martes, 21 de enero de 2020

Literatura que cuenta


Por Gustavo Abad
Un buen escritor no es el que escribe más. Todo lo contrario, un buen escritor es a quien escribir le cuesta mucho más que a los demás. La definición no es mía, sino de Leila Guerriero. Bueno, tampoco es suya, porque en realidad ella dijo que Javier Cercas dijo que fue un editor alemán quien dijo eso… Y debe ser cierto, porque hasta llegar a estas páginas ha pasado por muchas bocas, por muchos préstamos, y no ha perdido su sencillez ni su claridad aforística.
Entonces una tarde de estas, en que el verano quiteño no termina de irse ni el invierno termina de llegar, comienzo a leer un precioso libro titulado Literatura que cuenta y en sus 231 páginas solo puedo encontrar un coro de voces que confirman la definición arriba citada. Yo solo agregaría que un buen escritor es también aquel que le muestra al lector las angustias de su oficio, que no le oculta las vértebras torcidas de su esfuerzo, que le abre las puertas a las cocinas de su escritura.
Este libro se compone de diez entrevistas a igual número de escritores de literatura sin ficción, como se dice ahora, o de periodismo narrativo, como se ha dicho por mucho tiempo y a mí me parece más acertado. Su autor, el periodista y catedrático español Juan Cruz Ruiz, nos acerca no solo al mundo personal y narrativo de los mejores cronistas hispanoamericanos, sino que también nos ofrece una lección del arte de entrevistar, de la habilidad para estimular la inteligencia del otro mediante el diálogo y obtener de allí una revelación, un dato inesperado, un detalle oculto de su personalidad.
Otro gran exponente de este género, el argentino Jorge Halperín, dice que una entrevista es buena cuando ha conseguido un delicado equilibrio entre información, testimonio y opinión. El mérito de Cruz Ruiz es doble porque logra ese equilibrio con unos escritores que, aunque se han destacado más como cronistas y novelistas, también son unos sagaces entrevistadores y saben a lo que se meten cuando aceptan una.
Por este juego entre dos mentes pasan tipos admirables como el mexicano Juan Villoro, quien cree que su amor por la narración y la lengua española se debe en gran parte a su experiencia de niño en un colegio alemán, donde el español era la lengua proscrita, por tanto, la lengua de la libertad, la que se hablaba en el recreo, que es la cumbre de la libertad de todo escolar. O sea, sin recreo no habría Villoro. Pero tampoco habría Villoro sin los narradores deportivos de su infancia, que eran capaces de reinventar cualquier partido mediocre y convertirlo en la guerra de Troya, como los recuerda ahora.
Más adelante, Martín Caparrós cuenta que en sus inicios como reportero tuvo como jefe nada menos que a Rodolfo Walsh. Sin embargo, no puede decir que aprendiera mucho del autor de Operación masacre porque este estaba tan concentrado en su propio trabajo, tan obsesionado con la exactitud del dato, con la frase adecuada, que no tenía tiempo de revisar el trabajo de los demás. Pero cualquiera que lea esa obra fundacional entenderá que toda la enseñanza de su autor está concentrada ahí. Eso lo entendió Caparrós después, cuando escribió una crónica en la que demostraba que por cada policía muerto en enfrentamientos armados morían treinta y tres delincuentes. La historia se publicó sin firma y los lectores pensaban que la había escrito Walsh.
Como son diez los entrevistados y no se puede hablar de todos porque la escritura también es un ejercicio de selección, que a veces puede ser doloroso e injusto, voy a consignar aquí algunas de las otras voces de este diálogo diverso, como Jorge Fernández, Héctor Abad Faciolince, Josefina Licitra, Manuel Vicent, y para que el lector haga su parte también.
Hay diálogos a modo de confesión, como el que ofrece Elena Poniatowska, protagonista y testigo de otros tiempos del periodismo, de otra ética, de otra estética. Desde la autoridad de sus 87 años, Poniatowska recuerda la época en que se convirtió en una cronista peligrosa luego de La noche de Tlatelolco. Cada día se estacionaba frente a su casa un carro policial para vigilarla y ella bajaba muchas veces a ofrecerles café a sus ocupantes, que le agradecían porque se dormían de cansancio.
Para terminar este comentario, vale otra indagación acerca de la inagotable relación entre literatura y periodismo. Alberto Salcedo Ramos sostiene, y lo recalca en esta entrevista, que ya es hora de dejar de usar la palabra literatura como sinónimo de ficción solamente. Cuando algún lector entusiasmado le pregunta: “¿cuándo vas a dar el salto a la literatura?”, el cronista colombiano contesta: “pero si yo hago literatura, colega, solo que no es literatura de ficción”.
En lo personal, me quedo con la explicación del español Juan José Millás. Lo cito para no traicionarlo: “el periodismo me ha dado tanto, no ya en el sentido de que ha ocupado mi tiempo y me ha permitido vivir de ello –que también– sino que con el periodismo he experimentado mucho y gran parte de esos experimentos los he llevado luego a mi literatura. Mi literatura sería distinta y sin duda peor sin mi periodismo. Y mi periodismo no tendría las virtudes que tiene sin mi literatura. Son dos territorios que se han enriquecido mutuamente, es como si me dijeras: ¿imaginas tu vida sin una pierna? No, son las dos las que me han llevado a un sitio, no puedo imaginar mi vida sin el periodismo, mientras esté activo, de un modo u otro haré periodismo”.

Cruz Ruiz, Juan. 2016. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.231 páginas