Por Gustavo Abad
Hace una semana, el ecuatoriano Marcelo Lucero caminaba por una calle de Long Island (Nueva York) cuando se encontró con seis adolescentes xenófobos, quienes lo atacaron a cuchilladas y le quitaron la vida en obediencia a su sentimiento de odio a los migrantes latinos. Pocos días antes, el estadounidense Travis Ferguson ingresaba a una de las torres de la Universidad Católica de Quito y, al no llevar consigo su credencial de estudiante, los guardias lo atacaron a patadas y le rociaron gas pimienta en la cara − según cuenta Valeria Coronel en las páginas de este diario− en obediencia a su impulso de reprimir a todo aquel que, a su juicio, tenga apariencia sospechosa.
Las autoridades de ambos países se han movilizado por estos hechos. Las ecuatorianas, para que se castigue a los asesinos, y las estadounidenses para que se repare el daño moral al agredido. Esperemos que haya resultados en ambos casos. Sin embargo, también es necesario entender que este tipo de violencia se origina en un pensamiento que procura imponerse en el mundo y cuyo eje es el miedo a todo lo distinto. Un pensamiento que nace tanto en las altas esferas de poder y sus discursos de orden y seguridad, como en grupos racistas ligados más bien a una violencia primitiva de negación y eliminación del otro.
Quizá una de las figuras que mejor representan esta manera de entender el mundo es la del monstruo, ese ente imaginario al que la mitología asocia con el mal, ya sea por deformación corporal o perversión espiritual. Según el mito, los monstruos habitan en la oscuridad y su medio natural es el caos. Pero ocurre que cada tanto les da por asomarse hacia el mundo de la luz y del orden, hasta que alguien los descubre y enciende las alarmas. Entonces los monstruos deben ser detenidos y expulsados hacia el lugar del que salieron. En el mito religioso tradicional, deben volver al infierno. En el mito económico contemporáneo, a las márgenes de la sociedad, desde donde no puedan amenazar a los seres considerados normales.
Los discursos de inseguridad y violencia que han adquirido una presencia abrumadora en la cotidianidad, afianzan cada vez más la visión monstruosa del otro, una manera de negarle su humanidad y reducirlo a la condición de ser peligroso y despreciable, especialmente si ese otro es extranjero, negro, indio o pobre. Lo que los guardias de la Católica vieron no fue a un estudiante con ropa deportiva. Lo que vieron fue a alguien que no debía estar en ese lugar, porque un chico negro sin documentos significaba para ellos un potencial delincuente en un centro de estudios. En otras palabras, vieron un monstruo, porque los ojos miran lo que la mente les ha enseñado a mirar.
El orden rechaza todo lo que no armoniza con su lógica. Por eso, los centros comerciales, las universidades privadas, las mal llamadas zonas regeneradas, las ciudadelas de ricos, los edificios de oficinas empresariales, y otros lugares por el estilo, están hechos bajo el modelo de orden concebido desde el poder y el sistema dominante. Ahí todo parece seguro, y lo último que quieren perder sus ocupantes es esa sensación de seguridad. No importa si para ello tienen que desplegar sus propios actos de violencia, como las cuadrillas de guardias armados, sistemas de alarma y perros entrenados. El orden le teme a todo lo que no encaja en su visión, y aplaca su miedo rebuscando en cada lugar sus amenazas y sus monstruos, que no son otra cosa que la más violenta representación de lo distinto.
El Telégrafo 16-11-2008
sábado, 15 de noviembre de 2008
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