domingo, 10 de mayo de 2020

La educación en la sociedad del cansancio

Por Gustavo Abad

 Una escena de la vida académica actual:

El profesor se instala a las siete de la mañana frente al computador. No desayuna todavía porque el horario lo obliga a escoger entre el sueño y la alimentación. Apenas toma un café cargado para despertarse bien y siente que el ardor del estómago, perceptible hace ya varios meses, ha vencido las defensas del cuerpo y ahora amenaza su psiquis. Abre el aula virtual para conectarse con ochenta y cinco estudiantes semidormidos que, al igual que él, cumplen el rol que el sistema educativo les ha asignado en este libreto del teletrabajo y la teleducación.

¡Clik!

Las pantallas de Zoom, Moodle, Teams, Skype, WatsApp, Jitsi meet… danzan antes sus ojos. Durante el resto del día abrirá el chat, contestará preguntas, asignará tareas, revisará trabajos, pasará a la teleconferencia, a la tutoría virtual, al foro programado… Cada tanto, perderá la conexión a internet porque su proveedor es CNT, algo a lo que nunca le dio importancia, porque tampoco pensó que un día tendría que usar sus propios equipos y recursos para dar clases, asistir a reuniones en línea, enviar informes, coordinar talleres, subir calificaciones y permanecer clavado frente a la pantalla en una jornada de trabajo que no termina sino hasta las diez de la noche.

La comida se quema y el puto perro que no para de ladrar…

Pienso en este personaje, compuesto con la suma de las partes de muchos que comparten la misma situación y, a la larga, representan uno solo: el profesor medio de un colegio o universidad en estos momentos. Lo pienso y lo sufro también, porque vivo en algunas de sus partes y porque algunas de sus partes viven en mí. Y más ahora, cuando vamos por los cincuenta y cinco días de encierro forzado y el gobierno se empeña en darle una nueva vuelta de tuerca a la precarización del sistema educativo en el Ecuador.

El Consejo de Educación Superior (CES) aprobó al pasado 7 de mayo una norma según la cual los profesores titulares de las universidades públicas tienen que impartir hasta 26 horas de clases semanales y manejar cursos de hasta 100 estudiantes por aula (virtual, valga la aclaración) y distribuir las 14 horas restantes en preparación de clases, calificación de exámenes, gestión administrativa, proyectos de investigación, escritura de artículos, tutorías, informes y una cadena de obligaciones, en las que no consta el alimento de la lectura, el estudio ni la reflexión acerca del propio trabajo de educar.

El profesor universitario, según esta norma, pasa a ser una máquina de rendimiento a tiempo completo. Una máquina sonámbula de rendimiento, añadiría yo. Ser docente ahora implica vivir en un estado permanente de atención dispersa y superficial, absorbido por las pantallas y los dispositivos de la vida mediada por el computador y la red. El telesclavismo del siglo XXI se ha puesto en marcha. En la primera línea de los subyugados están los docentes y, detrás de ellos, miles de estudiantes obligados a conformarse con lo que caiga de la trituradora.

En su obra La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han llama precisamente “sujetos de rendimiento” a los individuos sometidos, más allá de su resistencia psíquica y corporal, a las exigencias productivas del régimen capitalista. El filósofo surcoreano encuentra una analogía entre el mito clásico de Prometeo –quien sufre todos los días los picotazos de un águila que le desgarra las entrañas como castigo por haber robado el fuego a los dioses– y la vida del sujeto contemporáneo –obligado a vivir cada día el autocastigo físico y mental en pos del rendimiento–. Mientras el primero lucha contra un enemigo exterior –el águila y la furia de los dioses–, el segundo se enfrenta, además, consigo mismo y contribuye con su dosis de fatiga a sostener la sociedad del cansancio.

La pandemia desatada por el coronavirus permite actualizar esta figura para entender lo que pasa. La sociedad del rendimiento y el cansancio no es un invento de ahora, pero el brote y descontrol de la enfermedad ha ofrecido a los gobernantes el argumento perfecto para acentuar las políticas de sobreexplotación en lugar de conducir al estado y a la sociedad a unas políticas de redistribución.

Y aquí se manifiesta de nuevo el doble uso de las tecnologías: la liberación y el control. Por un lado, las tecnologías ayudan a democratizar la información, a mejorar los intercambios culturales, a poner la vida en su gran complejidad al alcance de todos. Por otro, facilitan el rastreo y la vigilancia digital, la ampliación de la jornada de trabajo, la irrupción del mundo laboral en el mundo familiar y exponen la vida íntima a un altísimo nivel de invasión.

Lo que ocurre con la educación viene ocurriendo hace rato con la salud y el periodismo, solo para citar tres sectores muy visibles. A los reporteros les queda poco tiempo para entender lo que ocurre, porque están obligados a tomar fotos, escribir notas, hacer videos, reportarse en tiempo real para el canal o la radio del gran medio y, además, postear a cada minuto en las redes sociales. En medio de esta pandemia, periodistas, profesores, médicos y miles de profesionales precarizados, cuando no han sido despedidos, han visto cómo sus vidas se sumergen, cada día más, en la sociedad del rendimiento y el cansancio.

Sin embargo, no se trata solo de un deterioro de la vida en términos personales. Se trata de un deterioro de la noción de lo público en su sentido más amplio. Aclaremos esto. Hay una tendencia a confundir lo público solamente con lo estatal, o con lo visible, o con lo publicable. Lo anterior, en efecto, forma parte de lo público, pero no lo abarca todo. Lo público significa todo asunto, lugar o actividad en que la autonomía personal entra en contacto y, generalmente, en conflicto con los acuerdos colectivos expresados en las leyes. El puente que une lo privado con lo público es la política.

Cuando un médico, un profesor, un periodista, cualquier profesional, se ve obligado a poner en riesgo su salud física y mental para cumplir con su trabajo, no estamos frente a un asunto personal, sino frente a un problema de interés público. La pandemia ha puesto en evidencia el debilitamiento de lo público en el Ecuador. El desmantelamiento del sistema de salud contribuyó, tanto como el virus mismo, a la muerte de miles de personas. El desfinanciamiento del sistema de educación puede dejar en los próximos meses a miles de docentes sin empleo y a otros miles de estudiantes sin oportunidades. 

El gobierno aprovecha la pandemia –en cuyo combate, sin duda, todos debemos participar– para violar la Constitución y el Estado de Derecho. En otras palabras, destruye lo público y nos empuja hacia la sociedad del cansancio, al estrés colectivo, a eso que algunos llaman el infarto del alma.

 

domingo, 12 de abril de 2020

Las multitudes sitiadas


Por Gustavo Abad

Una de las grandes paradojas de esta cuarentena –ya van 28 días y no se divisa el final– es que hemos comprobado, con mayor claridad que en otros momentos de la historia, el irrompible vínculo entre el individuo y la multitud. El aislamiento nos muestra en cada mínima acción el efecto de las conductas individuales en el entramado colectivo. Una simple decisión personal, como la de usar o no la mascarilla para salir a la tienda, puede tener efectos beneficiosos o destructores en la vida de los otros.
El modo en que cada familia y cada persona han asumido este encierro forzado ofrece muchas pistas acerca de cuáles podrían ser los principales comportamientos sociales cuando la pandemia termine.
Al inicio de la crisis, las preocupaciones, al menos de un sector que pudo quedarse en casa sin mayores apremios, se concentraron en dos: cómo llenar la despensa de comestibles y medicinas; y cómo no morir de aburrimiento en la quietud de la vida estancada. La preocupación por el sector informal, que no podía paralizarse –porque su economía precaria, sustentada en el ingreso diario, no se lo permitía– vino después, casi como un error de guion que pocos advirtieron a tiempo.
La actitud personal frente a un problema colectivo, sobre todo en épocas de crisis, es determinante en el resultado final. Mientras las calles se quedan vacías y la vida en los espacios públicos tradicionales se reduce al mínimo, la vida en internet y en las redes sociales adquiere una intensidad nunca vista. Mientras más recluidas se encuentran las personas, mayor es su necesidad de interacción, de contacto –aunque sea mediado por la tecnología– con los demás.
Las fotos de unas ciudades de cielo despejado, libres de automóviles y de esmog, crean la ilusión de que el mundo se ha detenido, de que el planeta respira aliviado. Los videos de osos, venados y cóndores que, libres de la presencia humana, recuperan lo que siempre fue suyo, hacen soñar con un mundo que revive gracias a la tregua que le ha dado, aunque de manera obligada, la especie más depredadora.
Me pregunto si, una vez superada la pandemia, estaremos dispuestos a vivir de otra manera o, por el contrario, dejaremos pasar esta oportunidad de enmendar nuestra forma de vida. Y ahí es donde se activa la relación entre individuo y multitud, entre autonomía personal y necesidad social.
La quietud en la que el virus nos ha sumergido en estos días es ilusoria. Si comparamos, por un lado, el número de horas dedicadas a internet, a las redes sociales, a las compras en línea, a las reuniones virtuales, al teletrabajo y una infinidad de actividades en red; y por otro, el tiempo dedicado a la lectura reposada, al diálogo intrafamiliar, al cultivo de un huerto urbano aunque sea en macetas y otras tareas menos vertiginosas –que no son un privilegio de clase, como afirman algunos, sino una actitud vital de querer hacerlo– es indudable la supremacía de las primeras.
El mundo, en su dimensión económica y desarrollista, no se ha detenido, apenas ha aminorado la marcha. La vida, en su dimensión cultural y psicológica, tampoco ha parado. Los gobernantes no están pensando en cómo cambiar los modelos productivos a favor de la conservación, sino en cómo poner a funcionar nuevamente la maquinaria para recuperar el tiempo perdido. Los pensadores, que advierten del peligro de volver al ritmo de producción y consumo anteriores, ocupan un espacio marginal en el torrente de información en línea.
Millones de personas conectadas en busca de entretenimiento para sobrellevar la dura prueba que la vida les ha puesto –la de encontrarse consigo mismas– no parecen terreno fértil para un pensamiento renovador. La sociedad del espectáculo incluso ha presentado, como en un juego de apuestas, la tesis optimista de Slavoj Zizek –de que el virus le ha asestado un golpe mortal al capitalismo– versus la pesimista de Byung-Chul Han –de que el virus, más bien, ha fortalecido el aislamiento y el control social– y sus adeptos solo se preguntan quién ganará.  
La pregunta, creo yo, que corresponde a estos momentos es cómo desarrollar en el plano personal una actitud frente a los tiempos que se avecinan. O nos tomamos la pandemia como una contingencia que tenemos que superar para continuar con el modo de vida –de máxima producción y consumo– o la tomamos como un llamado de alerta mundial a construir otro –con menos explotación y más distribución– que prolongue la vida en el planeta. La decisión es personal, pero el efecto es colectivo. En ese sentido, las tecnologías son una herramienta poderosa para la transformación social.
Si las multitudes físicas de las calles, los estadios, los mercados han devenido en ecosistemas peligrosos para la salud, las multitudes virtuales pueden llegar a ser igual de nocivas para la reflexión y el entendimiento. La cantidad de noticias falsas, rencillas políticas, prejuicios raciales, nacionalismos anacrónicos que inundan las redes sociales destruyen la psiquis. Cada acción irresponsable en el mundo virtual genera una energía destructiva en el mundo material y tangible.
Sin embargo, desde otros campos de esa misma sociedad –conectada y fragmentada a la vez– resurge la solidaridad, el sentido comunitario. Un grupo de mujeres esmeraldeñas fabrica en dos días más de mil mascarillas para cubrir un barrio entero y varios hospitales; decenas de camionetas llenas de ramas de eucalipto y papas bajan desde las comunidades de Chimborazo para auxiliar a los habitantes de Guayaquil; un ganadero de Saraguro reparte doscientos litros de leche entre las familias que no pueden salir a trabajar; una organización de profesores de la Universidad Central distribuye mascarillas y guantes a los médicos abandonados por el Estado…
El soporte emocional para superar el confinamiento no depende de la cantidad de canales habilitados por la televisión de cable. La vocación por la vida está en la llamada de un vecino a otro para saber si amaneció bien esta mañana. La pandemia no será menos dañina por la cantidad de películas que podamos ver en Netflix. La batalla contra el virus se gana cuando compartimos una canasta de alimentos con una familia a la que le hace falta y así evitamos que se exponga para conseguirla. Dicho de otro modo, la sanación –personal y colectiva– no está en la fuga hacia afuera que nos proporciona el entretenimiento y la industria del espectáculo, sino en el viaje hacia adentro que nos aporta la conciencia de lo que estamos viviendo.
La energía de la resistencia contra este y los próximos virus se basa en esa mínima transformación individual, en esa potencia viva y, sobre todo, en esa apuesta por el futuro capaz de alcanzar su máxima intensidad en las multitudes sitiadas de nuestro tiempo.

domingo, 22 de marzo de 2020

El Tiempo, viejo tirano


Por Gustavo Abad
Antes de esta pandemia de coronavirus que nos obliga a permanecer en nuestras casas, el tiempo parecía estar organizado de manera pragmática. Horarios, cronogramas, semestres, horas de entrada y de salida… Todo aquello a lo que conocemos como el devenir daba la impresión de poder ser controlado, medido, en suma, moldeado según nuestros deseos. Hoy, durante el séptimo día de confinamiento, cuando decido escribir esta columna, esa noción matemática y productivista del tiempo comienza a diluirse.
El tiempo ahora, en la redescubierta experiencia del encierro y del encuentro con uno mismo, parece volverse inasible, volátil, reacio a someterse a esas pequeñas y mezquinas jaulas de cronometría que sirven para organizar la vida ordinaria. El tiempo, como puedo sentirlo en el silencio de este mediodía, bajo este azul profundo de un domingo soleado en Quito, ha recobrado su inconmensurable dominio sobre las cosas.
Las palabras “antes” y “después”, que solemos usarlas para los hitos más pedestres de nuestras vidas, adquieren en estos días una dimensión pocas veces concientizada en lo que hasta hace poco denominábamos la “normalidad”. Hay que ver en nuestros propios ojos la sombra de nostalgia y de culpa cuando queremos hacernos cargo del pasado y decimos cosas como: “de no haber destruido tanto el planeta…” o “si nos hubiéramos detenido a tiempo”. Hay que ver, así mismo, el gesto mal disimulado de incertidumbre y de miedo cuando nos preguntamos, de cara al futuro: “¿y si no salimos de esta…?” o “¿aprenderemos a vivir de otra manera cuando esto pase?”.
Varados en nuestro encierro físico, nos asalta la inquietud metafísica de ocupar un punto que parece ser la mitad de todo y de nada a la vez, el punto medio del infinito, y no sabemos si nos corresponde evocar un tiempo pasado del que siempre hemos dicho “nunca fue mejor” o imaginar un tiempo futuro del que hemos repetido “nunca se sabe”.
El tiempo hasta ahora estaba degradado, sometido a la servidumbre de la ilusión productivista, del embrujo desarrollista, desde la programación de los trenes hasta el plazo fijo de los bancos, desde la reserva del boleto de los aviones hasta la fecha de caducidad del yogur. Pero en estos días ha recuperado su sitial. Ha vuelto a tener nombre propio. Es el gran personaje de estos días aciagos y hay que nombrarlo así: el Tiempo, con mayúscula.
Entonces, el Tiempo se ha echado sobre nosotros y nos envuelve con esa sustancia fina y transparente, sin bordes ni texturas, sin peso ni densidad, de la que yo me imagino que está hecho. No sabemos cuánto durará esto. Estamos a mereced del Tiempo como lo hemos estado siempre sin mayor conciencia de estarlo.
La única tabla de salvación a la que podemos asirnos en medio de tanta desorientación es la memoria, esa obstinada reserva de conciencia de nosotros mismos a la que acudimos, de vez en cuando, en busca de alguna respuesta.
El Tiempo, señor de todos los archivos, maestro de todas las escrituras, dueño de todos los relatos, nos mira con desdén cuando intentamos –insignificantes de nosotros– encontrar una explicación a todo esto. Las guerras, las pestes, las hambrunas, las sequías, las inundaciones… Todo nos ha pasado sin que aprendiéramos nada.
El Tiempo, amo de todos los mundos, ya no se parece en nada al viejecito bondadoso de barba blanca, calva pronunciada y clepsidra en mano que nos mostraba, en unas láminas de cartulina, mi profesora de segundo grado. El Tiempo reaparece en estos días como un anciano, sí, pero de mirada fría y penetrante en cuyo fondo no quedan ni rastros de compasión.
Es que el Tiempo lo ha visto todo y nada lo asusta porque, a su edad, ya está curado de todos los miedos. Ha visto cómo la humanidad se viene matando a sí misma desde épocas remotas de las que casi nadie se acuerda, pero el Tiempo sí, porque en aquella tarde en medio del desierto, cuando se consumó el primer crimen de un ser humano sobre otro, el Tiempo ya era viejo.
Por eso desprecia los ridículos intentos de las generaciones de momificarlo en los museos, de estacionarlo en los archivos, de domesticarlo en los horarios. Al Tiempo no le hacen gracia los cuentos ladinos de los historiadores y apenas se conduele de los arqueólogos. Le repugna el cronómetro que marca la muerte y resurrección de las acciones en las bolsas de valores.
El Tiempo sabe que, desde nuestro primer día sobre la tierra, no hemos parado de matarnos unos a otros. Ha visto transformarse el mundo, separarse los continentes, secarse los lagos, inundarse los valles, crecer las selvas, morir las selvas, formarse los glaciares, derretirse los glaciares, pero los seres humanos no han cambiado.
Hubo épocas buenas en las que el Tiempo se sintió ilusionado, tuvo la tentación de aplaudir: el fuego, la rueda, las semillas, la escritura, el libro, el canto, la música, los cuentos, la pintura, los barcos, el cine, el amor, el fútbol, la hamaca… Pero también de las otras: las Termópilas, las Cruzadas, el sitio de Constantinopla, la invasión de América, la caída de Tenochtitlán, Crimea, las dos guerras mundiales, Hiroshima, Auschwitz, los gulags, Ruanda, los Balcanes, las Torres Gemelas…
Todo lo ha visto el Tiempo. Por eso, ya nada lo conmueve. El Tiempo parece querer vengarse de tantas y tantas veces que nos ha viso cometer el mismo error y repetirlo sin aprender.
Frente a sus ojos han pasado la peste negra, las viruelas, el cólera, la fiebre amarilla, las gripes –española, rusa, japonesa–, el sida, la gripe porcina, el ébola, el SARS, el cólera otra vez, el ébola otra vez, y ahora… Por eso el Tiempo mira todo con indiferencia, con un frío desprecio hacia las gentes de todas las edades.
Nosotros, mientras tanto, nos morimos de miedo. Pensamos que somos los primeros y los últimos en vivir una cuarentena, que nuestra experiencia es única, que a los adolescentes no los matará el virus sino el aburrimiento, que el teletrabajo es nuestro mayor sacrificio por el bien de la humanidad. Y el Tiempo, que ha visto morir a millones por causa de la infinita maldad de la especie, ya no tiene paciencia para contemplar nuestro drama.
El Tiempo, viejo tirano, se encontraba distraído esta mañana de domingo, derrochando las pocas horas de sol y de hermoso cielo quiteño que puedo atrapar desde el balcón de mi casa. Y pensé –iluso de mí– que la respuesta a todo esto había que dejársela al Tiempo. Pero el anciano no dijo nada.
Al principio pensé que su mutismo se debía a que nos quería torturar con la idea de que tendremos que pasar así, en condición de sobrevivientes, los próximos ¿diez? ¿veinte? ¿cincuenta años? en un estado de sitio que ya no será la excepción sino la rutina.
Me quedé esperando a ver si reaccionaba, pero se mantuvo en silencio. Ahora estoy seguro que ni el mismo Tiempo sabe cuándo será el fin de esta carrera de locos. 

martes, 21 de enero de 2020

Literatura que cuenta


Por Gustavo Abad
Un buen escritor no es el que escribe más. Todo lo contrario, un buen escritor es a quien escribir le cuesta mucho más que a los demás. La definición no es mía, sino de Leila Guerriero. Bueno, tampoco es suya, porque en realidad ella dijo que Javier Cercas dijo que fue un editor alemán quien dijo eso… Y debe ser cierto, porque hasta llegar a estas páginas ha pasado por muchas bocas, por muchos préstamos, y no ha perdido su sencillez ni su claridad aforística.
Entonces una tarde de estas, en que el verano quiteño no termina de irse ni el invierno termina de llegar, comienzo a leer un precioso libro titulado Literatura que cuenta y en sus 231 páginas solo puedo encontrar un coro de voces que confirman la definición arriba citada. Yo solo agregaría que un buen escritor es también aquel que le muestra al lector las angustias de su oficio, que no le oculta las vértebras torcidas de su esfuerzo, que le abre las puertas a las cocinas de su escritura.
Este libro se compone de diez entrevistas a igual número de escritores de literatura sin ficción, como se dice ahora, o de periodismo narrativo, como se ha dicho por mucho tiempo y a mí me parece más acertado. Su autor, el periodista y catedrático español Juan Cruz Ruiz, nos acerca no solo al mundo personal y narrativo de los mejores cronistas hispanoamericanos, sino que también nos ofrece una lección del arte de entrevistar, de la habilidad para estimular la inteligencia del otro mediante el diálogo y obtener de allí una revelación, un dato inesperado, un detalle oculto de su personalidad.
Otro gran exponente de este género, el argentino Jorge Halperín, dice que una entrevista es buena cuando ha conseguido un delicado equilibrio entre información, testimonio y opinión. El mérito de Cruz Ruiz es doble porque logra ese equilibrio con unos escritores que, aunque se han destacado más como cronistas y novelistas, también son unos sagaces entrevistadores y saben a lo que se meten cuando aceptan una.
Por este juego entre dos mentes pasan tipos admirables como el mexicano Juan Villoro, quien cree que su amor por la narración y la lengua española se debe en gran parte a su experiencia de niño en un colegio alemán, donde el español era la lengua proscrita, por tanto, la lengua de la libertad, la que se hablaba en el recreo, que es la cumbre de la libertad de todo escolar. O sea, sin recreo no habría Villoro. Pero tampoco habría Villoro sin los narradores deportivos de su infancia, que eran capaces de reinventar cualquier partido mediocre y convertirlo en la guerra de Troya, como los recuerda ahora.
Más adelante, Martín Caparrós cuenta que en sus inicios como reportero tuvo como jefe nada menos que a Rodolfo Walsh. Sin embargo, no puede decir que aprendiera mucho del autor de Operación masacre porque este estaba tan concentrado en su propio trabajo, tan obsesionado con la exactitud del dato, con la frase adecuada, que no tenía tiempo de revisar el trabajo de los demás. Pero cualquiera que lea esa obra fundacional entenderá que toda la enseñanza de su autor está concentrada ahí. Eso lo entendió Caparrós después, cuando escribió una crónica en la que demostraba que por cada policía muerto en enfrentamientos armados morían treinta y tres delincuentes. La historia se publicó sin firma y los lectores pensaban que la había escrito Walsh.
Como son diez los entrevistados y no se puede hablar de todos porque la escritura también es un ejercicio de selección, que a veces puede ser doloroso e injusto, voy a consignar aquí algunas de las otras voces de este diálogo diverso, como Jorge Fernández, Héctor Abad Faciolince, Josefina Licitra, Manuel Vicent, y para que el lector haga su parte también.
Hay diálogos a modo de confesión, como el que ofrece Elena Poniatowska, protagonista y testigo de otros tiempos del periodismo, de otra ética, de otra estética. Desde la autoridad de sus 87 años, Poniatowska recuerda la época en que se convirtió en una cronista peligrosa luego de La noche de Tlatelolco. Cada día se estacionaba frente a su casa un carro policial para vigilarla y ella bajaba muchas veces a ofrecerles café a sus ocupantes, que le agradecían porque se dormían de cansancio.
Para terminar este comentario, vale otra indagación acerca de la inagotable relación entre literatura y periodismo. Alberto Salcedo Ramos sostiene, y lo recalca en esta entrevista, que ya es hora de dejar de usar la palabra literatura como sinónimo de ficción solamente. Cuando algún lector entusiasmado le pregunta: “¿cuándo vas a dar el salto a la literatura?”, el cronista colombiano contesta: “pero si yo hago literatura, colega, solo que no es literatura de ficción”.
En lo personal, me quedo con la explicación del español Juan José Millás. Lo cito para no traicionarlo: “el periodismo me ha dado tanto, no ya en el sentido de que ha ocupado mi tiempo y me ha permitido vivir de ello –que también– sino que con el periodismo he experimentado mucho y gran parte de esos experimentos los he llevado luego a mi literatura. Mi literatura sería distinta y sin duda peor sin mi periodismo. Y mi periodismo no tendría las virtudes que tiene sin mi literatura. Son dos territorios que se han enriquecido mutuamente, es como si me dijeras: ¿imaginas tu vida sin una pierna? No, son las dos las que me han llevado a un sitio, no puedo imaginar mi vida sin el periodismo, mientras esté activo, de un modo u otro haré periodismo”.

Cruz Ruiz, Juan. 2016. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.231 páginas