros de televisión se llenaron con los rostros de los detenidos, mientras uno de los presentadores pontificaba que la comunidad mejor protegida es la que reconoce en la calle a sus enemigos y sabe que el peligro está en todas partes.
El tratamiento del tema de la inseguridad, en la mayoría de los medios, solo crea un ambiente de terror y un clima de opinión favorable a las prácticas del “gatillo fácil”. Por eso, en el mismo noticiero de Ecuavisa, congelaron las partes del video que permitían mirar con claridad los rostros de los delincuentes, mientras el presentador conminaba a todos a reconocerlos. El mensaje subyacente en este tipo de noticias es: ¡Ahí está la prueba de que el mal existe… tiene cuerpo y rostro… disparen en nombre de todos!
Los hechos no hablan por sí solos, sino que cobran sentido en los relatos que hacemos de ellos. El relato de los medios sobre la inseguridad y la violencia se impone y ejerce poder sobre el poder, a tal punto que el propio ministro Bustamante, en un principio cauto en el lenguaje, ha cedido también en ese campo, y habla de grupos de élite de la Policía cuya misión, dice, es “limpiar” las ciudades de la delincuencia.
Esta semana, Colombia dio una muestra más de lo que ocurre cuando el poder impone una cultura que idealiza la represión armada como única manera de combatir el delito. 27 militares fueron separados del ejército y enjuiciados por participar en la matanza de 23 jóvenes de origen humilde, a quienes trataban de hacer pasar como delincuentes y guerrilleros, para crear el espejismo de la eficacia de las fuerzas del orden.
Parece que en el Ecuador hay quienes añoran los tiempos de los famosos “escuadrones de la muerte”, que asolaban los barrios pobres con el pretexto de la lucha antisubversiva y antidelincuencial. Parece también que ciertas autoridades y medios de comunicación se empeñan en construir un relato de horror que sostenga y justifique el pensamiento dominante en materia de seguridad, que se resume en “limpiar” las ciudades de delincuentes y, por extensión, de todo lo que tenga apariencia marginal y violenta.
El Telégrafo 02-11-2008
La cámara ingresa por un pasadizo y se detiene frente a una escena impresionante. Un policía ha capturado a un ladrón que, minutos antes, había robado un celular a una mujer en el centro de Guayaquil. El detenido está tirado en el suelo, mientras el uniformado le aplica su bota sobre la nuca. La cámara se agita cuando llegan los demás miembros de la pandilla y, en una maniobra insólita, liberan a su compañero y huyen por entre la gente y los carros. Lo último que se ve es al policía, sorprendido y nervioso, mientras devuelve el celular a su dueña y lamenta no poder hacer más.
Esta deber ser una de las escenas más repetidas por la televisión en los últimos días y, seguramente, una de las más explotadas y manipuladas por quienes interpretan la inseguridad desde una visión fascista, que consiste en reducir el tema a una lucha armada entre fuerzas del bien y del mal. Por ejemplo, quienes hacen el noticiero Contacto Directo, de Ecuavisa, preguntaron esta semana a los televidentes: “¿Le parece que un policía debe disparar si un delincuente lo ataca?”. Así, de manera simplona, como si el efecto de un disparo no involucrara una vida humana, ya sea delincuencial o policial, ni pusiera en riesgo a otras. Poco después, dijeron que el 99% por ciento de los encuestados había respondido que sí. ¿Alguien puede comprobarlo?
Se entiende entonces por qué, cuando el ministro de Gobierno, Fernando Bustamante, planteó que la abrumadora cantidad de noticias sobre violencia aumenta la percepción de inseguridad, la primera reacción de los medios fue ridiculizar esa afirmación y jugar con ella. Incapaces de entender la relación entre los hechos y sus relatos, muchos periodistas solo acertaron a llevar el concepto hasta los límites de la distorsión.Después, cuando la misma autoridad prohibió que se exhibieran los rostros de los delincuentes, los medios se opusieron de nuevo, con el argumento del derecho a la información. El Fiscal de la Nación, Washington Pesántez, afianzó la postura mediática con un criterio similar. El ministro cedió y, ese mismo día, los noticieros de televisión se llenaron con los rostros de los detenidos, mientras uno de los presentadores pontificaba que la comunidad mejor protegida es la que reconoce en la calle a sus enemigos y sabe que el peligro está en todas partes.
El tratamiento del tema de la inseguridad, en la mayoría de los medios, solo crea un ambiente de terror y un clima de opinión favorable a las prácticas del “gatillo fácil”. Por eso, en el mismo noticiero de Ecuavisa, congelaron las partes del video que permitían mirar con claridad los rostros de los delincuentes, mientras el presentador conminaba a todos a reconocerlos. El mensaje subyacente en este tipo de noticias es: ¡Ahí está la prueba de que el mal existe… tiene cuerpo y rostro… disparen en nombre de todos!
Los hechos no hablan por sí solos, sino que cobran sentido en los relatos que hacemos de ellos. El relato de los medios sobre la inseguridad y la violencia se impone y ejerce poder sobre el poder, a tal punto que el propio ministro Bustamante, en un principio cauto en el lenguaje, ha cedido también en ese campo, y habla de grupos de élite de la Policía cuya misión, dice, es “limpiar” las ciudades de la delincuencia.
Esta semana, Colombia dio una muestra más de lo que ocurre cuando el poder impone una cultura que idealiza la represión armada como única manera de combatir el delito. 27 militares fueron separados del ejército y enjuiciados por participar en la matanza de 23 jóvenes de origen humilde, a quienes trataban de hacer pasar como delincuentes y guerrilleros, para crear el espejismo de la eficacia de las fuerzas del orden.
Parece que en el Ecuador hay quienes añoran los tiempos de los famosos “escuadrones de la muerte”, que asolaban los barrios pobres con el pretexto de la lucha antisubversiva y antidelincuencial. Parece también que ciertas autoridades y medios de comunicación se empeñan en construir un relato de horror que sostenga y justifique el pensamiento dominante en materia de seguridad, que se resume en “limpiar” las ciudades de delincuentes y, por extensión, de todo lo que tenga apariencia marginal y violenta.
El Telégrafo 02-11-2008
sábado, 25 de octubre de 2008
Un relato de horror
Por Gustavo Abad
El auto está detenido en una calle abandonada y a su alrededor varias personas caminan nerviosas. La cámara se acerca lo más que puede a la ventanilla y deja ver el cuerpo inerte del conductor, acribillado por delincuentes pocas horas antes. Llega la esposa de la víctima y la cámara inmediatamente se concentra en los gestos, palabras y lágrimas que salen desde su infinito dolor.
El reportero dice que este crimen demuestra el aumento de la inseguridad y la violencia en todas las ciudades del país. Luego busca entre la gente declaraciones o testimonios para completar la información, hasta que otro familiar de la víctima reclama: “¿dónde están los defensores de los derechos humanos?”, y se responde a sí mismo, “esos señores solo defienden a los delincuentes”.
Fin de la nota.
En su comentario, el presentador del noticiero repite la última afirmación y refuerza uno de los grandes equívocos difundidos sin la menor reflexión por la mayoría de los medios de comunicación, respecto de la inseguridad y la violencia en nuestras ciudades, que consiste en adjudicar a las organizaciones de derechos humanos un cierto nivel de complicidad con los delincuentes.
Que los familiares de las víctimas, en su desesperación, se consideren abandonados por los derechos humanos, es algo comprensible. Otra cosa es que los medios recojan y alimenten esa idea, lo cual sólo ayuda a incrementar la paranoia colectiva que ya vivimos como resultado de la abrumadora cantidad de noticias generadas en las últimas semanas respecto del aumento delictivo.
Parece que nadie se detiene a pensar que los derechos humanos no se crearon para defender a las personas de los delitos comunes sino de los abusos del poder constituido en el Estado, y sólo en ese ámbito se puede evaluar su buen o mal desempeño. La institución obligada a luchar contra la delincuencia es la Policía, declarada en los últimos días en emergencia operativa, lo cual se traduce en más personal, más armas, más vehículos, etc. Curiosa coincidencia entre el reforzamiento policial, por un lado, y la descalificación de los derechos humanos, por otro. Una formula en la que los poderes político y mediático resultan complementarios.
Los medios proporcionan a la sociedad los elementos para que las personas se formen un juicio acerca de su realidad y su entorno. Cuando la gente repite lo que escucha o lee en los medios, y cuando estos repiten y difunden sin cuestionar lo que la gente dice en la calle, se forma un lugar común, una piedra endurecida en el fluir del pensamiento, una barrera que impide pensar y sentir de manera distinta, porque encierra en una sentencia reducida la respuesta a un problema infinitamente más complejo.
Las versiones periodísticas acerca de la inseguridad en estos días refuerzan dos grandes lugares comunes: “los derechos humanos solo defienden a los delincuentes” y “la única manera de combatir el delito es llenar las ciudades de policías fuertemente armados”. Entonces la población sale a la calle vestida de negro (como la reciente manifestación en Manta) o de blanco (como las conocidas marchas blancas en Quito y Guayaquil) con el fin de movilizar al Estado y exigir a la Policía mano dura contra la delincuencia.
La sociedad condena así la violencia marginal y alienta con ello la violencia oficial, motivada por un estado permanente de miedo, el sentimiento más atentatorio contra la capacidad de raciocinio. En efecto, las autoridades, los medios y casi toda la población ecuatoriana se hallan sumergidos por estos días en un largo y sostenido relato de horror.
El Telégrafo 26-10-2008
El auto está detenido en una calle abandonada y a su alrededor varias personas caminan nerviosas. La cámara se acerca lo más que puede a la ventanilla y deja ver el cuerpo inerte del conductor, acribillado por delincuentes pocas horas antes. Llega la esposa de la víctima y la cámara inmediatamente se concentra en los gestos, palabras y lágrimas que salen desde su infinito dolor.
El reportero dice que este crimen demuestra el aumento de la inseguridad y la violencia en todas las ciudades del país. Luego busca entre la gente declaraciones o testimonios para completar la información, hasta que otro familiar de la víctima reclama: “¿dónde están los defensores de los derechos humanos?”, y se responde a sí mismo, “esos señores solo defienden a los delincuentes”.
Fin de la nota.
En su comentario, el presentador del noticiero repite la última afirmación y refuerza uno de los grandes equívocos difundidos sin la menor reflexión por la mayoría de los medios de comunicación, respecto de la inseguridad y la violencia en nuestras ciudades, que consiste en adjudicar a las organizaciones de derechos humanos un cierto nivel de complicidad con los delincuentes.
Que los familiares de las víctimas, en su desesperación, se consideren abandonados por los derechos humanos, es algo comprensible. Otra cosa es que los medios recojan y alimenten esa idea, lo cual sólo ayuda a incrementar la paranoia colectiva que ya vivimos como resultado de la abrumadora cantidad de noticias generadas en las últimas semanas respecto del aumento delictivo.
Parece que nadie se detiene a pensar que los derechos humanos no se crearon para defender a las personas de los delitos comunes sino de los abusos del poder constituido en el Estado, y sólo en ese ámbito se puede evaluar su buen o mal desempeño. La institución obligada a luchar contra la delincuencia es la Policía, declarada en los últimos días en emergencia operativa, lo cual se traduce en más personal, más armas, más vehículos, etc. Curiosa coincidencia entre el reforzamiento policial, por un lado, y la descalificación de los derechos humanos, por otro. Una formula en la que los poderes político y mediático resultan complementarios.
Los medios proporcionan a la sociedad los elementos para que las personas se formen un juicio acerca de su realidad y su entorno. Cuando la gente repite lo que escucha o lee en los medios, y cuando estos repiten y difunden sin cuestionar lo que la gente dice en la calle, se forma un lugar común, una piedra endurecida en el fluir del pensamiento, una barrera que impide pensar y sentir de manera distinta, porque encierra en una sentencia reducida la respuesta a un problema infinitamente más complejo.
Las versiones periodísticas acerca de la inseguridad en estos días refuerzan dos grandes lugares comunes: “los derechos humanos solo defienden a los delincuentes” y “la única manera de combatir el delito es llenar las ciudades de policías fuertemente armados”. Entonces la población sale a la calle vestida de negro (como la reciente manifestación en Manta) o de blanco (como las conocidas marchas blancas en Quito y Guayaquil) con el fin de movilizar al Estado y exigir a la Policía mano dura contra la delincuencia.
La sociedad condena así la violencia marginal y alienta con ello la violencia oficial, motivada por un estado permanente de miedo, el sentimiento más atentatorio contra la capacidad de raciocinio. En efecto, las autoridades, los medios y casi toda la población ecuatoriana se hallan sumergidos por estos días en un largo y sostenido relato de horror.
El Telégrafo 26-10-2008
sábado, 18 de octubre de 2008
Ni militante ni sacerdotal
Por Gustavo Abad
Después de leer en los últimos días varios artículos acerca de los medios de comunicación y las prácticas periodísticas en el Ecuador, tengo la impresión de que este debate necesita un trazado de la cancha, el señalamiento de unos puntos de referencia que faciliten la producción y el intercambio de ideas con mayor utilidad social. Propongo que quienes participamos, de una u otra manera, en este ineludible ejercicio recordemos que no se trata de “mi opinión” versus “tu opinión”, sino que existe un contexto histórico, político, cultural, etcétera, dentro del cual se activan y cobran sentido las diversas reflexiones, y bien haríamos en recordarlo.
Para comenzar, el ejercicio del periodismo en este país ha estado ligado exclusivamente a los medios privados y son éstos los responsables de lo bueno o lo malo que se haya hecho al respecto. La historia reciente no muestra una presencia importante de medios estatales, ni gremiales, ni comunitarios que hayan tenido una gran influencia en el debate público. Tampoco hay marcas profundas de lo que algunos llaman “periodismo militante”, ese fantasma sesentero que provoca nostalgias, en unos casos, y resaca moral, en otros. Más bien, los que han podido tomar partido por una u otra visión del mundo son los medios privados. Recordemos que en ellos han madurado discursos sociales de toda naturaleza, incluyendo los violentos, xenófobos y racistas.
Las audiencias solo han hecho un balance y emitido un juicio de todo ello, de manera que la desconfianza respecto del trabajo de los medios tradicionales no es un fenómeno reciente, ni un invento del actual gobierno, como sostienen algunos para distorsionar ese sentimiento generalizado, sino el efecto de una acumulación de prácticas periodísticas que han afectado el prestigio y la valoración social de esta actividad.
Entonces la recuperación de esos medios como una voz pública confiable depende más de sus procesos internos de autocrítica, de la revisión de sus procedimientos, de la búsqueda y construcción de otras narrativas, que de la repetición de un discurso que yo llamaría “periodismo sacerdotal”, parecido a una catequesis de valores obvios como ser honesto, ético, democrático, riguroso, analítico, pluralista, responsable, preciso, equilibrado… etc., que adornan el discurso pero no se activan en la práctica.
Este mínimo reconocimiento de un proceso histórico nos permite entender mejor el surgimiento del periodismo público y de los medios estatales, como resultado de la coincidencia de un proyecto político y unas demandas sociales de contar con nuevas fuentes de información ante el deterioro de la credibilidad de los medios tradicionales.
La vigencia y legitimidad del periodismo público dependen de cuánto se guíe por la defensa del interés general antes que del gubernamental, por la construcción de una pedagogía ciudadana en deberes y en derechos, por la visibilidad y el respeto de otras formas de vida, por la búsqueda de respuestas colectivas a problemas colectivos y, evidentemente, por las prácticas del buen oficio.
Ni militante ni sacerdotal, el periodismo público no es sólo una propuesta comunicacional sino también política, lo cual facilita su vigilancia, su escrutinio y su impugnación social, algo a lo que todavía se niegan los medios privados tradicionales.
El Telégrafo 20-10-2008
Después de leer en los últimos días varios artículos acerca de los medios de comunicación y las prácticas periodísticas en el Ecuador, tengo la impresión de que este debate necesita un trazado de la cancha, el señalamiento de unos puntos de referencia que faciliten la producción y el intercambio de ideas con mayor utilidad social. Propongo que quienes participamos, de una u otra manera, en este ineludible ejercicio recordemos que no se trata de “mi opinión” versus “tu opinión”, sino que existe un contexto histórico, político, cultural, etcétera, dentro del cual se activan y cobran sentido las diversas reflexiones, y bien haríamos en recordarlo.
Para comenzar, el ejercicio del periodismo en este país ha estado ligado exclusivamente a los medios privados y son éstos los responsables de lo bueno o lo malo que se haya hecho al respecto. La historia reciente no muestra una presencia importante de medios estatales, ni gremiales, ni comunitarios que hayan tenido una gran influencia en el debate público. Tampoco hay marcas profundas de lo que algunos llaman “periodismo militante”, ese fantasma sesentero que provoca nostalgias, en unos casos, y resaca moral, en otros. Más bien, los que han podido tomar partido por una u otra visión del mundo son los medios privados. Recordemos que en ellos han madurado discursos sociales de toda naturaleza, incluyendo los violentos, xenófobos y racistas.
Las audiencias solo han hecho un balance y emitido un juicio de todo ello, de manera que la desconfianza respecto del trabajo de los medios tradicionales no es un fenómeno reciente, ni un invento del actual gobierno, como sostienen algunos para distorsionar ese sentimiento generalizado, sino el efecto de una acumulación de prácticas periodísticas que han afectado el prestigio y la valoración social de esta actividad.
Entonces la recuperación de esos medios como una voz pública confiable depende más de sus procesos internos de autocrítica, de la revisión de sus procedimientos, de la búsqueda y construcción de otras narrativas, que de la repetición de un discurso que yo llamaría “periodismo sacerdotal”, parecido a una catequesis de valores obvios como ser honesto, ético, democrático, riguroso, analítico, pluralista, responsable, preciso, equilibrado… etc., que adornan el discurso pero no se activan en la práctica.
Este mínimo reconocimiento de un proceso histórico nos permite entender mejor el surgimiento del periodismo público y de los medios estatales, como resultado de la coincidencia de un proyecto político y unas demandas sociales de contar con nuevas fuentes de información ante el deterioro de la credibilidad de los medios tradicionales.
La vigencia y legitimidad del periodismo público dependen de cuánto se guíe por la defensa del interés general antes que del gubernamental, por la construcción de una pedagogía ciudadana en deberes y en derechos, por la visibilidad y el respeto de otras formas de vida, por la búsqueda de respuestas colectivas a problemas colectivos y, evidentemente, por las prácticas del buen oficio.
Ni militante ni sacerdotal, el periodismo público no es sólo una propuesta comunicacional sino también política, lo cual facilita su vigilancia, su escrutinio y su impugnación social, algo a lo que todavía se niegan los medios privados tradicionales.
El Telégrafo 20-10-2008
sábado, 11 de octubre de 2008
El informe de la SIP
Por Gustavo Abad
Cada seis meses la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) realiza una asamblea en la cual ofrece un informe acerca de la libertad de expresión en los diversos países de la región. En principio, parece una sana práctica de vigilancia, destinada a evitar abusos de poder y garantizar el derecho a la información, y quizá algún día lo fue. En la práctica, este ritual de los dueños de comunicación privados, más que ayudar, afecta la credibilidad y el sostenimiento de un discurso público como es el periodismo.
Hace pocos días, la SIP clausuró su asamblea 64, en Madrid, y en el documento correspondiente menciona la situación del Ecuador, desde una visión que merece ser comentada porque confirma lo dicho al inicio. Según el informe, el gobierno del presidente Rafael Correa ha “redoblado” una “actitud agresiva” contra la prensa, a la que ha convertido en su “opositor principal”, como “parte de su campaña de dividir y polarizar a los ciudadanos”.
Mi primera impresión es que las empresas privadas de comunicación todavía se niegan a la autocrítica. La “actitud agresiva” ha sido una práctica tanto del poder político como del poder mediático. Los calificativos salidos de boca del mandatario han sido respondidos con artillería verbal de igual o mayor calibre, en lugar de hacerlo con investigación rigurosa sobre temas respecto de los cuales el gobierno tiene mucho que responder. Solo una prensa movida por impulsos emocionales puede sentirse afectada por los calificativos endilgados desde el poder. De lo contrario, dejaría que le resbalen.
Después, la SIP olvida que los opositores no se constituyen como tales por designio de los gobernantes, sino por obra de sus actos políticos y su discurso público. Esa acusación de “dividir y polarizar a los ciudadanos” está más cercana al discurso de los partidos y otros sectores de oposición que al rigor investigativo de una organización periodística. Quizá a los autores del informe les habría servido mirar al periodista Carlos Vera hacer campaña desde una tarima por el voto nulo respecto del proyecto de nueva Constitución a pocos días del referéndum. El resultado del 64% a favor del Sí, desmantela la idea de un país dividido, como sostiene la mayoría de medios privados. Lo malo no es que tomen posición política, sino que lo nieguen.
Más adelante, al referirse a la publicidad oficial en los canales de televisión, la SIP señala que “la mayoría de los cuales hoy se hallan en poder del Estado, luego de que se los incautó por la vinculación de sus propietarios con la crisis bancaria”. En el Ecuador funcionan 63 empresas televisivas, según datos del Consejo Nacional de Radio y Televisión (Conartel), por lo que los tres canales incautados –TC Televisión, Gamavisión y Cable Noticias– no representan la mayoría, y se encuentran en poder del Estado como resultado del juzgamiento a sus dueños por delitos financieros. Casi no hay lugar para creer que se trata de un error, sino de una distorsión deliberada.
Así, un tema tan importante como la inversión de recursos estatales en publicidad oficial, que debería ser abordado mediante una investigación rigurosa –que nos permita saber no solo cuánto invirtió el gobierno, sino cuánto ganaron los medios privados en los contratos de esa publicidad que tanto repudian–, queda reducido a una declaración efectista que confunde dos temas que nada tienen que ver entre sí.
El problema de fondo no es la relación de los medios privados con un gobierno coyuntural, sino la erosión de la credibilidad de ciertas organizaciones, que golpea de manera injusta a las que sí proponen un periodismo de servicio público. Como periodista, me afecta el uso tramposo que hace la SIP del concepto de libertad de expresión. Si sus directivos creen que sus informes ayudan, les pido que no ayuden tanto.
El Telégrafo 12-10-2008
Cada seis meses la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) realiza una asamblea en la cual ofrece un informe acerca de la libertad de expresión en los diversos países de la región. En principio, parece una sana práctica de vigilancia, destinada a evitar abusos de poder y garantizar el derecho a la información, y quizá algún día lo fue. En la práctica, este ritual de los dueños de comunicación privados, más que ayudar, afecta la credibilidad y el sostenimiento de un discurso público como es el periodismo.
Hace pocos días, la SIP clausuró su asamblea 64, en Madrid, y en el documento correspondiente menciona la situación del Ecuador, desde una visión que merece ser comentada porque confirma lo dicho al inicio. Según el informe, el gobierno del presidente Rafael Correa ha “redoblado” una “actitud agresiva” contra la prensa, a la que ha convertido en su “opositor principal”, como “parte de su campaña de dividir y polarizar a los ciudadanos”.
Mi primera impresión es que las empresas privadas de comunicación todavía se niegan a la autocrítica. La “actitud agresiva” ha sido una práctica tanto del poder político como del poder mediático. Los calificativos salidos de boca del mandatario han sido respondidos con artillería verbal de igual o mayor calibre, en lugar de hacerlo con investigación rigurosa sobre temas respecto de los cuales el gobierno tiene mucho que responder. Solo una prensa movida por impulsos emocionales puede sentirse afectada por los calificativos endilgados desde el poder. De lo contrario, dejaría que le resbalen.
Después, la SIP olvida que los opositores no se constituyen como tales por designio de los gobernantes, sino por obra de sus actos políticos y su discurso público. Esa acusación de “dividir y polarizar a los ciudadanos” está más cercana al discurso de los partidos y otros sectores de oposición que al rigor investigativo de una organización periodística. Quizá a los autores del informe les habría servido mirar al periodista Carlos Vera hacer campaña desde una tarima por el voto nulo respecto del proyecto de nueva Constitución a pocos días del referéndum. El resultado del 64% a favor del Sí, desmantela la idea de un país dividido, como sostiene la mayoría de medios privados. Lo malo no es que tomen posición política, sino que lo nieguen.
Más adelante, al referirse a la publicidad oficial en los canales de televisión, la SIP señala que “la mayoría de los cuales hoy se hallan en poder del Estado, luego de que se los incautó por la vinculación de sus propietarios con la crisis bancaria”. En el Ecuador funcionan 63 empresas televisivas, según datos del Consejo Nacional de Radio y Televisión (Conartel), por lo que los tres canales incautados –TC Televisión, Gamavisión y Cable Noticias– no representan la mayoría, y se encuentran en poder del Estado como resultado del juzgamiento a sus dueños por delitos financieros. Casi no hay lugar para creer que se trata de un error, sino de una distorsión deliberada.
Así, un tema tan importante como la inversión de recursos estatales en publicidad oficial, que debería ser abordado mediante una investigación rigurosa –que nos permita saber no solo cuánto invirtió el gobierno, sino cuánto ganaron los medios privados en los contratos de esa publicidad que tanto repudian–, queda reducido a una declaración efectista que confunde dos temas que nada tienen que ver entre sí.
El problema de fondo no es la relación de los medios privados con un gobierno coyuntural, sino la erosión de la credibilidad de ciertas organizaciones, que golpea de manera injusta a las que sí proponen un periodismo de servicio público. Como periodista, me afecta el uso tramposo que hace la SIP del concepto de libertad de expresión. Si sus directivos creen que sus informes ayudan, les pido que no ayuden tanto.
El Telégrafo 12-10-2008
sábado, 4 de octubre de 2008
El sentido del juego
Por Gustavo Abad
El punto de quiebre se ha dado y el triunfo del Sí por la nueva Constitución obliga a enfilar las reflexiones y las propuestas de acuerdo con el espíritu de la Carta Magna, que ya no es un ideal en disputa sino un cuerpo normativo que nos rige y que buscará su plenitud con el conjunto de leyes y reglamentos en proceso.
El debate que se avecina abarcará toda la gama de lo público y, por supuesto, ahí se incluye también el discurso público, ese territorio inestable donde los diversos actores sociales se disputan el control de los significados, y donde confluyen los poderes político y mediático ya sea como detractores o complementarios.
El poder político construye un discurso público para imponer un modo de organizar y dirigir una sociedad, es decir, un modo de hacer. El poder mediático lo hace para imponer un modo de ver e interpretar, es decir, un modo de pensar. Entre los dos se legitiman o se impugnan según los intereses en juego.
Por eso es necesario volver la mirada hacia las condiciones de producción del discurso público en los medios de comunicación, puesto que su materia prima es la información, y ésta es un bien común en manos de unos trabajadores de prensa, que producen bajo unas condiciones y unos imperativos de los que casi nadie se ocupa, ni siquiera los periodistas, pero inciden en la elaboración final de la información.
El pensamiento crítico respecto del periodismo muchas veces se limita a destacar la condición de las empresas mediáticas como entes ligados al capital privado y a la maximización de las ganancias. Nada más cierto que eso, pero hay que recordar que tal condición genera unas conductas laborales, y esas conductas unos acuerdos y tenciones internas, y todo eso se manifiesta en una cultura periodística, es decir, en un modo de hacer y decir, cuyo resultado es lo que reciben los consumidores de medios.
Los periodistas desarrollan lo que Pierre Bourdieu llama un habitus, que es la manera cómo las personas interiorizan sus condiciones de vida y, en función de ello, desarrollan un modo de actuar, un sentido del juego, y el sentido del juego periodístico muchas veces consiste en salir a la calle y regresar con algo que, aunque no califique como importante, sí lo haga como publicable, de lo contrario, alguien puede perder su empleo.
Por ello, una manera de aterrizar el espíritu de la nueva Constitución en lo referente al periodismo como discurso público sería mediante una normativa que se ocupe de las condiciones de producción y la situación laboral de los trabajadores de prensa, que va desde los salarios bajos, jornadas promedio de 12 horas diarias, escasas oportunidades de formación, hasta normas disciplinarias que los obligan a vigilarse entre compañeros.
Conozco periodistas que estudian a escondidas de sus empleadores porque la política administrativa, donde mandan los gerentes y no los periodistas, dice que el tiempo que éstos emplean en estudiar disminuye su tiempo productivo. Conozco también la crisis existencial de reporteros designados a fuentes permanentes como el Congreso, la Presidencia, las cortes y tribunales, donde agonizan procesando boletines y, después de diez años de hacer lo mismo, quedan imposibilitados de abrirse a otras áreas de producción intelectual.
Por ello no basta con pensar y analizar solamente los discursos mediáticos sino también las circunstancias de quienes los producen. Esta es una oportunidad para los trabajadores de prensa de plantear otras maneras de encarar su labor, otras condiciones de producción y con ello algo más grande, otro sentido del juego.
El Telégrafo 05-10-2008
El punto de quiebre se ha dado y el triunfo del Sí por la nueva Constitución obliga a enfilar las reflexiones y las propuestas de acuerdo con el espíritu de la Carta Magna, que ya no es un ideal en disputa sino un cuerpo normativo que nos rige y que buscará su plenitud con el conjunto de leyes y reglamentos en proceso.
El debate que se avecina abarcará toda la gama de lo público y, por supuesto, ahí se incluye también el discurso público, ese territorio inestable donde los diversos actores sociales se disputan el control de los significados, y donde confluyen los poderes político y mediático ya sea como detractores o complementarios.
El poder político construye un discurso público para imponer un modo de organizar y dirigir una sociedad, es decir, un modo de hacer. El poder mediático lo hace para imponer un modo de ver e interpretar, es decir, un modo de pensar. Entre los dos se legitiman o se impugnan según los intereses en juego.
Por eso es necesario volver la mirada hacia las condiciones de producción del discurso público en los medios de comunicación, puesto que su materia prima es la información, y ésta es un bien común en manos de unos trabajadores de prensa, que producen bajo unas condiciones y unos imperativos de los que casi nadie se ocupa, ni siquiera los periodistas, pero inciden en la elaboración final de la información.
El pensamiento crítico respecto del periodismo muchas veces se limita a destacar la condición de las empresas mediáticas como entes ligados al capital privado y a la maximización de las ganancias. Nada más cierto que eso, pero hay que recordar que tal condición genera unas conductas laborales, y esas conductas unos acuerdos y tenciones internas, y todo eso se manifiesta en una cultura periodística, es decir, en un modo de hacer y decir, cuyo resultado es lo que reciben los consumidores de medios.
Los periodistas desarrollan lo que Pierre Bourdieu llama un habitus, que es la manera cómo las personas interiorizan sus condiciones de vida y, en función de ello, desarrollan un modo de actuar, un sentido del juego, y el sentido del juego periodístico muchas veces consiste en salir a la calle y regresar con algo que, aunque no califique como importante, sí lo haga como publicable, de lo contrario, alguien puede perder su empleo.
Por ello, una manera de aterrizar el espíritu de la nueva Constitución en lo referente al periodismo como discurso público sería mediante una normativa que se ocupe de las condiciones de producción y la situación laboral de los trabajadores de prensa, que va desde los salarios bajos, jornadas promedio de 12 horas diarias, escasas oportunidades de formación, hasta normas disciplinarias que los obligan a vigilarse entre compañeros.
Conozco periodistas que estudian a escondidas de sus empleadores porque la política administrativa, donde mandan los gerentes y no los periodistas, dice que el tiempo que éstos emplean en estudiar disminuye su tiempo productivo. Conozco también la crisis existencial de reporteros designados a fuentes permanentes como el Congreso, la Presidencia, las cortes y tribunales, donde agonizan procesando boletines y, después de diez años de hacer lo mismo, quedan imposibilitados de abrirse a otras áreas de producción intelectual.
Por ello no basta con pensar y analizar solamente los discursos mediáticos sino también las circunstancias de quienes los producen. Esta es una oportunidad para los trabajadores de prensa de plantear otras maneras de encarar su labor, otras condiciones de producción y con ello algo más grande, otro sentido del juego.
El Telégrafo 05-10-2008
sábado, 27 de septiembre de 2008
Otros relatos
Por Gustavo Abad
El periodismo no es un simple trabajo de registro y difusión de hechos, sino una actividad de intervención social que nunca está desligada de una voluntad y una posición políticas. Quienes hacemos periodismo creemos que nuestros relatos, la mirada desde la cual contamos tal o cual acontecimiento, y los sentidos que construimos con todo ello, inciden de una u otra manera en la comprensión de la realidad social. Esa es una actitud política y haríamos bien en reconocerlo de una vez por todas.
Esta última campaña pre referéndum puso más que otras en evidencia el carácter político del periodismo en el Ecuador. Ese no es el problema, sino la manera irreflexiva y burda como algunos medios y periodistas asumen esa condición, desde unas prácticas que, en lugar de reivindicar, solo acumulan desconfianza respecto de la política y del periodismo. Situarse como contradictores ofuscados del poder político cuando este señala las debilidades del poder mediático no es la mejor manera de recuperar legitimidad y solo expresa un rudo sentido de lo político en el periodismo.
El relato mediático de la campaña ha sido el escenario de la simplificación. Los que apoyan el proyecto constitucional contra los que lo rechazan, mejor si pertenecen a los segundos ¿Y los que están a favor, pero tienen un pensamiento crítico respecto de temas puntuales? ¿Y los que están en contra pero hacen propuestas para mejorar? No, esos sectores no generan rating.
Por eso la mayoría de los temas fueron planteados por los medios de manera bipolar y maniquea. Los relacionados con derechos sexuales y salud reproductiva, como rechazo o apoyo al aborto. Los relacionados con las diversas formas de familia, como rechazo o apoyo al matrimonio gay. La no criminalización del consumo de drogas, como rechazo o apoyo a las buenas costumbres. Y así, los medios pusieron todos los temas en blanco y negro para construir la idea de una sociedad dividida. Nunca hicieron pasar esos temas por una lectura cultural o histórica que enriqueciera su debate.
La campaña pre referéndum fue otra oportunidad perdida para el periodismo ecuatoriano, especialmente de los medios tradicionales, que parecen no entender que una manera de recuperar terreno es comenzar a pensar urgentemente en el desarrollo de nuevas prácticas y la búsqueda de nuevos relatos de lo social, pues los que presentan hace rato que demuestran su caducidad.
Podríamos comenzar por desterrar esa retórica gastada de la objetividad y la neutralidad, que ya forman parte de esa tropa de conceptos “zombies” que vagan desorientados por ahí, que se resisten a morir y amenazan con arrastrar a esa misma condición a otros con mejor salud como la libertad de expresión, lo cual sería fatal no solo para el periodismo sino para la sociedad en general.
En su lugar, podríamos pensar más en una ética de la transparencia y entender que el mantenimiento y respeto de una voz pública como la del periodismo también consiste en aclarar desde qué lugar político, social o ideológico se emite el mensaje. En otras palabras, asumir un lugar de enunciación y, desde ahí, hacerse responsable de la veracidad de lo que se informa.
También podríamos cambiar de preguntas. En lugar de las empolvadas ¿qué? ¿cuándo?¿cómo? ¿dónde? ¿por qué? preguntarnos ¿quién no ha hablado todavía? ¿cómo recogemos esa voz? ¿qué narrativa es la más adecuada en este caso? y otras que permitan a los periodistas dejar de creerse más allá del bien y del mal, dejar de ser narradores distantes, descubrir otras formas de vida, inaugurar otros relatos, lo cual no solo sería una nueva actitud periodística sino también política.
El Telégrafo 28-09-2088
El periodismo no es un simple trabajo de registro y difusión de hechos, sino una actividad de intervención social que nunca está desligada de una voluntad y una posición políticas. Quienes hacemos periodismo creemos que nuestros relatos, la mirada desde la cual contamos tal o cual acontecimiento, y los sentidos que construimos con todo ello, inciden de una u otra manera en la comprensión de la realidad social. Esa es una actitud política y haríamos bien en reconocerlo de una vez por todas.
Esta última campaña pre referéndum puso más que otras en evidencia el carácter político del periodismo en el Ecuador. Ese no es el problema, sino la manera irreflexiva y burda como algunos medios y periodistas asumen esa condición, desde unas prácticas que, en lugar de reivindicar, solo acumulan desconfianza respecto de la política y del periodismo. Situarse como contradictores ofuscados del poder político cuando este señala las debilidades del poder mediático no es la mejor manera de recuperar legitimidad y solo expresa un rudo sentido de lo político en el periodismo.
El relato mediático de la campaña ha sido el escenario de la simplificación. Los que apoyan el proyecto constitucional contra los que lo rechazan, mejor si pertenecen a los segundos ¿Y los que están a favor, pero tienen un pensamiento crítico respecto de temas puntuales? ¿Y los que están en contra pero hacen propuestas para mejorar? No, esos sectores no generan rating.
Por eso la mayoría de los temas fueron planteados por los medios de manera bipolar y maniquea. Los relacionados con derechos sexuales y salud reproductiva, como rechazo o apoyo al aborto. Los relacionados con las diversas formas de familia, como rechazo o apoyo al matrimonio gay. La no criminalización del consumo de drogas, como rechazo o apoyo a las buenas costumbres. Y así, los medios pusieron todos los temas en blanco y negro para construir la idea de una sociedad dividida. Nunca hicieron pasar esos temas por una lectura cultural o histórica que enriqueciera su debate.
La campaña pre referéndum fue otra oportunidad perdida para el periodismo ecuatoriano, especialmente de los medios tradicionales, que parecen no entender que una manera de recuperar terreno es comenzar a pensar urgentemente en el desarrollo de nuevas prácticas y la búsqueda de nuevos relatos de lo social, pues los que presentan hace rato que demuestran su caducidad.
Podríamos comenzar por desterrar esa retórica gastada de la objetividad y la neutralidad, que ya forman parte de esa tropa de conceptos “zombies” que vagan desorientados por ahí, que se resisten a morir y amenazan con arrastrar a esa misma condición a otros con mejor salud como la libertad de expresión, lo cual sería fatal no solo para el periodismo sino para la sociedad en general.
En su lugar, podríamos pensar más en una ética de la transparencia y entender que el mantenimiento y respeto de una voz pública como la del periodismo también consiste en aclarar desde qué lugar político, social o ideológico se emite el mensaje. En otras palabras, asumir un lugar de enunciación y, desde ahí, hacerse responsable de la veracidad de lo que se informa.
También podríamos cambiar de preguntas. En lugar de las empolvadas ¿qué? ¿cuándo?¿cómo? ¿dónde? ¿por qué? preguntarnos ¿quién no ha hablado todavía? ¿cómo recogemos esa voz? ¿qué narrativa es la más adecuada en este caso? y otras que permitan a los periodistas dejar de creerse más allá del bien y del mal, dejar de ser narradores distantes, descubrir otras formas de vida, inaugurar otros relatos, lo cual no solo sería una nueva actitud periodística sino también política.
El Telégrafo 28-09-2088
domingo, 21 de septiembre de 2008
¿Referentes de qué?
Por Gustavo Abad
Cuando un presentador de televisión fue elevado, hace no mucho tiempo, por sus colegas a la categoría de “referente del periodismo ecuatoriano”, tan solo por haber cumplido no sé cuántos años de trabajo en el mismo canal, me pregunté incrédulo ¿Referente de qué? Si a ese respetable señor lo único que se le ha visto hacer es envejecer leyendo noticias frente a las cámaras. Y no volví a ocuparme del tema.
Después, otro periodista fue declarado “reserva moral de la prensa libre”, sin otro argumento a su favor que el de haber logrado que lo expulsaran de Carondelet por faltarle el respeto al Presidente de la República y posteriormente consignar su berrinche en un libro referido a no sé qué clase de bestias.
Hace pocos días, otro figurón de televisión fue mitificado por haber cumplido un chorro de años en la pantalla y autoproclamarse en los últimos meses abanderado del voto en contra del proyecto de nueva Constitución. “El Espejo en el que todos nos miramos”, dijo un reportero como si al país le importaran los años que se quedan enredados en el cuerpo y la cara de ciertos periodistas.
Convencidos de que los medios son la comunicación y de que ellos son el periodismo, estos personajes se regodean con auto elogios, se atribuyen la misión de vigilantes de la democracia, defensores de la libertad de expresión y otros oficios mesiánicos que nadie les ha pedido ni reconocido excepto su círculo íntimo de amigos.
Cuánta arrogancia exhiben al asignarse la representación de esos altos ideales. Por favor, un poco más de modestia. Bastaría con que se propusieran hacer un trabajo más honesto de servicio público, como se supone que es el periodismo, menos ligado al interés particular y más al interés común, y punto. Sería bueno que comprendieran que hay muchos trabajadores de prensa que sí lo hacen y son precisamente los que procuran guardar mesura y serenidad en algunos medios, lejos de homenajes y falsos heroísmos.
Me pregunto ¿Qué lleva a estos personajes sobre expuestos a creer que son las voces más representativas del periodismo? ¿Acaso han creado una escuela, un estilo, un modo de hacer y decir que haya tenido algún efecto destacable en la interpretación de la realidad social? ¿Acaso han buscado, sistematizado o, por lo menos, organizado un cuerpo de conocimientos que sirva a las nuevas generaciones en la tarea de narrar los acontecimientos? ¿Han desarrollado alguna propuesta literaria, ensayística, teórica, investigativa, o lo que fuera, que nos permita al resto confiar en que lo que dicen y hacen tiene alguna coherencia o algún sustento que no sean sus impulsos preconcientes?
Nada pueden exhibir que demuestre su aporte al desarrollo y mejoramiento del periodismo ecuatoriano. En mi práctica de la docencia y la investigación, no he podido encontrar a un estudiante de periodismo o de cualquier otra disciplina ligada a la comunicación, que crea que estos señores han aportado con alguna idea importante a su formación.
Por eso el ruido y la pirotecnia que arman respecto de sí mismos no pasa de ser un artificio, la ritualización de una celebridad de cuarta, un recurso más propio de la farándula que del periodismo, cuyos límites continúan borrándose por obra de periodistas consagrados a gestionar su propia visibilidad en un ejercicio de auto referencialidad ofensiva con las audiencias.
Hace años había un grafiti en una calle del norte de Quito que decía “Periodista, media vida habla de lo que no sabe y media vida calla lo que sabe”. Siempre me pareció una graciosa caricatura, una perla de la ironía, que es una de las formas preferidas del humor quiteño. No sospechaba que esa sentencia tendría unas formas de manifestarse tan reales y demoledoras para esta profesión como las que vemos actualmente. Pocas actividades han descendido tanto en la valoración social como la de periodista en este país, y podría descender más si seguimos contando con esos “referentes” del periodismo ecuatoriano.
El Telégrafo 21-09-2008
Cuando un presentador de televisión fue elevado, hace no mucho tiempo, por sus colegas a la categoría de “referente del periodismo ecuatoriano”, tan solo por haber cumplido no sé cuántos años de trabajo en el mismo canal, me pregunté incrédulo ¿Referente de qué? Si a ese respetable señor lo único que se le ha visto hacer es envejecer leyendo noticias frente a las cámaras. Y no volví a ocuparme del tema.
Después, otro periodista fue declarado “reserva moral de la prensa libre”, sin otro argumento a su favor que el de haber logrado que lo expulsaran de Carondelet por faltarle el respeto al Presidente de la República y posteriormente consignar su berrinche en un libro referido a no sé qué clase de bestias.
Hace pocos días, otro figurón de televisión fue mitificado por haber cumplido un chorro de años en la pantalla y autoproclamarse en los últimos meses abanderado del voto en contra del proyecto de nueva Constitución. “El Espejo en el que todos nos miramos”, dijo un reportero como si al país le importaran los años que se quedan enredados en el cuerpo y la cara de ciertos periodistas.
Convencidos de que los medios son la comunicación y de que ellos son el periodismo, estos personajes se regodean con auto elogios, se atribuyen la misión de vigilantes de la democracia, defensores de la libertad de expresión y otros oficios mesiánicos que nadie les ha pedido ni reconocido excepto su círculo íntimo de amigos.
Cuánta arrogancia exhiben al asignarse la representación de esos altos ideales. Por favor, un poco más de modestia. Bastaría con que se propusieran hacer un trabajo más honesto de servicio público, como se supone que es el periodismo, menos ligado al interés particular y más al interés común, y punto. Sería bueno que comprendieran que hay muchos trabajadores de prensa que sí lo hacen y son precisamente los que procuran guardar mesura y serenidad en algunos medios, lejos de homenajes y falsos heroísmos.
Me pregunto ¿Qué lleva a estos personajes sobre expuestos a creer que son las voces más representativas del periodismo? ¿Acaso han creado una escuela, un estilo, un modo de hacer y decir que haya tenido algún efecto destacable en la interpretación de la realidad social? ¿Acaso han buscado, sistematizado o, por lo menos, organizado un cuerpo de conocimientos que sirva a las nuevas generaciones en la tarea de narrar los acontecimientos? ¿Han desarrollado alguna propuesta literaria, ensayística, teórica, investigativa, o lo que fuera, que nos permita al resto confiar en que lo que dicen y hacen tiene alguna coherencia o algún sustento que no sean sus impulsos preconcientes?
Nada pueden exhibir que demuestre su aporte al desarrollo y mejoramiento del periodismo ecuatoriano. En mi práctica de la docencia y la investigación, no he podido encontrar a un estudiante de periodismo o de cualquier otra disciplina ligada a la comunicación, que crea que estos señores han aportado con alguna idea importante a su formación.
Por eso el ruido y la pirotecnia que arman respecto de sí mismos no pasa de ser un artificio, la ritualización de una celebridad de cuarta, un recurso más propio de la farándula que del periodismo, cuyos límites continúan borrándose por obra de periodistas consagrados a gestionar su propia visibilidad en un ejercicio de auto referencialidad ofensiva con las audiencias.
Hace años había un grafiti en una calle del norte de Quito que decía “Periodista, media vida habla de lo que no sabe y media vida calla lo que sabe”. Siempre me pareció una graciosa caricatura, una perla de la ironía, que es una de las formas preferidas del humor quiteño. No sospechaba que esa sentencia tendría unas formas de manifestarse tan reales y demoledoras para esta profesión como las que vemos actualmente. Pocas actividades han descendido tanto en la valoración social como la de periodista en este país, y podría descender más si seguimos contando con esos “referentes” del periodismo ecuatoriano.
El Telégrafo 21-09-2008
Inquisidores y oportunistas
Por Gustavo Abad
El pastor evangélico Francisco Loor saca una figura antropomorfa y la expone ante las cámaras. El movimiento del religioso es calculado e intencional, pues seguramente sabe que a los reporteros de televisión lo que menos les interesa es reflexionar sobre lo que hacen. Por eso les lanza un cebo para situar la mirada donde le conviene y lanzar su sentencia respecto del proyecto de nueva Constitución que, según su fundamentalismo medieval, “es inmoral por el apoyo a la homosexualidad, por las puertas abiertas que deja al aborto, por la legalización de las drogas, por la adoración a ídolos como la Pacha Mama”. Lo dice en tono entre apocalíptico y teatral, mientras levanta la figura, seguro de que esos recursos bastan para ser incluido sin más reflexión en los noticieros. Ningún periodista le hace notar que la Pacha Mama no es un ídolo de barro, sino una noción cultural e histórica, una construcción simbólica, que guía la vida de los pueblos originarios de América, basada principalmente en el respeto y la relación armónica con la naturaleza y sus diversas formas de vida. No, en la era del anti periodismo a ningún reportero le importa que esas afirmaciones lleven una carga de ideas inquisidoras, excluyentes y homofóbicas, sostenidas por los jerarcas de las iglesias católica y evangélica, extrañamente aliados en la cruzada en contra del proyecto de nueva Constitución con el apoyo de unos medios irreflexivos por conveniencia. La intolerancia del pastor y el oportunismo de algunos medios pretenden reducir groseramente siglos de vigencia de una comprensión cultural del mundo.En la era del anti periodismo esos medios no muestran escrúpulos ni el menor respeto por la inteligencia de las audiencias. Ofende mirar cómo construyen hechos de la nada. Los que hacen el noticiero Contacto Directo, de Ecuavisa, preguntan a los televidentes “¿Tiene miedo de acudir a las misas campales convocadas por la iglesia católica en Guayaquil?”. ¿Por qué alguien habría de tenerlo? Evidentemente, la intención de estas preguntas es crear una atmósfera de tensión, un estado emocional que permita a los opositores del proyecto constitucional forjar hechos en el vacío y a los medios hacer ruido en lugar de construir sentidos.En este período preelectoral queda claramente expuesta la manera cómo las cúpulas eclesiásticas, los partidos de oposición y los medios tradicionales comparten el mismo sentido oportunista cuando echan mano de cualquier símbolo que tenga algún peso en la sensibilidad pública para que diga por ellos lo que su desprestigio no les permite. Por eso las reflexiones políticas por demás respetables del medallista olímpico Jefferson Pérez son elevadas por unos y otros a palabras de profeta, a visiones de iluminado, y magnificadas solo porque les resultan útiles en la coyuntura. Tal es la manipulación, que el propio atleta −cuyos llamados desesperados por un mayor apoyo al deporte nunca han tenido el mismo eco mediático ni político− se ve obligado a pedirles que no lo utilicen para otros fines.Desesperados por retorcer el significado de las cosas, por construir para ellos una imagen de defensores de la vida −cuando nunca reclamaron por la vida de los desaparecidos en gobiernos, esos sí autoritarios, como el de León Febres Cordero− monseñor Antonio Arregui y los prelados de su buró no dudan en retorcer incluso la ritualidad y los símbolos religiosos de un gran sector de la población guayaquileña, y ahora saldrán con el Cristo del Consuelo a celebrar tres misas campales “por la paz, la vida y la familia”. Los medios tradicionales estarán ahí no para buscar una explicación a este inusitado activismo religioso, sino para aumentar el ruido.
El Telégrafo 14-09-2008
El pastor evangélico Francisco Loor saca una figura antropomorfa y la expone ante las cámaras. El movimiento del religioso es calculado e intencional, pues seguramente sabe que a los reporteros de televisión lo que menos les interesa es reflexionar sobre lo que hacen. Por eso les lanza un cebo para situar la mirada donde le conviene y lanzar su sentencia respecto del proyecto de nueva Constitución que, según su fundamentalismo medieval, “es inmoral por el apoyo a la homosexualidad, por las puertas abiertas que deja al aborto, por la legalización de las drogas, por la adoración a ídolos como la Pacha Mama”. Lo dice en tono entre apocalíptico y teatral, mientras levanta la figura, seguro de que esos recursos bastan para ser incluido sin más reflexión en los noticieros. Ningún periodista le hace notar que la Pacha Mama no es un ídolo de barro, sino una noción cultural e histórica, una construcción simbólica, que guía la vida de los pueblos originarios de América, basada principalmente en el respeto y la relación armónica con la naturaleza y sus diversas formas de vida. No, en la era del anti periodismo a ningún reportero le importa que esas afirmaciones lleven una carga de ideas inquisidoras, excluyentes y homofóbicas, sostenidas por los jerarcas de las iglesias católica y evangélica, extrañamente aliados en la cruzada en contra del proyecto de nueva Constitución con el apoyo de unos medios irreflexivos por conveniencia. La intolerancia del pastor y el oportunismo de algunos medios pretenden reducir groseramente siglos de vigencia de una comprensión cultural del mundo.En la era del anti periodismo esos medios no muestran escrúpulos ni el menor respeto por la inteligencia de las audiencias. Ofende mirar cómo construyen hechos de la nada. Los que hacen el noticiero Contacto Directo, de Ecuavisa, preguntan a los televidentes “¿Tiene miedo de acudir a las misas campales convocadas por la iglesia católica en Guayaquil?”. ¿Por qué alguien habría de tenerlo? Evidentemente, la intención de estas preguntas es crear una atmósfera de tensión, un estado emocional que permita a los opositores del proyecto constitucional forjar hechos en el vacío y a los medios hacer ruido en lugar de construir sentidos.En este período preelectoral queda claramente expuesta la manera cómo las cúpulas eclesiásticas, los partidos de oposición y los medios tradicionales comparten el mismo sentido oportunista cuando echan mano de cualquier símbolo que tenga algún peso en la sensibilidad pública para que diga por ellos lo que su desprestigio no les permite. Por eso las reflexiones políticas por demás respetables del medallista olímpico Jefferson Pérez son elevadas por unos y otros a palabras de profeta, a visiones de iluminado, y magnificadas solo porque les resultan útiles en la coyuntura. Tal es la manipulación, que el propio atleta −cuyos llamados desesperados por un mayor apoyo al deporte nunca han tenido el mismo eco mediático ni político− se ve obligado a pedirles que no lo utilicen para otros fines.Desesperados por retorcer el significado de las cosas, por construir para ellos una imagen de defensores de la vida −cuando nunca reclamaron por la vida de los desaparecidos en gobiernos, esos sí autoritarios, como el de León Febres Cordero− monseñor Antonio Arregui y los prelados de su buró no dudan en retorcer incluso la ritualidad y los símbolos religiosos de un gran sector de la población guayaquileña, y ahora saldrán con el Cristo del Consuelo a celebrar tres misas campales “por la paz, la vida y la familia”. Los medios tradicionales estarán ahí no para buscar una explicación a este inusitado activismo religioso, sino para aumentar el ruido.
El Telégrafo 14-09-2008
sábado, 30 de agosto de 2008
Los descubridores
Por Gustavo Abad
Súbitamente, como tocados por una revelación o por un destello de lucidez, algunos medios ecuatorianos descubren que los jóvenes son capaces de tomar posición política, generar discurso crítico y desafiar al poder. Y es cierto, los jóvenes son capaces de eso y de mucho más, y merecen todos los espacios y toda la visibilidad que por mucho tiempo se les ha negado. Lo sospechoso es que esos medios vienen a descubrirlo justamente ahora, en un grupo de estudiantes de la Universidad Católica de Guayaquil y, precisamente, en el que está en contra del proyecto de nueva Constitución.
En otras circunstancias, los jóvenes no son para los medios más que un gran mercado por conquistar, como lo demuestran las páginas destinadas a ellos en ciertos diarios, así como muchos programas de televisión y de radio, donde la imagen que se construye de los que andan por los veinte es la de una bola de consumidores seducidos por la moda, los “gadgets”, la farra y el “facebook”. Casi nunca aparecen ahí los jóvenes en su dimensión política, ni en su fuerza movilizadora, que sí la tienen y es mucha.
Por eso la sobreexposición mediática de los activistas por el No en esa universidad privada tiene un tufillo oportunista por parte de los medios. Ya sabemos que la relación entre los poderes político y mediático en el último año y medio ha sido emocional y melodramática. Cada uno ha procurado situarse como víctima del otro. No es extraño entonces que el eje narrativo de las noticias sobre el enfrentamiento entre estudiantes simpatizantes y detractores del proyecto constitucional sean las imágenes violentas de heridos y asfixiados. O sea, la emoción exacerbada. Los jóvenes son los nuevos fetiches de unos medios y unos partidos de oposición que, pasado el efecto electoral de esta riña, difícilmente volverán a ocuparse de ellos o, si lo hacen, será en su función de obnubilados “emos” en los centros comerciales, o de “gamers” hiperactivos.
Los medios y los partidos tradicionales saben encontrar caballos de batalla en cada coyuntura, puntas de lanza, que ahora usan y mañana desechan como si nada. Hace un año, cuando el presidente Correa se refirió fuera de tono a la gordura de una periodista cuyas preguntas le resultaron incómodas, los medios se declararon defensores de todos los gorditos que en el mundo han sido. Durante la semana posterior al incidente, se llenaron de noticias y comentarios que rechazaban la ofensa presidencial. Pero al mismo tiempo, esos mismos medios duplicaban la cantidad de notas y anuncios publicitarios destinados a convencer a la gente de que el camino a la felicidad depende de la dieta, el gimnasio y la liposucción, y de que en el mundo no caben ni gorditos ni glotones. O sea, defienden y condenan según la conveniencia.
Los medios reconstruyen simbólicamente la realidad para, se supone, buscar y proponer un sentido de lo que ocurre. Pero en la actual coyuntura, una de las más intensas en la historia política ecuatoriana, los medios asumen su trabajo desde el impulso emocional. Por eso a los jóvenes que hacen campaña por el No en la Católica de Guayaquil los asocian con “movimientos políticos universitarios”, mientras a los que apoyan el Sí en la avenida de Los Shyris de Quito los identifican con “desorden y basura”, como consta en un titular del diario La Hora.
Los jóvenes les importan a los medios en la medida en que puedan aportar con imágenes escandalosas. Los que murieron en el incendio de la discoteca Factory ocuparon primera plana por lo siniestro de las llamas y la rareza subcultural. Los de la Católica están en los medios no porque estos hayan valorado sus procesos organizativos ni su deliberación política, sino por su cuota de golpes y de sangre, eso sí, mientras todo ello ayude a fortalecer el No al proyecto de nueva Constitución.
El Telégrafo 31-08-2008
Súbitamente, como tocados por una revelación o por un destello de lucidez, algunos medios ecuatorianos descubren que los jóvenes son capaces de tomar posición política, generar discurso crítico y desafiar al poder. Y es cierto, los jóvenes son capaces de eso y de mucho más, y merecen todos los espacios y toda la visibilidad que por mucho tiempo se les ha negado. Lo sospechoso es que esos medios vienen a descubrirlo justamente ahora, en un grupo de estudiantes de la Universidad Católica de Guayaquil y, precisamente, en el que está en contra del proyecto de nueva Constitución.
En otras circunstancias, los jóvenes no son para los medios más que un gran mercado por conquistar, como lo demuestran las páginas destinadas a ellos en ciertos diarios, así como muchos programas de televisión y de radio, donde la imagen que se construye de los que andan por los veinte es la de una bola de consumidores seducidos por la moda, los “gadgets”, la farra y el “facebook”. Casi nunca aparecen ahí los jóvenes en su dimensión política, ni en su fuerza movilizadora, que sí la tienen y es mucha.
Por eso la sobreexposición mediática de los activistas por el No en esa universidad privada tiene un tufillo oportunista por parte de los medios. Ya sabemos que la relación entre los poderes político y mediático en el último año y medio ha sido emocional y melodramática. Cada uno ha procurado situarse como víctima del otro. No es extraño entonces que el eje narrativo de las noticias sobre el enfrentamiento entre estudiantes simpatizantes y detractores del proyecto constitucional sean las imágenes violentas de heridos y asfixiados. O sea, la emoción exacerbada. Los jóvenes son los nuevos fetiches de unos medios y unos partidos de oposición que, pasado el efecto electoral de esta riña, difícilmente volverán a ocuparse de ellos o, si lo hacen, será en su función de obnubilados “emos” en los centros comerciales, o de “gamers” hiperactivos.
Los medios y los partidos tradicionales saben encontrar caballos de batalla en cada coyuntura, puntas de lanza, que ahora usan y mañana desechan como si nada. Hace un año, cuando el presidente Correa se refirió fuera de tono a la gordura de una periodista cuyas preguntas le resultaron incómodas, los medios se declararon defensores de todos los gorditos que en el mundo han sido. Durante la semana posterior al incidente, se llenaron de noticias y comentarios que rechazaban la ofensa presidencial. Pero al mismo tiempo, esos mismos medios duplicaban la cantidad de notas y anuncios publicitarios destinados a convencer a la gente de que el camino a la felicidad depende de la dieta, el gimnasio y la liposucción, y de que en el mundo no caben ni gorditos ni glotones. O sea, defienden y condenan según la conveniencia.
Los medios reconstruyen simbólicamente la realidad para, se supone, buscar y proponer un sentido de lo que ocurre. Pero en la actual coyuntura, una de las más intensas en la historia política ecuatoriana, los medios asumen su trabajo desde el impulso emocional. Por eso a los jóvenes que hacen campaña por el No en la Católica de Guayaquil los asocian con “movimientos políticos universitarios”, mientras a los que apoyan el Sí en la avenida de Los Shyris de Quito los identifican con “desorden y basura”, como consta en un titular del diario La Hora.
Los jóvenes les importan a los medios en la medida en que puedan aportar con imágenes escandalosas. Los que murieron en el incendio de la discoteca Factory ocuparon primera plana por lo siniestro de las llamas y la rareza subcultural. Los de la Católica están en los medios no porque estos hayan valorado sus procesos organizativos ni su deliberación política, sino por su cuota de golpes y de sangre, eso sí, mientras todo ello ayude a fortalecer el No al proyecto de nueva Constitución.
El Telégrafo 31-08-2008
domingo, 24 de agosto de 2008
Pornomiseria
Por Gustavo Abad
Era diciembre de 1993 y era la redacción de un diario quiteño, cuando desde el módulo de los reporteros de sucesos salió el sonido carrasposo de la radio que captaba la frecuencia de la Policía, gracias a lo cual los cronistas llegaban al sitio de las desgracias antes que las ambulancias. En uno de esos diálogos entrecortados que tienen los policías por radio, uno de ellos le explicaba a otro que sus colegas de Guayaquil no habían podido impedir que un periodista de televisión y su camarógrafo irrumpieran en la sala donde se realizaba la autopsia al cuerpo de un famoso futbolista fallecido hacía pocas horas en un accidente de tránsito.
Entonces alguien encendió por reflejo la televisión y, en efecto, ahí estaba el inefable periodista deportivo, exaltado y jadeante, mientras relataba como una hazaña el haber logrado en la morgue las primeras imágenes de la intimidad violada de quien hasta entonces había sido, además de un ídolo deportivo, un honrado ciudadano ecuatoriano, cuya muerte, la necrofilia televisiva reducía a un espectáculo denigrante.
Las cosas no han cambiado mucho desde entonces respecto del uso que hacen algunos medios de las imágenes dolorosas de las víctimas de accidentes o crímenes. En el mejor de los casos, difuminan los rostros de las víctimas como una concesión piadosa. Por eso la decisión gubernamental de prohibir la difusión de ese tipo de imágenes, no puede ser tomada como un intento de limitar el trabajo periodístico ni de esconder la dimensión de la inseguridad pública, como lo interpretan especialmente en los noticieros de televisión, sino como una reacción ante esas malas prácticas periodísticas y una contribución a la salud mental de la población.
Pero esa es solo una de las diversas caras del problema. Hay otras menos visibles, como la relacionada con su aplicación y regulación en casos específicos. La medida oficial señala que la Policía impedirá que los periodistas u otras personas hagan fotos o filmen los cuerpos de los fallecidos o heridos, lo cual deja una interrogante: ¿y si se trata de víctimas de abuso policial, donde el registro de la posición, de ciertas marcas o de ciertas huellas en el entorno pueden ayudar a llevar a los responsables ante la justicia? Recordemos que en enero de 2007 un grafitero fue asesinado por tres policías en el norte de Quito y los culpables siempre trataron de borrar las huellas del crimen.
Entonces el debate no puede quedarse solo en el tema del registro y la publicación, sino en las intenciones y el uso final de esas imágenes. La única justificación para mirar el dolor de los demás sería la posibilidad de contribuir con algo para remediarlo. Un debate y una aclaración que nos quedan debiendo los gestores de la prohibición.
Pero los medios que impugnan la medida no están pensando precisamente en una probable utilidad social de alguna de esas imágenes, sino en su explotación como material de programas basados en la exhibición del cuerpo mutilado, enfermo, viejo, deforme, degradado, para construir eso que algunos han bautizado acertadamente como pornomiseria y que tanto se practica en la televisión, disfrazada de ayuda social.
Justo cuando escribo estas reflexiones aparece en la pantalla de Canal Uno el cuerpo herido e infectado de un joven negro, sobreviviente de un enfrentamiento entre pandillas en un barrio marginal de Guayaquil. La cámara lo recorre con minuciosidad enfermiza, se ceba con cada detalle del cuerpo herido, mientras la -¿se le puede llamar periodista?- conocida como la “reportera del drama” le ofrece consejos morales pero nada dice de las condiciones de vida de los jóvenes de esos barrios ni de las causas de la violencia.
Todo derecho humano debería comenzar por el cuerpo, que es nuestra única y esencial propiedad. La exhibición del cuerpo mutilado roba la dignidad y niega la humanidad de las víctimas. Eso ya justifica la prohibición. Queda pendiente su regulación.
El Telégrafo 24-08-2008
Era diciembre de 1993 y era la redacción de un diario quiteño, cuando desde el módulo de los reporteros de sucesos salió el sonido carrasposo de la radio que captaba la frecuencia de la Policía, gracias a lo cual los cronistas llegaban al sitio de las desgracias antes que las ambulancias. En uno de esos diálogos entrecortados que tienen los policías por radio, uno de ellos le explicaba a otro que sus colegas de Guayaquil no habían podido impedir que un periodista de televisión y su camarógrafo irrumpieran en la sala donde se realizaba la autopsia al cuerpo de un famoso futbolista fallecido hacía pocas horas en un accidente de tránsito.
Entonces alguien encendió por reflejo la televisión y, en efecto, ahí estaba el inefable periodista deportivo, exaltado y jadeante, mientras relataba como una hazaña el haber logrado en la morgue las primeras imágenes de la intimidad violada de quien hasta entonces había sido, además de un ídolo deportivo, un honrado ciudadano ecuatoriano, cuya muerte, la necrofilia televisiva reducía a un espectáculo denigrante.
Las cosas no han cambiado mucho desde entonces respecto del uso que hacen algunos medios de las imágenes dolorosas de las víctimas de accidentes o crímenes. En el mejor de los casos, difuminan los rostros de las víctimas como una concesión piadosa. Por eso la decisión gubernamental de prohibir la difusión de ese tipo de imágenes, no puede ser tomada como un intento de limitar el trabajo periodístico ni de esconder la dimensión de la inseguridad pública, como lo interpretan especialmente en los noticieros de televisión, sino como una reacción ante esas malas prácticas periodísticas y una contribución a la salud mental de la población.
Pero esa es solo una de las diversas caras del problema. Hay otras menos visibles, como la relacionada con su aplicación y regulación en casos específicos. La medida oficial señala que la Policía impedirá que los periodistas u otras personas hagan fotos o filmen los cuerpos de los fallecidos o heridos, lo cual deja una interrogante: ¿y si se trata de víctimas de abuso policial, donde el registro de la posición, de ciertas marcas o de ciertas huellas en el entorno pueden ayudar a llevar a los responsables ante la justicia? Recordemos que en enero de 2007 un grafitero fue asesinado por tres policías en el norte de Quito y los culpables siempre trataron de borrar las huellas del crimen.
Entonces el debate no puede quedarse solo en el tema del registro y la publicación, sino en las intenciones y el uso final de esas imágenes. La única justificación para mirar el dolor de los demás sería la posibilidad de contribuir con algo para remediarlo. Un debate y una aclaración que nos quedan debiendo los gestores de la prohibición.
Pero los medios que impugnan la medida no están pensando precisamente en una probable utilidad social de alguna de esas imágenes, sino en su explotación como material de programas basados en la exhibición del cuerpo mutilado, enfermo, viejo, deforme, degradado, para construir eso que algunos han bautizado acertadamente como pornomiseria y que tanto se practica en la televisión, disfrazada de ayuda social.
Justo cuando escribo estas reflexiones aparece en la pantalla de Canal Uno el cuerpo herido e infectado de un joven negro, sobreviviente de un enfrentamiento entre pandillas en un barrio marginal de Guayaquil. La cámara lo recorre con minuciosidad enfermiza, se ceba con cada detalle del cuerpo herido, mientras la -¿se le puede llamar periodista?- conocida como la “reportera del drama” le ofrece consejos morales pero nada dice de las condiciones de vida de los jóvenes de esos barrios ni de las causas de la violencia.
Todo derecho humano debería comenzar por el cuerpo, que es nuestra única y esencial propiedad. La exhibición del cuerpo mutilado roba la dignidad y niega la humanidad de las víctimas. Eso ya justifica la prohibición. Queda pendiente su regulación.
El Telégrafo 24-08-2008
domingo, 17 de agosto de 2008
Territorio en disputa
Por Gustavo Abad
Oscar es un taxista de Buenos Aires que se gana la vida conduciendo un carro que no es suyo y por lo cual apenas gana lo necesario para no matar de hambre a su familia, aunque a veces está a punto de hacerlo. Pero, además del sentido de sobrevivencia, a Oscar lo mueve también el de rebelión contra algo que pasa como natural para la mayoría de la gente, la ocupación asfixiante de la ciudad por la publicidad comercial mediante vallas que saturan el espacio público y los sentidos de los transeúntes.En el excelente documental que lleva el nombre de su protagonista, se ve a Oscar acometer sobre las gigantescas vallas para adornar con barbas de talibán los delicados rostros de las modelos de maquillaje, o reventar globos llenos de pintura roja sobre los afiches de las figuras del espectáculo, o convertir los celulares en máscaras antigás debido la paranoia antiterrorista. En sus memorables intervenciones sobre los íconos publicitarios, a Oscar no le tiembla el pulso a la hora de dibujar una prolongación fálica en los carteles de algunos productos o de algunos políticos.Oscar ejerce lo que los estudiosos llaman “resignificación” de los mensajes, y que en la calle llamaríamos “dale con la misma”, que no es otra cosa que apropiarse de los símbolos impuestos por cualquier poder o pensamiento dominante, y cambiarles el sentido por otros más acordes con la propia realidad y con las propias experiencias de la gente. “No al aborto”, le hace decir Oscar a una mujer que sostiene con una mano una metralleta y con otra una bandeja llena de perritos dálmatas. “La ciudad es un campo de batalla visual”, dice el taxista mientras regresa a casa sin un peso en el bolsillo pero feliz por haber pintado cuatro afiches.La ciudad es un terreno en disputa entre lo público y lo privado, diría yo para completar la idea y volver los ojos a nuestro medio, a propósito de las tensiones entre la Policía Nacional y las empresas de seguridad privada debido a los operativos de control iniciados por la primera para controlar que las segundas no se desborden en unas ciudades como Quito y Guayaquil donde lo privado no para de comerse a lo público. La ciudad es el escenario de confrontación entre fuerzas dominantes y conductas disidentes, como ocurre entre la fascista prohibición de besos en el Malecón guayaquileño y el desacato liberador de quienes lo siguen haciendo pese a las normas disciplinarias impuestas en un lugar público donde lucran empresas privadas.Volviendo a nuestro personaje, Oscar no se rebela sólo contra la privatización del espacio público, sino también contra la pasividad de la población frente a ello. Si el mercado es capaz de invadir nuestras calles para vendernos un modo de vida, nosotros también podemos apropiarnos de esos espacios con nuestros pensamientos, se puede resumir del activismo del taxista bonaerense. En la ciudad lo público y lo privado miden sus fuerzas, como a la entrada de los bancos, donde los guardias obligan al cliente a abrir su maleta, con lo cual le ponen el membrete de sospechoso y se lo terminan de sellar adentro cuando lo obligan a quitarse la gorra, las gafas y el celular, con el pretexto de la seguridad. Qué tal si comenzáramos a rebelarnos contra ese orden, a cambiarle su sentido, y los clientes también comenzáramos a pedir a los ejecutivos y a los dueños de los bancos que abran sus portafolios antes de confiarles nuestro dinero. Después de todo, el más grande atraco bancario en la historia del país no lo hicieron precisamente unos asaltantes con pasamontañas. Sería fantástico si uno de estos días el glamuroso Malecón guayaquileño se llenara de mil, dos mil, qué sé yo… diez mil parejas besándose apasionadamente.
El Telégrafo 17-08-2008
Oscar es un taxista de Buenos Aires que se gana la vida conduciendo un carro que no es suyo y por lo cual apenas gana lo necesario para no matar de hambre a su familia, aunque a veces está a punto de hacerlo. Pero, además del sentido de sobrevivencia, a Oscar lo mueve también el de rebelión contra algo que pasa como natural para la mayoría de la gente, la ocupación asfixiante de la ciudad por la publicidad comercial mediante vallas que saturan el espacio público y los sentidos de los transeúntes.En el excelente documental que lleva el nombre de su protagonista, se ve a Oscar acometer sobre las gigantescas vallas para adornar con barbas de talibán los delicados rostros de las modelos de maquillaje, o reventar globos llenos de pintura roja sobre los afiches de las figuras del espectáculo, o convertir los celulares en máscaras antigás debido la paranoia antiterrorista. En sus memorables intervenciones sobre los íconos publicitarios, a Oscar no le tiembla el pulso a la hora de dibujar una prolongación fálica en los carteles de algunos productos o de algunos políticos.Oscar ejerce lo que los estudiosos llaman “resignificación” de los mensajes, y que en la calle llamaríamos “dale con la misma”, que no es otra cosa que apropiarse de los símbolos impuestos por cualquier poder o pensamiento dominante, y cambiarles el sentido por otros más acordes con la propia realidad y con las propias experiencias de la gente. “No al aborto”, le hace decir Oscar a una mujer que sostiene con una mano una metralleta y con otra una bandeja llena de perritos dálmatas. “La ciudad es un campo de batalla visual”, dice el taxista mientras regresa a casa sin un peso en el bolsillo pero feliz por haber pintado cuatro afiches.La ciudad es un terreno en disputa entre lo público y lo privado, diría yo para completar la idea y volver los ojos a nuestro medio, a propósito de las tensiones entre la Policía Nacional y las empresas de seguridad privada debido a los operativos de control iniciados por la primera para controlar que las segundas no se desborden en unas ciudades como Quito y Guayaquil donde lo privado no para de comerse a lo público. La ciudad es el escenario de confrontación entre fuerzas dominantes y conductas disidentes, como ocurre entre la fascista prohibición de besos en el Malecón guayaquileño y el desacato liberador de quienes lo siguen haciendo pese a las normas disciplinarias impuestas en un lugar público donde lucran empresas privadas.Volviendo a nuestro personaje, Oscar no se rebela sólo contra la privatización del espacio público, sino también contra la pasividad de la población frente a ello. Si el mercado es capaz de invadir nuestras calles para vendernos un modo de vida, nosotros también podemos apropiarnos de esos espacios con nuestros pensamientos, se puede resumir del activismo del taxista bonaerense. En la ciudad lo público y lo privado miden sus fuerzas, como a la entrada de los bancos, donde los guardias obligan al cliente a abrir su maleta, con lo cual le ponen el membrete de sospechoso y se lo terminan de sellar adentro cuando lo obligan a quitarse la gorra, las gafas y el celular, con el pretexto de la seguridad. Qué tal si comenzáramos a rebelarnos contra ese orden, a cambiarle su sentido, y los clientes también comenzáramos a pedir a los ejecutivos y a los dueños de los bancos que abran sus portafolios antes de confiarles nuestro dinero. Después de todo, el más grande atraco bancario en la historia del país no lo hicieron precisamente unos asaltantes con pasamontañas. Sería fantástico si uno de estos días el glamuroso Malecón guayaquileño se llenara de mil, dos mil, qué sé yo… diez mil parejas besándose apasionadamente.
El Telégrafo 17-08-2008
Los cazadores
Por Gustavo Abad
El cazador se despierta y concentra sus sentidos en examinar el ambiente. Quisiera quedarse inmóvil, contemplar el movimiento de las nubes y sentir el paso lento de las horas. Pero no puede, porque su vida depende de sus arrestos y su sentido de ubicación. Tiene que calcular la distancia, la dirección del viento, consultar el estado de sus armas y su propia fuerza. Pero lo más importante para él es descubrir cuánto antes la dirección de la manada y adelantarse a cualquier cambio de rumbo si no quiere regresar con las manos vacías o morir aplastado por la estampida.
El cazador primitivo y nómada no está más en la escena del mundo. No obstante, la sociedad contemporánea, saturada, sobreestimulada y censurada, irónicamente, por exceso de información, construye las condiciones para que la orientación de las personas dependa de su instinto y su habilidad para rastrear y olfatear la ruta de ese monstruo de mil cabezas llamado opinión pública, esa fuerza poderosa que lo mismo puede correr incontenible hacia un abismo como detenerse en seco y emprenderla en sentido contrario.
Ubicarse en el lugar preciso para, cuando llegue el momento, lanzarse en pos de la corriente dominante, como un reflejo de defensa, parece ser la idea del ciudadano promedio, convertido por efecto de los datos y los discursos fragmentados, en el cazador de nuestro tiempo. Sin territorio fijo ni ideas claras respecto de los múltiples debates públicos, un gran número de votantes en el próximo referéndum, resuelve su dilema mediante un arcaísmo: lo que digan y hagan los demás.
Me subo a un taxi en el norte de Quito y escucho que la radio retransmite un noticiero de televisión. El taxista nota mi interés y pregunta: “¿Y usted va por el Sí o por el No?”. Le respondo que por el Sí, que esta posibilidad no se puede desperdiciar, e inmediatamente le devuelvo la inquietud. “¿Y usted?”. El hombre me hace una seña para que escuche el noticiero. “Chuta, no sé qué mismo será bueno. Esperemos a ver qué dicen las noticias más adelante”. Como el cazador primitivo, el del volante no toma una decisión por sí mismo. Se la pasa olfateando el ambiente y la dirección de aquella masa informe, que se expande y se contrae, a la que los actores políticos y los medios de comunicación llaman opinión pública.
La opinión pública merece tanto respeto como abulia, porque contiene todas las verdades y todas las falsedades al mismo tiempo. Es una conveniente ficción que lo mismo puede servir para vigilar al poder como para controlar a la población. Por eso los políticos y los medios tratan de adjudicarle unas formas y unas dimensiones reales. Y lo hacen mediante encuestas, sondeos, mensajes, llamadas, y otros artificios, sobre temas que se supone forman parte de la sensibilidad del público.
Todos tratan de dominar al animal esquivo de la opinión pública y conducirlo a su propio redil con la ayuda de símbolos exaltados. El poder político le muestra su proyecto de cambio; el mediático su libertad de expresión; el religioso, su moralismo retrógrado; el económico, su libre mercado. Todos con su argumento y también con su trampa. Después, cada uno coloca sus propios rótulos en el camino. Con este porcentaje, siga adelante; con este otro, deténgase y piénselo dos veces; con este nuevo, hágase a un lado porque lo que usted piensa ya no importa…
El cazador de nuestro tiempo mira pasar el tropel y calcula. Sabe que cuando llegue el momento saltará sobre el carro ganador porque su experiencia le dice que no hay alegría más grande que la de sumarse a una multitud que ha hecho callar a otras, y así escapar de la pesadilla de quedarse solo, porque en el fondo esta nueva especie de cazadores le teme más a la soledad que al acierto o al error en masa.
El Telégrafo 10-08-2008
El cazador se despierta y concentra sus sentidos en examinar el ambiente. Quisiera quedarse inmóvil, contemplar el movimiento de las nubes y sentir el paso lento de las horas. Pero no puede, porque su vida depende de sus arrestos y su sentido de ubicación. Tiene que calcular la distancia, la dirección del viento, consultar el estado de sus armas y su propia fuerza. Pero lo más importante para él es descubrir cuánto antes la dirección de la manada y adelantarse a cualquier cambio de rumbo si no quiere regresar con las manos vacías o morir aplastado por la estampida.
El cazador primitivo y nómada no está más en la escena del mundo. No obstante, la sociedad contemporánea, saturada, sobreestimulada y censurada, irónicamente, por exceso de información, construye las condiciones para que la orientación de las personas dependa de su instinto y su habilidad para rastrear y olfatear la ruta de ese monstruo de mil cabezas llamado opinión pública, esa fuerza poderosa que lo mismo puede correr incontenible hacia un abismo como detenerse en seco y emprenderla en sentido contrario.
Ubicarse en el lugar preciso para, cuando llegue el momento, lanzarse en pos de la corriente dominante, como un reflejo de defensa, parece ser la idea del ciudadano promedio, convertido por efecto de los datos y los discursos fragmentados, en el cazador de nuestro tiempo. Sin territorio fijo ni ideas claras respecto de los múltiples debates públicos, un gran número de votantes en el próximo referéndum, resuelve su dilema mediante un arcaísmo: lo que digan y hagan los demás.
Me subo a un taxi en el norte de Quito y escucho que la radio retransmite un noticiero de televisión. El taxista nota mi interés y pregunta: “¿Y usted va por el Sí o por el No?”. Le respondo que por el Sí, que esta posibilidad no se puede desperdiciar, e inmediatamente le devuelvo la inquietud. “¿Y usted?”. El hombre me hace una seña para que escuche el noticiero. “Chuta, no sé qué mismo será bueno. Esperemos a ver qué dicen las noticias más adelante”. Como el cazador primitivo, el del volante no toma una decisión por sí mismo. Se la pasa olfateando el ambiente y la dirección de aquella masa informe, que se expande y se contrae, a la que los actores políticos y los medios de comunicación llaman opinión pública.
La opinión pública merece tanto respeto como abulia, porque contiene todas las verdades y todas las falsedades al mismo tiempo. Es una conveniente ficción que lo mismo puede servir para vigilar al poder como para controlar a la población. Por eso los políticos y los medios tratan de adjudicarle unas formas y unas dimensiones reales. Y lo hacen mediante encuestas, sondeos, mensajes, llamadas, y otros artificios, sobre temas que se supone forman parte de la sensibilidad del público.
Todos tratan de dominar al animal esquivo de la opinión pública y conducirlo a su propio redil con la ayuda de símbolos exaltados. El poder político le muestra su proyecto de cambio; el mediático su libertad de expresión; el religioso, su moralismo retrógrado; el económico, su libre mercado. Todos con su argumento y también con su trampa. Después, cada uno coloca sus propios rótulos en el camino. Con este porcentaje, siga adelante; con este otro, deténgase y piénselo dos veces; con este nuevo, hágase a un lado porque lo que usted piensa ya no importa…
El cazador de nuestro tiempo mira pasar el tropel y calcula. Sabe que cuando llegue el momento saltará sobre el carro ganador porque su experiencia le dice que no hay alegría más grande que la de sumarse a una multitud que ha hecho callar a otras, y así escapar de la pesadilla de quedarse solo, porque en el fondo esta nueva especie de cazadores le teme más a la soledad que al acierto o al error en masa.
El Telégrafo 10-08-2008
Catequesis y espejismos
Por Gustavo Abad
No tienen hijos pero sí un discurso de abanderados de la familia tradicional. No practican el sexo pero sí aleccionan a los demás cuándo es bueno y cuándo es malo hacerlo. Los jerarcas de la Iglesia Católica en el Ecuador afirman no tener preferencias políticas, pero usan el léxico político para cuestionar el proyecto de nueva Constitución, al que califican de “estatista”. Luego vuelven a su retórica eclesiástica y anuncian una “catequesis” para instruir a los devotos sobre las “incompatibilidades” entre lo redactado en Montecristi y la fe cristiana. Más claro que si se colocaran un NO fosforescente sobre las sotanas.Los prelados insisten en que el proyecto de nueva Constitución promueve el aborto y atenta contra la familia. La mayoría de los medios solo difunden esas afirmaciones sin preguntar ¿en qué parte promueve el aborto? o ¿contra qué tipo de familia atenta? Al parecer, para la cúpula religiosa y para algunos medios no existe otra familia que la de papá, mamá e hijos, en una casita con jardín y un perro junto al sofá.Si tanto se preocupan por la familia, ¿por qué no hacen catequesis contra la programación violenta de la televisión en horario infantil? o ¿por qué no defienden a las adolescentes expulsadas de los colegios cuando están embarazadas? o ¿qué hacen por las familias entre cuyos miembros existen enfermos de sida porque el fundamentalismo religioso prohíbe el uso de preservativos?No parecen haberse enterado de que las leyes son mejores cuando se crean de acuerdo con la evolución de las costumbres y se adaptan a ellas. Los homosexuales agredidos y hasta asesinados en una sociedad machista y homofóbica también tienen familia y no se ha visto a los príncipes de la iglesia iniciar una catequesis contra tanta intolerancia.Oficialmente la campaña por el voto positivo o negativo en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución comienza el 13 de agosto. Mientras tanto, se supone que los actores políticos y los medios de comunicación promoverán el conocimiento, la comprensión y el debate acerca de su contenido. Difícil confiar en ello cuando el poder político, el económico, y ahora el religioso, no pierden oportunidad de promocionar, directa o indirectamente, el voto en uno u otro sentido, y los medios solo actúan de manera reactiva, con lo cual parece que el resultado no se decidirá en el terreno del juego limpio electoral sino en un verdadero campo de batalla en permanente tensión entre lo público y lo privado, un territorio inestable al que los medios llaman de manera eufemística “opinión pública sobre temas sensibles”.La opinión pública no existe, decía Pierre Bourdieu, al referirse a aquello que los medios venden como tal y que no son más que efectos, como cuando los canales hacen encuestas con las que montan el espejismo de que un porcentaje de la población está a favor o en contra de algo, sin importar cómo obtuvieron la respuesta.Uno de los espejismos construidos por los medios en las últimas semanas es sugerir que toda la población católica votará en contra del proyecto de nueva Constitución solo porque los jerarcas la cuestionan. ¿Han consultado sobre el tema a los curas de base que trabajan con familias pobres o a los chicos y chicas que inician su vida sexual?Al leer los 444 artículos propuestos queda claro que la decisión pasa también por temas como el de las bases militares, la comunicación y la información, el trabajo y la seguridad social, los derechos de los consumidores, la justicia indígena, los recursos estratégicos, la organización territorial, la salud y el uso de drogas, y muchos más. No obstante, si revisamos los periódicos y los noticieros de los últimos días, parece que todo se redujera al aborto, la familia, y a lo que digan los voceros de la Iglesia, mezclado con el ruido de aquello que los medios llaman “opinión pública”.
El Telégrafo 03-08-2008
No tienen hijos pero sí un discurso de abanderados de la familia tradicional. No practican el sexo pero sí aleccionan a los demás cuándo es bueno y cuándo es malo hacerlo. Los jerarcas de la Iglesia Católica en el Ecuador afirman no tener preferencias políticas, pero usan el léxico político para cuestionar el proyecto de nueva Constitución, al que califican de “estatista”. Luego vuelven a su retórica eclesiástica y anuncian una “catequesis” para instruir a los devotos sobre las “incompatibilidades” entre lo redactado en Montecristi y la fe cristiana. Más claro que si se colocaran un NO fosforescente sobre las sotanas.Los prelados insisten en que el proyecto de nueva Constitución promueve el aborto y atenta contra la familia. La mayoría de los medios solo difunden esas afirmaciones sin preguntar ¿en qué parte promueve el aborto? o ¿contra qué tipo de familia atenta? Al parecer, para la cúpula religiosa y para algunos medios no existe otra familia que la de papá, mamá e hijos, en una casita con jardín y un perro junto al sofá.Si tanto se preocupan por la familia, ¿por qué no hacen catequesis contra la programación violenta de la televisión en horario infantil? o ¿por qué no defienden a las adolescentes expulsadas de los colegios cuando están embarazadas? o ¿qué hacen por las familias entre cuyos miembros existen enfermos de sida porque el fundamentalismo religioso prohíbe el uso de preservativos?No parecen haberse enterado de que las leyes son mejores cuando se crean de acuerdo con la evolución de las costumbres y se adaptan a ellas. Los homosexuales agredidos y hasta asesinados en una sociedad machista y homofóbica también tienen familia y no se ha visto a los príncipes de la iglesia iniciar una catequesis contra tanta intolerancia.Oficialmente la campaña por el voto positivo o negativo en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución comienza el 13 de agosto. Mientras tanto, se supone que los actores políticos y los medios de comunicación promoverán el conocimiento, la comprensión y el debate acerca de su contenido. Difícil confiar en ello cuando el poder político, el económico, y ahora el religioso, no pierden oportunidad de promocionar, directa o indirectamente, el voto en uno u otro sentido, y los medios solo actúan de manera reactiva, con lo cual parece que el resultado no se decidirá en el terreno del juego limpio electoral sino en un verdadero campo de batalla en permanente tensión entre lo público y lo privado, un territorio inestable al que los medios llaman de manera eufemística “opinión pública sobre temas sensibles”.La opinión pública no existe, decía Pierre Bourdieu, al referirse a aquello que los medios venden como tal y que no son más que efectos, como cuando los canales hacen encuestas con las que montan el espejismo de que un porcentaje de la población está a favor o en contra de algo, sin importar cómo obtuvieron la respuesta.Uno de los espejismos construidos por los medios en las últimas semanas es sugerir que toda la población católica votará en contra del proyecto de nueva Constitución solo porque los jerarcas la cuestionan. ¿Han consultado sobre el tema a los curas de base que trabajan con familias pobres o a los chicos y chicas que inician su vida sexual?Al leer los 444 artículos propuestos queda claro que la decisión pasa también por temas como el de las bases militares, la comunicación y la información, el trabajo y la seguridad social, los derechos de los consumidores, la justicia indígena, los recursos estratégicos, la organización territorial, la salud y el uso de drogas, y muchos más. No obstante, si revisamos los periódicos y los noticieros de los últimos días, parece que todo se redujera al aborto, la familia, y a lo que digan los voceros de la Iglesia, mezclado con el ruido de aquello que los medios llaman “opinión pública”.
El Telégrafo 03-08-2008
viernes, 8 de agosto de 2008
Vade retro
Por Gustavo Abad
Los medios de comunicación en el banquillo era algo que no se había visto en el Ecuador hasta hace pocos años, pese a las corrientes de pensamiento que venían impugnando desde mucho antes sus discursos y sus prácticas en todo el mundo.
La aparición en algunos diarios de espacios para el análisis y la reflexión acerca de este tema fue recibida con entusiasmo por un amplio sector que, de diversas maneras, entendía que el periodismo, al ser parte del discurso público, tenía que someterse también a la vigilancia y al debate públicos.
Con ello, algunos medios daban muestras de una cierta voluntad de autocrítica, legitimada por el hecho de que esos espacios estaban a cargo de periodistas profesionales y no de académicos, a quienes se mira con recelo tanto en las redacciones como en los estudios de televisión y otros ambientes mediáticos. Pero ya habrá otro momento para hablar de la desconfianza mutua entre periodistas y académicos.
Por ahora, lo que interesa es tomar nota de la suerte de esos espacios críticos que, poco a poco, han sido eliminados o reducidos a su mínima expresión Los testimonios de varios periodistas que vivieron ese proceso dicen que la censura –ese peligroso fantasma al que tanto aseguran temer los voceros de ciertos medios y que se lo endilgan solamente al poder político– en realidad se ejerce de manera persistente dentro de las mismas empresas mediáticas.
Es inevitable sospechar de este vade retro en contra de la autocrítica. El diario El Comercio, que fue pionero en la crítica, especialmente a los programas de televisión, hace rato no genera reflexión sobre los medios y solo dedica los domingos un comentario sobre periodismo internacional. El diario Hoy, que algún momento también tuvo periodistas dedicados a esa tarea, eliminó esos espacios y se quedó solo con la columna del Defensor del Lector, que recoge denuncias y las procesa. Hace poco renunció el periodista que estaba a cargo de la página de medios en El Universo e hizo públicas sus razones, entre las cuales, asegura haber sido objeto de censura y de no contar con las condiciones para ejercer su trabajo con libertad y respecto. Incluso la televisión, donde poco se reflexiona sobre lo que se hace, hizo alguna vez su aporte con un programa en Teleamazonas, donde se planteaban temas relacionados con las buenas o malas prácticas periodísticas. Eso también desapareció.
¿El pensamiento crítico sobre los medios se volvió demasiado incómodo a la hora de escoger entre libertad de expresión y libertad de mercado? ¿Mantener esos espacios impugnadores era ofrecer ventaja ante un poder político que ha sabido capitalizar a su favor el descontento popular respecto de partidos políticos y medios tradicionales? ¿Resulta peligroso tener voces disidentes en su interior justo ahora cuando lo más conveniente es acudir al espíritu de cuerpo?
Yo diría que en un campo con demasiados intereses cruzados como el mediático, el bajo perfil de la autocrítica obedece a todo lo anotado. Hay medios que exigen transparencia pero no la practican en su interior. Un ejemplo: hace pocos meses, un funcionario de una entidad cultural quiteña fue despedido por denunciar irregularidades por parte de los directivos, lo cual ameritó una intervención de las autoridades de control. Un diario cortó la publicación de una serie de reportajes sobre el tema y una revista se hizo de la vista gorda por ser auspiciante de esa entidad. La doble moral consiste en sostener públicamente una cosa y hacer en privado lo contrario.
El Telégrafo 27-07-08
Los medios de comunicación en el banquillo era algo que no se había visto en el Ecuador hasta hace pocos años, pese a las corrientes de pensamiento que venían impugnando desde mucho antes sus discursos y sus prácticas en todo el mundo.
La aparición en algunos diarios de espacios para el análisis y la reflexión acerca de este tema fue recibida con entusiasmo por un amplio sector que, de diversas maneras, entendía que el periodismo, al ser parte del discurso público, tenía que someterse también a la vigilancia y al debate públicos.
Con ello, algunos medios daban muestras de una cierta voluntad de autocrítica, legitimada por el hecho de que esos espacios estaban a cargo de periodistas profesionales y no de académicos, a quienes se mira con recelo tanto en las redacciones como en los estudios de televisión y otros ambientes mediáticos. Pero ya habrá otro momento para hablar de la desconfianza mutua entre periodistas y académicos.
Por ahora, lo que interesa es tomar nota de la suerte de esos espacios críticos que, poco a poco, han sido eliminados o reducidos a su mínima expresión Los testimonios de varios periodistas que vivieron ese proceso dicen que la censura –ese peligroso fantasma al que tanto aseguran temer los voceros de ciertos medios y que se lo endilgan solamente al poder político– en realidad se ejerce de manera persistente dentro de las mismas empresas mediáticas.
Es inevitable sospechar de este vade retro en contra de la autocrítica. El diario El Comercio, que fue pionero en la crítica, especialmente a los programas de televisión, hace rato no genera reflexión sobre los medios y solo dedica los domingos un comentario sobre periodismo internacional. El diario Hoy, que algún momento también tuvo periodistas dedicados a esa tarea, eliminó esos espacios y se quedó solo con la columna del Defensor del Lector, que recoge denuncias y las procesa. Hace poco renunció el periodista que estaba a cargo de la página de medios en El Universo e hizo públicas sus razones, entre las cuales, asegura haber sido objeto de censura y de no contar con las condiciones para ejercer su trabajo con libertad y respecto. Incluso la televisión, donde poco se reflexiona sobre lo que se hace, hizo alguna vez su aporte con un programa en Teleamazonas, donde se planteaban temas relacionados con las buenas o malas prácticas periodísticas. Eso también desapareció.
¿El pensamiento crítico sobre los medios se volvió demasiado incómodo a la hora de escoger entre libertad de expresión y libertad de mercado? ¿Mantener esos espacios impugnadores era ofrecer ventaja ante un poder político que ha sabido capitalizar a su favor el descontento popular respecto de partidos políticos y medios tradicionales? ¿Resulta peligroso tener voces disidentes en su interior justo ahora cuando lo más conveniente es acudir al espíritu de cuerpo?
Yo diría que en un campo con demasiados intereses cruzados como el mediático, el bajo perfil de la autocrítica obedece a todo lo anotado. Hay medios que exigen transparencia pero no la practican en su interior. Un ejemplo: hace pocos meses, un funcionario de una entidad cultural quiteña fue despedido por denunciar irregularidades por parte de los directivos, lo cual ameritó una intervención de las autoridades de control. Un diario cortó la publicación de una serie de reportajes sobre el tema y una revista se hizo de la vista gorda por ser auspiciante de esa entidad. La doble moral consiste en sostener públicamente una cosa y hacer en privado lo contrario.
El Telégrafo 27-07-08
lunes, 21 de julio de 2008
La comunicación más allá de los medios
Por Gustavo Abad
“Un ratito, señor ¿de qué medio es usted?”, suele ser una pregunta frecuente e incómoda hacia quienes ejercemos el periodismo sin estar vinculados de planta a un medio de comunicación. “De ninguno, porque trabajo de manera independiente”, suele ser la respuesta. Y ahí comienzan los problemas. “Entonces no puede pasar”. El funcionario, asistente, guardia, o lo que sea, se empecina en que “aquí no entra quien no presente la credencial de un medio”, y solo a base de insistencia se logra abrir el cerco.
Pero muchas veces de nada sirve explicar que la información no solo es necesaria para los periódicos, radios, canales y otros medios, sino también para los investigadores, docentes, líderes sociales, estudiantes, activistas, y todos quienes producen y toman decisiones a partir de la información sobre temas de interés público y de actualidad.
Es que uno de los grandes equívocos en la mayoría de espacios sociales es el de reducir comunicación a medios, información a periodistas, opinión a editorialistas, e ignorar que la comunicación, es decir, la búsqueda y construcción de sentidos, fluye en una infinidad de ámbitos no necesariamente mediáticos.
La comunicación no solo es un campo de acción, sino también de estudio, y no se restringe a las noticias, sino también a la reflexión teórica, a la educación, a la intervención política, a la organización social, a la creación artística, a los procesos identitarios, al activismo ecológico, de género, etc., que se nutren de flujos informativos e intercambios simbólicos. La comunicación nos ayuda a reconocer nuestro lugar en el mundo y a organizar nuestra vida cotidiana, que es la única que tenemos.
Por eso el texto de la nueva Constitución, en lo relacionado con la comunicación y la información, resulta un avance, pues agranda el horizonte y la comprensión de esta actividad y la reafirma como un bien público y como un derecho ciudadano.
Para comenzar, se refiere a la comunicación como un derecho “en todos los ámbitos de la interacción social por cualquier medio y forma”, y no “especialmente por parte de periodistas y comunicadores sociales”, como decía la anterior de manera limitada.
Otro aspecto destacable del nuevo texto es que diversifica la naturaleza de los medios en “públicos, privados y comunitarios” (auque podrían ser más), con lo cual reconoce y alienta nuevas prácticas periodísticas, nuevas agendas, nuevos relatos, promovidos desde diversas maneras de entender y narrar la realidad y no exclusivamente desde de la visión de los medios privados, muy necesitados de un espejo que anime su evolución.
El nuevo texto también establece el acceso en igualdad de condiciones a las frecuencias para el funcionamiento de radios y canales de televisión no necesariamente comerciales, sino de servicio público y comunitario, algunos de los cuales ya existen en el Ecuador, pero relegados a la periferia, por lo que no están incluidos en las organizaciones de radio y televisión con mayoría del sector privado, cuya representatividad ha sido cuestionada desde hace varios años.
La exclusión no solo tiene una cara económica, como el desempleo, la pobreza, la marginación física; también existe la exclusión simbólica, como la falta de acceso a la información, a los productos culturales, a la comprensión y disfrute de las creaciones artísticas. Ampliar el horizonte de la comunicación y la información, mucho más allá del ámbito de los medios, es ampliar las posibilidades de inclusión mediante el ejercicio de ese derecho y su uso estratégico para incidir en las políticas públicas.
Es posible que el texto no recoja todos los planteamientos o que no se ajuste a todos los cambios en el campo de la comunicación en los últimos años, pero oxigena el concepto al liberarlo de una reductora práctica mediática, lo cual ya es un avance saludable.
El Telégrafo 20-07-08
“Un ratito, señor ¿de qué medio es usted?”, suele ser una pregunta frecuente e incómoda hacia quienes ejercemos el periodismo sin estar vinculados de planta a un medio de comunicación. “De ninguno, porque trabajo de manera independiente”, suele ser la respuesta. Y ahí comienzan los problemas. “Entonces no puede pasar”. El funcionario, asistente, guardia, o lo que sea, se empecina en que “aquí no entra quien no presente la credencial de un medio”, y solo a base de insistencia se logra abrir el cerco.
Pero muchas veces de nada sirve explicar que la información no solo es necesaria para los periódicos, radios, canales y otros medios, sino también para los investigadores, docentes, líderes sociales, estudiantes, activistas, y todos quienes producen y toman decisiones a partir de la información sobre temas de interés público y de actualidad.
Es que uno de los grandes equívocos en la mayoría de espacios sociales es el de reducir comunicación a medios, información a periodistas, opinión a editorialistas, e ignorar que la comunicación, es decir, la búsqueda y construcción de sentidos, fluye en una infinidad de ámbitos no necesariamente mediáticos.
La comunicación no solo es un campo de acción, sino también de estudio, y no se restringe a las noticias, sino también a la reflexión teórica, a la educación, a la intervención política, a la organización social, a la creación artística, a los procesos identitarios, al activismo ecológico, de género, etc., que se nutren de flujos informativos e intercambios simbólicos. La comunicación nos ayuda a reconocer nuestro lugar en el mundo y a organizar nuestra vida cotidiana, que es la única que tenemos.
Por eso el texto de la nueva Constitución, en lo relacionado con la comunicación y la información, resulta un avance, pues agranda el horizonte y la comprensión de esta actividad y la reafirma como un bien público y como un derecho ciudadano.
Para comenzar, se refiere a la comunicación como un derecho “en todos los ámbitos de la interacción social por cualquier medio y forma”, y no “especialmente por parte de periodistas y comunicadores sociales”, como decía la anterior de manera limitada.
Otro aspecto destacable del nuevo texto es que diversifica la naturaleza de los medios en “públicos, privados y comunitarios” (auque podrían ser más), con lo cual reconoce y alienta nuevas prácticas periodísticas, nuevas agendas, nuevos relatos, promovidos desde diversas maneras de entender y narrar la realidad y no exclusivamente desde de la visión de los medios privados, muy necesitados de un espejo que anime su evolución.
El nuevo texto también establece el acceso en igualdad de condiciones a las frecuencias para el funcionamiento de radios y canales de televisión no necesariamente comerciales, sino de servicio público y comunitario, algunos de los cuales ya existen en el Ecuador, pero relegados a la periferia, por lo que no están incluidos en las organizaciones de radio y televisión con mayoría del sector privado, cuya representatividad ha sido cuestionada desde hace varios años.
La exclusión no solo tiene una cara económica, como el desempleo, la pobreza, la marginación física; también existe la exclusión simbólica, como la falta de acceso a la información, a los productos culturales, a la comprensión y disfrute de las creaciones artísticas. Ampliar el horizonte de la comunicación y la información, mucho más allá del ámbito de los medios, es ampliar las posibilidades de inclusión mediante el ejercicio de ese derecho y su uso estratégico para incidir en las políticas públicas.
Es posible que el texto no recoja todos los planteamientos o que no se ajuste a todos los cambios en el campo de la comunicación en los últimos años, pero oxigena el concepto al liberarlo de una reductora práctica mediática, lo cual ya es un avance saludable.
El Telégrafo 20-07-08
sábado, 12 de julio de 2008
Falso dilema
Por Gustavo Abad
–No les digas prófugos a los Isaías –le reclamaba hace pocos años el editor de un medio guayaquileño a un inteligente analista que escribía para ese diario.
–¿Entonces, cómo se les dice a los que huyen de la justicia? –replicaba el periodista.
–Llámalos de otra manera, pero no nos causes problemas, o tu columna no se publica –fue la respuesta definitiva.
El columnista no claudicó, pero perdió su trabajo, y con ello su libertad de expresión así como sus lectores el derecho a la información.
Por eso causa vértigo mirar cómo la mayoría de medios tradicionales pregonan que la incautación de 195 empresas –entre ellas tres canales de televisión– del grupo Isaías, por parte de la AGD, es un atentado a la libertad de expresión en el Ecuador.
Al escuchar eso uno se pregunta: ¿Dónde anida realmente la censura y la distorsión, en el poder político o en el poder económico-mediático? ¿Se puede atentar contra algo que ya fue destrozado hace años por esos mismos medios debido a sus vinculaciones con grupos económicos? ¿Acaso tres canales, cuya programación es a la comunicación lo que la comida chatarra es a la alimentación, se pueden adjudicar la representación de la libertad de expresión en este país?
Mejor libertad es la que ejerce la gente en la calle y que, por asociación de ideas, en la última década ha unido al sustantivo banquero el calificativo corrupto como fórmula indisociable y condenatoria, surgida de la propia experiencia sin otra mediación.
Muchos recordamos todavía la entrevista en la que el entonces ministro de Economía, Ricardo Patiño, trapeó el piso con los despojos anímicos del periodista Jorge Ortiz, evidentemente ofuscado y sin capacidad de reacción ni argumentos, cuando el funcionario, a cada pregunta, le respondía: “ustedes pertenecen a la banca”.
Fue un episodio lamentable, no por Ortiz, sino por los miles de televidentes que esperábamos una explicación convincente acerca de la renegociación de la deuda externa, pero el ministro no la ofrecía porque estaba ante un hombre disminuido, que admitía que su credibilidad estaba “por los suelos” y que era empleado de un banquero, pero en un canal, según aclaraba en tono de acusado.
¿Y el derecho a la información? Relegado tras el bochorno del periodista.
En esta última semana, casi todos los medios tradicionales se han esforzado en venderle al público un falso dilema, que consiste en confundir una acción legal de incautación de bienes de los responsables del más grande atraco bancario en la historia del país con un atentado a la libertad de expresión.
Triste papel de esos medios, que harían mejor en preocuparse de cómo logrará el estado que esos bienes sirvan para restituir el dinero a los afectados y, mientras tanto, cómo evitará usar esos canales para propaganda política oficial, pues la legitimidad jurídica y moral de la incautación podría desdibujarse si el gobierno decide intervenir en la línea editorial o en la programación. Una cosa es ejecutar un proceso legal y otra sería usar una infraestructura comunicacional para imponer un modo de hacer y decir, lo cual otorgaría argumentos a quienes reducen todo esto a un cálculo coyuntural.
El tono dramático con el que han informado sobre este caso los medios, especialmente de televisión, la información editorializada que han emitido los reporteros, la mala intención al mezclarlo con la no renovación de la frecuencia a Radio Sucre, sí son un atentado al derecho a la información, un derecho que reclaman los ciudadanos y que nunca ha sido respetado ni defendido por los medios controlados por banqueros.
El Telégrafo 13-07-08
–No les digas prófugos a los Isaías –le reclamaba hace pocos años el editor de un medio guayaquileño a un inteligente analista que escribía para ese diario.
–¿Entonces, cómo se les dice a los que huyen de la justicia? –replicaba el periodista.
–Llámalos de otra manera, pero no nos causes problemas, o tu columna no se publica –fue la respuesta definitiva.
El columnista no claudicó, pero perdió su trabajo, y con ello su libertad de expresión así como sus lectores el derecho a la información.
Por eso causa vértigo mirar cómo la mayoría de medios tradicionales pregonan que la incautación de 195 empresas –entre ellas tres canales de televisión– del grupo Isaías, por parte de la AGD, es un atentado a la libertad de expresión en el Ecuador.
Al escuchar eso uno se pregunta: ¿Dónde anida realmente la censura y la distorsión, en el poder político o en el poder económico-mediático? ¿Se puede atentar contra algo que ya fue destrozado hace años por esos mismos medios debido a sus vinculaciones con grupos económicos? ¿Acaso tres canales, cuya programación es a la comunicación lo que la comida chatarra es a la alimentación, se pueden adjudicar la representación de la libertad de expresión en este país?
Mejor libertad es la que ejerce la gente en la calle y que, por asociación de ideas, en la última década ha unido al sustantivo banquero el calificativo corrupto como fórmula indisociable y condenatoria, surgida de la propia experiencia sin otra mediación.
Muchos recordamos todavía la entrevista en la que el entonces ministro de Economía, Ricardo Patiño, trapeó el piso con los despojos anímicos del periodista Jorge Ortiz, evidentemente ofuscado y sin capacidad de reacción ni argumentos, cuando el funcionario, a cada pregunta, le respondía: “ustedes pertenecen a la banca”.
Fue un episodio lamentable, no por Ortiz, sino por los miles de televidentes que esperábamos una explicación convincente acerca de la renegociación de la deuda externa, pero el ministro no la ofrecía porque estaba ante un hombre disminuido, que admitía que su credibilidad estaba “por los suelos” y que era empleado de un banquero, pero en un canal, según aclaraba en tono de acusado.
¿Y el derecho a la información? Relegado tras el bochorno del periodista.
En esta última semana, casi todos los medios tradicionales se han esforzado en venderle al público un falso dilema, que consiste en confundir una acción legal de incautación de bienes de los responsables del más grande atraco bancario en la historia del país con un atentado a la libertad de expresión.
Triste papel de esos medios, que harían mejor en preocuparse de cómo logrará el estado que esos bienes sirvan para restituir el dinero a los afectados y, mientras tanto, cómo evitará usar esos canales para propaganda política oficial, pues la legitimidad jurídica y moral de la incautación podría desdibujarse si el gobierno decide intervenir en la línea editorial o en la programación. Una cosa es ejecutar un proceso legal y otra sería usar una infraestructura comunicacional para imponer un modo de hacer y decir, lo cual otorgaría argumentos a quienes reducen todo esto a un cálculo coyuntural.
El tono dramático con el que han informado sobre este caso los medios, especialmente de televisión, la información editorializada que han emitido los reporteros, la mala intención al mezclarlo con la no renovación de la frecuencia a Radio Sucre, sí son un atentado al derecho a la información, un derecho que reclaman los ciudadanos y que nunca ha sido respetado ni defendido por los medios controlados por banqueros.
El Telégrafo 13-07-08
sábado, 5 de julio de 2008
Imágenes obsesivas
Por Gustavo Abad
Los únicos que tienen autoridad para mirar el dolor de los demás son los que tienen alguna posibilidad de remediarlo, decía la escritora estadounidense Susan Sontag, al referirse a la cantidad de imágenes de violencia y de muerte que consumimos cada día hasta el hartazgo y la inconciencia.
Si no podemos hacer algo por las víctimas de ese dolor, somos simples mirones, remataba ella, con esa manera casi irrevocable de echar abajo los lugares comunes que circulan con toda licencia y que damos por válidos sin reflexión, como aquel que pregona que la difusión continua de imágenes dramáticas sirve para tomar conciencia del horror y no volver a cometerlo.
El cuerpo destrozado muchas veces causa la misma curiosidad que el cuerpo desnudo. Quizá por ello, el concurso World Press Photo recoge con extraña predilección las fotos más desgarradoras del mundo y quizá por eso mismo las multitudes que visitan sus exposiciones exclaman ¡qué horror! y luego se repliegan sin más sobresaltos hacia sus propias urgencias, hacia sus propios duelos, porque difícilmente tienen espacio para los de esos desconocidos.
El actual predominio de la imagen como producto informativo a través de todos los medios desplaza nuestros sentidos y nuestra comprensión de la realidad. Recordar ya no es reflexionar sobre un acontecimiento, sino evocar una imagen, decía la misma Sontag. La comprensión pierde espacio ante la emoción.
El asambleísta Rafael Estévez intenta coserse los labios para protestar por lo que considera autoritarismo de la mayoría oficialista en la Asamblea. El presidente Rafael Correa derriba con un combo un cubículo de castigos en una cárcel esmeraldeña. Las cámaras recorren la acera ensangrentada donde asesinaron al periodista Raúl Rodríguez. Decenas de fotógrafos buscan el rostro del violador que cometía sus crímenes en los alrededores del Pichincha. Tres mil personas marchan en Guayaquil en reclamo de más seguridad y mano dura contra la delincuencia… Imágenes, emocionantes imágenes, que sin embargo, poco o nada nos dicen de la realidad social e histórica que las produce.
Hace pocos años era usual entre los fotógrafos de prensa hacerse esta pregunta: ¿Si estás cubriendo una guerra y encuentras un herido a punto de morir en el camino, lo ayudas o le tomas la foto? Recuerdo que muchos respondían: le tomo la foto. Se justificaban diciendo que de todas maneras el hombre iba a morir, en cambio, la imagen de su muerte dando vueltas por el mundo podría salvar a otros. Extraña fórmula compasiva.
Kevin Carter siguió esa doctrina y tomó la foto de una niña africana agonizando de hambre mientras, a pocos metros, un buitre esperaba para saltar sobre ella. El cronista gráfico ni siquiera hizo el ademán de espantar al pajarraco. Con esa foto ganó un Premio Pulitzer. Poco después se suicidó.
La palabra nos hace comprender la realidad, pero la imagen solo nos obsesiona. Por eso se entiende que la revista Vanguardia colocara un colosal NO en su portada de hace dos semanas, probablemente para que esa imagen actúe de manera subliminal como un letrero luminoso que se prende y se apaga en el inconciente de cada elector en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución. Ese NO, por efecto del diseño (letras blancas sobre fondo rojo), se desvincula de su sentido verbal y muta en ícono propagandístico, en artefacto visual tan obsesivo como la negación que promueve.
Una imagen que reemplaza el debate, que persigue efectos en lugar de reflexiones. Una imagen que, si nos toma desprevenidos, nos convierte a todos en mirones.
El Telégrafo 06-07-08
Los únicos que tienen autoridad para mirar el dolor de los demás son los que tienen alguna posibilidad de remediarlo, decía la escritora estadounidense Susan Sontag, al referirse a la cantidad de imágenes de violencia y de muerte que consumimos cada día hasta el hartazgo y la inconciencia.
Si no podemos hacer algo por las víctimas de ese dolor, somos simples mirones, remataba ella, con esa manera casi irrevocable de echar abajo los lugares comunes que circulan con toda licencia y que damos por válidos sin reflexión, como aquel que pregona que la difusión continua de imágenes dramáticas sirve para tomar conciencia del horror y no volver a cometerlo.
El cuerpo destrozado muchas veces causa la misma curiosidad que el cuerpo desnudo. Quizá por ello, el concurso World Press Photo recoge con extraña predilección las fotos más desgarradoras del mundo y quizá por eso mismo las multitudes que visitan sus exposiciones exclaman ¡qué horror! y luego se repliegan sin más sobresaltos hacia sus propias urgencias, hacia sus propios duelos, porque difícilmente tienen espacio para los de esos desconocidos.
El actual predominio de la imagen como producto informativo a través de todos los medios desplaza nuestros sentidos y nuestra comprensión de la realidad. Recordar ya no es reflexionar sobre un acontecimiento, sino evocar una imagen, decía la misma Sontag. La comprensión pierde espacio ante la emoción.
El asambleísta Rafael Estévez intenta coserse los labios para protestar por lo que considera autoritarismo de la mayoría oficialista en la Asamblea. El presidente Rafael Correa derriba con un combo un cubículo de castigos en una cárcel esmeraldeña. Las cámaras recorren la acera ensangrentada donde asesinaron al periodista Raúl Rodríguez. Decenas de fotógrafos buscan el rostro del violador que cometía sus crímenes en los alrededores del Pichincha. Tres mil personas marchan en Guayaquil en reclamo de más seguridad y mano dura contra la delincuencia… Imágenes, emocionantes imágenes, que sin embargo, poco o nada nos dicen de la realidad social e histórica que las produce.
Hace pocos años era usual entre los fotógrafos de prensa hacerse esta pregunta: ¿Si estás cubriendo una guerra y encuentras un herido a punto de morir en el camino, lo ayudas o le tomas la foto? Recuerdo que muchos respondían: le tomo la foto. Se justificaban diciendo que de todas maneras el hombre iba a morir, en cambio, la imagen de su muerte dando vueltas por el mundo podría salvar a otros. Extraña fórmula compasiva.
Kevin Carter siguió esa doctrina y tomó la foto de una niña africana agonizando de hambre mientras, a pocos metros, un buitre esperaba para saltar sobre ella. El cronista gráfico ni siquiera hizo el ademán de espantar al pajarraco. Con esa foto ganó un Premio Pulitzer. Poco después se suicidó.
La palabra nos hace comprender la realidad, pero la imagen solo nos obsesiona. Por eso se entiende que la revista Vanguardia colocara un colosal NO en su portada de hace dos semanas, probablemente para que esa imagen actúe de manera subliminal como un letrero luminoso que se prende y se apaga en el inconciente de cada elector en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución. Ese NO, por efecto del diseño (letras blancas sobre fondo rojo), se desvincula de su sentido verbal y muta en ícono propagandístico, en artefacto visual tan obsesivo como la negación que promueve.
Una imagen que reemplaza el debate, que persigue efectos en lugar de reflexiones. Una imagen que, si nos toma desprevenidos, nos convierte a todos en mirones.
El Telégrafo 06-07-08
sábado, 21 de junio de 2008
Desdoblamiento
Por Gustavo Abad
El desdoblamiento ocurre cuando existen dos fuerzas en disputa permanente. Quien lo sufre inevitablemente roza con la esquizofrenia. El desdoblamiento no es fácilmente visible, pero sí lo son sus efectos, sus conflictivos y erráticos efectos. El desdoblamiento y la emoción han sido las tendencias en el trabajo de una buena parte de los medios de comunicación ecuatorianos en la cobertura del evento político más importante del año, la Asamblea Constituyente.
Cuando los asambleístas se instalaron en Montecristi hace siete meses, con una mayoría oficialista merecedora de especial atención por todo lo que significa la concentración de poder y por ser la portadora de un duro cuestionamiento a los medios tradicionales, muchos periodistas e investigadores planteamos que los medios debían reorientar sus procedimientos con el fin de informar desde la comprensión de un proceso histórico y no desde las emociones y el berrinche, como había sido lo usual en su confrontación con el poder político desde el inicio del actual gobierno.
Falta poco más de un mes para que concluya el trabajo de la Asamblea y mi balance es que los medios no han podido liberarse de la esquizofrenia de quien se somete a la lucha de dos fuerzas internas: el ideal periodístico de vigilancia de la democracia y la libertad de expresión, por un lado, versus las presiones económicas y políticas a las que también responden, por otro. Entonces, los medios se desdoblan para satisfacer esa doble dependencia y, como el desdoblamiento es la cúspide del conflicto emocional, la información que generan es igualmente emocional y alterada.
Ese predominio de la emoción ha llevado a los periodistas, especialmente de televisión, a cubrir la Asamblea como si estuvieran dotados del don de la profecía y a presentar no los hechos, sino el escenario imaginado por ellos, en la mayoría de los casos, negativo.
Por eso un debate dirigido a la búsqueda de equidad en la concesión de frecuencias para evitar el monopolio, así como el de la necesidad de orientar la programación hacia contenidos educativos, fue presentado como una inminente mordaza a la prensa. Por eso también la propuesta de uso social de las tierras improductivas fue escenificado como la instauración del comunismo dispuesto a quitarle a la gente sus propiedades.
La profecía también alcanzó a temas como el de los derechos sexuales, presentado como la venia esperada por los jóvenes para dedicarse día y noche a hacer el amor detrás de cada puerta sin temor al embarazo y listos a poblar la ciudad de fetos sanguinolentos. Esto último no lo dijeron los periodistas, pero sí el ejército de curas tradicionalistas y damas misericordiosas que poblaron las pantallas a propósito de este tema.
Un reciente informe de la organización Fundamedios, basado en la observación de seis canales de televisión, dice que una de las tenencias dominantes fue destacar los conflictos aislados y con ello construir la imagen de la Asamblea como un escenario conflictivo similar al viejo Congreso. Por eso el golpe en la mesa de un asambleísta o la presunta relación de alguna con las FARC ocuparon el doble de tiempo que otros temas.
La imagen social de los medios y de los periodistas no puede ser en este momento más contradictora y bipolar. Atrapados en una relación de odio-amor con el poder político, al que acusan de prepotente y dictatorial, no dudan en buscar a su máximo representante para una entrevista exclusiva sin importar si esta resulta inútil e intrascendente –como la de Ecuavisa el pasado 12 de junio–, sino que cumpla su misión de subir el rating, para después desdoblarse nuevamente y decir que el mandatario utiliza a los medios para hacer campaña por el Sí en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución.
Sometidos a fuerzas contradictorias, esos medios han convertido al periodismo en una actividad incierta y a la información en un producto poco apto para el consumo.
El Telégrafo 22-06-08
sábado, 14 de junio de 2008
Silencioso e invisible
Por Gustavo Abad
Hace pocos días, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) estableció un plazo hasta el 29 de abril de 2009 para que Ecuador presente los documentos que sustentan su demanda contra Colombia por los daños causados a los habitantes y al medio ambiente de la frontera norte, como efecto de las fumigaciones con herbicidas tóxicos promovidas por el gobierno de ese país desde hace ocho años, como parte del Plan Colombia.
La Comisión Científica Ecuatoriana –integrada por abogados en derechos humanos y derecho internacional, ecologistas, genetistas, epidemiólogos y otros especialistas– cuenta con un informe de abril de 2007 que contiene las evidencias del daño: afectación de ecosistemas, extinción de especies, contaminación de aguas, suelo y aire, alteración celular en plantas y personas, deterioro de la salud mental, migración, riesgos de cáncer y de abortos, embarazos con malformaciones y muchos otros efectos expresados en cifras y cuadros comparativos, más los testimonios de los afectados.
El informe –que sigue las pautas establecidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y en el que constan desde el tamaño de la gota hasta la velocidad del viento– deja claro que ahí no solo se fumigó con una combinación química letal (glifosato+POEA+Cosmo-Flux) en cantidades y concentraciones superiores a las tolerables, sino que se construyó un verdadero escenario de guerra con miles de personas inocentes de por medio, que obligó a migrar al 56% de esa población.
Paradójicamente, este tipo de investigaciones, esta gestión metódica del conocimiento, nunca ha sido suficientemente visibilizada por la mayoría de los medios de comunicación, por considerarla un trabajo –y aquí esta la padoja– demasiado “ideológico”, especialmente si entre los investigadores consta algún ecologista o algún defensor de los derechos humanos, dos actividades eternamente sospechosas para los jefes de información, que deciden en Quito o Guayaquil lo que pasa en la frontera.
Personalmente he podido constatar y dar cuenta del trabajo, entre otros, del médico español Adolfo Maldonado y de la organización Acción Ecológica, dedicados a sumar cada día un nuevo dato, un nuevo análisis, una nueva prueba de la rociada mortal de glifosato realizada por pilotos mercenarios sin el menor respeto a la vida.
Esos datos después se han convertido en informes, en conocimiento organizado y verificable. Sin embargo, la sola mención de sus autores hace saltar las alarmas en los medios, que en este tema siempre han privilegiado una fórmula narrativa que consiste en intercalar un relato dramático con una declaración del Departamento de Estado de EE.UU. y, con ese simplón reparto de espacios al que llaman erróneamente objetividad, la mayoría de ellos cree cumplida su misión en el mundo.
El trabajo de los medios respecto de la frontera siempre ha sido reactivo ante la coyuntura, ante la denuncia de una fumigación, de una matanza, o de la visita de algún funcionario internacional, pero casi nunca enfocado a la construcción de un conocimiento que algún día pudiera ser útil a las víctimas de esos actos de guerra.
La gestión y uso del conocimiento consiste en que los protagonistas de diversos procesos sociales, políticos, etc., puedan sistematizar la cantidad de datos y experiencias y hacer uso más efectivo de ese saber acumulado. En otras palabras, construir una memoria instrumental que sirva de soporte a sus demandas y sus iniciativas sociales.
La deuda de los medios con la gestión del conocimiento en la frontera es inmensa, comenzando por la poquísima visibilidad que han dado al trabajo científico de largo aliento en la zona. Ahora, los argumentos que requiere el Ecuador provienen de esos investigadores, de su trabajo silencioso, invisible y muchas veces proscrito de las páginas de los diarios y los noticieros de televisión.
El Telégrafo 15-06-08
Hace pocos días, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) estableció un plazo hasta el 29 de abril de 2009 para que Ecuador presente los documentos que sustentan su demanda contra Colombia por los daños causados a los habitantes y al medio ambiente de la frontera norte, como efecto de las fumigaciones con herbicidas tóxicos promovidas por el gobierno de ese país desde hace ocho años, como parte del Plan Colombia.
La Comisión Científica Ecuatoriana –integrada por abogados en derechos humanos y derecho internacional, ecologistas, genetistas, epidemiólogos y otros especialistas– cuenta con un informe de abril de 2007 que contiene las evidencias del daño: afectación de ecosistemas, extinción de especies, contaminación de aguas, suelo y aire, alteración celular en plantas y personas, deterioro de la salud mental, migración, riesgos de cáncer y de abortos, embarazos con malformaciones y muchos otros efectos expresados en cifras y cuadros comparativos, más los testimonios de los afectados.
El informe –que sigue las pautas establecidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y en el que constan desde el tamaño de la gota hasta la velocidad del viento– deja claro que ahí no solo se fumigó con una combinación química letal (glifosato+POEA+Cosmo-Flux) en cantidades y concentraciones superiores a las tolerables, sino que se construyó un verdadero escenario de guerra con miles de personas inocentes de por medio, que obligó a migrar al 56% de esa población.
Paradójicamente, este tipo de investigaciones, esta gestión metódica del conocimiento, nunca ha sido suficientemente visibilizada por la mayoría de los medios de comunicación, por considerarla un trabajo –y aquí esta la padoja– demasiado “ideológico”, especialmente si entre los investigadores consta algún ecologista o algún defensor de los derechos humanos, dos actividades eternamente sospechosas para los jefes de información, que deciden en Quito o Guayaquil lo que pasa en la frontera.
Personalmente he podido constatar y dar cuenta del trabajo, entre otros, del médico español Adolfo Maldonado y de la organización Acción Ecológica, dedicados a sumar cada día un nuevo dato, un nuevo análisis, una nueva prueba de la rociada mortal de glifosato realizada por pilotos mercenarios sin el menor respeto a la vida.
Esos datos después se han convertido en informes, en conocimiento organizado y verificable. Sin embargo, la sola mención de sus autores hace saltar las alarmas en los medios, que en este tema siempre han privilegiado una fórmula narrativa que consiste en intercalar un relato dramático con una declaración del Departamento de Estado de EE.UU. y, con ese simplón reparto de espacios al que llaman erróneamente objetividad, la mayoría de ellos cree cumplida su misión en el mundo.
El trabajo de los medios respecto de la frontera siempre ha sido reactivo ante la coyuntura, ante la denuncia de una fumigación, de una matanza, o de la visita de algún funcionario internacional, pero casi nunca enfocado a la construcción de un conocimiento que algún día pudiera ser útil a las víctimas de esos actos de guerra.
La gestión y uso del conocimiento consiste en que los protagonistas de diversos procesos sociales, políticos, etc., puedan sistematizar la cantidad de datos y experiencias y hacer uso más efectivo de ese saber acumulado. En otras palabras, construir una memoria instrumental que sirva de soporte a sus demandas y sus iniciativas sociales.
La deuda de los medios con la gestión del conocimiento en la frontera es inmensa, comenzando por la poquísima visibilidad que han dado al trabajo científico de largo aliento en la zona. Ahora, los argumentos que requiere el Ecuador provienen de esos investigadores, de su trabajo silencioso, invisible y muchas veces proscrito de las páginas de los diarios y los noticieros de televisión.
El Telégrafo 15-06-08
sábado, 7 de junio de 2008
Demasiado importante
Por Gustavo Abad
El fútbol es algo demasiado importante como para dejárselo a los comentaristas de los canales ecuatorianos, muchos de los cuales ofician de hinchas con micrófono, que se desgañitan de ansiedad en lugar de orientar el análisis del partido. Pero bueno, para no desviarnos del tema, digamos en este caso que cada uno con sus emociones.
A lo que voy es a que la llegada de Liga Deportiva Universitaria a la final de la Copa Santander Libertadores, aparte de la alegría de todo un país, nos recuerda la condición del fútbol como huella, ¡qué digo huella!, como profunda marca cultural de nuestro tiempo, con la cual las ciencias sociales siguen teniendo una gran deuda.
Para comenzar, este equipo o, mejor dicho, esta empresa deportiva parece ser el resultado ideal de una larga evolución del fútbol ecuatoriano, desde cuando los hermanos Wright desembarcaron en Guayaquil con la primera pelota, en 1899, hasta el desembarco del fútbol ecuatoriano en dos mundiales seguidos, sobre la nave de una industria futbolística globalizada.
Un estudioso del deporte, Fernando Carrión, dice que el fútbol llega al Ecuador como resultado del capitalismo expansivo de fines del siglo diecinueve, con Inglaterra a la cabeza de la industria y el comercio mundiales. En otras palabras, llega montado sobre la maquinaria bulliciosa del progreso. Por eso los grandes equipos surgen ligados a empresas desarrollistas: Barcelona (puertos), Emelec (electricidad), Aucas (petróleo), Olmedo (ferrocarril), y solo una minoría proviene de entidades humanistas, como LDU, de la Universidad Central.
Al principio no hay diferencias entre jugador, hincha ni dirigente, porque muchos son las tres cosas a la vez. Tampoco hay estructura institucional ni marketing en ese mundo sin dioses donde el gran sentimiento es la defensa del terruño. Los de aquí contra los de allá, incluso después de inaugurados los campeonatos profesionales en 1957.
Pero la trilogía hincha-jugador-dirigente, que domina la infancia y adolescencia del fútbol ecuatoriano y mundial se sacude con la llegada de un nuevo protagonista: la televisión. Entonces todo cambia. El hincha ya no tiene que ir al estadio, el jugador ya no dirije su festejo a los graderíos sino a las cámaras, la camiseta se convierte en valla publicitaria, los bordes de la cancha se parcelan para los anunciantes, el dirigente se convierte en empresario, y ya no importa de dónde es un equipo sino qué empresa le apuesta, porque el mito deportivo local cede ante el mito económico global.
Muchos dirigentes entienden eso y cambian su antigua función de mecenas por la de inversionistas y hombres de negocios. Bueno, no muchos. El Barcelona llega a dos finales de la Copa Libertadores (90 y 98) por mérito deportivo, pero institucionalmente abrevando en la chequera del mecenas. Cuando ésta flaquea, viene la crisis.
La diferencia que impone LDU radica en el cambio del mecenazgo por una gestión empresarial, que vende un producto masivo, que combina hábilmente lo económico con lo simbólico, que le monta al hincha un sentido de pertenencia a un equipo que practica formidablemente uno de los mejores inventos del espíritu colectivo, que gana cinco campeonatos en la última década. Le vende éxito, el producto mas codiciado en estos días cuando la gente ya no se define por lo que produce sino por lo que consume.
La hinchada, esa fuerza motivadora de antes, es ahora también fuente de ingresos, no solo para el club, sino para toda una industria que, según Fernando Carrión, mueve 300 millones de dólares en el Ecuador. Una industria donde cada hincha, ¡qué digo hincha!, cada aportante lo hace con al menos dos horas de su tiempo frente al televisor, o sea lo máximo que yo puedo invertir en el fútbol, y por eso me siento excesivamente recompensado con la Liga jugando de maravilla una final de Copa.
El fútbol es algo demasiado importante como para dejárselo a los comentaristas de los canales ecuatorianos, muchos de los cuales ofician de hinchas con micrófono, que se desgañitan de ansiedad en lugar de orientar el análisis del partido. Pero bueno, para no desviarnos del tema, digamos en este caso que cada uno con sus emociones.
A lo que voy es a que la llegada de Liga Deportiva Universitaria a la final de la Copa Santander Libertadores, aparte de la alegría de todo un país, nos recuerda la condición del fútbol como huella, ¡qué digo huella!, como profunda marca cultural de nuestro tiempo, con la cual las ciencias sociales siguen teniendo una gran deuda.
Para comenzar, este equipo o, mejor dicho, esta empresa deportiva parece ser el resultado ideal de una larga evolución del fútbol ecuatoriano, desde cuando los hermanos Wright desembarcaron en Guayaquil con la primera pelota, en 1899, hasta el desembarco del fútbol ecuatoriano en dos mundiales seguidos, sobre la nave de una industria futbolística globalizada.
Un estudioso del deporte, Fernando Carrión, dice que el fútbol llega al Ecuador como resultado del capitalismo expansivo de fines del siglo diecinueve, con Inglaterra a la cabeza de la industria y el comercio mundiales. En otras palabras, llega montado sobre la maquinaria bulliciosa del progreso. Por eso los grandes equipos surgen ligados a empresas desarrollistas: Barcelona (puertos), Emelec (electricidad), Aucas (petróleo), Olmedo (ferrocarril), y solo una minoría proviene de entidades humanistas, como LDU, de la Universidad Central.
Al principio no hay diferencias entre jugador, hincha ni dirigente, porque muchos son las tres cosas a la vez. Tampoco hay estructura institucional ni marketing en ese mundo sin dioses donde el gran sentimiento es la defensa del terruño. Los de aquí contra los de allá, incluso después de inaugurados los campeonatos profesionales en 1957.
Pero la trilogía hincha-jugador-dirigente, que domina la infancia y adolescencia del fútbol ecuatoriano y mundial se sacude con la llegada de un nuevo protagonista: la televisión. Entonces todo cambia. El hincha ya no tiene que ir al estadio, el jugador ya no dirije su festejo a los graderíos sino a las cámaras, la camiseta se convierte en valla publicitaria, los bordes de la cancha se parcelan para los anunciantes, el dirigente se convierte en empresario, y ya no importa de dónde es un equipo sino qué empresa le apuesta, porque el mito deportivo local cede ante el mito económico global.
Muchos dirigentes entienden eso y cambian su antigua función de mecenas por la de inversionistas y hombres de negocios. Bueno, no muchos. El Barcelona llega a dos finales de la Copa Libertadores (90 y 98) por mérito deportivo, pero institucionalmente abrevando en la chequera del mecenas. Cuando ésta flaquea, viene la crisis.
La diferencia que impone LDU radica en el cambio del mecenazgo por una gestión empresarial, que vende un producto masivo, que combina hábilmente lo económico con lo simbólico, que le monta al hincha un sentido de pertenencia a un equipo que practica formidablemente uno de los mejores inventos del espíritu colectivo, que gana cinco campeonatos en la última década. Le vende éxito, el producto mas codiciado en estos días cuando la gente ya no se define por lo que produce sino por lo que consume.
La hinchada, esa fuerza motivadora de antes, es ahora también fuente de ingresos, no solo para el club, sino para toda una industria que, según Fernando Carrión, mueve 300 millones de dólares en el Ecuador. Una industria donde cada hincha, ¡qué digo hincha!, cada aportante lo hace con al menos dos horas de su tiempo frente al televisor, o sea lo máximo que yo puedo invertir en el fútbol, y por eso me siento excesivamente recompensado con la Liga jugando de maravilla una final de Copa.
lunes, 2 de junio de 2008
Pensamiento blindado
Por Gustavo Abad
La asambleísta Rossana Queirolo es capaz de frenar y prácticamente desbaratar un necesario debate acerca de temas como la educación sexual, de prácticas como el aborto, o de opciones como la homosexualidad en el Ecuador. Lo hace porque posee una mentalidad impenetrable, blindada a nuevas ideas, apoyada por una sobreexposición mediática que la entroniza como la principal exponente de estos temas, aunque en realidad lo suyo es la negación de toda la experiencia humana acumulada al respecto.
El periodista Carlos Vera la entrevista en su programa Contacto Directo y lo que parece que será un diálogo algo esclarecedor se torna en angustia del entrevistador. Vera, acostumbrado a imponer el ritmo de la conversación, muchas veces a costa de no dejar hablar al invitado, con Queirolo se toma una cucharada de su propia medicina, porque es ella la que no lo deja hablar ni replicar.
La asambleísta parece tener instalado algún dispositivo que arranca cuando comienza a hablar y no para mientras no haya desplegado toda una cadena de fundamentalismos. Parece un ser programado para decir no a todo esfuerzo de comprensión de la diversidad en las prácticas sexuales; no a todo intento de reconocimiento del propio cuerpo como única certeza de ser y estar en el mundo; no a la satisfacción compartida o solitaria; no a los preservativos; no a la masturbación; no a la homosexualidad…
Por lo que escribe en su blog, para ella, el cuerpo y el sexo son territorios delimitados únicamente para la reproducción, según el dogma religioso, o el pecado, y jamás para el placer, el juego, la libertad, el goce, y mucho menos para la imaginación, la conciencia que moviliza los impulsos creativos que hacen que las personas vivan, trabajen y produzcan mejor mientras mejor se relacionan con su cuerpo y con su sexualidad.
Pese a su frialdad robótica, algunas palabras no dejan de producirle a la ex modelo cierta alteración emocional y conflictos de pronunciación. Pasa con éxito las palabras pene y masturbación, pero su inconsciente se manifiesta en un lapsus y dice “lubricación familiar” cuando en realidad quiere decir “lubricación vaginal”.
Pero Queirolo no está en la asamblea ni en el centro del debate público porque unos extraterrestres la pusieran ahí. Ella es solo la parte más visible de un sector de la sociedad ecuatoriana con pensamiento anclado en el siglo diecinueve que, curiosamente, ha logrado ganar espacio e influencia en un gobierno con discurso transformador como el actual y ha puesto casi a la defensiva al sector más progresista y librepensador del movimiento en el poder, que a estas alturas parece neutralizado.
Ella, con su discurso blindado, que admite públicamente que el concepto orientación sexual le resulta “ininteligible” y que la palabra género le parece “equívoca” ha logrado más espacio en los medios que cualquier especialista en sexualidad dispuesto a la investigación, al análisis y al debate.
Lo que los medios no cuentan es dónde anida y se desarrolla ese pensamiento. Los medios que, luego de la tragedia en una discoteca, enloquecieron por hacer la radiografía instantánea del mundo del rock, ni siquiera se aventuran en el mundo donde se sostiene el pensamiento de Queirolo, una mezcla de liberalismo económico y conservadurismo moral arraigado en una élite ligada al Opus Dei, que aplaude la caridad pero desprecia la justicia social. Una élite que, de ser posible su personificación, estaría entre el “iron man” y el “manager”, esa combinación de disciplina, entrenamiento físico, autoritarismo y religión, que ha estado en la base de todos los fascismos. Un mundo al que los medios ofrecen grandes espacios pero no lo exploran ni lo narran porque en realidad lo respetan demasiado.
El Telegrafo 01-06-08
La asambleísta Rossana Queirolo es capaz de frenar y prácticamente desbaratar un necesario debate acerca de temas como la educación sexual, de prácticas como el aborto, o de opciones como la homosexualidad en el Ecuador. Lo hace porque posee una mentalidad impenetrable, blindada a nuevas ideas, apoyada por una sobreexposición mediática que la entroniza como la principal exponente de estos temas, aunque en realidad lo suyo es la negación de toda la experiencia humana acumulada al respecto.
El periodista Carlos Vera la entrevista en su programa Contacto Directo y lo que parece que será un diálogo algo esclarecedor se torna en angustia del entrevistador. Vera, acostumbrado a imponer el ritmo de la conversación, muchas veces a costa de no dejar hablar al invitado, con Queirolo se toma una cucharada de su propia medicina, porque es ella la que no lo deja hablar ni replicar.
La asambleísta parece tener instalado algún dispositivo que arranca cuando comienza a hablar y no para mientras no haya desplegado toda una cadena de fundamentalismos. Parece un ser programado para decir no a todo esfuerzo de comprensión de la diversidad en las prácticas sexuales; no a todo intento de reconocimiento del propio cuerpo como única certeza de ser y estar en el mundo; no a la satisfacción compartida o solitaria; no a los preservativos; no a la masturbación; no a la homosexualidad…
Por lo que escribe en su blog, para ella, el cuerpo y el sexo son territorios delimitados únicamente para la reproducción, según el dogma religioso, o el pecado, y jamás para el placer, el juego, la libertad, el goce, y mucho menos para la imaginación, la conciencia que moviliza los impulsos creativos que hacen que las personas vivan, trabajen y produzcan mejor mientras mejor se relacionan con su cuerpo y con su sexualidad.
Pese a su frialdad robótica, algunas palabras no dejan de producirle a la ex modelo cierta alteración emocional y conflictos de pronunciación. Pasa con éxito las palabras pene y masturbación, pero su inconsciente se manifiesta en un lapsus y dice “lubricación familiar” cuando en realidad quiere decir “lubricación vaginal”.
Pero Queirolo no está en la asamblea ni en el centro del debate público porque unos extraterrestres la pusieran ahí. Ella es solo la parte más visible de un sector de la sociedad ecuatoriana con pensamiento anclado en el siglo diecinueve que, curiosamente, ha logrado ganar espacio e influencia en un gobierno con discurso transformador como el actual y ha puesto casi a la defensiva al sector más progresista y librepensador del movimiento en el poder, que a estas alturas parece neutralizado.
Ella, con su discurso blindado, que admite públicamente que el concepto orientación sexual le resulta “ininteligible” y que la palabra género le parece “equívoca” ha logrado más espacio en los medios que cualquier especialista en sexualidad dispuesto a la investigación, al análisis y al debate.
Lo que los medios no cuentan es dónde anida y se desarrolla ese pensamiento. Los medios que, luego de la tragedia en una discoteca, enloquecieron por hacer la radiografía instantánea del mundo del rock, ni siquiera se aventuran en el mundo donde se sostiene el pensamiento de Queirolo, una mezcla de liberalismo económico y conservadurismo moral arraigado en una élite ligada al Opus Dei, que aplaude la caridad pero desprecia la justicia social. Una élite que, de ser posible su personificación, estaría entre el “iron man” y el “manager”, esa combinación de disciplina, entrenamiento físico, autoritarismo y religión, que ha estado en la base de todos los fascismos. Un mundo al que los medios ofrecen grandes espacios pero no lo exploran ni lo narran porque en realidad lo respetan demasiado.
El Telegrafo 01-06-08
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