lunes, 7 de diciembre de 2015

Las enmiendas, paradoja y decadencia del correísmo

Por Gustavo Abad
Las enmiendas a la Constitución aprobadas por la Asamblea Nacional el pasado 3 de diciembre –justo cuando Quito comenzaba su baño anual de licor y de hispanismo bobo– pueden ser leídas de dos maneras principales: una, como la artimaña política que le faltaba al correísmo para acumular más poder y afianzar su dominio; y dos, como la prueba de su decadencia, la confirmación de su fracaso. A la luz de lo sucedido, prefiero la segunda, porque muestra la enorme paradoja que hay en todo esto.
El solo hecho de haber convertido al recinto legislativo en una fortaleza inexpugnable, cercada de vallas metálicas, custodiada por miles de policías con escudos, toletes y bombas lacrimógenas, dispuestos a reventarle la madre a cualquier manifestante, disipa cualquier duda sobre la conciencia vergonzante que arrastran los legisladores oficialistas en todos sus actos. Y eso ya es un fracaso político.
El mismo régimen que ha demostrado que le vale un tamarindo la Constitución cuando interfiere en su proyecto de modernización capitalista y autoritarismo estatal ahora quiere legitimar sus actos con una Constitución modificada para agregar más ficción a la que ya sobra en las leyes ecuatorianas. La paradoja afloró ese mismo día cuando la presidenta de la Asamblea, Gabriela Rivadeneira, dijo que las enmiendas servirán para “ampliar los derechos” mientras la policía detenía a decenas de personas –al siguiente día un juez condenó a 21 detenidos a 15 días de prisión– y dejaba un centenar de apaleados en las calles. Ellos seguramente recordarán el cariño con que el gobierno amplió sus derechos.
Está claro que la única ética que ha practicado el correísmo hasta ahora es la que le permite tener la razón a toda costa. Quiero decir: ¿acaso ha tomado en cuenta lo que manda la Constitución respecto de los derechos humanos, el medio ambiente, la administración de justicia, la seguridad social, la fiscalización, la comunicación…? Para que se entienda: ¿no son pruebas de total irrespeto a la Constitución los estudiantes encarcelados por expresarse en las calles, los comuneros perseguidos por oponerse a la minería, los jueces presionados a fallar a favor del régimen, la negación de las obligaciones estatales con los afiliados y jubilados de la seguridad social, el mutismo de los asambleístas frente a las denuncias de corrupción, los enjuiciamientos a medios y periodistas…? Entonces: ¿de dónde sacaron que había que enmendar la Constitución para que este país ganara en democracia y en libertades?
La Constitución –antes y después de las enmiendas– consagra, por ejemplo: el derecho a la resistencia, y la policía aplasta con sus carros antimotines cualquier manifestación de inconformidad en las calles; los derechos de la naturaleza, y estos se violan cada día en cada campamento chino que se levanta para profundizar la minería contaminante; el derecho a un juicio justo, y la culpabilidad o inocencia de las personas se dictan en las sabatinas; el derecho a una jubilación digna, y se desangran mediante artificios legales los fondos de pensiones y de cesantías de miles de trabajadores; el derecho a la fiscalización, y los legisladores ven pasar por sus narices un carnaval de negocios fraudulentos sin inmutarse; el derecho a informar y ser informados, y miles de solicitudes de información van a parar al tacho de basura de funcionarios mediocres mientras que los organismos oficiales de comunicación se dedican a enjuiciar a cada bloguero que los desnuda en su incompetencia.
Digo, si con el desmesurado aparato legal que maneja a su antojo, el correísmo no ha podido ni ha querido construir durante estos ocho años un medianamente creíble Estado de Derecho, ¿para qué usará las enmiendas justo ahora que prepara su retirada? ¿piensa que le ayudarán a recuperar la legitimidad que ha dilapidado por tanto tiempo? Todo esto me recuerda más el gesto del camorrista de karaoke que no se va del baile sin antes lanzar el último puñetazo para cubrir alevosamente su retirada.
Un momento, no por desesperado el gesto es menos dañino. Ya lo han dicho varios analistas: la enmienda número 2, que garantiza la reelección indefinida de las autoridades de elección popular, hábilmente calculada para entrar en vigencia en mayo de 2017, deja al líder máximo del correísmo fuera de las elecciones de ese año, pero facilita su retorno en 2021 como el salvador de la patria, aparentemente indemne de su responsabilidad en la crisis que le acaba de endosar al próximo gobierno. Al fin de cuentas, ese era el fin último de las enmiendas. El resto solo era parte del combo.
Todo lo que el régimen ha querido lo ha hecho sin necesidad de enmiendas. Recapitulemos: que las Fuerzas Armadas salgan a reprimir a los ciudadanos bajo el eufemismo de apoyar la “seguridad integral del Estado” (enmienda 4); que las iniciativas de consulta popular provenientes de la sociedad civil sean ignoradas cínicamente cuando la autoridad decida que alguien “abusa de esta acción” (enmienda 1); que la Contraloría pierda cada vez más su capacidad de fiscalización y no pueda evaluar las “gestiones” de los funcionarios (enmienda 5); que las políticas de comunicación emulen a las del franquismo al definir como “servicio público” a lo que es un derecho humano (enmienda 10)... Todo lo que las enmiendas ahora permiten, el régimen ya lo hacía por manipulación propia. La única diferencia es que ahora lo hará con una barnizada legal. La simulación es otro síntoma del fracaso.
A todo esto, la enmienda número 10, que define a la comunicación como un servicio público en contra de toda una trayectoria de pensamiento social y humanista que la define y la practica como un derecho humano es otra señal de fracaso. En este tema, el régimen actúa con la misma claridad que un gigante enceguecido. 
Lo que intenta el correísmo es cerrar el círculo del control administrativo de la palabra que hace rato viene ejerciendo mediante la Ley de Comunicación. La idea es que cada acto del habla que le resulte incómodo al poder pueda ser sancionado con un acto administrativo. Lo que no han pensado ni los funcionarios ni los intelectuales orgánicos que apoyan esta monstruosidad es cómo van a lograr ese control. ¿Cómo pretenden embotellar el viento?
En materia de comunicación, al régimen le pasa lo mismo que al emperador que narra Borges en su cuento “Del rigor en la ciencia”. Éste quería un mapa del imperio tan pero tan detallado, que los cartógrafos terminaron haciendo un mapa del mismo tamaño que el territorio. Después, convencidos de la inutilidad de su proyecto, lo abandonaron a los rigores de las lluvias y el viento.
Del mismo modo, la obsesión del correísmo de controlar el relato en todas sus manifestaciones, de criminalizar la opinión contraria, de no dejar una palabra sin contestar ni una noticia sin desmentir, de acumular medios públicos, incautados y estatales en torno a su aparato de propaganda, tiene el mismo destino de todas las obsesiones inútiles, los rigores del tiempo y del olvido.
Recordemos que todo el emporio mediático que el mafioso italiano Silvio Berlusconi tenía a su servicio cuando manejaba el poder político no pudo evitar que fueran descubiertos sus delitos y condenado por ello. Toda la prensa amarillista que el dictador peruano Alberto Fujimori controlaba no impidió que se descubriera su responsabilidad en las matanzas ordenadas por su gobierno.
Cuando el diario público El Telégrafo compra –en plena época de austeridad fiscal– las acciones de El Tiempo para lo que parece ser una expansión del periodismo oficialista en el sur del país, se olvida que el que más comunica no es el que más medios acumula, sino el que tiene algo que decir. Y el correísmo hace tiempo que perdió esa capacidad.
Que el derecho a la comunicación se transforme en un servicio público es otra muestra de fracaso y decadencia de un régimen que –de nuevo la paradoja–  lo que más ha hecho es destruir la filosofía de lo público.