sábado, 28 de noviembre de 2009

Claroscuros

Por Gustavo Abad
Detrás de la afirmación de que la mejor ley es la que no existe hay una carga de cinismo. Los que la pronuncian generalmente lo hacen desde el convencimiento de su propia invulnerabilidad, de su capacidad para resolver los conflictos desde algún tipo de poder o de relaciones de poder que los favorece. Pero al negar una ley idealizan otra, la del más fuerte, que se basa precisamente en la ausencia de normas. El debate político respecto de la Ley de Comunicación puede tomar dos rumbos a estas alturas. Por un lado, desbaratar la falacia de quienes pretenden mandar al tacho de basura, junto con el proyecto de ley, la posibilidad de regulación del sector. Por otro, ofrecerles argumentos a los detractores si se mantienen algunos planteamientos tal como están en el proyecto. Los errores pueden enmendarse, pero también existe el riesgo de que todo vuelva a cero. Todo depende de cuánto se discutan los numerosos claroscuros del proyecto. Como no se puede plantear todos en una sola columna, lo haré de manera progresiva, comenzando por los siguientes:

1. El Sistema de Comunicación Social
La palabra sistema, por su propia definición, nos remite a un principio ordenador, a un conjunto de cosas relacionadas entre sí con una finalidad pragmática. Pero ¿qué significa con relación a la comunicación? Si nos regimos por la definición de sistema ¿tendremos un conjunto de cosas, personas, instituciones, normas, relacionadas entre sí para lograr un mismo objetivo comunicacional? Entonces pasamos a otro nivel de interrogación en el cual la pregunta es ¿en torno a qué objetivo común se debería articular un sistema de comunicación? Por la manera en que está expresado en el proyecto (artículo 72) ¿hay que entender este sistema como una abstracción o como un conjunto real de personas e instituciones articuladas? Me cuesta pensar que todos los actores de la comunicación –individuales y colectivos, jurídicos y naturales, estatales y privados– deban o puedan someterse a un sistema. ¿Se refieren a que el Estado proponga políticas públicas de comunicación para garantizar el acceso democrático a la información? Supongamos que acerté, pero para eso no se necesita un sistema, sino planes coherentes y negociados socialmente que, a la larga, podrían funcionar como un todo articulado, pero una cosa es que las prácticas deseables produzcan un sistema y otra creer que la creación de un sistema mediante una ley produzca esas prácticas.

2. Los profesionales en comunicación y periodismo
Según el proyecto “Las direcciones editoriales y la elaboración de la noticia en los medios deberán estar a cargo solo de periodistas profesionales o comunicadores sociales titulados. Estos requisitos aplican para medios privados, públicos y comunitarios” (artículo 50) Al parecer, los asambleístas consideran que la idoneidad de quienes ejercen el periodismo informativo está garantizada solo por la posesión de un título. Digo, y sin desconocer la gran importancia de estudiar comunicación y periodismo, la competencia para realizar el trabajo informativo también está en el acceso a unas herramientas, unas destrezas y unos conocimientos, independientemente del título académico. Hay periodistas graduados de las facultades de comunicación con notorias deficiencias para observar, procesar y transmitir el significado de los acontecimientos mediante un uso correcto del lenguaje. De igual manera, hay periodistas que provienen de la sociología, la economía, la historia, el derecho y que, al haber adquirido la destreza técnica y la solvencia intelectual necesarias, ejercen con calidad el periodismo informativo. Ya que hablamos de políticas públicas de comunicación, sería más provechoso reforzar y ampliar el derecho a la profesionalización –que ya consta en el Artículo 24 y que no es lo mismo que titulación– no solo de los periodistas que provienen de otras ramas de las ciencias sociales, sino de los que han pasado por las facultades de comunicación. Así se fortalecería el ejercicio periodístico mediante las buenas prácticas y no mediante la limitada reivindicación gremialista.
El Telégrafo 29-11-2009

sábado, 14 de noviembre de 2009

Bisutería

Por Gustavo Abad
Esta historia se la contaron alguna vez a Carlos Monsiváis y él, a su vez, la contaba en la revista Gatopardo, que ya no llega más por estos barrios. El tema es que en un pueblo de México, a punto de comenzar la Semana Santa, los devotos trataban de convencer al alcalde y al cura de cambiar los clásicos villanos por otros más reconocibles por las nuevas generaciones. En pocas, querían sustituir a los centuriones, soldados y fariseos por el Pingüino de Batman, Lex Luthor de Supermán o Darth Vader de la Guerra de las Galaxias. Esos sí, decían los feligreses, unos villanos de verdad…

Me acordé de esta historia al mirar hace poco el programa “¿Quién quiere ser millonario?” El presentador le pregunta al concursante ¿Cuál de estos personajes es enemigo de Batman…? Correcto, El Joker. Después ¿Cuál de estos escritores es autor de “El Chulla Romero y Flores”…? Silencio, el tipo no tiene la menor idea. Luego del corte ¿En la novela de Ecuavisa, el rostro es de…? Correcto, de Analía. Después ¿Cuál de estos personajes lideró una revolución en el Alto Perú…? Nada, los héroes indígenas son esoterismo para el concursante.

A ver, cuidado con sugerir que debemos desterrar la banalidad de nuestras vidas. No nos pongamos pesados, porque no se trata de tanquearse solo cosas trascendentales, ni meterse películas intelectuales como quien se mete vacunas. Pero tampoco hay que dejar de asombrarnos de cómo la gente anda por el mundo cargada de una experiencia mediática que supera, no solo el mito religioso del que habla Monsiváis, sino la experiencia real y cotidiana. El mundo no es lo que es sino lo que los medios dicen que es. Por eso un presentador de televisión se lanzó hace poco un furibundo discurso en defensa de una familia de ojos saltones que vive en Springfield pero, llegado el caso, no supo qué pueblos habitan en el corazón del Yasuní.

Me explico, la aceleración de la experiencia mediática consiste en el reemplazo de los lenguajes naturales de la política, del arte, de la ciencia, de lo que sea, por los códigos mediáticos, especialmente audiovisuales, para que puedan circular y lograr un efecto. Por ejemplo, los canales hacen un gran despliegue de la celebración por los veinte años de la caída del Muro de Berlín, un acontecimiento político que sacudió la historia contemporánea, pero ¿qué ideas nos han acercado para comprender la dimensión histórica de aquello? Ninguna, solo fuegos artificiales, fotos del recuerdo, imágenes emocionales.

“No habrá revolución es el fin de la utopía, que viva la bisutería” parodiaba por esos mismos años un lúcido Joaquín Sabina, a contracorriente del discurso globalizante de que el mundo había abierto las puertas a la libertad. Para la mayoría de medios, especialmente de televisión, recordar ya no es reflexionar y entender un acontecimiento, sino evocar y celebrar una imagen.

Las imágenes del muro derribado aceleran la experiencia mediática, pero la experiencia real dice que después se construyeron y se siguen construyendo muros cien veces más grandes e infranqueables entre México y Estados Unidos, entre Israel y Palestina y, en la dimensión urbana, los muros con los que la gente se amuralla en sus casas por miedo a la delincuencia. Para el relato emocional de la televisión esos muros no cuentan, no son símbolos de violencia. La televisión no distingue entre los fuegos artificiales sobre los escombros del Muro de Berlín y los destellos de los misiles que destrozan Irak. Los transmite por igual, como luces de libertad.

Quizá deberíamos dejar de buscar en la televisión una racionalidad política que no tiene y entender que sus códigos no son conceptuales sino emocionales, es decir, no responden a las preocupaciones históricas sino a las exigencias del infoentretenimiento. Entonces no nos creeríamos el cuento de que Juanes tiene alguna idea política equiparable a las comerciales o de que Calle 13 ha superado la genitalidad del reggaetón. No, ellos vienen de la industria del espectáculo, y no hay lío con eso, pero sus performances políticos son apenas movimientos calculados para causar un efecto, para vender una ilusión de rebeldía en un mundo donde la experiencia mediática supera de largo a la experiencia real.
El Telégrafo 15-11-2009

lunes, 2 de noviembre de 2009

No es periodismo, es propaganda

Por Gustavo Abad
“Lo conoces porque pudimos informarte” decía el primer eslogan mesiánico con el que El Comercio comenzaba hace un mes su campaña en contra de la existencia de una Ley de Comunicación en el Ecuador. “No hemos callado” continuaba con esa autodefinición heroica adoptada por la prensa más conservadora de este país para negarse a la regulación de su negocio. “En todas partes la prensa incomoda” es ahora la muletilla que encabeza las páginas dedicadas a convencer al público de que la mejor ley es la que no existe.

Entre informar y convencer hay una distancia enorme, la misma que separa el periodismo de la propaganda. El Comercio ha hecho en pocas semanas lo que durante más de un siglo ha censurado o se lo ha endilgado a otros, al menos en la retórica hueca de la objetividad: convertir al periodismo en propaganda. Dicho de otra manera, ha dado un gran paso a favor de esa corriente que arrastra a los medios hace varios años y los ha llevado a perder demasiado terreno y legitimidad como voz pública, por obra de sus prácticas informativas y empresariales.

Si por lo menos ese diario advirtiera claramente que su decisión ha sido tomar partido en contra de la regulación, se lo agradeceríamos. Pero venir con ese cuento, disfrazado de información, de que la prensa independiente está en peligro porque se quiere regular el negocio de la información mediatizada es una manera de retorcer el sentido de los hechos de una manera, digámoslo con diccionario en mano, desvergonzada.

Cada vez hay mayor conciencia de que la esfera pública no se reduce a los medios, sino que está conformada por actores sociales y políticos. Por eso, no es en los medios donde debemos buscar las garantías de la democracia, sino en la política. También es evidente que los medios son privilegiados actores de la vida política y que la sociedad no los va a crucificar por reconocerlo. Al contrario, sería visto como un gran avance el que diarios como El Comercio, El Universo y otros mastodontes extraviados se presentaran abiertamente en la Asamblea Nacional e hicieran una exposición fundamentada acerca de qué aspectos de los proyectos de ley los incomodan. Sería para el aplauso que plantearan legítima y abiertamente su posición en la arena política y no acudieran al truco de hacer propaganda y venderla como información periodística.

Hace poco, uno de los más conocidos editorialistas de El Comercio aseguraba que los grandes males del periodismo obedecían a lo que él llamaba “periodismo militante”. Se refería a una corriente supuestamente comprometida con ciertos sectores sociales o ideologías revolucionarias, apenas un fantasma en la historia del periodismo ecuatoriano, dominado por los medios privados. Quizá algún rato ese articulista nos pueda decir algo respecto del periodismo que sí milita a favor de las empresas mediáticas y al que, siguiendo su lógica denominativa, podríamos llamar “periodismo empresarial”. Digo, como sugerencia nada más.

“El kirchnerismo impuso una Ley de Medios con dedicatoria” publicó el jueves de esta semana El Comercio, con toda la tinta cargada a desacreditar la Ley de Medios en Argentina, uno de cuyos méritos es restar los privilegios de los grandes monopolios mediáticos, cuyo máximo exponente es el Grupo Clarín, con alrededor de treinta medios bajo su control, según la Red Nacional de Medios Alternativos de ese país. Romper el monopolio es romper la potestad de un grupo empresarial de decirle a toda una sociedad cómo debe pensar desde la política hasta el fútbol.

Por eso, entre las condiciones indispensables para mejorar la calidad del periodismo y garantizar el derecho a la información, en el Ecuador y en todas partes, están la lucha contra el monopolio, la desvinculación de los medios respecto de los grupos de poder, la mayor participación ciudadana en los procesos informativos, las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. Cualquier Ley de Comunicación que garantice algunos de esos aspectos será nociva para los empresarios mediáticos. Se entiende entonces por qué no dudan en sacrificar el periodismo por la propaganda.
El Telégrafo 01-11-2009