Por Gustavo Abad
Oscar es un taxista de Buenos Aires que se gana la vida conduciendo un carro que no es suyo y por lo cual apenas gana lo necesario para no matar de hambre a su familia, aunque a veces está a punto de hacerlo. Pero, además del sentido de sobrevivencia, a Oscar lo mueve también el de rebelión contra algo que pasa como natural para la mayoría de la gente, la ocupación asfixiante de la ciudad por la publicidad comercial mediante vallas que saturan el espacio público y los sentidos de los transeúntes.En el excelente documental que lleva el nombre de su protagonista, se ve a Oscar acometer sobre las gigantescas vallas para adornar con barbas de talibán los delicados rostros de las modelos de maquillaje, o reventar globos llenos de pintura roja sobre los afiches de las figuras del espectáculo, o convertir los celulares en máscaras antigás debido la paranoia antiterrorista. En sus memorables intervenciones sobre los íconos publicitarios, a Oscar no le tiembla el pulso a la hora de dibujar una prolongación fálica en los carteles de algunos productos o de algunos políticos.Oscar ejerce lo que los estudiosos llaman “resignificación” de los mensajes, y que en la calle llamaríamos “dale con la misma”, que no es otra cosa que apropiarse de los símbolos impuestos por cualquier poder o pensamiento dominante, y cambiarles el sentido por otros más acordes con la propia realidad y con las propias experiencias de la gente. “No al aborto”, le hace decir Oscar a una mujer que sostiene con una mano una metralleta y con otra una bandeja llena de perritos dálmatas. “La ciudad es un campo de batalla visual”, dice el taxista mientras regresa a casa sin un peso en el bolsillo pero feliz por haber pintado cuatro afiches.La ciudad es un terreno en disputa entre lo público y lo privado, diría yo para completar la idea y volver los ojos a nuestro medio, a propósito de las tensiones entre la Policía Nacional y las empresas de seguridad privada debido a los operativos de control iniciados por la primera para controlar que las segundas no se desborden en unas ciudades como Quito y Guayaquil donde lo privado no para de comerse a lo público. La ciudad es el escenario de confrontación entre fuerzas dominantes y conductas disidentes, como ocurre entre la fascista prohibición de besos en el Malecón guayaquileño y el desacato liberador de quienes lo siguen haciendo pese a las normas disciplinarias impuestas en un lugar público donde lucran empresas privadas.Volviendo a nuestro personaje, Oscar no se rebela sólo contra la privatización del espacio público, sino también contra la pasividad de la población frente a ello. Si el mercado es capaz de invadir nuestras calles para vendernos un modo de vida, nosotros también podemos apropiarnos de esos espacios con nuestros pensamientos, se puede resumir del activismo del taxista bonaerense. En la ciudad lo público y lo privado miden sus fuerzas, como a la entrada de los bancos, donde los guardias obligan al cliente a abrir su maleta, con lo cual le ponen el membrete de sospechoso y se lo terminan de sellar adentro cuando lo obligan a quitarse la gorra, las gafas y el celular, con el pretexto de la seguridad. Qué tal si comenzáramos a rebelarnos contra ese orden, a cambiarle su sentido, y los clientes también comenzáramos a pedir a los ejecutivos y a los dueños de los bancos que abran sus portafolios antes de confiarles nuestro dinero. Después de todo, el más grande atraco bancario en la historia del país no lo hicieron precisamente unos asaltantes con pasamontañas. Sería fantástico si uno de estos días el glamuroso Malecón guayaquileño se llenara de mil, dos mil, qué sé yo… diez mil parejas besándose apasionadamente.
El Telégrafo 17-08-2008
domingo, 17 de agosto de 2008
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