Por Gustavo Abad
Era diciembre de 1993 y era la redacción de un diario quiteño, cuando desde el módulo de los reporteros de sucesos salió el sonido carrasposo de la radio que captaba la frecuencia de la Policía, gracias a lo cual los cronistas llegaban al sitio de las desgracias antes que las ambulancias. En uno de esos diálogos entrecortados que tienen los policías por radio, uno de ellos le explicaba a otro que sus colegas de Guayaquil no habían podido impedir que un periodista de televisión y su camarógrafo irrumpieran en la sala donde se realizaba la autopsia al cuerpo de un famoso futbolista fallecido hacía pocas horas en un accidente de tránsito.
Entonces alguien encendió por reflejo la televisión y, en efecto, ahí estaba el inefable periodista deportivo, exaltado y jadeante, mientras relataba como una hazaña el haber logrado en la morgue las primeras imágenes de la intimidad violada de quien hasta entonces había sido, además de un ídolo deportivo, un honrado ciudadano ecuatoriano, cuya muerte, la necrofilia televisiva reducía a un espectáculo denigrante.
Las cosas no han cambiado mucho desde entonces respecto del uso que hacen algunos medios de las imágenes dolorosas de las víctimas de accidentes o crímenes. En el mejor de los casos, difuminan los rostros de las víctimas como una concesión piadosa. Por eso la decisión gubernamental de prohibir la difusión de ese tipo de imágenes, no puede ser tomada como un intento de limitar el trabajo periodístico ni de esconder la dimensión de la inseguridad pública, como lo interpretan especialmente en los noticieros de televisión, sino como una reacción ante esas malas prácticas periodísticas y una contribución a la salud mental de la población.
Pero esa es solo una de las diversas caras del problema. Hay otras menos visibles, como la relacionada con su aplicación y regulación en casos específicos. La medida oficial señala que la Policía impedirá que los periodistas u otras personas hagan fotos o filmen los cuerpos de los fallecidos o heridos, lo cual deja una interrogante: ¿y si se trata de víctimas de abuso policial, donde el registro de la posición, de ciertas marcas o de ciertas huellas en el entorno pueden ayudar a llevar a los responsables ante la justicia? Recordemos que en enero de 2007 un grafitero fue asesinado por tres policías en el norte de Quito y los culpables siempre trataron de borrar las huellas del crimen.
Entonces el debate no puede quedarse solo en el tema del registro y la publicación, sino en las intenciones y el uso final de esas imágenes. La única justificación para mirar el dolor de los demás sería la posibilidad de contribuir con algo para remediarlo. Un debate y una aclaración que nos quedan debiendo los gestores de la prohibición.
Pero los medios que impugnan la medida no están pensando precisamente en una probable utilidad social de alguna de esas imágenes, sino en su explotación como material de programas basados en la exhibición del cuerpo mutilado, enfermo, viejo, deforme, degradado, para construir eso que algunos han bautizado acertadamente como pornomiseria y que tanto se practica en la televisión, disfrazada de ayuda social.
Justo cuando escribo estas reflexiones aparece en la pantalla de Canal Uno el cuerpo herido e infectado de un joven negro, sobreviviente de un enfrentamiento entre pandillas en un barrio marginal de Guayaquil. La cámara lo recorre con minuciosidad enfermiza, se ceba con cada detalle del cuerpo herido, mientras la -¿se le puede llamar periodista?- conocida como la “reportera del drama” le ofrece consejos morales pero nada dice de las condiciones de vida de los jóvenes de esos barrios ni de las causas de la violencia.
Todo derecho humano debería comenzar por el cuerpo, que es nuestra única y esencial propiedad. La exhibición del cuerpo mutilado roba la dignidad y niega la humanidad de las víctimas. Eso ya justifica la prohibición. Queda pendiente su regulación.
El Telégrafo 24-08-2008
domingo, 24 de agosto de 2008
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