Por Gustavo Abad
“Un ratito, señor ¿de qué medio es usted?”, suele ser una pregunta frecuente e incómoda hacia quienes ejercemos el periodismo sin estar vinculados de planta a un medio de comunicación. “De ninguno, porque trabajo de manera independiente”, suele ser la respuesta. Y ahí comienzan los problemas. “Entonces no puede pasar”. El funcionario, asistente, guardia, o lo que sea, se empecina en que “aquí no entra quien no presente la credencial de un medio”, y solo a base de insistencia se logra abrir el cerco.
Pero muchas veces de nada sirve explicar que la información no solo es necesaria para los periódicos, radios, canales y otros medios, sino también para los investigadores, docentes, líderes sociales, estudiantes, activistas, y todos quienes producen y toman decisiones a partir de la información sobre temas de interés público y de actualidad.
Es que uno de los grandes equívocos en la mayoría de espacios sociales es el de reducir comunicación a medios, información a periodistas, opinión a editorialistas, e ignorar que la comunicación, es decir, la búsqueda y construcción de sentidos, fluye en una infinidad de ámbitos no necesariamente mediáticos.
La comunicación no solo es un campo de acción, sino también de estudio, y no se restringe a las noticias, sino también a la reflexión teórica, a la educación, a la intervención política, a la organización social, a la creación artística, a los procesos identitarios, al activismo ecológico, de género, etc., que se nutren de flujos informativos e intercambios simbólicos. La comunicación nos ayuda a reconocer nuestro lugar en el mundo y a organizar nuestra vida cotidiana, que es la única que tenemos.
Por eso el texto de la nueva Constitución, en lo relacionado con la comunicación y la información, resulta un avance, pues agranda el horizonte y la comprensión de esta actividad y la reafirma como un bien público y como un derecho ciudadano.
Para comenzar, se refiere a la comunicación como un derecho “en todos los ámbitos de la interacción social por cualquier medio y forma”, y no “especialmente por parte de periodistas y comunicadores sociales”, como decía la anterior de manera limitada.
Otro aspecto destacable del nuevo texto es que diversifica la naturaleza de los medios en “públicos, privados y comunitarios” (auque podrían ser más), con lo cual reconoce y alienta nuevas prácticas periodísticas, nuevas agendas, nuevos relatos, promovidos desde diversas maneras de entender y narrar la realidad y no exclusivamente desde de la visión de los medios privados, muy necesitados de un espejo que anime su evolución.
El nuevo texto también establece el acceso en igualdad de condiciones a las frecuencias para el funcionamiento de radios y canales de televisión no necesariamente comerciales, sino de servicio público y comunitario, algunos de los cuales ya existen en el Ecuador, pero relegados a la periferia, por lo que no están incluidos en las organizaciones de radio y televisión con mayoría del sector privado, cuya representatividad ha sido cuestionada desde hace varios años.
La exclusión no solo tiene una cara económica, como el desempleo, la pobreza, la marginación física; también existe la exclusión simbólica, como la falta de acceso a la información, a los productos culturales, a la comprensión y disfrute de las creaciones artísticas. Ampliar el horizonte de la comunicación y la información, mucho más allá del ámbito de los medios, es ampliar las posibilidades de inclusión mediante el ejercicio de ese derecho y su uso estratégico para incidir en las políticas públicas.
Es posible que el texto no recoja todos los planteamientos o que no se ajuste a todos los cambios en el campo de la comunicación en los últimos años, pero oxigena el concepto al liberarlo de una reductora práctica mediática, lo cual ya es un avance saludable.
El Telégrafo 20-07-08
lunes, 21 de julio de 2008
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