Por Gustavo Abad
–No les digas prófugos a los Isaías –le reclamaba hace pocos años el editor de un medio guayaquileño a un inteligente analista que escribía para ese diario.
–¿Entonces, cómo se les dice a los que huyen de la justicia? –replicaba el periodista.
–Llámalos de otra manera, pero no nos causes problemas, o tu columna no se publica –fue la respuesta definitiva.
El columnista no claudicó, pero perdió su trabajo, y con ello su libertad de expresión así como sus lectores el derecho a la información.
Por eso causa vértigo mirar cómo la mayoría de medios tradicionales pregonan que la incautación de 195 empresas –entre ellas tres canales de televisión– del grupo Isaías, por parte de la AGD, es un atentado a la libertad de expresión en el Ecuador.
Al escuchar eso uno se pregunta: ¿Dónde anida realmente la censura y la distorsión, en el poder político o en el poder económico-mediático? ¿Se puede atentar contra algo que ya fue destrozado hace años por esos mismos medios debido a sus vinculaciones con grupos económicos? ¿Acaso tres canales, cuya programación es a la comunicación lo que la comida chatarra es a la alimentación, se pueden adjudicar la representación de la libertad de expresión en este país?
Mejor libertad es la que ejerce la gente en la calle y que, por asociación de ideas, en la última década ha unido al sustantivo banquero el calificativo corrupto como fórmula indisociable y condenatoria, surgida de la propia experiencia sin otra mediación.
Muchos recordamos todavía la entrevista en la que el entonces ministro de Economía, Ricardo Patiño, trapeó el piso con los despojos anímicos del periodista Jorge Ortiz, evidentemente ofuscado y sin capacidad de reacción ni argumentos, cuando el funcionario, a cada pregunta, le respondía: “ustedes pertenecen a la banca”.
Fue un episodio lamentable, no por Ortiz, sino por los miles de televidentes que esperábamos una explicación convincente acerca de la renegociación de la deuda externa, pero el ministro no la ofrecía porque estaba ante un hombre disminuido, que admitía que su credibilidad estaba “por los suelos” y que era empleado de un banquero, pero en un canal, según aclaraba en tono de acusado.
¿Y el derecho a la información? Relegado tras el bochorno del periodista.
En esta última semana, casi todos los medios tradicionales se han esforzado en venderle al público un falso dilema, que consiste en confundir una acción legal de incautación de bienes de los responsables del más grande atraco bancario en la historia del país con un atentado a la libertad de expresión.
Triste papel de esos medios, que harían mejor en preocuparse de cómo logrará el estado que esos bienes sirvan para restituir el dinero a los afectados y, mientras tanto, cómo evitará usar esos canales para propaganda política oficial, pues la legitimidad jurídica y moral de la incautación podría desdibujarse si el gobierno decide intervenir en la línea editorial o en la programación. Una cosa es ejecutar un proceso legal y otra sería usar una infraestructura comunicacional para imponer un modo de hacer y decir, lo cual otorgaría argumentos a quienes reducen todo esto a un cálculo coyuntural.
El tono dramático con el que han informado sobre este caso los medios, especialmente de televisión, la información editorializada que han emitido los reporteros, la mala intención al mezclarlo con la no renovación de la frecuencia a Radio Sucre, sí son un atentado al derecho a la información, un derecho que reclaman los ciudadanos y que nunca ha sido respetado ni defendido por los medios controlados por banqueros.
El Telégrafo 13-07-08
sábado, 12 de julio de 2008
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