domingo, 7 de diciembre de 2008

Déjenla volver

Por Gustavo Abad
Son muchos los escritores, periodistas, ensayistas y demás tipos letrados que alguna vez se han preguntado para qué sirve escribir. Que lance la primera respuesta el que esté libre de dudas, diría yo, que de estas últimas tengo bastantes y apenas puedo decir que escribir es un acto solitario, que nadie está más solo que el que escribe, porque en ese diálogo con la propia conciencia no hay quien pueda ayudarlo, no tiene salvación. Pero al mismo tiempo nadie puede sentirse solo si lo que escribe desata la procesión en la sensibilidad de los otros.

Me quedo con este tema retumbando en la cabeza después de leer “Serenata Cafiola”, el último libro de crónicas del chileno Pedro Lemebel, quien estuvo hace poco en Quito como invitado a la Fiesta de la Cultura y el Libro. Cuarenta y cinco relatos que son otros tantos argumentos a favor de una manera de narrar que en los últimos años ha sido víctima de editores temerosos que la han desterrado con el ridículo argumento de que ahora la gente ya no lee. Pero ahí está la crónica, reclamando su derecho a volver.

Lo esencial de la crónica es la voz, le escuché decir hace varios años a una maestra del género como es Alma Guillermoprieto, y su sentencia me sonó a repicar de campanas, a golpe de gong, porque la voz –decía ella– permite al cronista establecer un flujo íntimo con el lector, un lazo para que el que lee sienta que conoce al que escribe, para que ambos dialoguen al mismo nivel y construyan un espacio de igualdad. La intimidad es la voz de la crónica, remataba la escritora y periodista mexicana.

Y eso es precisamente lo que tiene Lemebel: una voz, quizá el aspecto más sobresaliente de su escritura. La suya es una voz disidente: la de un homosexual en plena dictadura pinochetista; una voz crítica e inconforme en medio de la embriaguez neoliberal; callejera y cafiola –el femenino de cafiche, inventado por el propio Lemebel para referirse al amor con tarifa– como una tarde de placer proscrito con un veinteañero en un hotel pituco de Lima; una voz extrañamente clara en medio del ruido de la máquina moledora de productos culturales.

Digo una voz, pero también una mirada, y una intimidad o, mejor dicho, unas intimidades expuestas, como ventanas abiertas para asomarse y entender una época: la del autor con los personajes, la del autor consigo mismo, y la de todos con la intimidad del lector. Ahí están: Joselito, el niño cantor español que puso música de fondo al franquismo; Chavela Vargas y su autoridad lésbica traicionada en Santiago; Tito Fernández, el folclorista a quien Lemebel descubre guitarreando para un hombre fuerte de la dictadura; María Bethania y Omara Portuondo en un desencuentro de emociones en el mismo escenario; el mismo Lemebel en un pico a pico con una camarilla de reaccionarios “opusdeistas”, un basurero feudal, como él los llama desafiante.

La crónica ha sido mal entendida y en muchos casos mal respetada. Cuando a los estudiantes de periodismo o a los jóvenes que se inician en la escritura les hablan de este género les dicen que se trata de magia, vuelo y colorido. Pero la crónica es todo lo contrario, es información, registro histórico, exploración a profundidad. Puede haber información sin crónica, pero no hay crónica sin información. Puede ser un relato en primera persona, pero no un relato sobre la primera persona, decía en una charla otro exponente del tema, el argentino Martín Caparrós.

La crónica, como lo demuestra Lemebel, es un ejercicio del pensamiento, en el que se confrontan y se complementan la observación y la conciencia, la razón y la emoción, la imagen y la palabra. El cronista tiene ojos y oídos por todas partes y los usa para que el lector sepa que esa historia viene desde el oscurantismo de una dictadura, desde el aire enrarecido de una revuelta, o desde el sudado perfume de la farándula arribista. La crónica es la vida en toda su intensidad. Déjenla volver.
El Telégrafo 07-11-2008

Público y político

Por Gustavo Abad
El pensamiento liberal y moderno ha configurado tres nociones dominantes de lo público. Primero, lo que está a la vista y al acceso de todos, como calles, parques, plazas y otros espacios físicos. Segundo, lo que está bajo control del Estado e incluye las instituciones, las leyes, las políticas de desarrollo, los servicios básicos y otros ámbitos normativos. Y tercero, lo que todos debemos ejercer u obedecer como parte de esa correspondencia entre derechos y obligaciones en la que se sustenta gran parte de la convivencia social.

No obstante, hay una dimensión de lo público que no ha sido considerada suficientemente como tal, y es la producción, circulación y consumo de productos simbólicos. En esta parcela de lo público cabe la información, de la cual los medios constituyen su más soberbia institución, como narradores privilegiados del acontecer social, por lo tanto, como legitimadores o impugnadores de un determinado orden.

Entonces, lo que hagan o dejen de hacer los medios es un asunto de interés público, y toda intervención en una cuestión pública está relacionada con una posición política al respecto. De ahí que negar la dimensión política del periodismo como ámbito donde tiene lugar la representación simbólica del mundo, o predicar que esta actividad no se mueve por resortes políticos ni ideológicos, resulta un absurdo que solo puede ser atribuido al desconocimiento, en unos casos, o al deseo premeditado de tomarle el pelo a los demás, en otros.

Por ello es necesario recalcar que la creación, funcionamiento y vigencia de medios públicos en el Ecuador no es una simple apuesta estatal de comunicación, peor una maniobra gubernamental de propaganda, sino una decisión política que supera la coyuntura del gobierno de turno y crea un nuevo ámbito de discusión, un punto de quiebre dentro de una cultura informativa tradicionalmente dominada por los medios privados como principales constructores del discurso y el debate públicos.

Los medios públicos están llamados a marcar diferencias respecto de los privados precisamente en la noción de lo público bajo la cual construyen sus agendas. Para comenzar, no confundir lo público con lo publicable; tampoco con lo espectacular ni con lo escandaloso; peor con la primicia, ese señuelo esquizofrénico que la cultura periodística ha fetichizado con el nombre de “golpe”, y que a nadie le importa excepto a algunos periodistas.

Aclaremos, una de las premisas del periodismo tradicional dice que cualquier acontecimiento puede ser publicable de acuerdo con su impacto, su colorido, su rareza, aunque no necesariamente tenga algún efecto en nuestras vidas. En el periodismo público los temas se valoran, o deberían valorarse, por su oportunidad para suscitar la intervención política de la comunidad, la deliberación y las propuestas respecto de problemas comunes, la construcción de una ética pública basada en la participación social y la vigilancia al poder.

Los fundamentos del periodismo público se relacionan más con la filosofía política que con los manuales de redacción; más con la difusión el pensamiento crítico que con los discursos del orden; más con la construcción de sentidos que con el simple registro de los hechos; más con la narrativa que con la estadística... En eso radica la diferencia entre formar consumidores y formar públicos. Los primeros buscan el espectáculo y la novedad; los segundos buscan el debate y la participación.

El Telégrafo 30-11-2008