sábado, 17 de octubre de 2009

Ciudad, comunicación y violencia

Por Gustavo Abad
Sobre la avenida Amazonas, al norte de Quito, justo en el tramo que separa las avenidas Orellana y Eloy Alfaro, hay un corredor de unos 300 metros de largo, una suerte de andarivel estrecho, con un muro de un lado y una baranda del otro. Es el paso obligado de cientos de ciclistas y caminantes en esta ciudad que sufre de histeria automovilística.

Debido a su curvatura, desde un extremo no se alcanza a ver el otro. Una persona solo se hace visible cuando está a la mitad del trayecto, en ese punto donde la entrada es tan inalcanzable como la salida. Pero el asunto se complica porque, según dicen, hay por ahí un par de maleantes que aguardan el momento para caer sobre los desprevenidos.

Silvana tiene 22 años, estudia biología y es militante del movimiento ciclista en la capital. A sus oídos, igual que a los míos, ha llegado esa y otras historias más acerca del corredor aquel. Lo mismo le contaron a Paúl, un informático de la Politécnica, que en los cinco últimos años se ha subido a los buses solo en casos de extrema necesidad. Lo último que le dijeron es que los ladrones saben oler una laptop en la mochila.

Así se construye el miedo en la ciudad. A un espacio desolado le asignamos un relato de horror. A un individuo extraño lo asociamos con una conducta monstruosa. Así, la ciudad donde vivimos y amamos se convierte en el lugar donde nos arriesgamos y sufrimos. Entonces la ciudad no es solo un espacio físico, sino también un gran relato de miedo, alimentado por el discurso de las autoridades, los medios y el pequeño cuento que nos hacemos todos los días entre vecinos del barrio y compañeros de oficina.

Silvana lo sabe y, por eso mismo, decidió seguir usando el corredor todos los días rumbo a la universidad o al vivero donde hace sus prácticas. “Es que no me voy a paralizar y tampoco me voy a comprar un carro por eso”, dice cuando le pregunto sobre el tema. Paúl tampoco se detiene y está dispuesto pasar tantas veces como sean necesarias por este y otros lugares con mala fama. Justo el día de nuestra conversación iba a una reunión convocada por el grupo Andando en Bici Carajo (ABC) para protestar por la masacre que cometen en esta ciudad los conductores de autos contra los ciclistas. Ellos tienen clara una idea y es no dejarse intimidar ni por los discursos de horror ni por la agresividad de los conductores.

Pendientes de la Ley de Comunicación, o del giro que debe dar la publicidad del Gobierno luego de la última protesta indígena, casi nadie se detiene a pensar en esas otras formas de comunicación y de información, que son los relatos con los que nos llenamos de miedo todos los días. Pendientes del auge delincuencial con el que los noticieros nos amargan el desayuno, no reaccionamos ante esta otra dimensión de la violencia que ejercen los buseros, los taxistas y otros conductores indolentes sobre los ciclistas, por el solo hecho de asumir la ciudad como un espacio de todos.

Según datos policiales, entre enero y agosto de este año, 122 ciclistas sufrieron accidentes en las calles, y 124 en el mismo período del año pasado. ¿Por qué no declara el Gobierno un Estado de Excepción contra semejante violencia, que en el último mes cobró las vidas de Pablo Lazzarini y Hugo Ortiz? ¿Por qué los medios se preocupan solo del aumento del secuestro exprés y no de los ciclistas asesinados por la brutalidad de los conductores? Porque en la lógica del sistema la inseguridad solo viene de afuera, de las márgenes, y la única noción de violencia que reconoce es la delincuencial.

El conductor, en cambio, está integrado al sistema. Su prepotencia está emparentada con la clase de violencia que sostiene el modo de vida dominante, el avasallamiento del fuerte contra el débil. De alguna manera, el conductor abusivo ejecuta lo que la sociedad excluyente siempre está dispuesta a hacer con los que le sobran y le resultan molestos.

Para el conductor, la ciudad es el espacio de reafirmación personal. Para el ciclista es el escenario de la solidaridad, de la recuperación civil y ecológica del espacio público. Cada quien usa la ciudad según el mapa que se ha hecho de ella. Por eso, la ciudad no es solo un espacio físico, sino también una imagen mental formada por la suma de todas las informaciones que consumimos todos los días.
El Telégrafo 18-10-2009