Por Gustavo Abad
El cazador se despierta y concentra sus sentidos en examinar el ambiente. Quisiera quedarse inmóvil, contemplar el movimiento de las nubes y sentir el paso lento de las horas. Pero no puede, porque su vida depende de sus arrestos y su sentido de ubicación. Tiene que calcular la distancia, la dirección del viento, consultar el estado de sus armas y su propia fuerza. Pero lo más importante para él es descubrir cuánto antes la dirección de la manada y adelantarse a cualquier cambio de rumbo si no quiere regresar con las manos vacías o morir aplastado por la estampida.
El cazador primitivo y nómada no está más en la escena del mundo. No obstante, la sociedad contemporánea, saturada, sobreestimulada y censurada, irónicamente, por exceso de información, construye las condiciones para que la orientación de las personas dependa de su instinto y su habilidad para rastrear y olfatear la ruta de ese monstruo de mil cabezas llamado opinión pública, esa fuerza poderosa que lo mismo puede correr incontenible hacia un abismo como detenerse en seco y emprenderla en sentido contrario.
Ubicarse en el lugar preciso para, cuando llegue el momento, lanzarse en pos de la corriente dominante, como un reflejo de defensa, parece ser la idea del ciudadano promedio, convertido por efecto de los datos y los discursos fragmentados, en el cazador de nuestro tiempo. Sin territorio fijo ni ideas claras respecto de los múltiples debates públicos, un gran número de votantes en el próximo referéndum, resuelve su dilema mediante un arcaísmo: lo que digan y hagan los demás.
Me subo a un taxi en el norte de Quito y escucho que la radio retransmite un noticiero de televisión. El taxista nota mi interés y pregunta: “¿Y usted va por el Sí o por el No?”. Le respondo que por el Sí, que esta posibilidad no se puede desperdiciar, e inmediatamente le devuelvo la inquietud. “¿Y usted?”. El hombre me hace una seña para que escuche el noticiero. “Chuta, no sé qué mismo será bueno. Esperemos a ver qué dicen las noticias más adelante”. Como el cazador primitivo, el del volante no toma una decisión por sí mismo. Se la pasa olfateando el ambiente y la dirección de aquella masa informe, que se expande y se contrae, a la que los actores políticos y los medios de comunicación llaman opinión pública.
La opinión pública merece tanto respeto como abulia, porque contiene todas las verdades y todas las falsedades al mismo tiempo. Es una conveniente ficción que lo mismo puede servir para vigilar al poder como para controlar a la población. Por eso los políticos y los medios tratan de adjudicarle unas formas y unas dimensiones reales. Y lo hacen mediante encuestas, sondeos, mensajes, llamadas, y otros artificios, sobre temas que se supone forman parte de la sensibilidad del público.
Todos tratan de dominar al animal esquivo de la opinión pública y conducirlo a su propio redil con la ayuda de símbolos exaltados. El poder político le muestra su proyecto de cambio; el mediático su libertad de expresión; el religioso, su moralismo retrógrado; el económico, su libre mercado. Todos con su argumento y también con su trampa. Después, cada uno coloca sus propios rótulos en el camino. Con este porcentaje, siga adelante; con este otro, deténgase y piénselo dos veces; con este nuevo, hágase a un lado porque lo que usted piensa ya no importa…
El cazador de nuestro tiempo mira pasar el tropel y calcula. Sabe que cuando llegue el momento saltará sobre el carro ganador porque su experiencia le dice que no hay alegría más grande que la de sumarse a una multitud que ha hecho callar a otras, y así escapar de la pesadilla de quedarse solo, porque en el fondo esta nueva especie de cazadores le teme más a la soledad que al acierto o al error en masa.
El Telégrafo 10-08-2008
domingo, 17 de agosto de 2008
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