Por Gustavo Abad
El Gobierno quiere resultados en la lucha contra la inseguridad, pues considera que 320 millones de dólares destinados a la modernización de la Policía no pueden gastarse así nomás sin que ayuden a disminuir los índices delincuenciales. Al no encontrarlos, esta semana pagaron con sus puestos los subsecretarios de Seguridad y Gobierno. Los medios de comunicación también exigen resultados, pues para bien o para mal no dejan de considerarse los intérpretes del clamor popular. Para presionar, incrementan los espacios de crónica roja y los saturan de imágenes y testimonios desgarradores. El grueso de la gente, por supuesto, también quiere resultados, pues mira en los noticieros y lee en los periódicos que el orden se ha roto y que la paz ya no existe. Entonces tiene miedo, siente que la ruta de su casa al trabajo, al cine, al mercado, al estadio, a donde sea, se ha convertido en una travesía de peligro.
Mientras el gobierno reconstruye su estrategia –que ojalá no sea insistir en la misma fórmula que asocia más seguridad con más armas y más policías–, los medios tienen otra oportunidad para replantear la cobertura de este tema –como indagar en las causas estructurales, institucionales y circunstanciales del delito–, y los ciudadanos podríamos detenernos a pensar en lo que pasa por nuestras cabezas cada vez que escuchamos las palabras inseguridad y violencia, con las que hemos aprendido a designar la ruptura del orden, y nos olvidamos de otras, como crisis e injusticia social.
Así se construye el miedo en las ciudades, en la confluencia de tres discursos principales: oficial, mediático y cotidiano, unas veces separados, otras mezclados, pero casi siempre complementarios entre sí, porque la ciudad es la suma de todas las informaciones posibles, entre las que ahora dominan las de inseguridad y violencia. Entonces los habitantes generan respuestas, actitudes y estrategias de vida desde la noción de ciudad que cada quien se ha formado.
Frente a un relato de terror, la gente toma precauciones, modifica su comportamiento con el fin de prevenirse de aquello que, en principio, le llega como información, pero se cuela en su testa y modifica de largo su conducta. De esta manera, se borran los límites entre los relatos y la realidad. Se invierten los roles: las narraciones ya no se basan en hechos, sino que los hechos se consuman y las decisiones se toman en obediencia a las narraciones. Se confunden el orden objetivo con el subjetivo, y el resultado es el miedo, el principal estado emocional con el que nos relacionamos los habitantes urbanos.
Ese miedo, esa forma de relación social basada en la desconfianza y el temor al otro, es lo que mejor nos define en esta coyuntura. El miedo hace que el conductor cierre la ventana cuando el malabarista le pide recompensa por su arte elemental; que el guardia de seguridad privado dispare al bulto a la menor señal de peligro; que los propietarios se enclaustren dentro de grandes muros y recubran sus casas de sistemas de alarma.
El miedo rompe cualquier vínculo de solidaridad con el otro y se expande mediante los cuentos de boca en boca, esos micro relatos cotidianos, que bien podrían ser un modo de encuentro con el saber original, en el cual el narrador –el vecino del condominio, el compañero de asiento en el bus, el amigo de la oficina, cualquiera– reconstruye una historia personal o ajena, palpable o imaginaria, para explicar y explicarse a sí mismo una realidad cuya complejidad desborda su comprensión.
La violencia es un fenómeno demasiado complejo como para que alguna disciplina social pueda decir que la ha comprendido y explicado. Sin embargo, en los micro relatos cotidianos, toda esa complejidad se resuelve en el pequeño cuento que le hace un vecino a otro. Parece que las personas, cuando se cuentan unas a otras sus episodios de miedo, se revelan también los secretos mismos de la existencia, y desempolvan el arcaísmo de la narración oral en plena era del ipod, el facebook y otros polvos mágicos.
El Telégrafo 09-11-2008
domingo, 9 de noviembre de 2008
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