jueves, 14 de octubre de 2021

Levanta como niña

Por Gustavo Abad

Álvaro Alemán ha escrito un libro hermoso. “Levanta como niña: la historia de Neisi Dajomes” es un homenaje a la primera mujer ecuatoriana en alcanzar el Oro Olímpico en levantamiento de pesas en los recientes juegos de Tokio. Es un regalo para quienes amamos los deportes y las letras por igual. Buen diseño, linda portada y excelente contenido. Quien busque periodismo tendrá aquí hechos, nombres, fuentes y todo aquello que en el oficio se conoce como referencialidad. A quien le interese la historia se encontrará con el origen remoto del apellido de Neisi: el reino de los Dajomey, en el África Occidental. Quien aprecie la narrativa podrá disfrutar de una convivencia armónica entre crónica, testimonio y poesía.

“Levanta como niña…” es un relato y un retrato a la vez. En él podemos ver no solo los triunfos nacionales, panamericanos y olímpicos de Neisi, sino también la épica cotidiana de esta joven de apenas 23 años, en un país donde los –y especialmente las– deportistas tienen que superar las exigencias físicas de su disciplina y además remontar la montaña de dificultades impuesta por unas dirigencias ineptas. En ese sentido, el libro es también una denuncia acerca de los malos manejos del deporte en el Ecuador.

Para narrar una vida hay que tener recursos literarios, pero también hay que vivir una experiencia corporal en el contexto del personaje. Álvaro es escritor y deportista. Esa doble condición –más el hecho de ser uno de los impulsores de la carrera de Neisi–  le facilita internarse en el mundo de ella, someterse a los rigores del entrenamiento en el mismo gimnasio de la Shell, escuchar su voz, entender su pensamiento, respirar su mismo entorno vital de pesas, vendas y linimento. Eso que llaman empatía.

Así, reconstruye las escenas fundamentales de esta historia: Neisi y sus hermanas ateridas de frío y de miedo en un internado en Alausí donde las dejó su madre porque no tenía dinero ni trabajo para sostenerlas; Neisi en su primera competencia nacional que, de paso, le sirvió para ver por primera vez el mar a los 11 años; Neisi y una tropa de niños y adolescentes viviendo en la casa de su entrenador, Walter Llerena, quien intuía que si aseguraba la cena de los niños esa noche, quizá aseguraba una medalla de oro para este país en el futuro… Y no voy a contar más aquí, porque hay que comprar el libro, meter un poquito el hombro a favor de la deportista y del escritor, porque en este texto se juntan el sudor del gimnasio y la intensidad de la escritura.

Con el tiempo he aprendido que uno de los méritos del narrador consiste en saber cuándo levantar la vista del objeto de su escritura y poner su pensamiento en diálogo con un universo más amplio. En el epílogo del libro, Álvaro hace una disquisición acerca de lo que significa el peso: “¿qué es una pesa?, ¿qué es pesar?, ¿qué sopesa la sociedad ecuatoriana cuando celebra la medalla de Neisi Dajomes?, ¿qué significa esta actividad en sí y en relación con el ser humano?”, se pregunta. Y halla respuestas insospechadas en las fuentes de la historia y la cultura.

Esas preguntas me hicieron viajar a una novela que leí hace tres décadas: “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera. En ella, el narrador se pregunta: “¿es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?” Y rebusca desde la filosofía clásica hasta las artes amatorias para bosquejar una respuesta: “La carga más pesada es, por lo tanto, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será (…) Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real solo a medias y sus movimientos sean tan ligeros como insignificantes”.

¿Se puede extrapolar este pensamiento a la vida de Neisi o a la de tantos deportistas que, como ella, cargan literalmente el peso de la disciplina que escogieron? No me atrevo. Una parte de mi dice que sí, que el peso aporta sentido de realidad a la vida, sirve de ancla y evita que te lleve cualquier viento. Otra parte dice que no, que el peso excesivo proviene de la injusticia y su aceptación colinda con el dogma judeocristiano del sufrimiento. Y todo esto me lleva a otra pregunta: ¿se puede hablar solo de peso en la vida de Neisi?, ¿no hay lugar también para la levedad, para la liberación, en ese acto supremo de levantar 263 kilos?

Con esa idea entro a Youtube. 1 de agosto de 2021:

Neisi, de pie detrás de la barra, se prepara para el tercer intento en la modalidad envión. Tiene que levantar 145 kilos para asegurar la medalla de oro pues en la modalidad arranque ya ha levantado 118. El envión implica dos movimientos: el primero consiste en levantar la barra hasta los hombros, viene una ligera pausa para tomar aliento, y en el segundo tiene que colocar la barra por sobre la cabeza y sostenerla sin doblar los brazos. Neisi respira profundo, cierra los ojos y convoca todas sus fuerzas físicas y mentales. Jala la barra con fuerza y, en fracciones de segundo, la coloca sobre sus hombros. Hay que ver su rostro tenso, las venas del cuello inflamadas, la mirada fija en algún lugar del infinito. Respira de nuevo y, con un movimiento coordinado de brazos, tronco y piernas, coloca la barra en todo lo alto. No bien lo logra y ya un grito se escapa de su garganta. Es un grito agudo, poderoso. Neisi deja caer la barra y se aparta hacia atrás como asustada de sí misma. Ahora no solo grita, también salta de la emoción. Después cae de rodillas, golpea el piso con ambas palmas y llora. Se va de llanto con la frente pegada a la tarima. Con una mano aparta los discos olímpicos que hace unos instantes la aprisionaban contra el planeta. Se ha quitado la presión, se ha deshecho del peso, y es imposible no ver, en ese instante fugaz, en ese momento supremo de triunfo, su anhelada liberación, su plena y maravillosa levedad.

lunes, 22 de marzo de 2021

El voto nulo o la ética de la resistencia

 Por Gustavo Abad

Votar por el mal menor nunca ha sido un buen negocio. En 1996, la mayoría apostó por la verborrea populista de Bucaram para que no llegara al poder la derecha socialcristiana de Nebot. Y el loco montó tal show de corruptela y nepotismo, que una insurrección social tuvo que echarlo a los seis meses para que no se robara hasta los floreros. En 2002, muchos pensamos que Gutiérrez, aunque milico y golpista, no era tan malo frente a las escasas luces del millonario Noboa. Y dos años después, una revuelta popular, cansada de tanto latrocinio, tuvo que obligarlo a huir por los tejados de Carondelet. Así que el mal menor siempre ha resultado lo peor.

Miento, lo peor todavía estaba por venir. En 2006, entre esperanzados y embobados por su discurso aparentemente de izquierda, elegimos a Correa. Y tuvimos que ver cómo, durante diez años, una banda delincuencial saqueaba las arcas del Estado mientras perseguía y encarcelaba a periodistas, ecologistas, maestros, líderes sociales, feministas, estudiantes, opositores, sindicalistas… y todo aquel que se atreviera a denunciar la corrupción.

Ahora estamos en las mismas, arrastrados al borde del abismo, obligados a escoger el mal menor entre Arauz y Lasso una vez que el CNE y el TCE enterraran cualquier posibilidad de confirmar o negar las sospechas de un fraude para sacar de competencia a Yaku Pérez, el candidato del movimiento indígena. De ese pozo profundo de ilegitimidad quedan en la carrera Lasso y Arauz.

Marioneta del progresismo autoritario, Arauz representa el retorno del correísmo al poder, del cual solo será su instrumento de impunidad y venganza. Abanderado de la banca insaciable, Lasso no conoce otro modelo que el de la máxima concentración de la riqueza y cero redistribución. ¿Estamos realmente obligados a escoger? Arauz, cheerleader de un prófugo de la justicia. Lasso, colaborador de todos los gobiernos desde Mahuad hasta Moreno. ¿Por qué tenemos que creernos la ficción de que estamos ante dos proyectos diferentes? Más que contrarios, Arauz y Lasso son complementarios, las dos caras de una misma moneda: injusticia social y degradación política.

El debate presidencial del domingo 21 de marzo, en lugar de aclarar las cosas, profundizó el escepticismo y la desconfianza. No fue un debate, mucho menos una exposición fundamentada de planes de gobierno. Parece que los organizadores se esmeraron en buscar un formato que redujera al mínimo la reflexión y elevara al máximo la demagogia. Fue un intercambio tóxico de agresiones del que no vale la pena ocuparse más, sino para confirmar lo que ya sabíamos: gane quien gane, vamos a perder.

Entonces cobra sentido el voto nulo como último pero legítimo acto de resistencia. Una expresión de la desobediencia civil para recordarle al próximo detentador del poder su escasa legitimidad. Hay que restarle al menos parte de su capital mal habido. Un poder sin legitimidad está obligado a ceder, a negociar, a refrenar su proyecto de dominación. Anular el voto en este contexto no significa eludir la responsabilidad de tomar partido como pretenden hacernos creer los seguidores de lado y lado. El voto nulo es, en última instancia, la expresión manifiesta de una ética del no: no acepto, no quiero, no me resigno...

Frente a la disyuntiva perversa de escoger el nombre del opresor, la negación también adquiere un sentido liberador. Los movimientos feministas llevan años enseñándonos esa ética de la resistencia: “no es no”. Podemos trasladar esa premisa emancipadora de las mujeres al plano de la política electoral y decir “no es no” a dos candidatos que representan las vertientes más retardatarias de la política ecuatoriana: el progresismo autoritario de Arauz y el neoliberalismo económico de Lasso.

Pedir a los votantes que no tachen la papeleta es como pedir a las mujeres violentadas que no rayen las paredes, que no pinten las estatuas, que no rompan las vallas. Ellas rayan, pintan y rompen no la insensible materialidad de las cosas, sino la persistencia de un sistema injusto. Una equis por todo lo ancho también es una manera de pintarles la cara tanto a las instituciones formales del sufragio como a las mafias electorales con quienes actúan en connivencia. ¿Acaso entre ambas no nos han pintado ya la cara a nosotros?

En estas condiciones, el voto nulo consciente es otra forma de disidencia. Es la herejía de nuestro tiempo en que los sacerdotes de la corrección política proclaman la necesidad de alinearse. Así como la prédica del creyente supone que fuera de la religión no hay humanidad, la prédica del militante supone que fuera del partido no hay política. Herejes y disidentes han demostrado a lo largo de la historia un mayor sentido de lo humano y de lo político que aquellos que se proclaman sus máximos guardianes.

 

lunes, 22 de febrero de 2021

El CNE y su densa oscuridad

Por Gustavo Abad

Este martes llegará a Quito una numerosa marcha de apoyo al candidato presidencial Yaku Pérez y sus demandas de transparencia en los resultados de las elecciones del pasado 7 de febrero. Miles de personas han caminado durante una semana cerca de 700 kilómetros desde Loja hasta la capital de la República para exigir al Consejo Nacional Electoral (CNE), entre otras cosas, la reapertura de las urnas y el recuento de los votos. Mientras tanto, ese organismo proclamó en la madrugada del domingo 21 de febrero, cuando el país dormía su más profundo sueño, los resultados que colocan en primer lugar al correísta Andrés Aráuz, una ficha del progresismo autoritario; seguido por el banquero Guillermo Lasso, de la derecha neoliberal; y en tercer lugar a Yaku Pérez, ecologista, defensor del agua, activista antiminero y representante del movimiento indígena ecuatoriano.

Durante las últimas semanas, Yaku y las organizaciones sociales que lo apoyan han denunciado un conjunto de errores e inconsistencias en el proceso electoral (ausencia de las actas originales, cifras que no cuadran, actas sin firmas de los responsables…) que les permiten sospechar que se ha cometido un fraude electoral para dejar al candidato de Pachakutik fuera de la segunda vuelta o balotaje el próximo 11 de abril.

Frente a ello, el CNE no ha ofrecido una respuesta técnica ni una explicación plausible, sino retórica: “actuamos con transparencia” ha repetido su presidenta y lo han coreado sus consejeros. Aquí es cuando el sentido de la realidad se desplaza desde el terreno material y tangible de los hechos –no hay algo más concreto que una solicitud de reapertura de las urnas y recuento de los votos– al lugar oscuro y resbaloso de los tecnicismos –instructivos, resoluciones, informes– con que la autoridad electoral ha dilatado sus decisiones y profundizado la ya inmensa desconfianza ciudadana en las instituciones del Estado.

Ahora es cuando resulta más urgente recuperar el nombre y el sentido de las cosas; preguntarnos qué implica un fraude o, al menos, una conducta fraudulenta. Hay que entender que un fraude en este contexto no se limita a la maniobra física o electrónica de quitar o poner votos a un candidato para perjudicar a otro. El fraude –incluso si no se llegara a comprobar técnicamente el engaño– adquiere cuerpo justamente en ese entramado de hechos poco claros sumados a la escasa voluntad de que se aclaren. El fraude, en su sentido más amplio, no tiene que ver solo con el cometimiento de un engaño –o el intento de cometerlo– sino también con el ocultamiento de este.

Cuando una persona o institución actúa de modo que afecta la confianza y la fe públicas comete fraude pues este también consiste en los niveles de incertidumbre y de sospecha que deja en la sociedad el proceder de esa persona o institución.

Hasta ahora, son demasiadas las dudas e interrogantes que deja este proceso: ¿por qué la presidenta del CNE anunció los resultados de un conteo rápido, según el cual Yaku ocupaba el segundo lugar, solo para ser desmentida pocos minutos después por un consejero de ese organismo? Si contaron el 97% de los votos en un solo día ¿por qué se tomaron dos semanas para el 3% restante? ¿Por qué el CNE avaló el 12 de febrero un acuerdo entre los candidatos para abrir el 100% de las urnas en la provincia del Guayas y el 50% en otras 16 provincias y después lo enredó en una maraña burocrática que impidió su ejecución? ¿Por qué un consejero abandonó la sesión del pleno del CNE cuando se necesitaba su voto para dar paso al recuento acordado días atrás entre los candidatos? ¿Por qué una consejera se fue de vacaciones en el último y más crucial momento del proceso?...

Son tan densos los niveles de oscuridad con que se ha manejado este proceso, que la Defensoría del Pueblo ha enviado un exhorto al CNE para que “permita el acceso público al ciento por ciento de las actas de escrutinio de las juntas receptoras del voto, así como para que se atiendan todos los recursos a los que haya lugar, de manera que se garantice la transparencia del proceso electoral”. El CNE tiene en los próximos días la oportunidad de atender esas demandas. Si no lo hace, estará negando la posibilidad de confirmar o desmentir las sospechas. Y con ello se acercará peligrosamente a la primera definición de fraude que consta en el diccionario de la RAE: “Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete”.

Hay que volver a nombrar las cosas por su nombre precisamente ahora cuando la cultura política se ha vuelto adicta a retorcer los significados. Hace pocos días, el alcalde de Quito, Jorge Yunda, dijo que para él era una “presea” el grillete electrónico que porta en su tobillo por disposición de un juez que lo implicó en un presunto fraude en la compra de pruebas para la detección del covid19. Recordemos que Yunda es un simpatizante de aquella mafia que gobernó al Ecuador durante una década y que llamaba revolución a lo que no era otra cosa que el asalto a los dineros públicos; terroristas, a los estudiantes que protestaban en las calles, así como a los indígenas y ecologistas que defendían la naturaleza; y ahora llama perseguidos políticos a los jefes del crimen organizado que guardan prisión por sus delitos… Esa banda está a punto de volver al poder.

El último pronunciamiento del CNE dice que, una vez proclamados los resultados, procesará todas las impugnaciones. Así, colocará las denuncias en el terreno kafkiano de los procesos administrativos. Cualquiera que sea el resultado, la autoridad electoral no podrá despejar las sospechas sobre su actuación. Ni su presidenta ni sus consejeros han podido ni querido entender la enorme diferencia que existe entre cumplir un proceso y hacer justicia.