viernes, 8 de mayo de 2015

La pelea en el lenguaje, cuando el poder se noquea a sí mismo

Por Gustavo Abad
Por qué será que cuando Bonil ironiza todo el mundo lo entiende, pero cuando Correa ironiza todos se rasgan las vestiduras, se preguntaba con fingida ingenuidad una escritora adepta al régimen, a propósito del lamentable “Heil Hitler” que soltó el mandatario en su cuenta de twitter para desafiar a quienes encuentran –con justicia o no– similitudes entre el correísmo y el fascismo. Porque hay una gran diferencia entre la ironía y el cinismo, diría yo para ayudar a esta señora a ubicarse un poco. La ironía es un producto de la inteligencia, el cinismo es un rasgo de la prepotencia. Una escritora, si conoce bien su oficio, debería saberlo.
El saludo nazi, como mensaje de un presidente latinoamericano, por más que quiera maquillarlo tardíamente, no logra el efecto irónico porque la carga oprobiosa de tal expresión supera cualquier juego del lenguaje. No se puede hacer malabarismo con tacos de dinamita. Tampoco se puede atribuir esa clase de exabruptos al temperamento de quien los pronuncia. Más bien se puede ver allí, reflejada en el lenguaje, la actitud de quien idealiza un proyecto totalitario, al que no le basta con dominar su propio discurso, sino que quiere también apropiarse del discurso del otro.
No es novedad que la principal estrategia del correísmo en sus ocho años de gobierno ha sido tomar el control del relato social. La disputa inicial con los medios privados –que tuvo cierto sentido cuando la llamada revolución ciudadana parecía un proyecto democrático– resultó ser, a la larga, el punto de partida para una batalla en todos los frentes donde se pone en juego el modo de nombrar las cosas. Montado sobre un desmesurado aparato de propaganda –al menos una veintena de medios estatales, al servicio del discurso oficial–; una poderosa herramienta jurídica –la Ley de Comunicación que, en lugar de ampliar los derechos, restringe las libertades–; un sistema de vigilancia en la red –los llamados troll center, unidades clandestinas de ataque contra cualquier posición disidente–; un fantoche institucional –la Supercom y el Cordicom, dedicados a juzgar no solo lo que se publica sino también lo que no se publica–, el correísmo parecía estar ganando la batalla.
Tan seguro estaba el oficialismo de haber alcanzado el control total del relato, que comenzó a maltratar la sustancia misma de todo relato: el lenguaje. El único régimen que se autodenomina de izquierda pero toma decisiones que ya las hubiera querido tomar la derecha pensó que tal engaño no era suficiente y se propuso demostrar que el que domina todo también puede dominar el lenguaje y reventarlo a su antojo. Así, le pareció que podía llamar cambio de la matriz productiva a la profundización del modelo extractivista, petrolero y minero; acusar de terroristas a quienes se oponen a la minería contaminante; calificar de reforma de la justicia a la cooptación de jueces condescendientes; sostener que vivimos en un estado laico pero diseñar las leyes según las convicciones religiosas de su líder; proclamar que está en contra de la violencia sexual y aprobar un Código Penal según el cual ninguna mujer violada puede abortar a menos que tenga una deficiencia mental o esté dispuesta a ir a la cárcel; jurar que está en contra de la reelección indefinida y promover enmiendas a la Constitución para garantizar su continuidad en el poder; decir que la negativa del Estado a reconocer la deuda con la Seguridad Social es para proteger el futuro de los jubilados; proclamar que el IESS no es de los afiliados; acusar de discriminación a los periodistas que critican a un asambleísta inepto…
En fin, como el mitómano que se cree su propia ficción, el correísmo se creyó que dominar todos los poderes del Estado lo autorizaba también a corromper el lenguaje y ponerlo a su servicio. Pensó que podía llamar periodismo al activismo oficialista que practican los medios públicos. El correísmo retorció a tal punto el uso de las palabras que no se dio cuenta cuándo las vació de sentido. Y ya nada significa lo que alguna vez dijo que significaba.
Como esos terrenos que se quedan inútiles después de muchos años sometidos al monocultivo y a los pesticidas, así el discurso oficial ha erosionado las palabras después de ocho años de un monólogo descalificador. Su lenguaje es pobre y repetitivo: “nosotros somos más”, “prohibido olvidar”, “los mismos de siempre”, “mediocres”, “corruptos”, “tirapiedras”, “enemigos de la revolución”. Qué aridez y qué cansancio. Como la pornografía –sexo explícito sin juego de seducción–, el discurso oficial –insulto primario sin imaginación–, parece más un brebaje emocional para los necios.
En el documental “When we were kings” (Cuando fuimos reyes), de Leon Gast, acerca del famoso combate entre Mohamed Alí y George Foreman en Kinshasa (1974), se puede ver cómo el aparentemente obtuso mundo del boxeo ofrece lecciones memorables de inteligencia estratégica. Alí, consciente de que el poderío físico de Foreman lo superaba, hizo lo que nadie esperaba. En lugar de bailar, como había prometido, se replegó sobre las cuerdas y dejó que su rival lo castigara a placer. De vez en cuando –según el emocionante relato de Norman Mailer–, levantaba la cabeza y decía: “me decepcionas George, no pegas tan fuerte como yo pensaba”. Y el otro se ponía loco de rabia. Al cabo de cinco asaltos, Foreman estaba exhausto. Sin pensarlo, se había noqueado a sí mismo. Entonces Alí supo que era su momento. Salió de las cuerdas y liquidó a su adversario con una rápida combinación. En el último segundo, se abstuvo de lanzar un golpe que tenía preparado, quizá para no arruinar –dice el mismo Mailer– la estética del gigante que caía.
Al correísmo parece sucederle lo mismo en la arena política ecuatoriana. Se ha noqueado a sí mismo. Ha pegado a tantos y con tanta furia, que se ha quedado sin fuerzas. Por eso, cualquier persona con capacidad de indignación levanta el dedo medio o baja los pulgares –hace poco lo hizo un adolescente– cuando pasa la caravana presidencial. Entonces el poder se vuelve loco. Acostumbrado a mandar y sancionar, no puede aceptar el mensaje detrás del gesto: “me decepcionas, no eres lo que dices, no te puedo respetar”.
Cuando el poder aniquila el debate jurídico mediante el control del legislativo; cuando coarta al ejercicio de los derechos mediante un sistema de justicia sometido a su conveniencia; cuando restringe la libertad de información mediante amenazas y enjuiciamientos a medios y periodistas, siente que puede controlar todo, incluso el sentido de las palabras. Se olvida que la palabra es un producto de la cultura y la cultura es la memoria colectiva de los pueblos. Se olvida que el lenguaje es el campo de la cultura donde ningún opresor ha podido vencer. Cuando un caricaturista ironiza, nos dice que hay múltiples maneras de ver el mundo. El poder está convencido de que solo hay una, la suya. Cuando un escritor cuestiona, revela que hay un pensamiento detrás del mensaje. El poder nos dice que detrás del suyo hay una máquina infalible. El artista tiene la imaginación para interpretar. El poder, las leyes para castigar.
Después de la matanza de Tlatelolco, en México (1968), el gobierno del PRI quiso imponer la versión oficial de que el Estado había sofocado un brote subversivo y que los estudiantes, en su confusión, se habían matado entre sí. Sin embargo, escritores y periodistas como Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes y otros se encargaron de mantener vivo el relato de que aquello había sido un crimen de Estado. Fue una lucha de varias décadas para mantener viva una memoria. Ahora, no cabe duda de que fue el entonces presidente, Díaz Ordaz, el que ordenó apretar el gatillo. Frente a un partido que controlaba la justicia, el parlamento y los medios, los escritores optaron por dar la batalla en el campo del lenguaje y la cultura, el único espacio donde el pensador se enfrenta con el dominador y lo vence.
En el Ecuador, el correísmo tiene un selecto grupo de académicos, historiadores, escritores y periodistas dispuesto a construir para el futuro la versión de que la llamada revolución ciudadana fue un proyecto político transformador. Me pregunto, por ejemplo: ¿podrán negar quién ordenó la explotación petrolera en el Yasuní sin detenerse ante el peligro que eso supone para la vida de los pueblos aislados que allí habitan? Todo indica, más bien, que esta aventura solo pasará a la historia como el proyecto megalómano que alguna vez quiso imponernos un puñado de mentes alucinadas.