viernes, 1 de octubre de 2010

Estado de excepción y diversidad informativa

Gustavo Abad

Hace apenas un par de días, en un diálogo entre periodistas, académicos y estudiantes, algunos planteamos la necesidad de entender que las garantías de la democracia no están en la información mediatizada sino en la política, y que toda acción para modificar la relación de fuerzas en el ámbito de la comunicación es, en última instancia, una acción política.

Pocas horas después, el Ecuador amanecía con la noticia de la insurrección de un grupo de policías bajo el argumento de que el gobierno había reducido algunos de sus privilegios laborales. El conflicto tomó cuerpo cuando el presidente Correa salió -innecesariamente para muchos- a “ponerle el pecho a las balas” y terminó herido y secuestrado por doce horas en el Hospital de la Policía.

Entonces entramos en terreno pantanoso para la mayoría de los medios porque, entre otras cosas, no terminan de asimilar la relación entre comunicación y política en términos de servicio público, es decir, no han sabido reflexionar ni responder a la pregunta ¿Qué tipo de información necesita el país en esos trances? ¿La que puede contribuir a mantener el orden democrático o la que magnifica el caos y la inestabilidad?

La respuesta parece fácil, pero no para los empresarios de la Asociación Ecuatoriana de Editores de Periódicos (AEDEP) que en un comunicado de hoy rechazan, entre otras cosas, “la decisión gubernamental de obligar a todos los medios audiovisuales a plegar a una cadena nacional ‘indefinida e ininterrumpida’, pues al amparo del estado de excepción se ha impedido a la ciudadanía tener otras versiones de los hechos que no sean los oficiales”.

Seguramente se refieren a que, mientras el presidente Correa se dirigía al país, a través de un medio estatal, para explicar su estado de salud, los canales privados transmitían en directo los saqueos de que eran objeto algunos locales comerciales en Guayaquil y repetían sin cesar las tomas que más parecían reflejar el nerviosismo callejero. La defensa de la diversidad informativa no siempre concuerda con la demanda de un servicio público.

Se les olvida a los señores de la AEDEP lo que significa un “Estado de excepción”. Los artículos 164 y 165 de la Constitución de la República son claros al respecto. Señalan que en caso de una “grave conmoción interna” el Presidente puede “suspender o limitar (…) el derecho a la libertad de información…”. Además, “Disponer censura previa en la información de los medios de comunicación social con estricta relación a los motivos del estado de excepción y a la seguridad del Estado”.

De modo que la cadena de la que tanto se quejan los empresarios de medios no sólo era legal sino necesaria. En otras palabras, no fue sólo una decisión informativa, sino política. Ahí está la relación que tanto les cuesta ver a los dueños de periódicos, radios y canales privados. A estas alturas, no creo que lo hagan por desconocimiento de la norma, sino por algún otro tipo de carencias o de bajezas. Rebelarse contra un Estado de excepción en dictadura es heroísmo, pero hacerlo en democracia es golpismo.

Por supuesto que podemos lamentar el manejo estrictamente periodístico que hicieron los medios estatales en esta cadena. Una cosa es que la televisión y la radio públicas hagan de matrices en una situación crítica y otra es que algunos de sus periodistas crean que pueden arengar a la población con un discurso partidista. Una cosa es que refuercen el pedido generalizado de garantizar la integridad del primer mandatario y otra es que nos sometan a horas de apología de un líder político y alienten a la población a exponerse a las balas, como lo hizo una locutora de la radio pública.

A veces las formas pueden llegar a desdibujar los principios. Eso es lo peligroso e irresponsable tanto en medios públicos como privados, por más Estado de excepción que nos obligue.

sábado, 11 de septiembre de 2010

¿Por qué nos odian tanto?...

¿Hay que defender a los medios de comunicación del Estado o al Estado de los medios y los periodistas? Es la pregunta disparadora que guía los trabajos periodísticos que conforman este libro publicado por el Centro de Competencia en Comunicación de la Friedrich Ebert y editado por Omar Rincón.

De ahí surge “¿Por qué nos odian tanto? Estado y medios de comunicación en América Latina”, un libro que da cuenta de lo que ocurre en 18 países, mediante 18 relatos periodísticos, que cuentan 18 realidades político-mediáticas. Cada historia narra cómo se responde a esta pregunta. El caso ecuatoriano lo cuenta el periodista Gustavo Abad.

Nunca la comunicación fue tan importante, ni fue noticia de primera plana. Los medios de comunicación producen mucho ruido político en nuestra América Latina siglo XXI. Y es que asistimos a unos gobiernos fascinados por la lógica de los medios y a unos medios de comunicación que no quieren perder sus privilegios y dominio sobre la opinión pública. Estamos asistiendo, entonces, a una batalla inédita por el relato de país. Y es que los modelos de medios son modelos de país. En esta situación, hay que recuperar el sentido común…
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lunes, 30 de agosto de 2010

La foto del sobreviviente

Gustavo Abad
Un joven ecuatoriano es el único sobreviviente de la masacre perpetrada, hace una semana, en el estado de Tamaulipas (México) por una banda de narcotraficantes (los Zetas) contra 72 personas que intentaban cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Los medios publicaron la noticia, unos con más, otros con menos detalles. En lo que sí coincidieron casi todos fue en ese afán enfermizo de publicar los nombres y las fotos del sobreviviente y de sus familiares, como si de la identificación de los rasgos de las víctimas dependiera la credibilidad del periodismo.

Me niego a aceptar que, a estas alturas, los editores de los principales medios del país, como El Comercio, por ejemplo, que se dicen defensores del buen oficio, respetuosos del lector, que trabajan al servicio de la gente, y un montón de palabrería devaluada por el mal uso, no hayan resuelto todavía en sus procedimientos un asunto de ética elemental, como es la obligación del medio de abstenerse de publicar una información cuando exista la mínima posibilidad de exponer a las personas.

Las fotos publicadas en ese diario –no importa si alguna salió completa y otra “pixelada” – ayudó a aumentar el estado de indefensión, no solo del compatriota herido, sino de todo su entorno familiar. Sobra decir que se trata de un entorno marcado por la pobreza en un pueblo de la provincia del Cañar, lo cual facilita los abusos de toda clase. Todo indica que hay medios y periodistas que no hacen conciencia de su capacidad de causar daño.

Si no fuera lamentable, sería cómico el argumento de uno de los jefes periodísticos de El Comercio, quien sugiere en un artículo que la responsabilidad de proteger a los testigos no es de los medios sino de las autoridades. Asombroso descubrimiento. Después dice que el diario no ha expuesto a las víctimas puesto que los mafiosos que se dedican al tráfico de personas los conocen muy bien por haber tenido tratos anteriormente con ellos. Entonces publiquen la lista de todos los habitantes del pueblo.

Si ese razonamiento viniera de un estudiante de primer año de periodismo, se podría entender, por su nivel de formación, pero no se puede admitir lo mismo de personas que llevan más de veinte años en este oficio y que además ejercen como responsables de la línea informativa de uno de los más grandes diarios del país. Si ellos, los que aspiran a ser referentes de los más jóvenes, no la tienen clara, qué se puede esperar del resto.

“¿Qué gana la sociedad al no conocer el rostro del testigo?”, se pregunta ese mismo jefe periodístico para justificar lo injustificable. La pregunta debería ser al revés: ¿Qué gana la sociedad al conocerlo? Es más: ¿Qué gana la víctima con que todos lo miremos en ese estado íntimo e inviolable como es el sufrimiento? Si los jefes periodísticos de ese diario admitieran que se equivocaron y pidieran disculpas, ese solo gesto los haría merecedores de un poco de respeto. Pero no demuestran la intención de hacerlo, por lo tanto, no hay razón para respetarlos.

El problema es que ciertos medios todavía se guían por esa falsa premisa según la cual la contemplación del horror sirve de lección a la humanidad para no volverlo a cometer. Gran pretexto, inventado para regodearse con la exposición del dolor ajeno. Valga la ocasión para recordarles lo que decía Susan Sontag sobre este tema: “Los únicos que tienen derecho a mirar el dolor ajeno son los que tienen alguna posibilidad de remediarlo”.

En efecto, el médico que alivia las heridas, la autoridad que podría acercar un poco de justicia, el familiar que ofrece compañía y fuerza espiritual, son los únicos con derecho a mirar el sufrimiento del otro. El resto, es decir la mayoría de nosotros, somos simples fisgones. Y todavía hay medios y periodistas que no se dan cuenta. O fingen no darse cuenta, que es peor.

miércoles, 7 de julio de 2010

Disidentes

Gustavo Abad
La figura del disidente es quizá una de las más llamativas y controversiales dentro de la larga experiencia de las relaciones de poder. Históricamente, el disidente político de los regímenes totalitarios aparece como la figura más representativa de quienes eligen impugnar o abandonar un modo de organización social que les exige sometimiento. No obstante, existen otras formas de disidencia, que no necesariamente se constituyen en oposición a regímenes políticos sino, más bien, como expresión de valores personales, obligaciones éticas, compromisos intelectuales y otras motivaciones. La disidencia es una de las diversas maneras de buscar la coherencia entre cómo se piensa y cómo se vive; entre lo que se dice y lo que se hace.

El periodismo ecuatoriano tiene muchos casos de disidencia. Un tema que muchos conocen pero pocos verbalizan. Los casos de periodistas amedrentados por el poder político son muchos, pero son más los que se han visto obligados a renunciar por no estar de acuerdo con la censura, las precarias condiciones laborales, las órdenes reñidas con su ética profesional y otros abusos en los propios medios. Ahí es donde se acumulan innumerables tensiones, cuya expresión más visible son las luchas internas de poder y las estrategias de conservación del puesto de trabajo. Varios compañeros de distintos medios están de acuerdo en que la salud mental de los periodistas debería ser un tema de preocupación como un problema de salud pública.

Uno de los procedimientos de censura más usados en los medios es el de la “congeladora”, que consiste en dejar a un periodista sin tareas cuando éste no encaja en el modelo de conducta impuesto por los editores y otros directivos. Comienza por retirarlo de sus fuentes habituales y asignarle trabajos secundarios que nunca serán publicados. Una estrategia cruel de agotamiento sicológico, de la que todos sus compañeros están conscientes, pero nadie hace algo debido al clima de tensión, que el mismo afectado se encarga de disolver con su renuncia. Bastan un par de meses en la congeladora para que el individuo escoja esa vía de liberación.

Después, el disidente se queda solo porque su inmolación no tiene eco ni repercusión social. Las consecuencias de su decisión comienzan y terminan en sí mismo, porque no hay una instancia formal donde esos periodistas puedan exigir respeto o reclamar su derecho a la libertad de expresión y al trabajo. La ruptura entre sus ideales personales y su realización profesional termina por demoler su autoestima y su valoración individual y social. En el periodismo ecuatoriano, el que se aparta de la cultura dominante construida en los medios se convierte en un paria, porque no solo se aparta del culto a la institución, sino que desafía aspiraciones socialmente aceptadas como una cierta estabilidad laboral, una cierta visibilidad pública y otras ficciones arraigadas en este campo.

El primer escollo a superar por el disidente es el desempleo, puesto que cualquier prestigio profesional alcanzado puertas adentro de los medios, generalmente no tiene el mismo peso en otros ámbitos laborales, con otras exigencias. Después viene un duro proceso de recomposición personal y profesional. Algunos optan por la comunicación institucional y se enclaustran en las oficinas a escribir boletines; otros encuentran un nicho en las oficinas legislativas como asesores de diputados, ahora asambleístas; pocos logran recomponerse en el ámbito académico en calidad de docentes, pero son absoluta minoría puesto que las prácticas periodísticas, ligadas a la información de impacto y de coyuntura, tienden a distanciarlos de las prácticas académicas, ligadas a la reflexión teórica.

Sin embargo, el impulso de disidencia no es contra el periodismo, sino contra la cultura empresarial de los medios, esa que unifica las voces y anula la diversidad interna. Entonces, la única salida es apostarle a iniciativas de periodismo disidente, de mediano alcance, sin pretensiones masivas. Comienzan a aparecer varias muestras de ello en los últimos tiempos. “País al revés”, de varios periodistas que abandonaron los medios privados; “Escribe con rojo”, de un grupo de jóvenes tempranamente desilusionados de los medios; “Telegrafoexiliado”, precisamente el nombre de este espacio generado por un grupo de ex articulistas del ex diario público, entre otras. Todas sintonizan con una corriente que apuesta por el periodismo y con el pensamiento crítico y no con el culto a la institucionalidad ya sea pública o privada. Es hora de comenzar a hablar en serio de periodismo disidente en nuestro medio.

miércoles, 23 de junio de 2010

La formación profesional de los periodistas

Gustavo Abad
El debate sobre la formación profesional de los periodistas –latente por muchos años, aunque poco desarrollado– se activa en uno de los momentos de mayor tensión entre el poder político y el poder mediático en el Ecuador, que miden fuerzas en torno a la Ley de Comunicación. Esta circunstancia produce una cierta palabrería estridente de parte y parte, en medio de la cual hay que hacer un esfuerzo para encontrar orientación y rescatar lo más sensato.

Por un lado está un poder político que privilegia el corporativismo estatal (ministerios, secretarías, consejos, comisiones…) por sobre la organización social (movimientos, colectivos, grupos…) y, a la par, un sector mediático que privilegia el discurso empresarial (libertad de expresión, independencia de los medios, objetividad de la información..) por sobre el pensamiento crítico (responsabilidad social, capacitación…) Ambas posturas impiden entender la condición de los periodistas como sujetos sociales y del periodismo como una actividad de intervención social que demanda un alto nivel de idoneidad de quienes la ejercen.

En el Ecuador, la formación de los periodistas tiene varias vertientes. Primero, las facultades de comunicación, donde predomina una formación generalista y muy poco cercana a la práctica periodística real. Segundo, los propios medios, donde los graduados o egresados de comunicación aprenden, sobre la marcha, unas destrezas de sobrevivencia y se olvidan de la reflexión y la autocrítica sobre su trabajo. En tercer lugar, están los profesionales formados en otras áreas (Historia, Letras, Sociología…) que descubren los fundamentos periodísticos en la práctica.

La formación de sus empleados no es prioridad en las empresas mediáticas. En el mejor de los casos, son los periodistas con más años quienes ejercen de instructores de los nuevos, lo cual impide romper la autoreferencialidad en este campo. Con alguna excepción, los denominados “referentes” del periodismo ecuatoriano no exhiben aportes significativos y, en su gran mayoría, detentan una autoridad reducida a los propios medios. No han creado una escuela periodística; no han diseñado programas de formación; no han sistematizado una línea de investigación; tampoco son exponentes de alguna narrativa en particular. En otras palabras, no pueden exhibir algún cuerpo organizado de conocimientos –libros, ensayos, cátedras, etc.– que aporte a la formación de los nuevos periodistas.

La profesionalización ha sido entendida como sinónimo de titulación. Pero la posesión de un título universitario en comunicación no garantiza, por sí sola, la idoneidad de su dueño para ejercer el periodismo. La profesionalización significa un proceso de formación continua, de adquisición de conocimientos, de métodos y herramientas –conceptuales e instrumentales– que habiliten a los periodistas como narradores confiables de la complejidad social, independientemente del título académico.

Un proceso de profesionalización debería incluir al menos los siguientes aspectos: 1. Legislación (los periodistas no conocen el marco normativo de su actividad, sus alcances y sus límites); 2. Ética (en ningún medio ecuatoriano se debate acerca del concepto de responsabilidad social, lo cual se expresa en la confusión frecuente entre información, opinión y propaganda); 3. Historia política y económica (reporteros y editores tienen dificultades para situar los hechos en perspectiva histórica por su desconocimiento de los procesos de formación de las sociedades contemporáneas); y 4. Lenguaje (el descuido de la principal herramienta periodística, el lenguaje, ha impedido renovar las narrativas y construir nuevos relatos de lo social)

El efecto directo de esta situación para los periodistas y otros trabajadores de prensa es que se incrementa su vulnerabilidad frente a las arbitrariedades de las empresas. El periodista se vuelve un sujeto prescindible, que puede ser reemplazado en cualquier momento por otro que llene fácilmente las exigencias de los medios. Por ello, el despido, la censura, los abusos cometidos contra los periodistas por sus empleadores no tienen la mínima repercusión social y no hay instancia legal ni organización social que asuma su defensa.

Así, las empresas mediáticas demuestran tener tanta o mayor capacidad que el poder político para anular la diversidad de pensamiento y atentar no sólo contra el ejercicio profesional de los periodistas sino también contra el derecho a la información de la población.

miércoles, 28 de abril de 2010

Botrosa frente al espejo

Por Gustavo Abad
“El Pambilar está amenazado por las invasiones” titula diario El Comercio en la edición del pasado 18 de abril. El informe de tres cuartos de página, con cuatro fotos a color, llama la atención por la importancia del tema, puesto que ese bosque esmeraldeño fue devuelto hace mes y medio al Estado luego de haber permanecido durante casi dos décadas en manos de la empresa maderera Botrosa, una de las mayores explotadoras de bosques en el Ecuador.

Entonces uno comienza a leer en espera de algún dato acerca de qué pasará en adelante con ese bosque, qué programas de manejo están en camino, de qué manera la población de la zona se podrá beneficiar de la conservación del patrimonio forestal, qué nuevas acciones tomará el Estado para salvar a éste y otros bosques de la provincia de Esmeraldas, arrasados casi hasta su desaparición por madereras y camaroneras en los último 30 años.

Pero no, lo que viene es una apología a la empresa Botrosa, un largo recuento de las supuestas buenas acciones destinadas, según dicen, a conservar el bosque. Si nos creemos la versión de El Comercio, deberíamos hacer una romería para agradecer a Botrosa por su gran labor conservacionista y su apoyo desinteresado al desarrollo social de los pueblos más abandonados del Ecuador. Sospechosa imagen creada por ese diario, que hace el papel de espejo distorsionador, para lavar la imagen de una empresa cuyas ganancias son directamente proporcionales a la cantidad de árboles talados.

El Comercio nos vende como informe periodístico un texto que tiene todas las características de un publirreportaje mal disimulado. Para comenzar, la principal fuente es la propia Botrosa a través de un funcionario, cuyas afirmaciones son aceptadas como irrefutables puesto que en ningún momento se las confronta con otras fuentes. Recoge superficialmente el testimonio de cuatro pobladores de la zona. El Comercio afirma que el bosque está amenazado por las invasiones y no por las madereras, pero no dice quiénes son ni presenta la versión de los supuestos invasores.

Periodismo que privilegia una sola fuente no es periodismo y, menos aún, si se trata de una fuente socialmente cuestionada. Eso lo saben bien los jefes de información de ese diario, pero todo indica que, cuando se trata de Botrosa, prefieren hacerse los desentendidos. En el informe aludido, no se consulta a organizaciones ecologistas, a dirigentes comunitarios, tampoco a investigadores, que cuestionan la actividad de esa y otras madereras en el Ecuador.

El pasado 16 de marzo, una organización ecologista y tres de derechos humanos (Acción Ecológica, CEDHU, INREDH y CDES) denunciaron, mediante una carta pública dirigida al presidente, Rafael Correa, el asesinato de los esposos José Aguilar y Yola Garófalo, líderes ecologistas populares. Los denunciantes sostienen que la muerte de los campesinos se produjo en un contexto con más de una década de enfrentamientos entre los habitantes del sitio Hoja Blanca y la empresa Botrosa, en la zona de El Pambilar.

No se ha visto en algún medio una investigación profunda sobre el tema. Ellos miran para otro lado incluso cuando hay muertos de por medio. La doble moral de muchos jefes periodísticos de los medios privados los lleva a celebrar la censura ejercida por un sector oportunista del gobierno en los medios públicos, pero se callan frente a la censura y las injerencias que el poder económico ejerce sobre sus propios medios.

Hace poco, uno de los responsables de la línea informativa de El Comercio escribía, muy en su estilo sacerdotal de los sábados, un comentario respecto de lo que él llama el omnipoder político, que existe pero no es el único. Seguramente no ha leído lo que el omnipoder económico hace en sus propias páginas. Mejor dicho, sí lo ha leído, pero prefiere mirar para otro lado, como hacen muchos. A eso le llaman periodismo independiente.

lunes, 5 de abril de 2010

Carta de los columnistas de El Telegrafo


EDITORIALISTAS DE DIARIO EL TELÉGRAFO A LA CIUDADANÍA

Como es de conocimiento público, el pasado jueves 25 de marzo, el Directorio de El Telégrafo ordenó la separación del director del diario, Rubén Montoya, y el 1 de abril censuró algunas columnas de opinión, lo que provocó la renuncia de Carol Murillo, subdirectora del periódico; directivos ambos que mantuvieron una posición crítica respecto de la creación de un medio supuestamente "de corte popular" bajo la infraestructura de El Telégrafo. Al mismo tiempo se produjo la arbitraria separación de editores de varias secciones, quienes incluso fueron impedidos por la fuerza de acceder a sus lugares de trabajo. A lo anterior se suma una insólita nota, publicada en la edición del 1 de abril, en la que el nuevo directorio de El Telégrafo, en aras de justificar estos atropellos, indica que "se establece la necesidad de que no se emitan comentarios, informaciones estratégicas y otras estrictamente internas en las páginas editoriales de nuestros editorialistas y columnistas". ¿Cuál es la diferencia entre las prácticas coercitivas y mecanismos de censura interna de ciertos medios privados y las acciones tomadas por el actual Directorio de El Telégrafo?
Por ello, rechazamos estos actos de censura y de violación de los derechos a la libertad de expresión y de prensa, incompatibles con la Constitución y el proyecto de creación de medios públicos. Esto refuerza nuestra opinión respecto del giro total en las políticas editoriales actuales, incongruentes con las que estuvieron vigentes desde la refundación del periódico; cuya responsabilidad recae no sólo en el presente Directorio, sino también en el Ministerio de Telecomunicaciones y, en términos más amplios, en un sector del actual gobierno que confunde la comunicación como servicio público con el publi - gobierno.
Queremos reafirmar nuestra profunda convicción en torno a la importancia de construir lo público en el periodismo. Ello supone hacer visibles la pluralidad y el disenso en la producción informativa, algo impensable en el actual sistema monopólico y monológico de medios privados. El Ecuador carga con el peso histórico (y colonial) de la erosión del concepto de lo público en sus diversas formas, por tanto, de una casi total negación, desde la institucionalidad formal, a la construcción de pensamiento crítico.
La construcción de lo público representa una de las mayores garantías para el ejercicio efectivo de la democracia de la que tanto se habla en los ámbitos gubernamentales. Es por ello que sostenemos que un medio público tiene el desafío de promover el debate y de apostar a la visibilización de opiniones diversas, en el marco de las transformaciones sociales y culturales ofrecidas por el gobierno de la "Revolución Ciudadana". Esta posibilidad inédita en la historia de nuestro país no se puede echar a perder por las burdas y autoritarias decisiones del actual Directorio.
Creemos que el conjunto de acontecimientos señalados indican un retroceso del proyecto de construcción de medios públicos en el Ecuador y un precedente nefasto para una discusión amplia y democrática de una Ley de Comunicación.
Hasta aquí, el colectivo de articulistas de El Telégrafo ha resuelto desarrollar dos líneas de acción. Por una parte, un grupo de editorialistas seguirá escribiendo sus artículos en el periódico haciendo pleno uso de su derecho a la libertad de expresión y opinión. Por otro lado, los abajo firmantes han decidido dejar de escribir en el medio.
Desde ambas posiciones demandamos la urgencia de incorporar en dicha Ley, un capítulo relativo a los medios públicos en términos que posibiliten a futuro su independencia editorial y autonomías administrativa y financiera, que garanticen la calidad periodística y la eficiente utilización de los recursos públicos que hacen posible su funcionamiento.
Quito, 5 de abril de 2010
Gustavo Abad C.I 1102754262
Jaime Breilh C.I 1700162066
Silvia Buendía C.I 091267845-5
Guillermo Bustos C.I 1706387261
Santiago Cabrera C.I 1709827768
Ricardo Cevallos C.I 0909017600
Juan Martín Cueva C.I 1708764939
Ángel Emilio Hidalgo C.I 0915240220
Lucrecia Maldonado C.I 1707307276
Mateo Martínez C.I 1712566437
Alejandro Moreano C.I 1701288258
Alicia Ortega C.I 0907907166
Pablo Ospina C.I 171113745-3
Hernán Reyes C.I 1705579801
Amelia Ribadeneira C.I 1712483310 Santiago Rosero C.I 1711180487
Iván Sierra C.I 0904932472
Floresmilo Simbaña C. I 1711662286
Ylonka Tillería C. I 1706615489
José Villamarín C.I 1000872372

jueves, 1 de abril de 2010

Estrategia de aniquilamiento

El presente artículo constituye mi carta de renuncia como columnista de El Telégrafo

Por Gustavo Abad
Tres periodistas despedidos en menos de una semana; dos artículos censurados en los últimos dos meses por una mano inquisidora que se pasea por la redacción de El Telégrafo sin que nadie le ponga freno. Estas son solo las señales más visibles del clima de tensión que se vive en el primer diario público del Ecuador. Comenzó con el despido del director, Rubén Montoya, y siguió con el de los editores de Diversidad, Mariuxi León, y de Economía, Fausto Lara, sin que las razones de su exclusión hayan sido aclaradas suficientemente.

Todo comenzó a finales del año anterior, cuando ciertos funcionarios, que confunden la información con la propaganda, decidieron que El Telégrafo no era lo suficientemente funcional al discurso oficialista y que había que desmantelarlo para crear un nuevo diario, supuestamente de estilo popular, destinado a servir mejor a sus planes. “No te sorprendas de que muy pronto nos metan un diario de propaganda oficialista junto con El Telégrafo” me dijo entonces una periodista de este diario, que sabía lo que se avecinaba.

Lo que no sospechaba era que comenzaba a tomar forma una estrategia de destrucción del proyecto de medio público. La primera arremetida ocurrió a inicios de febrero de este año. El entonces director, Rubén Montoya, denunció la censura de una nota en la que daba cuenta de algunas decisiones de interés público, que a alguien no le convenía que se difundieran. Los medios privados, acostumbrados a buscar el escándalo antes que los asuntos de fondo, lo celebraron como una debilidad del periodismo público. Nunca se supo quién ejecutó la censura ni por orden de quién y eso comienza a tener consecuencias.

Fue una primera pulseada, muy parecida a la clásica estrategia que aplican los de arriba en ciertas empresas públicas y privadas, que consiste en debilitar cualquier equipo violentando la jerarquía de mando. Esa primera censura tenía la finalidad de pasarse por encima del director, para luego evaluar los resultados. La reacción de los periodistas y articulistas de opinión, que rechazamos públicamente esa intervención, hizo que se detuvieran un poco.

Sin embargo, la semana pasada retomaron la ofensiva, con más fuerza y consecuencias más graves que la vez anterior. Ya no está Montoya y el equipo de periodistas, según varios testimonios recogidos para esta columna, ha sido conminado a la obediencia por miedo a perder su trabajo. Todos estos sucesos constituyen señales inconfundibles de una estrategia de aniquilamiento contra uno de los últimos proyectos coherentes del actual gobierno. Hay quienes prefieren pasar la página, echar tierra sobre lo que ha pasado, como si nada de esto tuviera importancia. Prefiero la honestidad individual a la amnesia colectiva.

Ciertos editores y reporteros de la mayoría de medios privados se regodean con especulaciones respecto de esta situación crítica. Se olvidan de que ellos nunca han tenido la voluntad ni la honradez de plantear un debate público respecto de sus propias condiciones de censura, amedrentamiento e inestabilidad laboral, que se reproducen todos los días en sus medios. No recuerdo, por ejemplo, que alguno de los detractores de los medios públicos haya criticado con la misma fuerza los despidos ocurridos en los últimos años en diarios como El Comercio y El Universo, por citar solo dos casos.

La posibilidad de que logren extinguir a El Telégrafo está cercana. Si no se puede evitar la extinción, por lo menos que sirva para dejar un marca, una huella visible de un esfuerzo genuino de construir el periodismo público en el Ecuador y un testimonio claro de que hay muchos dispuestos a ser sus enterradores.

domingo, 21 de marzo de 2010

Un metro cuadrado en el estadio

Gustavo Abad
Un periodista critica a un equipo de fútbol y a sus dirigentes. En represalia, los dirigentes le impiden al periodista ingresar al estadio a cubrir los partidos. El periodista invoca su derecho al trabajo y encuentra solidaridad en sus colegas. Los dirigentes argumentan que el estadio es propiedad privada y ellos se reservan el derecho de admisión. El monstruo de mil cabezas llamado opinión pública dice que los dirigentes no tienen derecho a discriminar al periodista por el solo hecho de ser crítico y exige su inmediata restitución al palco de prensa…

Esta vez coincido con el monstruo, por más recelo que me produzca su carácter voluble y engañoso. En lo que no coincido es en que el incidente entre el periodista Calos Víctor Morales y los dirigentes del Barcelona nos impida ver más allá de un altercado entre un “comentarista frontal y valiente” y unos “empresarios hipersensibles a la crítica”, como lo han reportado con forzado heroísmo la mayoría de los medios, especialmente de televisión. No dejemos pasar la oportunidad para reflexionar por qué se convierte en pública una actividad manejada por empresas privadas y cuál es la función del periodismo en todo esto.

Las sociedades liberales modernas acuñaron tres nociones dominantes de lo público, que mantienen su peso hasta ahora, aunque con demasiadas grietas. Una, lo que está a la vista y al alcance de todos. Dos, los bienes comunes que están en poder del Estado. Tres, lo que está regulado por normas que todos los miembros de una sociedad han acordado respetar. Bien ¿Qué es el fútbol entonces? No está a la vista ni al alcance de todos, porque hay que pagar para entrar al estadio. Tampoco está en poder del Estado, porque los clubes son instituciones privadas. Y no está regulado por normas que rijan a toda la sociedad. Parece simple pero no lo es.

El fútbol es una actividad privada y no tenemos que rendirle cuentas a nadie, dicen ciertos dirigentes cuando les conviene. Un argumento parecido tienen los dueños de los medios privados cuando no quieren someterse a regulación. Pero hace rato está en evidencia que lo público no se define por su visibilidad, ni por su pertenencia al Estado, ni por su sometimiento a reglas generales, sino también por la clase de intereses en juego. El fútbol tiene demasiados intereses en juego como para ser un territorio inviolable de los empresarios privados.

Por ejemplo, está su inmensa capacidad para generar audiencias. Lo único que sostiene al fútbol son sus audiencias cautivas, los millones de espectadores que invertimos nuestros recursos en este deporte, ya sea mediante el valor de una entrada o el de las horas frente al televisor. La inversión de las audiencias, ya sea en el espectáculo deportivo o en cualquiera de sus productos derivados, desde camisetas hasta paquetes turísticos, permite a las empresas invertir capitales para que los clubes tengan sofisticados estadios y los jugadores ganen sueldos millonarios. Pero también para que los dirigentes ganen tarima política, y cualquier tipo metido a la política debe preocuparnos a todos.

A mediados del año pasado, la mayoría de clubes de Argentina estaban en una crisis económica que ponía en peligro incluso el inicio del campeonato. Los clubes no tenían plata para pagar a los jugadores y debían mucho a sus auspiciantes. La empresa Torneos y Competencias, dueña de los derechos de transmisión y propiedad del grupo Clarín, estaba a punto de estrangular a la Asociación de Fútbol Argentino (AFA) por incumplimiento de contratos.

¿Negocio privado? El gobierno de Cristina Fernández decidió que no, que el fútbol era una actividad indispensable en la salud mental de los argentinos y que el Estado debía garantizar a la gente su derecho a la información que, en este caso, equivalía a mirar los partidos por televisión. Compró los derechos de transmisión por señal abierta y, de paso, ajustó cuentas pendientes con Clarín, que juega en la oposición. El gobierno argentino salvó con dineros públicos a unas empresas privadas llamadas clubes, así como otros gobiernos salvan a unas empresas privadas llamadas bancos, con la diferencia de que en este caso nadie protestó. La presidente creó y movilizó las audiencias a su favor. No vengan a decir que es asunto privado.

Entonces el fútbol se convierte, de hecho, en una actividad pública. No importan aquí su visibilidad, ni su acceso, ni sus normas, ni quién es el dueño de los estadios, sino la capacidad para crear y movilizar audiencias, la mayoría de las veces para uso oportunista de los dirigentes. Todo depende de la suma de intereses económicos y políticos que están en juego.

Por eso, el periodismo debe ir más allá de protestar cuando a algún miembro del gremio le niegan la entrada al estadio y celebrar cuando le devuelven su metro cuadrado en el palco de prensa. El problema es que hay periodistas que sólo saben de fútbol y los que sólo saben de fútbol ni de fútbol saben.
El Telégrafo 21-03-2010

domingo, 7 de marzo de 2010

Deseos proyectados como noticias

Por Gustavo Abad
Si hacemos una revisión de algunos hechos y sus respectivas versiones periodísticas durante las últimas dos semanas, resulta inevitable preguntarse ¿cuándo el periodismo dejó de ser una versión confiable de la realidad para convertirse en una expresión de los propios deseos de ciertos medios y periodistas? Entendamos por confiable lo demostrable y lo creíble. El resto debe ser puesto bajo sospecha con sobra de razones. Veamos solo dos casos:

1. “Un proyecto de oposición”

La cobertura del proselitismo político de Carlos Vera es uno de los ejemplos que mejor reflejan esta tendencia de ciertos medios a vender como noticias sus propios actos de fe. “Vera suma adeptos a su plan” tituló El Comercio en portada, el día siguiente a la concentración convocada por el ex periodista en el parque La Carolina. La foto, convenientemente editada hasta la cabeza de los asistentes de la última fila, crea la ilusión de una multitud desbordante, cuando lo único que había más allá del cuadro era el pasto vacío. En interiores, la nota se titula “Vera lanzó su proyecto de oposición” y con eso el diario redondea una versión que se cae por inconsistente.

Primero: ¿por qué debemos creer que Vera “suma” adeptos a su plan? En ningún momento el medio ofrece una comparación de cifras, aunque sean aproximadas, que permita concluir que el ex periodista tenía antes un número de seguidores y ahora tiene más. Segundo: ¿por qué debemos creer que nuestro debutante en las tarimas tiene un “proyecto” de oposición? Si nos fijamos bien, lo único que ha exhibido es un listado de ideas sueltas, una ayuda memoria, como las que llevan los gerentes a los almuerzos de ejecutivos. Los que quieran ver ahí un proyecto de oposición, en realidad están viendo una proyección de sus propios deseos.

Un proyecto honesto de oposición sería saludable, no solo para los detractores del gobierno sino para remozar los valores democráticos del país. Pero eso no justifica que, a falta de un proyecto de esa naturaleza, ciertos medios se lo inventen.

2. “Un triunfo de la prensa libre”

El Tribunal de lo Contencioso Administrativo falló esta semana a favor de Teleamazonas y declaró la nulidad de dos sanciones impuestas a ese canal por el antiguo Consejo Nacional de Radiodifusión y Televisión (Conartel) el año anterior. Recordemos que las sanciones se dieron, en una ocasión, por transmitir imágenes de corridas de toros fuera del horario permitido y, en otra, por la difusión de una noticia sobre un supuesto centro clandestino de cómputo electoral en Guayaquil. Ambos casos sirvieron después como base para una suspensión de tres días, ordenada por la Superintendencia de Telecomunicaciones (Suptel) en diciembre pasado.

El Tribunal consideró que en ambos casos los organismos de control habían incurrido en “silencio administrativo” al no contestar a tiempo los requerimientos de los abogados del canal. En otras palabras, establece que hubo errores en el proceso, lo cual favorece a la estación televisiva en la decisión última.

De acuerdo, pero eso no justifica que un presentador de escaso criterio se crea con derecho a editorializar la noticia y proclamar que esa decisión es un “triunfo de la prensa libre”, como si las aguas se pudieran enturbiar impunemente. Otros medios han repetido la muletilla de “la libertad de expresión gana una batalla”. Una cosa son los posibles errores en el proceso de juzgamiento y otra la mala intención de vender la noticia como un respaldo legal a la mala práctica periodística.

La Comisión que tramita la Ley de Comunicación en la Asamblea debería tomar en cuenta que este caso refleja uno de los riesgos de judicializar el periodismo: trasladar a la cancha de lo legal lo que deber resolverse en el de la ética. El Tribunal se ha pronunciado sobre el derecho que le asiste a todo acusado de tener un proceso limpio, no sobre la causa por la que fue sancionado.

En todos estos meses, Teleamazonas no ha podido defender su posición con argumentos periodísticos convincentes porque no los tiene. El bodrio de información que originó la sanción es indefendible dentro de lo que se conoce como el buen oficio. Por eso su estrategia ha sido tirar la pelota al córner de la libertad de expresión y el debido proceso. Hasta ahora parece que le resulta, aunque deja más claro que nunca que lo suyo es convertir al periodismo en la expresión de sus propios deseos.
El Telégrafo, 07-03-2010

sábado, 20 de febrero de 2010

¿Así viven su libertad?

Por Gustavo Abad
Algunos medios privados ecuatorianos deberían prestarles a sus similares colombianos ese letrerito que pregona “+Respeto”, con el que los de acá venden la ficción de que la “prensa libre” se encuentra amenazada. A juzgar por lo que está ocurriendo, los del vecino país lo necesitan más ante un poder político, representado por el gobierno de Álvaro Uribe, que ejerce sobre ellos su influjo desvergonzado.

Hace una semana se difundió la noticia de que los directivos del Grupo Planeta, propietarios de la Casa Editorial El Tiempo, decidieron enterrar la revista Cambio, uno de sus productos que todavía hacía esfuerzos por mantener viva una línea periodística de investigación. El pretexto es que no era rentable. La realidad es que comenzaba a resultar incomoda para el uribismo. Ojo, que tampoco era de oposición ni mucho menos. Era de la casa, pero mal comportada. Le gustaba destapar escándalos.

En realidad no eliminaron la revista, pero el efecto es igual. Solo cambiaron su periodicidad de semanal a mensual y su orientación de investigación a entretenimiento. O sea, casi nada. Y por si a alguien le quedaran dudas del mensaje, despidieron a los editores que se aferraban a conservar una parcela de investigación en un momento en que ya queda poca gente dispuesta a pensar en este oficio con ambición.

Quizá El Comercio, a tono con su campaña anti Ley de Comunicación, debería preguntarles a los periodistas de El Tiempo y a sus compañeros de patio “¿Cómo viven su libertad?” También sería interesante preguntarles a los “defensores de la libertad de expresión” por qué no protestan ante esa abdicación de los principios periodísticos a favor de un proyecto político, ese sí conservador y fascista, como el uribismo. ¿Qué ha dicho la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) al respecto?

En octubre del año anterior, los directivos de El Tiempo barrieron el piso con la libertad de expresión de la columnista Claudia López, cuando ella criticó la manera nada profesional con la que ese medio montaba foros con la única intención de inducir las respuestas de los participantes y fabricar con ellas análisis favorables al gobierno de Uribe y a sus posibles sucesores en el poder. Una reflexión profunda sobre la ética periodística y la independencia respecto del poder político fue liquidada con el despido de la periodista.

Los dos casos tienen un rasgo en común: exhibir mano dura de manera desfachatada, sin atenuantes ni disimulo, porque aplicar la fuerza a la vista de todos no solo sirve para develar la infamia de quien la ejerce, sino también para eliminar cualquier duda respecto de quién es el que manda. Cuando el poder político está aliado con el poder mediático, la segunda conducta tiene vía libre y nadie protesta por ello.

En un artículo reciente sobre comunicación y política, el pensador argentino Roberto Follari plantea que cuando los poderes político y mediático están divididos es falsa la idea de que el político lo tiene todo. Pero resulta que cuando los dos están de acuerdo, crean la ilusión de que no existe concentración ni abusos. Ese es el caso de Colombia, donde el periodismo ya no le cuestiona a Uribe su autoritarismo y todo parece estar bien.

En el Ecuador, el rechazo más frontal a la injerencia del poder político en el periodismo en los últimos años se produce, curiosamente, en los medios públicos. En cambio, la oposición rabiosa la ejercen los medios privados, autodenominados “prensa libre”, aunque estén vinculados a intereses particulares. No es gratuito que la oposición trate de articularse en torno a la figura y el ego de un ex periodista de medios privados, como Carlos Vera. En Colombia ocurre lo contrario. Medios privados y estatales –esos sí oficialistas– tiran para un solo lado y nadie hace escándalo por ello.

En pocas palabras, cuando los medios privados hacen oposición a gobiernos con propuesta social, los presidentes son abusivos y autoritarios, pero cuando esos medios están subordinados a gobiernos conservadores y neoliberales, ya podemos quedarnos tranquilos, porque seguramente todo está bien.
El Telégrafo 21-02-2010

sábado, 6 de febrero de 2010

Cuando la censura revela

Por Gustavo Abad
La censura –en este caso parcial, porque después se la enmendó– ocurrida esta semana contra El Telégrafo, cuando un funcionario impidió que se publicara una nota importante relacionada con el destino de este medio, no habría trascendido y no estaríamos debatiendo al respecto, si este no fuera un diario público o, por lo menos, en proceso de serlo. La reacción ante tamaño abuso impidió que se consumara del todo. Dejémosla entonces en el rango de intromisión.

Otra cosa es la censura a secas en los medios privados, que ocurre todos los días, pero nadie se entera de ello, excepto los que la ejercen y el círculo de amigos cercanos de los periodistas despedidos o amenazados de quedarse sin empleo por desobedientes. ¿Acaso algún medio privado ha explicado a sus lectores, oyentes o televidentes las razones por las que muchos periodistas han tenido que callarse? ¿Alguna vez los reporteros y columnistas de un medio privado han hecho pública su posición respecto de las decisiones de su empresa?

El valor de lo público ligado a la información y al periodismo radica precisamente en que permite que se hagan transparentes las peripecias del proceso informativo, la cocina de las noticias, y que las audiencias se enteren del juego de fuerzas interno mediante el cual se construye el relato periodístico.

Hay quienes ven en lo ocurrido en El Telégrafo un síntoma de debilidad del periodismo público. Yo sostengo que es todo lo contrario, una oportunidad para que se fortalezca el concepto de lo público, para que se incremente el debate sobre los asuntos de interés de todos. Mientras más se hable sobre el tema, mejor.

La vulnerabilidad del medio como tal, reflejada en la imposibilidad de evitar una intromisión de esa naturaleza, es otra cosa, que seguramente será explicada por quienes están a cargo de las investigaciones. El tema no puede quedarse en una denuncia, sino llegar al esclarecimiento de quién violentó la información y por orden de quién. El nuevo directorio tiene tarea.

Un directivo de un medio quiteño se preguntaba hace pocos días por qué el director y los articulistas de El Telégrafo proponemos ahora un debate sobre los medios públicos y rechazamos la injerencia del poder político. Yo me pregunto por qué ni él ni sus antecesores han propuesto en más de cien años un debate público sobre las injerencias de los poderes político, económico, incluso religioso, en su diario. ¿Acaso uno de sus mejores analistas no fue despedido hace dos años cuando criticó la doble moral de unos empresarios ligados a la industria textil? No se hagan los desentendidos.

Pero no caigamos en el binarismo de poner en un plato de la balanza los defectos y virtudes de los medios públicos y en otro los de los privados. El tema no se resuelve por oposición entre unos y otros ni por la suma de errores en ambas partes. El tema aquí es uno solo: la defensa de lo público en su relación con la información y el periodismo. Eso es independiente de si el mayor accionista de un medio es el Estado o el heredero de cuarta generación de una familia de empresarios. La función del periodismo es producir un bien público llamado información.

Por eso, que lo ocurrido no nos haga perder de vista que, en las cercanías de todo esto, persiste el afán de crear un nuevo medio “de corte popular” bajo la infraestructura de El Telégrafo. Los argumentos oficiales de que este diario genera pérdidas resultan muy débiles para sostener decisiones en cuanto a políticas de comunicación, puesto que un medio público en proceso de arranque inevitablemente deber ser subsidiado.

Otro argumento débil es que El Telégrafo no llega a “sectores populares”. Esta semana, el secretario general de Comunicación, Fernando Alvarado, sostuvo que el proyecto del nuevo diario sigue en pie. No dijo, sin embargo, qué debemos entender por popular, aunque sí puso como ejemplos los duetos Expreso-Extra y El Universo-Súper, es decir, un diario formal con fama de serio junto con su pariente chapucero. Tanta imaginación sorprende.

Desde el oficialismo se pretende aplicar la misma lógica del mercado, el mismo razonamiento de los empresarios de la industria mediática, para quienes la defensa de lo público en cuanto a información no es un ideal social sino una molestia para su negocio.
El Telégrafo 07-02-2010

El mito y la historia en dos novelas de Tomás Eloy Martínez

Por Gustavo Abad
“Entonces, me le acerqué. Le oí decir exactamente lo que yo esperaba que dijera. Tantos rostros le vi que me decepcioné. De repente, dejó de ser un mito. Finalmente me dije: él es nadie. Apenas es Perón”
TEM (La novela de Perón)

“En aquella época de los grandes records, la gente estaba llena de deseos, y Evita se hacía cargo de que todos se cumplieran. Evita era una enorme red que salía a cazar deseos como si la realidad fuera un campo de mariposas”
TEM (Santa Evita)

Separadas por diez años en su publicación, “La novela de Perón” (1985) y “Santa Evita” (1995), dos novelas del argentino Tomás Eloy Martínez (1934-2010) representan el camino de ida y vuelta al mito, la construcción y reconstrucción de la memoria, la certeza y la duda respecto a las versiones de la realidad, algo así como el equilibrio entre lo que fue y lo que pudo haber sido.

Hago estas aproximaciones iniciales a las dos obras, para ablandar un poco el camino hacia el objetivo de este ensayo, que es establecer algunas semejanzas y diferencias en el tratamiento del mito y de la verdad histórica en las dos novelas, así como la actitud del autor respecto a las dos principales figuras de su narración: Perón y Evita.

Si admitimos que la historia, al fin de cuentas, es una negociación, un uso estratégico de la memoria para producir un efecto determinado en un lugar y un tiempo determinados, podemos decir que la narración de ficción viene a ser algo parecido, solo que ésta incluye además un pacto de credibilidad inicial entre el narrador y el lector.

Tomás Eloy Martínez recurre en las dos novelas a ese pacto, y lo explota al máximo, incluso lo desafía, al ofrecerle al lector señuelos que lo invitan a la comprobación de lo que dice. Tanto en “La Novela de Perón” como en “Santa Evita”, abundan las alusiones a fuentes periodísticas, archivos oficiales, cintas grabadas, cartas secretas, diarios íntimos, memorias, fotografías, etc., pero el autor se encarga siempre de hacer constar su intervención en esas huellas de la historia. Es como si le dijera al lector. ¡Ven, comprueba lo que te digo, y verás que no miento...!, pero al mismo tiempo le advierte ¡Pero todo lo que está aquí escrito no es más que una novela...! Entonces lo más saludable es creerle todo, y cerrar definitivamente el pacto.

Veamos sino lo que dice en “La novela de Perón” cuando habla mediante su alter ego, el periodista Emiliano Zamora: “La verdad es inalcanzable: está en todas las mentiras, como Dios”. Y lo confirma en “Santa Evita”: “En las novelas, lo que es verdad, es también mentira. Los autores construyen a la noche los mismos mitos que han destruido por la mañana”. En los dos casos habla el autor, aunque en el primero ejerce de ventrílocuo de uno de sus personajes. Y aunque en el fondo los dos enunciados buscan un mismo fin, que es construir un discurso hermenéutico respecto de la verdad tanto en la historia como en la ficción, no por ello debemos creer que la actitud del autor es exactamente la misma en ambas obras. Hay semejanzas, pero también diferencias.

La primera novela es más intertextual que la segunda, dialoga más con la historia, y quizá por ello, el autor se vale de un personaje como su alter ego, para canalizar esa suma de relatos con los que se enfrenta al mito Perón, al que le concede un lugar para sus memorias. Y baja al mito de su pedestal, lo coloca frente a frente y lo interpela. Hay una actitud sumamente desmitificadora, irreverente, del autor frente a Perón, en tanto lo narra con todas sus miserias humanas.

La segunda novela, sin dejar de ser una obra intertextual, ofrece una estructura más sencilla, no hay memorias ni contramemorias, como en la primera, sino un hábil ensamblaje de testimonios, en el que la intervención del autor es más transparente y, más que con la historia, plantea un diálogo con la eternidad. Se puede explicar aquello por el hecho de que el autor-escritor-periodista-personaje-narrador, que es Tomás Eloy Martínez en “La novela de Perón”, tuvo la oportunidad de confrontar al personaje real Juan Domingo Perón, mientras que en “Santa Evita”, el autor-narrador solo pudo llegar a Eva Duarte a través del mito.

En estos fragmentos de ambas novelas se puede apreciar la diferencia. En la primera, el autor relata su encuentro con el personaje y lo que éste le dijo sobre otro mito argentino en el diálogo que sostuvieron en su casa de exilio en Madrid: “El Che, dijo, era un infractor a la ley de enrolamiento, un desertor. Si caía en manos de la Policía, iba a ser incorporado cuatro años a la marina o dos al ejército. Cuando lo estuvieron por agarrar, los muchachos de la resistencia peronista le pasaron el santo. Entonces compró una motocicleta y se fue a Chile. Yo le dije: Qué raro, General. Esa versión no coincide para nada con la historia. ¿Con cuál historia?, me cortó. La que cuenta el Che. ¿Cómo que no coincide?, dijo. Tiene que coincidir”

En la segunda, el encuentro con el personaje está cargado de incienso, de olor a flores, de cirios encendidos; no es un diálogo sino un monólogo interior ante la inconmensurable distancia de la muerte: “Aunque nadie podía ver el cadáver, la gente lo imaginaba yaciendo allí, en el sigilo de una capilla, y acudía los domingos a rezar el rosario y a llevarle flores. Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo”.

Tomás Eloy Martínez, que se revela como un antiperonista irrefutable, dinamita los altares del ídolo Perón, pero enciende los sahumerios para la liturgia de la Santa Evita. A Perón lo encara y lo desenmascara desde varios frentes, ya sea como narrador omnisciente, como personaje o mediante su alter ego Zamora; a Evita, en cambio, deja que la maldigan sus enemigos, unos militares al borde de la locura, seducidos por la necrofilia, que no saben cuál de sus sentimientos es mayor, el amor o el odio hacia ese “sol líquido” (qué manera más poética de nombrar a una momia) que es el cadáver embalsamado de la jefa espiritual de la nación.

Las dos novelas comienzan con un relato de muerte. En “La novela de Perón”, el ex presidente regresa, temeroso y senil, después de dieciocho años de exilio, acosado por los delirios, sentado en el avión como en una resbaladera hacia la nada: “El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte? En “Santa Evita”, la primera descripción de su agonía dice: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir (...) Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.

Mientras a Perón, el autor le otorga un sentido resignado, entre ordinario y grosero, de la muerte, a Evita la recubre de un sentido místico, de un deseo de trascendencia superior. Perón es un mito viviente que muere. Evita es una muerta que vuelve a la vida como mito. La mosca de ojos cuadriculados que vigila la vida de Perón dista mucho de la mariposa que aletea en la eternidad de Evita.

Esta serie de semejanzas y diferencias en las dos novelas, a la larga, plantean una diferencia mayor, que se da en el nivel simbólico. A riesgo de ser reduccionista, diría que el mito es lo que mayormente une a las dos novelas. Pero mientras en “La novela de Perón”, el gran enigma gira en torno a la verdad histórica y a su contingencia, en “Santa Evita” gira en torno a la vida después de la muerte, a la eternidad. Esa es una de sus principales diferencias.

La evocación a esos dos grandes relatos es constante en las dos obras. Perón escribe sus memorias eliminando lo que no le conviene y exaltando lo que le conviene, a fin de gobernar a la historia. Y el autor lo coloca en la obra como un correlato de su narración. Evita suplica que no la olviden sus descamisados. Y el autor le otorga una manifestación de velas encendidas en todos los sitios por donde se posa el ataúd con su cuerpo embalsamado y nómada.

Los que se acercan al mito Perón se convierten en una especie de prestidigitadores de la historia, de cuyos desvaríos trata de ponerse a salvo incluso el propio autor-narrador: “Ahora que relee las páginas de los primeros días, Perón percibe con cuánto esmero el secretario ha reparado los deslices. Ha interpretado la historia verdadera: la que debió suceder, la que sin duda prevalecerá...” Los que se acercan al mito Evita, como el coronel que la cuida, el embalsamador que la idolatra, los oficiales que la esconden, sufren una maldición, pierden el juicio, y ese extravío amenaza también al autor-narrador: “La viuda se puso en pie y yo sentí que era hora de irme. Su tono había dejado de ser amistoso.-Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia, debería tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación”.

Perón manipula la historia, y en ese juego de mentiras retuerce también la de su familia, de sus amigos y de la nación entera. Uno de sus compañeros de colegio lo increpa: “Me revienta, Juan, que sigas insistiendo en presentarte como ex alumno del Internacional de Olivos y no del Politécnico de Cangallo, y que el error se multiplique ahora en todas tus biografías. Con lo cual te diste no sólo el lujo de componer tu vida sino también trastornar las ajenas”. Evita, desde la eternidad, juega con la vida de los que se cruzan con sus despojos translúcidos, y también retuerce la memoria de sus devotos: “El Coronel llevaba meses atormentándose por haber dejado marchar a Evita. Nada tenía sentido sin ella (...) Lo mantenían lejos de su cuerpo como si se tratara de una novia virgen. Era una estupidez, pensaba, tomar tantas precaucione con una mujer casada, ya mayor, que desde hacía más de tres años estaba muerta”

Perón y Evita hicieron lo que quisieron con la historia. Al final, y esto emparenta más que nada a los dos personajes, ambos fueron consumados actores.

viernes, 29 de enero de 2010

De los columnistas de El Telégrafo

Quito, 27 de enero de 2010

CARTA ABIERTA
Señores JUNTA DE ACCIONISTAS DE DIARIO EL TELÉGRAFO
Señores MIEMBROS DEL DIRECTORIO DE DIARIO EL TELÉGRAFO
C.C.: Rubén Montoya Vega, director de El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz, subdirectora

Gobierno, sociedad y medios públicos
La historia ecuatoriana, así como la de muchas sociedades contemporáneas, registra la importancia de los medios de comunicación y del periodismo como espacios de construcción del discurso y el debate públicos. Podemos decir que, a la par de la cultura política, responsable del modo de organización social, se ha desarrollado una cultura periodística, responsable del modo de entender las relaciones sociales.

En el Ecuador, la cultura periodística -cuyos elementos vertebradores son: propiedad, condiciones de producción y prioridades informativas de los medios- se ha desarrollado exclusivamente en el ámbito de los medios privados. Por ello, la creación de medios públicos ha sido una de las iniciativas más acertadas del actual Gobierno en la gran tarea de diversificar y democratizar la oferta informativa y devolver a ésta su condición de bien público.

No obstante, el desarrollo y consolidación de los medios públicos tienen como condición indispensable su independencia informativa respecto del poder político. Cualquier decisión o iniciativa que tienda a vincular a estos medios con actividades de promoción y difusión del gobierno de turno supondría un retroceso, no solo en la cultura periodística sino también en las posibilidades de democratización del espacio mediático en el país.

En las últimas semanas ha trascendido, por diversos espacios informativos, la intención de algunos funcionarios del Gobierno Nacional de crear un órgano de difusión oficial que, valga recordarlo, no es ni remotamente lo mismo que un medio público. En principio, ese no es el problema, puesto que el Gobierno está en su derecho de informar sobre su desempeño y el de sus funcionarios. El problema radica en que ese medio nacería, como lo han advertido varias fuentes, cobijado bajo la infraestructura de diario El Telégrafo. Esta cercanía de hecho entre un medio público y un órgano de difusión y propaganda oficial podría comprometer el proceso y afectar notablemente las posibilidades de consolidación de diario El Telégrafo como medio público.

De este modo, la sociedad recibiría un mensaje contradictorio sobre la naturaleza y los alcances del proyecto de medios públicos y podría interpretar que el mismo Gobierno que abrió la posibilidad de construir un espacio de discusión e información desde el interés de ciudadanos y ciudadanas, ahora pretende manejar y controlar esos mismos medios que contribuyó a crear. Adicionalmente, en el marco de la campaña instrumentada en contra de la regulación de la actividad de los medios de comunicación, este mensaje, con seguridad, será capitalizado a su conveniencia -es decir de modo perverso- por los medios privados.

Por ello, quienes colaboramos con El Telégrafo, desde una posición crítica e independiente del poder político, expresamos nuestra preocupación por este proyecto que, según información de dominio público, está próximo a concretarse. Expresamos, además, nuestro apoyo a la existencia y consolidación de medios públicos, como El Telégrafo, orientados a ofrecer información periodística al servicio del interés ciudadano antes que del gubernamental.

Firman 34 columnistas de diario El Telégrafo

César Paz y Miño
C.I. 170434509-7
Jorge Núñez
C.I. 020011241-5
Xavier Flores
C.I. 09-0897725-9
Lucrecia Maldonado
C.I. 170730727-6
Silvia Buendía
C.I. 091267845-5
Alicia Ortega
C.I. 090790716-6
Orlando Pérez
C.I. 170721072-8
José Antonio Figueroa
C.I. 171333770-5
Mariana Neira
C.I. 170822205-5
Ylonka Tillería
C.I. 170661548-9
Santiago Rosero
C.I. 171118048-7
Floresmilo Simbaña
C.I. 171166228-6
Mateo Martínez
C.I. 171256643-7
Alejandro Moreano
C.I. 170128825-8
Guillermo Bustos
C.I. 170038726-1
Gustavo Abad
C.I. 110275426-2
Pablo Ospina
C.I. 171113745-3
Hernán Reyes
C.I. 170557980-1
Mauro Cerbino
C.I. 171227804-1
Werner Vásquez
C.I. 171161163-0
Wladimir Sierra
C.I. 170786937-4
Hugo Jácome
C.I. 170887881-0
Amelia Ribadeneira
C.I. 171248331-0
Ángel Emilio Hidalgo
C.I. 091524022-0
Ricardo Cevallos Estrellas
C.I. 0909017600-0
Iván Sierra Hidalgo
C.I. 090493247-2
Juan Paz y Miño
C.I. 170308315-2
Guillaume Long
C.I. 171870875-1
Juan Carlos Morales
C.I. 100170710-6
Christian León
C.I. 1710164441
Erika Sylva
C.I. 1704180577
Padre Pedro Pierre
C.I. 1717234338
Gabriela Muñoz
C.I. 1710718899
Jeannine Zambrano
C.I. 0908913726

El Telégrafo

sábado, 23 de enero de 2010

Yasuní, valor real y simbólico

Por Gustavo Abad
Los medios tradicionales siempre han visto con desconfianza a los ecologistas. No olvidemos que el famoso oleoducto de crudos pesados (OCP) se construyó, a principios de esta década, con el apoyo de un gobierno obediente de los intereses empresariales y el de unos medios favorables al modelo extractivista de desarrollo. En un diario guayaquileño incluso se ordenó a ciertos periodistas vigilar y delatar a sus propios compañeros cuando estos dieran muestras de simpatizar con la causa ecologista.

En temas relacionados con el ambiente, los medios generalmente han actuado bajo una doble moral. En esas ambiguas secciones llamadas Sociedad suelen colocar toda la información pintoresca: que las maripositas por acá, que los arroyos cantarinos más allá, que los anfibios juguetones por ahí. En cambio, las secciones de Economía suelen estar llenas de datos sobre el mercado petrolero, los avances de las corporaciones, las nuevas técnicas de explotación y cosas por el estilo.

En su mayoría, los medios han abordado los temas del ambiente desde una visión paisajística. Anecdótica en muchos casos. Un atractivo visual para el encantamiento del mundo, como dirían algunos posmodernos. En otros casos, un incentivo para que los sedentarios superen la pereza del fin de semana. En cambio, los temas de economía siempre han representado el principio de realidad, el pragmatismo, las cifras reales, el espacio de las grandes decisiones.

Todo esto a propósito del enorme significado de la iniciativa Yasuní-ITT y los efectos de lo que ocurra en adelante con este proyecto, que parece estar al borde del fracaso o al inicio de una nueva etapa, según como se lo quiera mirar. La rabieta con la que el presidente Correa dinamitó uno de los proyectos más esperanzadores de este gobierno, al declarar que su equipo negociador había hecho una negociación vergonzosa, desató una cadena de reacciones, cuyo peso y valor simbólico resultan abrumadores por muchas razones.

Vayamos al inicio de todo esto. Cuando el gobierno presentó la iniciativa, en junio de 2007, la mayoría de los medios la reportó como otra más de las ideas utópicas de un gobierno con discurso revolucionario. Así, lo que pudo ser capitalizado como un gran proyecto nacional, como la punta de lanza de un compromiso mundial con el planeta, los medios lo relegaron a segundo plano, más atentos al escándalo político que sirviera a la oposición. Solo se acordaban del Yasuní cuando algún arrebato verbal del presidente Correa ponía en evidencia su ambigüedad sobre el tema y les daba la oportunidad de usarlo en su contra.

Ventajosamente y pese a esas dos actitudes calculadoras –la del presidente y la de los medios– respecto del Yasuní, éste nombre se ha convertido un símbolo de grandes proporciones. Tiene un enorme valor real, pero igual valor simbólico. De hecho, el éxito o fracaso de la iniciativa seguramente será el punto de quiebre, el momento a partir del cual el gobierno logre recuperar la confianza de la población sensible y de las organizaciones y colectivos comprometidos con la causa ambiental o termine de echárselos definitivamente en contra. Será la señal de cuál es la corriente vencedora en el movimiento que ocupa el poder.

Lo paradójico es que los que siempre han estado a favor de las políticas extractivistas, como los medios tradicionales y la derecha empresarial, ahora levantan la bandea ecologista. El ideólogo de un proyecto revolucionario está a punto de permitir que éste sea capitalizado en su contra como parte de las ofertas incumplidas. Pocas veces las brújulas de la política y de la comunicación han estado tan desquiciadas como ahora.

Si revisamos las noticias, la preocupación de los medios no es cómo salvar un área de casi un millón de hectáreas de bosque primario, reserva de oxígeno de las nuevas generaciones, hogar de pueblos no contactados, sino qué tan golpeado sale el gobierno de esta peripecia. Casi nadie se acuerda de que ahí no solo está en juego la popularidad del presidente, sino la vida de los últimos tagaeri y taromenane, esa cercana y distante comunidad original, que habita una de las zonas de mayor diversidad biológica del mundo. Ningún medio plantea el tema de la conservación como un recurso para enfrentar una crisis civilizatoria que amenaza con destruir el planeta. La concepción paisajística de la naturaleza, que domina en los medios, obstruye incluso la comprensión de la variable económica de un cambio de modelo de desarrollo.

Llegados a este punto, dejemos a un lado el desatino del gobierno y la cortedad de vista de los medios. Por respeto a la vida, por compromiso con la humanidad, por miedo a la historia, no se puede tocar el Yasuní. Como decía el viejo Blades hace ya varios años: de qué nos sirve tener inteligencia si no aprendemos usar la conciencia.
El Telégrafo, 24-01-2010

sábado, 9 de enero de 2010

El lugar de la comunicación

Por Gustavo Abad
Al inicio de esta semana, Alejandro Moreano planteó una máxima fundamental. Hay que poner la política en su sitio, dijo en este mismo diario. Se refería a que cualquier legislación tiene sentido en la medida en que garantiza la lucha social, el juego de los contrapesos, el ejercicio efectivo de la política en lugar del culto a la institucionalidad.

Voy a usufructuar la idea de Moreano y decir que también hay que poner la comunicación en su sitio. Me refiero a que el debate sobre la Ley de Comunicación no puede estar constreñido solo a la información mediatizada, que es importante pero no lo es todo, sino también a la participación activa de las los sectores sociales en la esfera pública, a garantizar la toma de la palabra de la gente antes que la defensa corporativa de las empresas de medios.

En otras palabras, revisar la profunda relación entre comunicación y política, porque no hay acto más político que la voluntad individual o colectiva de tomar la palabra, de consolidar una voz ante los demás, de legitimarse como narrador de la circunstancia propia. Otra cosa es el activismo político soterrado que hacen algunos medios privados y lo venden como información periodística. Tampoco nos confundamos con eso.

La dimensión política de la comunicación radica en su capacidad para interpelar, no solo al destinatario de un mensaje, sino al modo mismo de organización social y a las relaciones de poder que lo sostienen. La comunicación sirve para el autoreconocimiento, para tener conciencia de nosotros mismos. No hay posibilidades de acción política sin esos elementos como base.

Hay razones para pensar que cierto núcleo de funcionarios y publicistas no termina de entender esa relación. Por un lado, el resucitamiento del proyecto de los comités de defensa de la revolución. Por otro, los afanes de acrecentar la máquina de propaganda oficial al no lograr que los medios públicos se sometan a su agenda, como esperaban. Las garantías de la participación política no está en los CDR, así como las garantías de la veracidad informativa no está en los órganos de propaganda oficial.

A ver, aclaremos las cosas. Medios públicos sólo hay tres: El Telégrafo, Radio Pública y ECTV. Lo son porque se han constituido legalmente como tales y porque trabajan, con aciertos y errores, sobre proyectos periodísticos que procuran responder a esa condición. Son públicos y no oficiales. Por eso hay que exigirles independencia (defender el interés del país y no del gobierno), pluralidad (mostrar otras formas de vida), responsabilidad social (ética y buen oficio), inclusión (participación de los sectores sociales), pedagogía ciudadana (formación de públicos en derechos y deberes), entre otros valores.

Solo la mala intención de algunos medios privados pone en el mismo saco y confunde a los públicos con los incautados (como Gama TV o TC Televisión) y con los órganos de propaganda oficial (como El Ciudadano) que son cualquier cosa menos medios públicos. Es muy difícil encontrar en esos medios los valores periodísticos a los que sí aspiran los públicos. Lo que hay que exigir allí es cuentas claras a los responsables de su manejo institucional e informativo.

El déficit de comunicación política del gobierno, que impide que los sectores sociales se apropien de los proyectos que los benefician y que son muchos, no se soluciona creando órganos de propaganda oficial. Lo que no hace el diálogo no lo hacen los golpes de efecto. Así como la entrega de frecuencias a los pueblos indígenas no repara la ausencia de acuerdos con ese sector, el déficit de participación política no se soluciona mediantes comités de defensa de la revolución.

Si esos comités ayudan a confundir la participación cívica en un proyecto de gobierno con lo que es una militancia dogmática en una organización partidista, los órganos de propaganda confunden la información de interés público con la venta de un producto llamado gobierno.

Hay que devolverle a la comunicación su justo lugar en la política.
El Telégrafo 10-01-2010

lunes, 4 de enero de 2010

Un canal no marca el límite del debate

Por Gustavo Abad
La sanción a un medio de comunicación no es algo para celebrar por más que en ese medio se practique un periodismo de bajísima calidad. La reciente suspensión por 72 horas a Teleamazonas es lamentable, no porque ese medio tenga alguna autoridad para autodefinirse como defensor de la libertad de expresión, sino porque la sanción viene desde la autoridad estatal y porque ocurre en el momento de mayor tensión entre el gobierno y la mayoría de los medios privados. Entonces a muchos les viene fácil enturbiar las aguas para que nadie entienda nada.

Aquí no hay víctimas ni victimarios porque la Superintendencia de Telecomunicaciones procedió dentro de un marco legal vigente al que ningún medio había cuestionado antes sino cuando pudo volverse en su contra. Si tuviéramos una Ley de Comunicación reguladora de obligaciones y garante de derechos, quizá esto no habría pasado. Lo que sí hay es un estado de cosas confuso, que impide distinguir hasta dónde llegan las atribuciones legales y dónde comienza el cálculo político. Tampoco está claro hasta dónde llega la libertad de expresión y dónde comienza el abuso de algunos medios y periodistas respecto de ese derecho.

Entre el poder político y el poder mediático han secuestrado el debate y excluido al resto. La guerra informativa es despreciable cuando se origina en el Estado, pero es más repudiable cuando la practican los medios de comunicación al hacer activismo político no declarado. Y lo que hay aquí es una guerra informativa, una lucha por el control del relato y sus significados, en la que el poder político tiene tanta responsabilidad como el poder mediático. No se hagan las víctimas ninguno de los dos.

Si nos alejamos un momento del ruido generado por la sanción a Teleamazonas, quizá podamos entender mejor que lo ocurrido es solo uno de los efectos más visibles de ese estado de cosas, pero no el único ni el más lamentable. En mi criterio lo más grave hasta ahora es que la tensión entre medios privados y gobierno nos haya privado de una información y un debate confiables respecto de la Ley de Comunicación. En cuanto a la sanción, es condenable que esta sea tomada por la oposición como pretexto para echar al traste los acuerdos en torno a la Ley de Comunicación, como si ese canal marcara el límite del debate. Pero quizá lo más grave es que se posterga un debate urgente –siempre eludido por los dueños de los las empresas periodísticas–acerca de la responsabilidad social de los medios.

Recordemos que una primera sanción a ese canal ocurrió a mediados de este año a partir de una demanda planteada por dos organizaciones sociales. El colectivo cultural DiablUma y Protección de Animales Ecuador (PAE) impulsaron, con la ayuda de la Defensoría del Pueblo, una demanda para que ese canal fuera sancionado por transmitir imágenes de corridas de toros en horario no autorizado. La existencia de una sociedad movilizada en defensa de su derecho a una televisión de mejor calidad le dio mayor fuerza y legitimidad a la sanción.

Sin embargo, la segunda sanción –por la noticia de un supuesto centro clandestino del Consejo Nacional Electoral en Guayaquil– y la tercera –por la versión de una supuesta afectación a la pesca en la isla Puná debido a la exploración de gas– fueron impulsadas por el Estado. Eso justifica las dudas respecto de su legitimidad moral. Pero ¿quién la puede ostentar a estas alturas? No el Estado pero tampoco los medios privados. Ahí está lo lamentable del caso.

La sanción ocurre en un momento en que, por un lado, el gobierno tiene dificultades para conciliar su discurso social con sus prácticas y, por otro, cuando los medios privados están volcados al activismo político en lugar de garantizar al público una información confiable. El caso Teleamazonas no puede marcar el límite del debate, como algunos quisieran. El límite o, mejor dicho, el horizonte debe seguir siendo la construcción de una Ley de Comunicación basada en el consenso social.

Me resistía a usarlo, pero el lugar común de que en toda guerra –en este caso informativa– la primera víctima es la verdad, viene tratando de colarse desde la primera línea de esta columna y se ha ganado su derecho a quedarse.
El Telégrafo 04-01-2010