lunes, 21 de julio de 2008

La comunicación más allá de los medios

Por Gustavo Abad
“Un ratito, señor ¿de qué medio es usted?”, suele ser una pregunta frecuente e incómoda hacia quienes ejercemos el periodismo sin estar vinculados de planta a un medio de comunicación. “De ninguno, porque trabajo de manera independiente”, suele ser la respuesta. Y ahí comienzan los problemas. “Entonces no puede pasar”. El funcionario, asistente, guardia, o lo que sea, se empecina en que “aquí no entra quien no presente la credencial de un medio”, y solo a base de insistencia se logra abrir el cerco.
Pero muchas veces de nada sirve explicar que la información no solo es necesaria para los periódicos, radios, canales y otros medios, sino también para los investigadores, docentes, líderes sociales, estudiantes, activistas, y todos quienes producen y toman decisiones a partir de la información sobre temas de interés público y de actualidad.
Es que uno de los grandes equívocos en la mayoría de espacios sociales es el de reducir comunicación a medios, información a periodistas, opinión a editorialistas, e ignorar que la comunicación, es decir, la búsqueda y construcción de sentidos, fluye en una infinidad de ámbitos no necesariamente mediáticos.
La comunicación no solo es un campo de acción, sino también de estudio, y no se restringe a las noticias, sino también a la reflexión teórica, a la educación, a la intervención política, a la organización social, a la creación artística, a los procesos identitarios, al activismo ecológico, de género, etc., que se nutren de flujos informativos e intercambios simbólicos. La comunicación nos ayuda a reconocer nuestro lugar en el mundo y a organizar nuestra vida cotidiana, que es la única que tenemos.
Por eso el texto de la nueva Constitución, en lo relacionado con la comunicación y la información, resulta un avance, pues agranda el horizonte y la comprensión de esta actividad y la reafirma como un bien público y como un derecho ciudadano.
Para comenzar, se refiere a la comunicación como un derecho “en todos los ámbitos de la interacción social por cualquier medio y forma”, y no “especialmente por parte de periodistas y comunicadores sociales”, como decía la anterior de manera limitada.
Otro aspecto destacable del nuevo texto es que diversifica la naturaleza de los medios en “públicos, privados y comunitarios” (auque podrían ser más), con lo cual reconoce y alienta nuevas prácticas periodísticas, nuevas agendas, nuevos relatos, promovidos desde diversas maneras de entender y narrar la realidad y no exclusivamente desde de la visión de los medios privados, muy necesitados de un espejo que anime su evolución.
El nuevo texto también establece el acceso en igualdad de condiciones a las frecuencias para el funcionamiento de radios y canales de televisión no necesariamente comerciales, sino de servicio público y comunitario, algunos de los cuales ya existen en el Ecuador, pero relegados a la periferia, por lo que no están incluidos en las organizaciones de radio y televisión con mayoría del sector privado, cuya representatividad ha sido cuestionada desde hace varios años.
La exclusión no solo tiene una cara económica, como el desempleo, la pobreza, la marginación física; también existe la exclusión simbólica, como la falta de acceso a la información, a los productos culturales, a la comprensión y disfrute de las creaciones artísticas. Ampliar el horizonte de la comunicación y la información, mucho más allá del ámbito de los medios, es ampliar las posibilidades de inclusión mediante el ejercicio de ese derecho y su uso estratégico para incidir en las políticas públicas.
Es posible que el texto no recoja todos los planteamientos o que no se ajuste a todos los cambios en el campo de la comunicación en los últimos años, pero oxigena el concepto al liberarlo de una reductora práctica mediática, lo cual ya es un avance saludable.
El Telégrafo 20-07-08

sábado, 12 de julio de 2008

Falso dilema

Por Gustavo Abad
–No les digas prófugos a los Isaías –le reclamaba hace pocos años el editor de un medio guayaquileño a un inteligente analista que escribía para ese diario.
–¿Entonces, cómo se les dice a los que huyen de la justicia? –replicaba el periodista.
–Llámalos de otra manera, pero no nos causes problemas, o tu columna no se publica –fue la respuesta definitiva.
El columnista no claudicó, pero perdió su trabajo, y con ello su libertad de expresión así como sus lectores el derecho a la información.
Por eso causa vértigo mirar cómo la mayoría de medios tradicionales pregonan que la incautación de 195 empresas –entre ellas tres canales de televisión– del grupo Isaías, por parte de la AGD, es un atentado a la libertad de expresión en el Ecuador.
Al escuchar eso uno se pregunta: ¿Dónde anida realmente la censura y la distorsión, en el poder político o en el poder económico-mediático? ¿Se puede atentar contra algo que ya fue destrozado hace años por esos mismos medios debido a sus vinculaciones con grupos económicos? ¿Acaso tres canales, cuya programación es a la comunicación lo que la comida chatarra es a la alimentación, se pueden adjudicar la representación de la libertad de expresión en este país?
Mejor libertad es la que ejerce la gente en la calle y que, por asociación de ideas, en la última década ha unido al sustantivo banquero el calificativo corrupto como fórmula indisociable y condenatoria, surgida de la propia experiencia sin otra mediación.
Muchos recordamos todavía la entrevista en la que el entonces ministro de Economía, Ricardo Patiño, trapeó el piso con los despojos anímicos del periodista Jorge Ortiz, evidentemente ofuscado y sin capacidad de reacción ni argumentos, cuando el funcionario, a cada pregunta, le respondía: “ustedes pertenecen a la banca”.
Fue un episodio lamentable, no por Ortiz, sino por los miles de televidentes que esperábamos una explicación convincente acerca de la renegociación de la deuda externa, pero el ministro no la ofrecía porque estaba ante un hombre disminuido, que admitía que su credibilidad estaba “por los suelos” y que era empleado de un banquero, pero en un canal, según aclaraba en tono de acusado.
¿Y el derecho a la información? Relegado tras el bochorno del periodista.
En esta última semana, casi todos los medios tradicionales se han esforzado en venderle al público un falso dilema, que consiste en confundir una acción legal de incautación de bienes de los responsables del más grande atraco bancario en la historia del país con un atentado a la libertad de expresión.
Triste papel de esos medios, que harían mejor en preocuparse de cómo logrará el estado que esos bienes sirvan para restituir el dinero a los afectados y, mientras tanto, cómo evitará usar esos canales para propaganda política oficial, pues la legitimidad jurídica y moral de la incautación podría desdibujarse si el gobierno decide intervenir en la línea editorial o en la programación. Una cosa es ejecutar un proceso legal y otra sería usar una infraestructura comunicacional para imponer un modo de hacer y decir, lo cual otorgaría argumentos a quienes reducen todo esto a un cálculo coyuntural.
El tono dramático con el que han informado sobre este caso los medios, especialmente de televisión, la información editorializada que han emitido los reporteros, la mala intención al mezclarlo con la no renovación de la frecuencia a Radio Sucre, sí son un atentado al derecho a la información, un derecho que reclaman los ciudadanos y que nunca ha sido respetado ni defendido por los medios controlados por banqueros.
El Telégrafo 13-07-08

sábado, 5 de julio de 2008

Imágenes obsesivas

Por Gustavo Abad
Los únicos que tienen autoridad para mirar el dolor de los demás son los que tienen alguna posibilidad de remediarlo, decía la escritora estadounidense Susan Sontag, al referirse a la cantidad de imágenes de violencia y de muerte que consumimos cada día hasta el hartazgo y la inconciencia.
Si no podemos hacer algo por las víctimas de ese dolor, somos simples mirones, remataba ella, con esa manera casi irrevocable de echar abajo los lugares comunes que circulan con toda licencia y que damos por válidos sin reflexión, como aquel que pregona que la difusión continua de imágenes dramáticas sirve para tomar conciencia del horror y no volver a cometerlo.
El cuerpo destrozado muchas veces causa la misma curiosidad que el cuerpo desnudo. Quizá por ello, el concurso World Press Photo recoge con extraña predilección las fotos más desgarradoras del mundo y quizá por eso mismo las multitudes que visitan sus exposiciones exclaman ¡qué horror! y luego se repliegan sin más sobresaltos hacia sus propias urgencias, hacia sus propios duelos, porque difícilmente tienen espacio para los de esos desconocidos.
El actual predominio de la imagen como producto informativo a través de todos los medios desplaza nuestros sentidos y nuestra comprensión de la realidad. Recordar ya no es reflexionar sobre un acontecimiento, sino evocar una imagen, decía la misma Sontag. La comprensión pierde espacio ante la emoción.
El asambleísta Rafael Estévez intenta coserse los labios para protestar por lo que considera autoritarismo de la mayoría oficialista en la Asamblea. El presidente Rafael Correa derriba con un combo un cubículo de castigos en una cárcel esmeraldeña. Las cámaras recorren la acera ensangrentada donde asesinaron al periodista Raúl Rodríguez. Decenas de fotógrafos buscan el rostro del violador que cometía sus crímenes en los alrededores del Pichincha. Tres mil personas marchan en Guayaquil en reclamo de más seguridad y mano dura contra la delincuencia… Imágenes, emocionantes imágenes, que sin embargo, poco o nada nos dicen de la realidad social e histórica que las produce.
Hace pocos años era usual entre los fotógrafos de prensa hacerse esta pregunta: ¿Si estás cubriendo una guerra y encuentras un herido a punto de morir en el camino, lo ayudas o le tomas la foto? Recuerdo que muchos respondían: le tomo la foto. Se justificaban diciendo que de todas maneras el hombre iba a morir, en cambio, la imagen de su muerte dando vueltas por el mundo podría salvar a otros. Extraña fórmula compasiva.
Kevin Carter siguió esa doctrina y tomó la foto de una niña africana agonizando de hambre mientras, a pocos metros, un buitre esperaba para saltar sobre ella. El cronista gráfico ni siquiera hizo el ademán de espantar al pajarraco. Con esa foto ganó un Premio Pulitzer. Poco después se suicidó.
La palabra nos hace comprender la realidad, pero la imagen solo nos obsesiona. Por eso se entiende que la revista Vanguardia colocara un colosal NO en su portada de hace dos semanas, probablemente para que esa imagen actúe de manera subliminal como un letrero luminoso que se prende y se apaga en el inconciente de cada elector en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución. Ese NO, por efecto del diseño (letras blancas sobre fondo rojo), se desvincula de su sentido verbal y muta en ícono propagandístico, en artefacto visual tan obsesivo como la negación que promueve.
Una imagen que reemplaza el debate, que persigue efectos en lugar de reflexiones. Una imagen que, si nos toma desprevenidos, nos convierte a todos en mirones.
El Telégrafo 06-07-08