Por Gustavo Abad
A principios de esta década, cuando comenzaba la construcción del oleoducto de crudos pesados (OCP), en el diario donde yo trabajaba casi todos los días se producían discusiones acerca de la manera de informar sobre ese tema. Por un lado, estaban los que no hacían más que llamar a las oficinas de comunicación del Ministerio de Energía o del consorcio ejecutor y pedir algún detalle sobre el avance de las obras. Por otro, los que iban a las comunidades por donde pasaba el gigantesco tubo, recogían los testimonios de los habitantes y constataban los daños ambientales que dejaba la obra. Los primeros reproducían alegremente los boletines oficiales sin necesidad de arrugarse el traje y eran “amigos” de autoridades y ejecutivos. Los segundos madrugaban rumbo a los bosques por donde los tractores abrían trocha, recibían golpes y amenazas de los guardias privados y regresaban a la redacción cargados de barro y pesadumbre a tratar de contar esas historias en el último octavo de página que no había sido tomado por la versión oficial.
Todo este recuento, a propósito de la Ley de Minería, enviada la semana pasada por el presidente de la República a la Comisión Legislativa, y el relato periodístico de ello. Los medios reproducen las declaraciones tanto de los promotores como de los detractores, cubren las marchas de protesta en Quito, transmiten las ruedas de prensa de autoridades y dirigentes sociales, etc. Pero lo que menos ofrecen son informes, reportajes, crónicas, etc., sobre la vida en las comunidades que conviven con la actividad minera de empresas nacionales o extranjeras. ¿Cuántas son? ¿Dónde están ubicadas? ¿Qué piensan sus habitantes? ¿Quién les ha preguntado su criterio? ¿Cuáles son los métodos de explotación más peligrosos? ¿Qué gana o qué pierde el país si explota los yacimientos o deja de hacerlo? ¿Dónde queda Chinapintza? ¿Alguien conoce Gualel?
La realidad es generosa con los medios y los periodistas. Cada día les ofrece nuevas oportunidades. El debate acerca de la Ley de Minería y su enorme trasfondo social y ambiental es una de ellas, porque se trata de un tema que le importa a todo el país, no sólo al Gobierno ni sólo a la oposición. Es un tema cuya complejidad no se puede entender bajo el simple modelo bipolar que predomina en los medios, el cual se reduce a oponer las versiones a favor y las versiones en contra y crear así el espejismo de la objetividad y la neutralidad. El sentir de las comunidades afectadas por las ventajas o desventajas de una ley hay que buscarlo en el día a día de la gente, y eso no se logra con llamadas a las oficinas de comunicación ni con entrevistas a los voceros, sino en la calle, en el campo, en la selva, en donde tengan lugar esas formas de vida.
La dimensión política del periodismo consiste, entre otras cosas, en crear nuevas relaciones con el público, en ofrecer la información que favorezca la movilización y la acción políticas desde el procesamiento de las experiencias cercanas. Hay que tomar en serio la propuesta de la investigadora Ana María Miralles de ampliar el sentido de las preguntas tradicionales del periodismo informativo. A la inicial ¿qué? cambiar por ¿qué significa esto? ¿qué consecuencias tiene?; a la limitada ¿quién? añadir ¿quiénes causaron esto? ¿quiénes no han hablado todavía?; a la de cajón ¿cuándo? cambiar por ¿cuándo comenzó esta historia? ¿cuándo cambiará esta situación?; a la obvia ¿dónde? cambiar por ¿dónde está el interés común? ¿dónde está el inicio del ovillo?; a la más activa ¿por qué? reforzar con ¿por qué ahora? ¿por qué debe importarnos a todos?, y a la evidente ¿cómo? añadir ¿cómo podría esto cambiar la vida de la gente? ¿cómo podría ser diferente?
La Ley de Minería es la oportunidad para responder estas y más preguntas. Solo hay que salir al campo en lugar de entrar a las ruedas de prensa.
El Telégrafo 23-11-2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
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