Por Gustavo Abad
El fútbol es algo demasiado importante como para dejárselo a los comentaristas de los canales ecuatorianos, muchos de los cuales ofician de hinchas con micrófono, que se desgañitan de ansiedad en lugar de orientar el análisis del partido. Pero bueno, para no desviarnos del tema, digamos en este caso que cada uno con sus emociones.
A lo que voy es a que la llegada de Liga Deportiva Universitaria a la final de la Copa Santander Libertadores, aparte de la alegría de todo un país, nos recuerda la condición del fútbol como huella, ¡qué digo huella!, como profunda marca cultural de nuestro tiempo, con la cual las ciencias sociales siguen teniendo una gran deuda.
Para comenzar, este equipo o, mejor dicho, esta empresa deportiva parece ser el resultado ideal de una larga evolución del fútbol ecuatoriano, desde cuando los hermanos Wright desembarcaron en Guayaquil con la primera pelota, en 1899, hasta el desembarco del fútbol ecuatoriano en dos mundiales seguidos, sobre la nave de una industria futbolística globalizada.
Un estudioso del deporte, Fernando Carrión, dice que el fútbol llega al Ecuador como resultado del capitalismo expansivo de fines del siglo diecinueve, con Inglaterra a la cabeza de la industria y el comercio mundiales. En otras palabras, llega montado sobre la maquinaria bulliciosa del progreso. Por eso los grandes equipos surgen ligados a empresas desarrollistas: Barcelona (puertos), Emelec (electricidad), Aucas (petróleo), Olmedo (ferrocarril), y solo una minoría proviene de entidades humanistas, como LDU, de la Universidad Central.
Al principio no hay diferencias entre jugador, hincha ni dirigente, porque muchos son las tres cosas a la vez. Tampoco hay estructura institucional ni marketing en ese mundo sin dioses donde el gran sentimiento es la defensa del terruño. Los de aquí contra los de allá, incluso después de inaugurados los campeonatos profesionales en 1957.
Pero la trilogía hincha-jugador-dirigente, que domina la infancia y adolescencia del fútbol ecuatoriano y mundial se sacude con la llegada de un nuevo protagonista: la televisión. Entonces todo cambia. El hincha ya no tiene que ir al estadio, el jugador ya no dirije su festejo a los graderíos sino a las cámaras, la camiseta se convierte en valla publicitaria, los bordes de la cancha se parcelan para los anunciantes, el dirigente se convierte en empresario, y ya no importa de dónde es un equipo sino qué empresa le apuesta, porque el mito deportivo local cede ante el mito económico global.
Muchos dirigentes entienden eso y cambian su antigua función de mecenas por la de inversionistas y hombres de negocios. Bueno, no muchos. El Barcelona llega a dos finales de la Copa Libertadores (90 y 98) por mérito deportivo, pero institucionalmente abrevando en la chequera del mecenas. Cuando ésta flaquea, viene la crisis.
La diferencia que impone LDU radica en el cambio del mecenazgo por una gestión empresarial, que vende un producto masivo, que combina hábilmente lo económico con lo simbólico, que le monta al hincha un sentido de pertenencia a un equipo que practica formidablemente uno de los mejores inventos del espíritu colectivo, que gana cinco campeonatos en la última década. Le vende éxito, el producto mas codiciado en estos días cuando la gente ya no se define por lo que produce sino por lo que consume.
La hinchada, esa fuerza motivadora de antes, es ahora también fuente de ingresos, no solo para el club, sino para toda una industria que, según Fernando Carrión, mueve 300 millones de dólares en el Ecuador. Una industria donde cada hincha, ¡qué digo hincha!, cada aportante lo hace con al menos dos horas de su tiempo frente al televisor, o sea lo máximo que yo puedo invertir en el fútbol, y por eso me siento excesivamente recompensado con la Liga jugando de maravilla una final de Copa.
sábado, 7 de junio de 2008
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