Ya sea al borde de un campo de entrenamiento, en torno a una taza de café, en los graderíos de un estadio, las voces de estas mujeres aportan la riqueza vivencial, la reflexión y la sensibilidad genuinas de quienes habitan este mundo llamado fútbol profesional femenino.
jueves, 16 de febrero de 2023
Fútbol femenino, una trama de liberación y control
Ya sea al borde de un campo de entrenamiento, en torno a una taza de café, en los graderíos de un estadio, las voces de estas mujeres aportan la riqueza vivencial, la reflexión y la sensibilidad genuinas de quienes habitan este mundo llamado fútbol profesional femenino.
martes, 7 de febrero de 2023
Historias de desobediencia o la lucha desde la escritura
Por Gustavo Abad Ordóñez
Cristina Burneo Salazar es
escritora, traductora y docente universitaria. Pero antes de eso ha sido y
sigue siendo una persona con enorme sensibilidad y compromiso social. Quizá por
ello, su energía intelectual nunca se ha quedado congelada en los claustros
académicos. Por el contrario, su pensamiento político se materializa en un
activismo directo a favor de las luchas sociales, principalmente las
relacionadas con el feminismo y la migración. Cristina escribe constantemente
sobre ello. El resultado de su escritura, inevitablemente ligada a su experiencia
política, es su libro “Historias de desobediencia. Crónicas 2013-2021”,
publicado por Recodo Press. Es un libro que duele, pero no tanto como dolería el
silencio si esas historias no se contaran. Por eso hay que leerlo ahora, justo
cuando el olvido y la impunidad más se creen triunfantes.
Este libro no obedece a un
plan de escritura, como ocurre con las tesis, con las novelas, incluso con los
ensayos, en los que el autor o autora sigue un esquema trazado de antemano. Más
bien, estas historias se escriben a la par que transcurre una etapa de la vida
de su autora. Yo diría que el texto tiene casi el ritmo del diario vivir: unos
hechos tras otros, una alegría seguida de un dolor, una marcha sobre el
asfalto, un abrazo solidario, una justicia que no llega, un triunfo sobre la
impunidad para no decaer, una reflexión más adelante, y así... Usaré un
coloquialismo muy quiteño, un uso entrañable del gerundio: este libro se va
escribiendo a la par que la autora va viviendo. Y después de ocho años, con la
distancia que sólo permite el tiempo, ella encuentra una perspectiva para
ordenar sus relatos por temas, como se ordenaría un bosque por grupitos de
árboles: la palabra, la niñez, la migración, el aborto, la memoria... La travesía
por ese bosque no es solo narrativa, sino genuinamente vital y política.
Mientras leo, recuerdo que Susan
Sontag decía que los únicos que tienen derecho a mirar el dolor ajeno son
quienes tienen alguna posibilidad de aliviarlo. Los demás, decía ella, somos
simples mirones. Esa sentencia me ha acompañado por muchos años y, cada vez, frente
a nuevos hechos dolorosos, le hallaba nuevos significados. Este libro me suscita
otra reflexión: quienes tienen derecho a mirar el dolor de los demás son
también quienes tienen la posibilidad de narrarlo, de hacerlo fluir en un
relato solidario y respetuoso para que no se olvide, para que no perdamos la
capacidad de conmovernos. Esa también es una forma de aliviar el dolor, porque
nos permite hacerlo un poco más nuestro, de hecho, nos conmina a hacerlo
nuestro. Eso, en sí mismo, le da mucho valor a un libro como este de Cristina.
Una de las historias que me
llegó de manera especial es “El cable de luz”. No hay nada más material y
anodino que un cable de luz y, sin embargo, en esta crónica, Cristina nos
permite ver en ese objeto ordinario un gran significado. Es la historia de cientos
de personas cubanas que acampaban en el parque La Carolina con la finalidad de
solicitar una visa en la Embajada de México y así evitar su deportación a Cuba.
El gobierno de entonces, autodenominado de la revolución ciudadana y de la
ciudadanía universal, no tuvo la humanidad que se necesita para ayudar a esas
personas. Por el contrario, hizo todo para deportarlas a su país, donde les
esperaba un juicio por deserción. Fue entonces cuando el guardia de un edificio,
a riesgo de ser despedido, les acercó un cable de luz y una toma de agua, que
en esas circunstancias son mucho más que un poco de luz y un sorbo de agua. Son
la restitución elemental de la dignidad y el respeto que el gobierno les quitaba.
La crónica consiste, sobre todo, en narrar las grandes paradojas de la vida. En
casi todas las historias de este libro encontramos esas crueles paradojas.
Ceo que fue Paul Auster quien dijo
que todo escritor es un desadaptado, porque no se encuentra en paz con el orden
imperante, porque piensa que ese orden es injusto, pero muchas veces no sabe
cómo rebelarse contra eso. Entonces busca en el lenguaje, en las palabras, la
posibilidad de rehacer ese mundo, de darle un sentido a esa realidad que lo
rebasa. Por ello, me parece que estas historias de desobediencia surgen también
de una inconformidad con el estado de violencia en el mundo. En ese sentido,
Cristina, en tanto activista y escritora, puede ostentar con orgullo un sitial
en el mundo de las y los desadaptados, quiero decir, de quienes no se resignan,
pero tampoco renuncian a decirlo públicamente. De eso trata justamente la desobediencia
y una de sus formas es la escritura.
Entre los fundamentos de la
crónica, como narrativa documental, están la inmersión y la mirada. La
inmersión consiste en adentrarse en un mundo, en un ámbito concreto de la vida para
conocerlo e interrogarlo. La mirada, por su parte, implica poner en esa
búsqueda, en esa interrogación, nuestra visión del mundo, la experiencia de lo
que somos y de lo que hemos aprendido a ver desde allí. Creo que Cristina, en
tanto cronista, hace ambas cosas. No necesita sumergirse porque, de hecho, ya
está inmersa en esas realidades, por tanto, el asunto de la mirada está
totalmente claro. En este libro confluyen un impulso político, un impulso
periodístico y un impulso literario sobre los que se asientan y adquieren su mayor
fuerza estas historias de desobediencia.
(Leído
en la presentación de “Historias de desobediencia”. Casa Emancipadx. 28 de
enero, 2023)
jueves, 14 de octubre de 2021
Levanta como niña
Por Gustavo Abad
Álvaro Alemán ha escrito un libro hermoso. “Levanta como niña: la
historia de Neisi Dajomes” es un homenaje a la primera mujer ecuatoriana en
alcanzar el Oro Olímpico en levantamiento de pesas en los recientes juegos de Tokio.
Es un regalo para quienes amamos los deportes y las letras por igual. Buen
diseño, linda portada y excelente contenido. Quien busque periodismo tendrá aquí
hechos, nombres, fuentes y todo aquello que en el oficio se conoce como
referencialidad. A quien le interese la historia se encontrará con el origen remoto
del apellido de Neisi: el reino de los Dajomey, en el África Occidental. Quien
aprecie la narrativa podrá disfrutar de una convivencia armónica entre crónica,
testimonio y poesía.
“Levanta como niña…” es un relato y un retrato a la vez. En él podemos
ver no solo los triunfos nacionales, panamericanos y olímpicos de Neisi, sino
también la épica cotidiana de esta joven de apenas 23 años, en un país donde
los –y especialmente las– deportistas tienen que superar las exigencias físicas
de su disciplina y además remontar la montaña de dificultades impuesta por unas
dirigencias ineptas. En ese sentido, el libro es también una denuncia acerca de
los malos manejos del deporte en el Ecuador.
Para narrar una vida hay que tener recursos literarios, pero también hay
que vivir una experiencia corporal en el contexto del personaje. Álvaro es
escritor y deportista. Esa doble condición –más el hecho de ser uno de los
impulsores de la carrera de Neisi– le facilita
internarse en el mundo de ella, someterse a los rigores del entrenamiento en el
mismo gimnasio de la Shell, escuchar su voz, entender su pensamiento, respirar
su mismo entorno vital de pesas, vendas y linimento. Eso que llaman empatía.
Así, reconstruye las escenas fundamentales de esta historia: Neisi y sus
hermanas ateridas de frío y de miedo en un internado en Alausí donde las dejó
su madre porque no tenía dinero ni trabajo para sostenerlas; Neisi en su
primera competencia nacional que, de paso, le sirvió para ver por primera vez el
mar a los 11 años; Neisi y una tropa de niños y adolescentes viviendo en la
casa de su entrenador, Walter Llerena, quien intuía que si aseguraba la cena de
los niños esa noche, quizá aseguraba una medalla de oro para este país en el
futuro… Y no voy a contar más aquí, porque hay que comprar el libro, meter un
poquito el hombro a favor de la deportista y del escritor, porque en este texto
se juntan el sudor del gimnasio y la intensidad de la escritura.
Con el tiempo he aprendido que uno de los méritos del narrador consiste
en saber cuándo levantar la vista del objeto de su escritura y poner su
pensamiento en diálogo con un universo más amplio. En el epílogo del libro, Álvaro
hace una disquisición acerca de lo que significa el peso: “¿qué es una pesa?,
¿qué es pesar?, ¿qué sopesa la sociedad ecuatoriana cuando celebra la medalla
de Neisi Dajomes?, ¿qué significa esta actividad en sí y en relación con el ser
humano?”, se pregunta. Y halla respuestas insospechadas en las fuentes de la
historia y la cultura.
Esas preguntas me hicieron viajar a una novela que leí hace tres
décadas: “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera. En ella, el
narrador se pregunta: “¿es de verdad terrible el peso y maravillosa la
levedad?” Y rebusca desde la filosofía clásica hasta las artes amatorias para
bosquejar una respuesta: “La carga más pesada es, por lo tanto, la imagen de la
más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra
estará nuestra vida, más real y verdadera será (…) Por el contrario, la
ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire,
vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real
solo a medias y sus movimientos sean tan ligeros como insignificantes”.
¿Se puede extrapolar este pensamiento a la vida de Neisi o a la de
tantos deportistas que, como ella, cargan literalmente el peso de la disciplina
que escogieron? No me atrevo. Una parte de mi dice que sí, que el peso aporta
sentido de realidad a la vida, sirve de ancla y evita que te lleve cualquier
viento. Otra parte dice que no, que el peso excesivo proviene de la
injusticia y su aceptación colinda con el dogma judeocristiano del sufrimiento.
Y todo esto me lleva a otra pregunta: ¿se puede hablar solo de peso en la vida
de Neisi?, ¿no hay lugar también para la levedad, para la liberación, en ese
acto supremo de levantar 263 kilos?
Con esa idea entro a Youtube. 1 de agosto de 2021:
Neisi, de pie detrás de la barra, se prepara para el tercer intento en
la modalidad envión. Tiene que levantar 145 kilos para asegurar la medalla de
oro pues en la modalidad arranque ya ha levantado 118. El envión implica dos
movimientos: el primero consiste en levantar la barra hasta los hombros, viene
una ligera pausa para tomar aliento, y en el segundo tiene que colocar la barra
por sobre la cabeza y sostenerla sin doblar los brazos. Neisi respira profundo,
cierra los ojos y convoca todas sus fuerzas físicas y mentales. Jala la barra
con fuerza y, en fracciones de segundo, la coloca sobre sus hombros. Hay que
ver su rostro tenso, las venas del cuello inflamadas, la mirada fija en algún
lugar del infinito. Respira de nuevo y, con un movimiento coordinado de brazos,
tronco y piernas, coloca la barra en todo lo alto. No bien lo logra y ya un
grito se escapa de su garganta. Es un grito agudo, poderoso. Neisi deja caer la
barra y se aparta hacia atrás como asustada de sí misma. Ahora no solo grita,
también salta de la emoción. Después cae de rodillas, golpea el piso con ambas
palmas y llora. Se va de llanto con la frente pegada a la tarima. Con una mano
aparta los discos olímpicos que hace unos instantes la aprisionaban contra el
planeta. Se ha quitado la presión, se ha deshecho del peso, y es imposible no
ver, en ese instante fugaz, en ese momento supremo de triunfo, su anhelada
liberación, su plena y maravillosa levedad.
lunes, 22 de marzo de 2021
El voto nulo o la ética de la resistencia
Por Gustavo Abad
Votar por el mal menor
nunca ha sido un buen negocio. En 1996, la mayoría apostó por la verborrea
populista de Bucaram para que no llegara al poder la derecha socialcristiana de
Nebot. Y el loco montó tal show de corruptela y nepotismo, que una insurrección
social tuvo que echarlo a los seis meses para que no se robara hasta los
floreros. En 2002, muchos pensamos que Gutiérrez, aunque milico y golpista, no
era tan malo frente a las escasas luces del millonario Noboa. Y dos años
después, una revuelta popular, cansada de tanto latrocinio, tuvo que obligarlo
a huir por los tejados de Carondelet. Así que el mal menor siempre ha resultado
lo peor.
Miento, lo peor todavía
estaba por venir. En 2006, entre esperanzados y embobados por su discurso
aparentemente de izquierda, elegimos a Correa. Y tuvimos que ver cómo, durante diez
años, una banda delincuencial saqueaba las arcas del Estado mientras perseguía
y encarcelaba a periodistas, ecologistas, maestros, líderes sociales,
feministas, estudiantes, opositores, sindicalistas… y todo aquel que se
atreviera a denunciar la corrupción.
Ahora estamos en las
mismas, arrastrados al borde del abismo, obligados a escoger el mal menor entre
Arauz y Lasso una vez que el CNE y el TCE enterraran cualquier posibilidad de confirmar
o negar las sospechas de un fraude para sacar de competencia a Yaku Pérez, el
candidato del movimiento indígena. De ese pozo profundo de ilegitimidad quedan
en la carrera Lasso y Arauz.
Marioneta del
progresismo autoritario, Arauz representa el retorno del correísmo al poder,
del cual solo será su instrumento de impunidad y venganza. Abanderado de la
banca insaciable, Lasso no conoce otro modelo que el de la máxima concentración
de la riqueza y cero redistribución. ¿Estamos realmente obligados a escoger?
Arauz, cheerleader de un prófugo de
la justicia. Lasso, colaborador de todos los gobiernos desde Mahuad hasta
Moreno. ¿Por qué tenemos que creernos la ficción de que estamos ante dos
proyectos diferentes? Más que contrarios, Arauz y Lasso son complementarios,
las dos caras de una misma moneda: injusticia social y degradación política.
El debate presidencial
del domingo 21 de marzo, en lugar de aclarar las cosas, profundizó el
escepticismo y la desconfianza. No fue un debate, mucho menos una exposición
fundamentada de planes de gobierno. Parece que los organizadores se esmeraron
en buscar un formato que redujera al mínimo la reflexión y elevara al máximo la
demagogia. Fue un intercambio tóxico de agresiones del que no vale la pena
ocuparse más, sino para confirmar lo que ya sabíamos: gane quien gane, vamos a
perder.
Entonces cobra sentido
el voto nulo como último pero legítimo acto de resistencia. Una expresión de la
desobediencia civil para recordarle al próximo detentador del poder su escasa
legitimidad. Hay que restarle al menos parte de su capital mal habido. Un poder
sin legitimidad está obligado a ceder, a negociar, a refrenar su proyecto de dominación.
Anular el voto en este contexto no significa eludir la responsabilidad de tomar
partido como pretenden hacernos creer los seguidores de lado y lado. El voto
nulo es, en última instancia, la expresión manifiesta de una ética del no: no
acepto, no quiero, no me resigno...
Frente a la disyuntiva
perversa de escoger el nombre del opresor, la negación también adquiere un
sentido liberador. Los movimientos feministas llevan años enseñándonos esa ética
de la resistencia: “no es no”. Podemos trasladar esa premisa emancipadora de
las mujeres al plano de la política electoral y decir “no es no” a dos
candidatos que representan las vertientes más retardatarias de la política
ecuatoriana: el progresismo autoritario de Arauz y el neoliberalismo económico de
Lasso.
Pedir a los votantes
que no tachen la papeleta es como pedir a las mujeres violentadas que no rayen
las paredes, que no pinten las estatuas, que no rompan las vallas. Ellas rayan,
pintan y rompen no la insensible materialidad de las cosas, sino la persistencia
de un sistema injusto. Una equis por todo lo ancho también es una manera de
pintarles la cara tanto a las instituciones formales del sufragio como a las mafias
electorales con quienes actúan en connivencia. ¿Acaso entre ambas no nos han
pintado ya la cara a nosotros?
En estas condiciones, el
voto nulo consciente es otra forma de disidencia. Es la herejía de nuestro
tiempo en que los sacerdotes de la corrección política proclaman la necesidad
de alinearse. Así como la prédica del creyente supone que fuera de la religión
no hay humanidad, la prédica del militante supone que fuera del partido no hay
política. Herejes y disidentes han demostrado a lo largo de la historia un mayor
sentido de lo humano y de lo político que aquellos que se proclaman sus máximos
guardianes.
lunes, 22 de febrero de 2021
El CNE y su densa oscuridad
Por Gustavo Abad
Este martes llegará a
Quito una numerosa marcha de apoyo al candidato presidencial Yaku Pérez y sus
demandas de transparencia en los resultados de las elecciones del pasado 7 de
febrero. Miles de personas han caminado durante una semana cerca de 700
kilómetros desde Loja hasta la capital de la República para exigir al Consejo
Nacional Electoral (CNE), entre otras cosas, la reapertura de las urnas y el recuento
de los votos. Mientras tanto, ese organismo proclamó en la madrugada del domingo 21 de febrero, cuando
el país dormía su más profundo sueño, los resultados que colocan en primer
lugar al correísta Andrés Aráuz, una ficha del progresismo autoritario; seguido
por el banquero Guillermo Lasso, de la derecha neoliberal; y en tercer lugar a
Yaku Pérez, ecologista, defensor del agua, activista antiminero y representante
del movimiento indígena ecuatoriano.
Durante las últimas
semanas, Yaku y las organizaciones sociales que lo apoyan han denunciado un
conjunto de errores e inconsistencias en el proceso electoral (ausencia de las
actas originales, cifras que no cuadran, actas sin firmas de los responsables…)
que les permiten sospechar que se ha cometido un fraude electoral para dejar al
candidato de Pachakutik fuera de la segunda vuelta o balotaje el próximo 11 de
abril.
Frente a ello, el CNE no
ha ofrecido una respuesta técnica ni una explicación plausible, sino retórica:
“actuamos con transparencia” ha repetido su presidenta y lo han coreado sus
consejeros. Aquí es cuando el sentido de la realidad se desplaza desde el terreno
material y tangible de los hechos –no hay algo más concreto que una solicitud
de reapertura de las urnas y recuento de los votos– al lugar oscuro y resbaloso
de los tecnicismos –instructivos, resoluciones, informes– con que la autoridad
electoral ha dilatado sus decisiones y profundizado la ya inmensa desconfianza ciudadana
en las instituciones del Estado.
Ahora es cuando resulta
más urgente recuperar el nombre y el sentido de las cosas; preguntarnos qué
implica un fraude o, al menos, una conducta fraudulenta. Hay que entender que un
fraude en este contexto no se limita a la maniobra física o electrónica de
quitar o poner votos a un candidato para perjudicar a otro. El fraude –incluso
si no se llegara a comprobar técnicamente el engaño– adquiere cuerpo justamente
en ese entramado de hechos poco claros sumados a la escasa voluntad de que se
aclaren. El fraude, en su sentido más amplio, no tiene que ver solo con el cometimiento
de un engaño –o el intento de cometerlo– sino también con el ocultamiento de
este.
Cuando una persona o
institución actúa de modo que afecta la confianza y la fe públicas comete
fraude pues este también consiste en los niveles de incertidumbre y de sospecha
que deja en la sociedad el proceder de esa persona o institución.
Hasta ahora, son
demasiadas las dudas e interrogantes que deja este proceso: ¿por qué la
presidenta del CNE anunció los resultados de un conteo rápido, según el cual
Yaku ocupaba el segundo lugar, solo para ser desmentida pocos minutos después
por un consejero de ese organismo? Si contaron el 97% de los votos en un solo
día ¿por qué se tomaron dos semanas para el 3% restante? ¿Por qué el CNE avaló
el 12 de febrero un acuerdo entre los candidatos para abrir el 100% de las
urnas en la provincia del Guayas y el 50% en otras 16 provincias y después lo
enredó en una maraña burocrática que impidió su ejecución? ¿Por qué un consejero
abandonó la sesión del pleno del CNE cuando se necesitaba su voto para dar paso
al recuento acordado días atrás entre los candidatos? ¿Por qué una consejera se
fue de vacaciones en el último y más crucial momento del proceso?...
Son tan densos los
niveles de oscuridad con que se ha manejado este proceso, que la Defensoría del
Pueblo ha enviado un exhorto al CNE para que “permita el acceso público al
ciento por ciento de las actas de escrutinio de las juntas receptoras del voto,
así como para que se atiendan todos los recursos a los que haya lugar, de
manera que se garantice la transparencia del proceso electoral”. El CNE tiene en
los próximos días la oportunidad de atender esas demandas. Si no lo hace, estará
negando la posibilidad de confirmar o desmentir las sospechas. Y con ello se
acercará peligrosamente a la primera definición de fraude que consta en el
diccionario de la RAE: “Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que
perjudica a la persona contra quien se comete”.
Hay que volver a
nombrar las cosas por su nombre precisamente ahora cuando la cultura política
se ha vuelto adicta a retorcer los significados. Hace pocos días, el alcalde de
Quito, Jorge Yunda, dijo que para él era una “presea” el grillete electrónico que
porta en su tobillo por disposición de un juez que lo implicó en un presunto
fraude en la compra de pruebas para la detección del covid19. Recordemos que
Yunda es un simpatizante de aquella mafia que gobernó al Ecuador durante una
década y que llamaba revolución a lo que no era otra cosa que el asalto a los
dineros públicos; terroristas, a los estudiantes que protestaban en las calles,
así como a los indígenas y ecologistas que defendían la naturaleza; y ahora
llama perseguidos políticos a los jefes del crimen organizado que guardan
prisión por sus delitos… Esa banda está a punto de volver al poder.
El último
pronunciamiento del CNE dice que, una vez proclamados los resultados, procesará
todas las impugnaciones. Así, colocará las denuncias en el terreno kafkiano de
los procesos administrativos. Cualquiera que sea el resultado, la autoridad
electoral no podrá despejar las sospechas sobre su actuación. Ni su presidenta
ni sus consejeros han podido ni querido entender la enorme diferencia que
existe entre cumplir un proceso y hacer justicia.
domingo, 10 de mayo de 2020
La educación en la sociedad del cansancio
Por Gustavo Abad
El profesor se instala a las siete de la mañana
frente al computador. No desayuna todavía porque el horario lo obliga a escoger
entre el sueño y la alimentación. Apenas toma un café cargado para despertarse
bien y siente que el ardor del estómago, perceptible hace ya varios meses, ha
vencido las defensas del cuerpo y ahora amenaza su psiquis. Abre el aula
virtual para conectarse con ochenta y cinco estudiantes semidormidos que, al
igual que él, cumplen el rol que el sistema educativo les ha asignado en este libreto
del teletrabajo y la teleducación.
¡Clik!
Las pantallas de Zoom, Moodle, Teams, Skype, WatsApp, Jitsi meet… danzan antes sus ojos. Durante
el resto del día abrirá el chat, contestará preguntas, asignará tareas, revisará
trabajos, pasará a la teleconferencia, a la tutoría virtual, al foro programado…
Cada tanto, perderá la conexión a internet porque su proveedor es CNT, algo a
lo que nunca le dio importancia, porque tampoco pensó que un día tendría que
usar sus propios equipos y recursos para dar clases, asistir a reuniones en
línea, enviar informes, coordinar talleres, subir calificaciones y permanecer
clavado frente a la pantalla en una jornada de trabajo que no termina sino
hasta las diez de la noche.
La comida se quema y el puto perro que no para
de ladrar…
Pienso en este personaje, compuesto con la suma
de las partes de muchos que comparten la misma situación y, a la larga,
representan uno solo: el profesor medio de un colegio o universidad en estos
momentos. Lo pienso y lo sufro también, porque vivo en algunas de sus partes y
porque algunas de sus partes viven en mí. Y más ahora, cuando vamos por los
cincuenta y cinco días de encierro forzado y el gobierno se empeña en darle una
nueva vuelta de tuerca a la precarización del sistema educativo en el Ecuador.
El Consejo de Educación Superior (CES) aprobó al
pasado 7 de mayo una norma según la cual los profesores titulares de las
universidades públicas tienen que impartir hasta 26 horas de clases semanales y
manejar cursos de hasta 100 estudiantes por aula (virtual, valga la aclaración)
y distribuir las 14 horas restantes en preparación de clases, calificación de
exámenes, gestión administrativa, proyectos de investigación, escritura de
artículos, tutorías, informes y una cadena de obligaciones, en las que no
consta el alimento de la lectura, el estudio ni la reflexión acerca del propio
trabajo de educar.
El profesor universitario, según esta norma,
pasa a ser una máquina de rendimiento a tiempo completo. Una máquina sonámbula
de rendimiento, añadiría yo. Ser docente ahora implica vivir en un estado permanente
de atención dispersa y superficial, absorbido por las pantallas y los
dispositivos de la vida mediada por el computador y la red. El telesclavismo
del siglo XXI se ha puesto en marcha. En la primera línea de los subyugados
están los docentes y, detrás de ellos, miles de estudiantes obligados a
conformarse con lo que caiga de la trituradora.
En su obra La
sociedad del cansancio, Byung-Chul Han llama precisamente “sujetos de
rendimiento” a los individuos sometidos, más allá de su resistencia psíquica y
corporal, a las exigencias productivas del régimen capitalista. El filósofo
surcoreano encuentra una analogía entre el mito clásico de Prometeo –quien
sufre todos los días los picotazos de un águila que le desgarra las entrañas
como castigo por haber robado el fuego a los dioses– y la vida del sujeto contemporáneo
–obligado a vivir cada día el autocastigo físico y mental en pos del
rendimiento–. Mientras el primero lucha contra un enemigo exterior –el águila y
la furia de los dioses–, el segundo se enfrenta, además, consigo mismo y contribuye
con su dosis de fatiga a sostener la sociedad del cansancio.
La pandemia desatada por el coronavirus permite
actualizar esta figura para entender lo que pasa. La sociedad del rendimiento y
el cansancio no es un invento de ahora, pero el brote y descontrol de la
enfermedad ha ofrecido a los gobernantes el argumento perfecto para acentuar
las políticas de sobreexplotación en lugar de conducir al estado y a la
sociedad a unas políticas de redistribución.
Y aquí se manifiesta de nuevo el doble uso de
las tecnologías: la liberación y el control. Por un lado, las tecnologías ayudan
a democratizar la información, a mejorar los intercambios culturales, a poner
la vida en su gran complejidad al alcance de todos. Por otro, facilitan el
rastreo y la vigilancia digital, la ampliación de la jornada de trabajo, la
irrupción del mundo laboral en el mundo familiar y exponen la vida íntima a un altísimo
nivel de invasión.
Lo que ocurre con la educación viene ocurriendo
hace rato con la salud y el periodismo, solo para citar tres sectores muy
visibles. A los reporteros les queda poco tiempo para entender lo que ocurre,
porque están obligados a tomar fotos, escribir notas, hacer videos, reportarse
en tiempo real para el canal o la radio del gran medio y, además, postear a cada minuto en las redes
sociales. En medio de esta pandemia, periodistas, profesores, médicos y miles
de profesionales precarizados, cuando no han sido despedidos, han visto cómo sus
vidas se sumergen, cada día más, en la sociedad del rendimiento y el cansancio.
Sin embargo, no se trata solo de un deterioro
de la vida en términos personales. Se trata de un deterioro de la noción de lo
público en su sentido más amplio. Aclaremos esto. Hay una tendencia a confundir
lo público solamente con lo estatal, o con lo visible, o con lo publicable. Lo
anterior, en efecto, forma parte de lo público, pero no lo abarca todo. Lo
público significa todo asunto, lugar o actividad en que la autonomía personal
entra en contacto y, generalmente, en conflicto con los acuerdos colectivos
expresados en las leyes. El puente que une lo privado con lo público es la
política.
Cuando un médico, un profesor, un periodista, cualquier profesional, se ve obligado a poner en riesgo su salud física y mental para cumplir con su trabajo, no estamos frente a un asunto personal, sino frente a un problema de interés público. La pandemia ha puesto en evidencia el debilitamiento de lo público en el Ecuador. El desmantelamiento del sistema de salud contribuyó, tanto como el virus mismo, a la muerte de miles de personas. El desfinanciamiento del sistema de educación puede dejar en los próximos meses a miles de docentes sin empleo y a otros miles de estudiantes sin oportunidades.
El gobierno aprovecha la pandemia –en cuyo
combate, sin duda, todos debemos participar– para violar la Constitución y el
Estado de Derecho. En otras palabras, destruye lo público y nos empuja hacia la
sociedad del cansancio, al estrés colectivo, a eso que algunos llaman el
infarto del alma.