jueves, 21 de febrero de 2019

Rehenes, el viaje incesante del periodismo de investigación


Por Gustavo Abad
Había un silencio premonitorio en los alrededores del cuartel de Policía de San Lorenzo esa noche del viernes 26 de enero de 2018. Los policías y los vecinos del barrio –normalmente bullicioso y festivo por la llegada del fin de semana– compartían ese estado de calma nerviosa de quienes intuyen que algo grave va a pasar. Y pasó. A la 01h32 del sábado 27 de enero, un coche bomba explotó contra la parte posterior del cuartel. La mezcla de nitrato de amonio, pentolita y diésel abrió un cráter de casi cinco metros de diámetro por uno de profundidad y causó destrozos en las casas hasta 300 metros a la redonda. De esa manera, despiadada y brutal, hacía su aparición alias “Guacho”, el jefe de la banda narcoterrorista que sería, más adelante, responsable de la muerte de cuatro militares, tres periodistas y dos civiles en uno de los momentos de mayor tensión y violencia en la frontera norte, en la última década.
Corrijo: la verdad es que “Guacho” ya no era un desconocido en ese instante. Varios meses atrás corría un ir y venir de mensajes, llamadas, informes y conversaciones reservadas entre mandos policiales, militares, investigadores, ministros y otras autoridades del poder político, que sabían de la existencia y las intenciones criminales de este personaje. Incluso, minutos antes de la explosión, investigadores del Departamento de Vigilancia Técnica Especializado (DVTE) pudieron interceptar los mensajes de la gente de “Guacho” y seguir, paso a paso, los preparativos del atentado. Lo que no pudieron fue evitarlo, porque estaban en Quito, a cientos de kilómetros, y ninguno de sus mensajes desesperados llegó a la Unidad de Gestión de Seguridad Interna (UGSI), encargada del seguimiento del caso. Entonces vino el estruendo, el olor a quemado, la destrucción y el despertar de un país al borde del horror.
Los párrafos anteriores son apenas una síntesis de uno de los pasajes más reveladores de un libro cargado de pasajes reveladores acerca del contexto de violencia en que se produjo el secuestro y asesinato de Javier, Paúl y Efraín, periodistas de El Comercio, cuyo primer aniversario está por cumplirse. El libro se titula Rehenes y sus autores son Arturo Torres y María Belén Arroyo, periodistas con larga experiencia en llevar hasta su punto más alto la premisa central del periodismo de investigación: contar lo que alguien, en algún lugar del poder, no quiere que se sepa. El texto de 280 páginas es, en mi criterio, uno de los trabajos más detallados que sobre este tema ha ofrecido el periodismo ecuatoriano. Aparte de un excelente relato informativo, es un valioso documento histórico y, como dicen los autores en el Epílogo, un modo de honrar el recuerdo y la memoria de quienes partieron a cumplir su trabajo y no regresaron.
Antes de continuar sobre el contenido de Rehenes, vale aclarar que no se debe confundir la investigación periodística con el periodismo de investigación, aunque la diferencia puede ser muy sutil en algunos casos. La primera es una práctica imprescindible del oficio para obtener información sobre cualquier tema. El segundo, en cambio, es la búsqueda de información acerca de temas que el poder, intencionalmente y con diversos métodos, quiere mantener ocultos. El libro de Arturo y María Belén se inscribe en el segundo grupo. Es periodismo de investigación de alto nivel porque en la mayoría de los hechos que narra permite entender cuál es el lugar y la acción del poder.
Dicho de otra manera, Rehenes también es un relato de la suma de acciones, errores y omisiones –intencionales o no– con que el poder político permitió que el crimen organizado convirtiera al Ecuador en su zona de operaciones. Y esa historia tiene, según los autores, varios momentos decisivos: los indicios no desmentidos de un supuesto aporte económico de las FARC a la campaña presidencial de Rafael Correa en 2006; la pasividad con que las fuerzas del orden vieron cómo crecía en la frontera el sistema de extorsión o “vacunas” de las bandas delincuenciales contra los campesinos y hacendados; el fiasco de los inservibles radares chinos, que costaron millones de dólares, pero nunca pudieron ser usados para vigilar la frontera; el infame papel que jugó durante el correísmo la entonces Secretaría Nacional de Inteligencia (Senain) que, en lugar de investigar a los grupos armados, se dedicó a vigilar y perseguir a políticos, periodistas, líderes sociales y otras voces críticas al gobierno; los intercambios de mensajes por watsapp entre el jefe de los secuestradores y un oficial de la policía; la decisión tardía de aceptar un canje que implicaba la liberación de los periodistas a cambio de tres hombres del círculo íntimo de “Guacho”, presos en la cárcel de Latacunga… Y muchos otros con los que cualquier lector de este libro puede hacer su propio ejercicio de relacionar unas cosas con otras.
Hay algo más que nos ofrece Rehenes y es la certeza de que en la búsqueda de la verdad el poder siempre, o casi siempre, opta por el silencio, y en la búsqueda de justicia el actor más confiable, el más cercano, es la sociedad civil organizada. Difícilmente el secretismo oficial con que el gobierno ha tratado de eludir su parte de responsabilidad en esta escalada de violencia hubiera podido romperse sin la persistencia de los familiares de las víctimas, de los organismos de derechos humanos, de las organizaciones de periodistas, de los abogados comprometidos con las causas sociales, de las marchas y plantones frente a Carondelet organizados por sus compañeros y amigos, de la presencia solidaria de los estudiantes ansiosos de entender qué futuro les espera en esta profesión de periodistas.
Este libro, como dicen sus autores, es un viaje que no termina aquí ni ahora, porque nada termina para el periodismo de investigación. La historia de la violencia no comienza ni termina con la foto de lo que, según la información oficial, es el cadáver de “Guacho” ultimado por un francotirador. Al contrario, esa foto genera más preguntas, porque el periodismo no es otra cosa que el ejercicio obstinado de la pregunta. Y la que queda latiendo en todo esto es: ¿cuánto silencio, cuantas historias ocultas subyacen detrás de esa foto de un hombre muerto?

Cuando nadie nos ve: la violencia inconfesable


Por Gustavo Abad
No es fácil hablar de la violencia, sobre todo cuando las causas del espanto y la marea emocional no terminan de aquietarse. Los violadores de Martha, el asesino de Diana, y la palabra imprudente que, desde la máxima instancia del poder político, le puso nacionalidad a la violencia nos dejaron con la incómoda sensación de que, por más que el lenguaje todo lo puede, a veces parece que no.
Esos hechos –solo por hablar de los más difundidos en las últimas semanas– coparon el interés público, sacaron a la gente a las calles y saturaron de información las redes sociales. La marcha convocada por los movimientos feministas en contra de la violencia y la xenofobia, la tarde del 21 de enero, fue una de las más vigorosas respuestas a tanta falta de respeto por la vida humana.
Para eso está el espacio público, para el libre ejercicio de la palabra y del pensamiento. Para la acción reveladora y, ojalá, reparadora de los males colectivos. Tanto en el espacio físico de las calles, como en el mundo virtual de las redes sociales, cada quien, a su manera, se solidarizó con las víctimas, reclamó justicia, condenó el patriarcado y expresó su bien justificada indignación moral.
La violencia es la conducta donde confluyen, de manera más intensa y compleja que en otras, los tres ámbitos decisivos de la vida: lo público, lo político y lo privado. La convivencia social se organiza en pos de la armonía –siempre relativa, siempre inconclusa– entre lo público y lo privado, entre las decisiones individuales y los acuerdos colectivos. Y todo se resuelve, para bien o para mal, en el campo de la política.
Se entiende entonces que la violencia sea uno de los temas sobre los que más pedagogía –preventiva y sancionadora– circula en los espacios públicos y políticos. Hay pedagogía en las calles: pancartas, grafitis, consignas…; en las redes sociales: campañas, historias, denuncias…; en las universidades: conferencias, tesis, publicaciones…. Algo parecido ocurre en la política: leyes, instituciones, sanciones... La violencia parece ocupar ahora mismo casi todas las energías sociales.
No obstante, copados como están lo público y lo político por el debate y la pedagogía contra la violencia, al mismo tiempo parece que flaquean las voluntades para desterrarla del ámbito de lo privado. Es ahí, en el terreno inexpugnable de lo íntimo y familiar, en el conflictivo espacio de los micropoderes laborales, en las disputadas jerarquías académicas, donde persiste y se recrea cada día la violencia.
En este tema no importa solo lo que digamos en público, sino también lo que hagamos en privado. La incongruencia entre el discurso público y la conducta privada invalidan la acción política. Y tal desfase ocurre justamente ahí donde nadie nos ve. En el cómodo anonimato de lo privado es donde muchos hallan la oportunidad de sacar a pasear a la bestia.
Modelos de esta incongruencia están en todas partes: el mismo profesor o profesora que condena públicamente la violencia usa su cátedra para ejercicios inconfesables de poder; la misma líder feminista que inunda las redes sociales con argumentos contra el patriarcado arremete contra una compañera de lucha por no parecerle suficientemente radical; los mismos padres y madres que exigen respeto para sus hijos alientan a estos a tomarse la vida como una competencia infinita contra los demás; el mismo jefe policial que repudia la violencia delincuencial no pierde oportunidad de ejercer sobre la tropa su cuota de violencia legal…
En agosto de 2010, la banda narcoterrorista de los Zetas asesinó a 72 migrantes en una finca del Estado de Tamaulipas, frontera entre México y Estados Unidos. Una ola de indignación moral recorrió el continente. Las autoridades, la policía, los políticos, todos condenaron la masacre pese a que sabían que esta ocurriría de un momento a otro y no hicieron algo para evitarla. Solo estuvieron a la hora de las condolencias.
El periodista Oscar Martínez, quien llevaba para entonces varios años informando y alertando a las autoridades acerca de los abusos, los crímenes y las violaciones que sufren los migrantes, se rebeló contra la hipocresía oficial que prefería los lamentos a la prevención. Convencido de que tanta palabrería duraría apenas lo que tarda en llegar otro crimen, se despidió de todos los compungidos con una frase inapelable: “nos vemos en la próxima masacre”.
En las condiciones actuales, si además de salir a las calles y de saturar las redes sociales no paramos la violencia –la propia, digo, no solo la del otro– en la vida privada, en la cotidianidad de nuestros hogares y nuestros trabajos, mucho me temo que nuestras despedidas adquieran la crudeza realista de Martínez: nos vemos en el próximo femicidio.