domingo, 20 de diciembre de 2009

Cuando hablan las corporaciones

Por Gustavo Abad
El debate en torno a la Ley de Comunicación muchas veces deja de ser un intercambio de ideas y se convierte en una disputa por tener la última palabra. Parecería que lo que está en juego no es el contenido mismo de una ley sino la autoridad para apoyar o denostar. Ventajosamente, las fuerzas políticas en la Asamblea dieron muestras, en los últimos días, de querer romper esa estrechez y aceptar un diálogo político más amplio.

No se puede decir lo mismo de la mayoría de medios privados, empeñados en obstruir el flujo de nuevas ideas, machacando sobre el lugar común de la “ley mordaza”... Esa actitud solo ratifica lo que muchos periodistas saben pero se niegan a admitir y es que las garantías de la democracia están en la política y no en la información mediatizada. Los actores políticos y sociales no crecen gracias a la visibilidad mediática por sí misma, sino que logran esa visibilidad cuando ganan fuerza política.

El problema es que las posiciones individuales de muchos periodistas son acalladas por los discursos corporativos. Me consta que no todos defienden a capa y espada a sus empresas. Es más, la mayoría tiene una relación de odio amor con sus empleadores, debido a las precarias condiciones de trabajo, al clima cargado de tensiones, a las conflictivas relaciones internas, entre otras causas. Sin embargo, el discurso corporativo los presenta como si fueran un solo cuerpo, como si todos estuvieran alineados con las posturas institucionales.

Hace pocos días El Universo puso a circular un cuadernillo que recoge la opinión de más de cien periodistas acerca del Proyecto de Ley de Comunicación. De acuerdo, buena idea la de que muchos opinen y se diversifiquen las voces. Sin embargo, más parece un esfuerzo por construir la ilusión de que los medios privados son espacios democráticos y participativos. Sin dudar de la validez de esas opiniones individuales, me pregunto ¿Las habrían tomado en cuenta si algunas de esas voces resultaban discordantes con las voces institucionales?

Sería interesante comprobar si la opinión de un buen número de reporteros –no columnistas– será tomada en cuenta, por ejemplo, cuando reclamen aspectos relacionados con las condiciones laborales, con los procesos de capacitación, con la toma de decisiones informativas. Por ahora, la fuerza dominante del discurso corporativo termina alineando a todos como si fueran uno solo en torno a la institución abarcadora.

El discurso corporativo anula la diversidad, oculta las discrepancias internas. Anulada la diversidad, nadie arriesga nada, porque una comprensible conducta humana es tener más miedo a quedarse solo que a equivocarse en masa. El discurso institucional reduce las voces críticas dentro de los medios. Conozco a periodistas muy críticos cuando están fuera y muy defensores cuando recuperan algún estatus dentro de esa institucionalidad en crisis.

Entonces hay que preguntarse qué significa hacer crítica de medios en estas condiciones. Primero, estar dispuesto a hacer inteligible todo este entramado de voces e intereses. Después, arriesgar una postura en momentos en que nadie quiere arriesgar nada. Construir una voz crítica respecto de los medios implica un esfuerzo por tomar distancia no solo de ciertas prácticas sino de ciertas tentaciones fáciles, como la de creer que la crítica se reduce a sentarse a cazar gazapos.

La crítica no significa pontificar sobre lo que está bien o mal sino proponer maneras de entender los hechos, construir modelos interpretativos de lo que pasa, elevar a conceptos lo que parece anecdótico.

La crítica se desarrolla cuando entendemos, por ejemplo, que lo que está en juego aquí es el control del relato. El poder mediático reacciona enceguecido cuando el poder político le disputa y a veces le arrebata la hegemonía como narrador de la realidad. La lucha por el control del relato, más que informativa, es política. Entonces una de las claves de todo esto radica en superar la versión periodística de la política y asumir la dimensión política del periodismo. Las corporaciones lo saben, pero se cuidan de admitirlo públicamente.
El Telégrafo 20-12-2009

sábado, 12 de diciembre de 2009

¡Más respeto tengan ellos!

Por Gustavo Abad
La ciudades amazónicas de Lago Agrio y Coca estaban desabastecidas, con las carreteras cerradas y paralizado el flujo de combustibles y alimentos. Era agosto de 2005 y los habitantes de esa región llevaban varios días de protesta con el fin de presionar al gobierno por una redistribución justa de las riquezas petroleras. Un equipo de un canal quiteño cubría las manifestaciones en Lago Agrio, cerca de una multitud que esperaba ver sus reclamos en algún medio nacional. Entonces aparece el presentador estrella del noticiero y, desde la comodidad del set de noticias en la capital, califica a los manifestantes como vándalos y terroristas.

Nunca se le ocurrió que sus palabras no solo criminalizaban el derecho a la protesta, sino que ponían en riesgo la integridad de su propio equipo, en ese momento rodeado de gente a punto de reaccionar violentamente al verse ofendida de esa manera. Aterrados, el camarógrafo, el asistente y la reportera rogaban que su jefe se callara. “Si lo tuviera enfrente lo callaría de otra manera”, me confesó luego el camarógrafo haciendo un gesto inequívoco con las manos. Hace pocos días, ese mismo presentador le abrió los micrófonos a Fabricio Correa y celebró con él sus prejuicios homofóbicos.

El ejercicio periodístico está lleno de episodios como este. Lo traigo aquí a propósito del debate sobre la responsabilidad ulterior, artículo 11 del Proyecto de Ley de Comunicación. Esperemos que el aplazamiento del debate permita ampliar y enriquecer su significado. La pobreza a la que lo redujeron los autores del proyecto ha permitido a muchos medios manipular hábilmente el concepto para decir que se trata de una censura previa o un intento de judicializar el periodismo.

La responsabilidad ulterior no es censura ni judicialización, sino la obligación de que medios y periodistas se hagan cargo de los efectos de lo que dicen o escriben. ¿Hubiera sido censura si el canal le ponía límites al presentador conociendo su escaso criterio? Claro que no, y además tenía la obligación de contratar a alguien mejor capacitado para ese trabajo. ¿Hubiera sido judicializar el periodismo si el insultador recibía una sanción, no digamos penal, pero sí profesional? Para nada, y además debía recibir un escarmiento moral, no solo por ofender a la población, sino por poner en riesgo la seguridad de sus compañeros.

En la redacción de un diario, un amigo periodista me decía que no es necesaria una Ley de Comunicación para que los medios observen su responsabilidad social, puesto que ya existen delitos tipificados como calumnia, injuria y otros. Su argumento: “Si yo mañana te acuso de ladrón en mi periódico, estás en todo el derecho de iniciarme un juicio”. ¡Gran cosa! Como si todo pudiera resolverse en los juzgados. No se trata de andar por la vida iniciando juicios contra todo el que irrespeta la dignidad de los demás. Se trata de establecer y hacer respetar unos procedimientos, unos parámetros que eviten que se publique una información no verificada y no contrastada. Se trata de que los medios y los periodistas adquieran mayor conciencia de su capacidad de causar daño.

Hace pocos meses, jugaban Ecuador versus Jamaica en el Giants Stadium de Nueva Jersey. Sale Jamaica a la cancha y el mejor comentario que se le ocurre a uno de los “referentes” del periodismo deportivo ecuatoriano es: “Aquí vienen los reggae boys”. Risitas cómplices de sus compañeros. Después, la cámara enfoca a los hinchas ecuatorianos en los graderíos, sonrientes por saludar a su equipo. El comentario del periodista es por demás ofensivo. “Sonríanse ahora, que ya los quiero ver a la salida, cuando los visite la migra”. En menos de dos minutos, el comentarista ofendió a los jugadores rivales, a los migrantes ecuatorianos y a la inteligencia del público. El mito de la autorregulación solo oculta la irresponsabilidad.

Hace varias semanas, una veintena de diarios y revistas proclaman “+RESPETO”. Pretenden convencernos de que cualquier Ley de Comunicación es un atentado a la libertad. El miércoles anterior, durante la concentración organizada por Carlos Vera “en defensa de la libertad”, en un emblemático parque de Quito, el animador vociferaba sus prejuicios xenófobos: “No más cubanos ni extranjeros indeseables en el Ecuador”. Vera ni siquiera hizo el ademán de pedirle a su compañero de tarima que bajara el tono. Varios asistentes al mitin del ex periodista, ahora aspirante a político, llevaban pancartas y camisetas que decían “No al matrimonio gay. Fuera homosexuales”. Con tal discurso xenófobo y homofóbico por delante, tienen la doble moral de exigir respeto.

¡Más respeto tengan ellos!

El Telégrafo 13-12-2009

sábado, 5 de diciembre de 2009

Claroscuros II

Por Gustavo Abad
El Ecuador no puede dejar de tener una Ley de Comunicación, porque la Constitución lo manda, y no puede tener una ley mordaza, porque la Constitución lo impide. Si los detractores de toda iniciativa de regulación del sector hubieran entendido este axioma desde el principio, las fuerzas políticas y los actores de la comunicación estarían debatiendo una ley garante de los derechos de todos y no tratando de echar a la basura un proyecto mal desarrollado desde su metodología hasta sus enunciados. Si algunos medios se hubieran dedicado a informar en lugar de hacer propaganda en contra de la regulación de sus privilegios, Rolando Panchana quizá no habría desarrollado una propuesta prohibitiva y César Montúfar quizá no habría llevado al límite la doctrina liberal de la información que, a nombre de las libertades, no reconoce las desigualdades. Lo que viene requiere otro nivel de debate en el que ojalá se escuche a otros actores de la comunicación, entre ellos, a los que curiosamente no han hablado en este caso, los periodistas de a pie, los reporteros que hacen investigación, los que honran el oficio en la calle, no los figurones de televisión que no aportan pero sí hacen ruido.

1. El Consejo de Comunicación e Información

Tal como está planteado (artículos del 76 al 88) este organismo difícilmente resultaría viable, no solo por la ambigüedad y la amplitud de sus funciones –que van desde la planificación, la vigilancia, la legislación, las recomendaciones hasta las sanciones– sino por lo enmarañado de su estructura ¿Cómo podría garantizar los derechos de comunicación e información un organismo ahogado en su propia densidad? Su estructura parece destinada a paralizarse a sí misma al concretarse de manera defectuosa debido a la cantidad de requisitos contradictorios para ser integrante de alguna de sus instancias. ¿Puede alguien con estudios de tercer nivel en comunicación no haber estado involucrado, aunque sea tangencialmente, en actividades informativas? El Pleno, el Presidente, la Secretaría Técnica, las Delegaciones, el Comité Consultivo no permiten visualizar un organismo ágil en la resolución de conflictos sino un nicho burocrático atravesado de intereses. Si no se logra pensar en otra instancia más potable para garantizar los derechos a informar y ser informados, quizá lo más coherente sea la institucionalización y fortalecimiento del Defensor del Público (artículos 90 al 93) con capacidad para auspiciar las demandas o actuar de oficio en los casos en que estos derechos hayan sido irrespetados o estén en peligro de serlo. Las veedurías y observatorios de medios serían sus instancias de apoyo desde la sociedad organizada.

2. Medios públicos, medios privados y condiciones de producción

La parte declarativa, que define tanto a los medios públicos (artículos del 51 al 58) como a los privados (artículos del 59 al 63) es bastante clara en cuanto a la naturaleza de unos y otros. Sin embargo, el proyecto no dice nada respecto de dos condiciones indispensables para el mejoramiento de la calidad del ejercicio informativo: la mayor participación de las audiencias y las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. En el Ecuador, la cultura periodística –propiedad de los medios, relaciones laborales, prioridades informativas– se ha construido desde los medios privados. Los medios públicos son una realidad inaugurada hace poco y en eso radica la posibilidad, no solo de diversificar la oferta, sino de plantear otros modos de producción de la información, otro tipo de relación interna entre sus periodistas, otras prioridades al planificar el trabajo y otra manera de dialogar con las audiencias. Eso ayudaría, por ejemplo, a que El Telégrafo deje de ser un diario guayaquileño y se convierta en un diario público nacional, entre otras cosas. Tanto medios públicos como privados deberían garantizar el funcionamiento de una instancia de debate ciudadano en torno a sus contenidos. Ya tenemos información, lo que falta es participación. Y faltan, sobre todo, garantías para el ejercicio periodístico, no en términos de acceso a la información, sino de condiciones de trabajo. No se ha dicho nada respecto de los reporteros “freelance”, que ganan por nota publicada y no por nota trabajada y mucho menos respecto de las condiciones de seguridad para su trabajo ¿Quién responde por la vida de estos trabajadores de prensa cuando viajan, por ejemplo, a las zonas de conflicto? De eso, nada dice el proyecto, porque –como ya lo mencioné al inicio– aquí han hablado muchos, pero no los reporteros de a pie.
El Telégrafo 06-12-2009

sábado, 28 de noviembre de 2009

Claroscuros

Por Gustavo Abad
Detrás de la afirmación de que la mejor ley es la que no existe hay una carga de cinismo. Los que la pronuncian generalmente lo hacen desde el convencimiento de su propia invulnerabilidad, de su capacidad para resolver los conflictos desde algún tipo de poder o de relaciones de poder que los favorece. Pero al negar una ley idealizan otra, la del más fuerte, que se basa precisamente en la ausencia de normas. El debate político respecto de la Ley de Comunicación puede tomar dos rumbos a estas alturas. Por un lado, desbaratar la falacia de quienes pretenden mandar al tacho de basura, junto con el proyecto de ley, la posibilidad de regulación del sector. Por otro, ofrecerles argumentos a los detractores si se mantienen algunos planteamientos tal como están en el proyecto. Los errores pueden enmendarse, pero también existe el riesgo de que todo vuelva a cero. Todo depende de cuánto se discutan los numerosos claroscuros del proyecto. Como no se puede plantear todos en una sola columna, lo haré de manera progresiva, comenzando por los siguientes:

1. El Sistema de Comunicación Social
La palabra sistema, por su propia definición, nos remite a un principio ordenador, a un conjunto de cosas relacionadas entre sí con una finalidad pragmática. Pero ¿qué significa con relación a la comunicación? Si nos regimos por la definición de sistema ¿tendremos un conjunto de cosas, personas, instituciones, normas, relacionadas entre sí para lograr un mismo objetivo comunicacional? Entonces pasamos a otro nivel de interrogación en el cual la pregunta es ¿en torno a qué objetivo común se debería articular un sistema de comunicación? Por la manera en que está expresado en el proyecto (artículo 72) ¿hay que entender este sistema como una abstracción o como un conjunto real de personas e instituciones articuladas? Me cuesta pensar que todos los actores de la comunicación –individuales y colectivos, jurídicos y naturales, estatales y privados– deban o puedan someterse a un sistema. ¿Se refieren a que el Estado proponga políticas públicas de comunicación para garantizar el acceso democrático a la información? Supongamos que acerté, pero para eso no se necesita un sistema, sino planes coherentes y negociados socialmente que, a la larga, podrían funcionar como un todo articulado, pero una cosa es que las prácticas deseables produzcan un sistema y otra creer que la creación de un sistema mediante una ley produzca esas prácticas.

2. Los profesionales en comunicación y periodismo
Según el proyecto “Las direcciones editoriales y la elaboración de la noticia en los medios deberán estar a cargo solo de periodistas profesionales o comunicadores sociales titulados. Estos requisitos aplican para medios privados, públicos y comunitarios” (artículo 50) Al parecer, los asambleístas consideran que la idoneidad de quienes ejercen el periodismo informativo está garantizada solo por la posesión de un título. Digo, y sin desconocer la gran importancia de estudiar comunicación y periodismo, la competencia para realizar el trabajo informativo también está en el acceso a unas herramientas, unas destrezas y unos conocimientos, independientemente del título académico. Hay periodistas graduados de las facultades de comunicación con notorias deficiencias para observar, procesar y transmitir el significado de los acontecimientos mediante un uso correcto del lenguaje. De igual manera, hay periodistas que provienen de la sociología, la economía, la historia, el derecho y que, al haber adquirido la destreza técnica y la solvencia intelectual necesarias, ejercen con calidad el periodismo informativo. Ya que hablamos de políticas públicas de comunicación, sería más provechoso reforzar y ampliar el derecho a la profesionalización –que ya consta en el Artículo 24 y que no es lo mismo que titulación– no solo de los periodistas que provienen de otras ramas de las ciencias sociales, sino de los que han pasado por las facultades de comunicación. Así se fortalecería el ejercicio periodístico mediante las buenas prácticas y no mediante la limitada reivindicación gremialista.
El Telégrafo 29-11-2009

sábado, 14 de noviembre de 2009

Bisutería

Por Gustavo Abad
Esta historia se la contaron alguna vez a Carlos Monsiváis y él, a su vez, la contaba en la revista Gatopardo, que ya no llega más por estos barrios. El tema es que en un pueblo de México, a punto de comenzar la Semana Santa, los devotos trataban de convencer al alcalde y al cura de cambiar los clásicos villanos por otros más reconocibles por las nuevas generaciones. En pocas, querían sustituir a los centuriones, soldados y fariseos por el Pingüino de Batman, Lex Luthor de Supermán o Darth Vader de la Guerra de las Galaxias. Esos sí, decían los feligreses, unos villanos de verdad…

Me acordé de esta historia al mirar hace poco el programa “¿Quién quiere ser millonario?” El presentador le pregunta al concursante ¿Cuál de estos personajes es enemigo de Batman…? Correcto, El Joker. Después ¿Cuál de estos escritores es autor de “El Chulla Romero y Flores”…? Silencio, el tipo no tiene la menor idea. Luego del corte ¿En la novela de Ecuavisa, el rostro es de…? Correcto, de Analía. Después ¿Cuál de estos personajes lideró una revolución en el Alto Perú…? Nada, los héroes indígenas son esoterismo para el concursante.

A ver, cuidado con sugerir que debemos desterrar la banalidad de nuestras vidas. No nos pongamos pesados, porque no se trata de tanquearse solo cosas trascendentales, ni meterse películas intelectuales como quien se mete vacunas. Pero tampoco hay que dejar de asombrarnos de cómo la gente anda por el mundo cargada de una experiencia mediática que supera, no solo el mito religioso del que habla Monsiváis, sino la experiencia real y cotidiana. El mundo no es lo que es sino lo que los medios dicen que es. Por eso un presentador de televisión se lanzó hace poco un furibundo discurso en defensa de una familia de ojos saltones que vive en Springfield pero, llegado el caso, no supo qué pueblos habitan en el corazón del Yasuní.

Me explico, la aceleración de la experiencia mediática consiste en el reemplazo de los lenguajes naturales de la política, del arte, de la ciencia, de lo que sea, por los códigos mediáticos, especialmente audiovisuales, para que puedan circular y lograr un efecto. Por ejemplo, los canales hacen un gran despliegue de la celebración por los veinte años de la caída del Muro de Berlín, un acontecimiento político que sacudió la historia contemporánea, pero ¿qué ideas nos han acercado para comprender la dimensión histórica de aquello? Ninguna, solo fuegos artificiales, fotos del recuerdo, imágenes emocionales.

“No habrá revolución es el fin de la utopía, que viva la bisutería” parodiaba por esos mismos años un lúcido Joaquín Sabina, a contracorriente del discurso globalizante de que el mundo había abierto las puertas a la libertad. Para la mayoría de medios, especialmente de televisión, recordar ya no es reflexionar y entender un acontecimiento, sino evocar y celebrar una imagen.

Las imágenes del muro derribado aceleran la experiencia mediática, pero la experiencia real dice que después se construyeron y se siguen construyendo muros cien veces más grandes e infranqueables entre México y Estados Unidos, entre Israel y Palestina y, en la dimensión urbana, los muros con los que la gente se amuralla en sus casas por miedo a la delincuencia. Para el relato emocional de la televisión esos muros no cuentan, no son símbolos de violencia. La televisión no distingue entre los fuegos artificiales sobre los escombros del Muro de Berlín y los destellos de los misiles que destrozan Irak. Los transmite por igual, como luces de libertad.

Quizá deberíamos dejar de buscar en la televisión una racionalidad política que no tiene y entender que sus códigos no son conceptuales sino emocionales, es decir, no responden a las preocupaciones históricas sino a las exigencias del infoentretenimiento. Entonces no nos creeríamos el cuento de que Juanes tiene alguna idea política equiparable a las comerciales o de que Calle 13 ha superado la genitalidad del reggaetón. No, ellos vienen de la industria del espectáculo, y no hay lío con eso, pero sus performances políticos son apenas movimientos calculados para causar un efecto, para vender una ilusión de rebeldía en un mundo donde la experiencia mediática supera de largo a la experiencia real.
El Telégrafo 15-11-2009

lunes, 2 de noviembre de 2009

No es periodismo, es propaganda

Por Gustavo Abad
“Lo conoces porque pudimos informarte” decía el primer eslogan mesiánico con el que El Comercio comenzaba hace un mes su campaña en contra de la existencia de una Ley de Comunicación en el Ecuador. “No hemos callado” continuaba con esa autodefinición heroica adoptada por la prensa más conservadora de este país para negarse a la regulación de su negocio. “En todas partes la prensa incomoda” es ahora la muletilla que encabeza las páginas dedicadas a convencer al público de que la mejor ley es la que no existe.

Entre informar y convencer hay una distancia enorme, la misma que separa el periodismo de la propaganda. El Comercio ha hecho en pocas semanas lo que durante más de un siglo ha censurado o se lo ha endilgado a otros, al menos en la retórica hueca de la objetividad: convertir al periodismo en propaganda. Dicho de otra manera, ha dado un gran paso a favor de esa corriente que arrastra a los medios hace varios años y los ha llevado a perder demasiado terreno y legitimidad como voz pública, por obra de sus prácticas informativas y empresariales.

Si por lo menos ese diario advirtiera claramente que su decisión ha sido tomar partido en contra de la regulación, se lo agradeceríamos. Pero venir con ese cuento, disfrazado de información, de que la prensa independiente está en peligro porque se quiere regular el negocio de la información mediatizada es una manera de retorcer el sentido de los hechos de una manera, digámoslo con diccionario en mano, desvergonzada.

Cada vez hay mayor conciencia de que la esfera pública no se reduce a los medios, sino que está conformada por actores sociales y políticos. Por eso, no es en los medios donde debemos buscar las garantías de la democracia, sino en la política. También es evidente que los medios son privilegiados actores de la vida política y que la sociedad no los va a crucificar por reconocerlo. Al contrario, sería visto como un gran avance el que diarios como El Comercio, El Universo y otros mastodontes extraviados se presentaran abiertamente en la Asamblea Nacional e hicieran una exposición fundamentada acerca de qué aspectos de los proyectos de ley los incomodan. Sería para el aplauso que plantearan legítima y abiertamente su posición en la arena política y no acudieran al truco de hacer propaganda y venderla como información periodística.

Hace poco, uno de los más conocidos editorialistas de El Comercio aseguraba que los grandes males del periodismo obedecían a lo que él llamaba “periodismo militante”. Se refería a una corriente supuestamente comprometida con ciertos sectores sociales o ideologías revolucionarias, apenas un fantasma en la historia del periodismo ecuatoriano, dominado por los medios privados. Quizá algún rato ese articulista nos pueda decir algo respecto del periodismo que sí milita a favor de las empresas mediáticas y al que, siguiendo su lógica denominativa, podríamos llamar “periodismo empresarial”. Digo, como sugerencia nada más.

“El kirchnerismo impuso una Ley de Medios con dedicatoria” publicó el jueves de esta semana El Comercio, con toda la tinta cargada a desacreditar la Ley de Medios en Argentina, uno de cuyos méritos es restar los privilegios de los grandes monopolios mediáticos, cuyo máximo exponente es el Grupo Clarín, con alrededor de treinta medios bajo su control, según la Red Nacional de Medios Alternativos de ese país. Romper el monopolio es romper la potestad de un grupo empresarial de decirle a toda una sociedad cómo debe pensar desde la política hasta el fútbol.

Por eso, entre las condiciones indispensables para mejorar la calidad del periodismo y garantizar el derecho a la información, en el Ecuador y en todas partes, están la lucha contra el monopolio, la desvinculación de los medios respecto de los grupos de poder, la mayor participación ciudadana en los procesos informativos, las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. Cualquier Ley de Comunicación que garantice algunos de esos aspectos será nociva para los empresarios mediáticos. Se entiende entonces por qué no dudan en sacrificar el periodismo por la propaganda.
El Telégrafo 01-11-2009

sábado, 17 de octubre de 2009

Ciudad, comunicación y violencia

Por Gustavo Abad
Sobre la avenida Amazonas, al norte de Quito, justo en el tramo que separa las avenidas Orellana y Eloy Alfaro, hay un corredor de unos 300 metros de largo, una suerte de andarivel estrecho, con un muro de un lado y una baranda del otro. Es el paso obligado de cientos de ciclistas y caminantes en esta ciudad que sufre de histeria automovilística.

Debido a su curvatura, desde un extremo no se alcanza a ver el otro. Una persona solo se hace visible cuando está a la mitad del trayecto, en ese punto donde la entrada es tan inalcanzable como la salida. Pero el asunto se complica porque, según dicen, hay por ahí un par de maleantes que aguardan el momento para caer sobre los desprevenidos.

Silvana tiene 22 años, estudia biología y es militante del movimiento ciclista en la capital. A sus oídos, igual que a los míos, ha llegado esa y otras historias más acerca del corredor aquel. Lo mismo le contaron a Paúl, un informático de la Politécnica, que en los cinco últimos años se ha subido a los buses solo en casos de extrema necesidad. Lo último que le dijeron es que los ladrones saben oler una laptop en la mochila.

Así se construye el miedo en la ciudad. A un espacio desolado le asignamos un relato de horror. A un individuo extraño lo asociamos con una conducta monstruosa. Así, la ciudad donde vivimos y amamos se convierte en el lugar donde nos arriesgamos y sufrimos. Entonces la ciudad no es solo un espacio físico, sino también un gran relato de miedo, alimentado por el discurso de las autoridades, los medios y el pequeño cuento que nos hacemos todos los días entre vecinos del barrio y compañeros de oficina.

Silvana lo sabe y, por eso mismo, decidió seguir usando el corredor todos los días rumbo a la universidad o al vivero donde hace sus prácticas. “Es que no me voy a paralizar y tampoco me voy a comprar un carro por eso”, dice cuando le pregunto sobre el tema. Paúl tampoco se detiene y está dispuesto pasar tantas veces como sean necesarias por este y otros lugares con mala fama. Justo el día de nuestra conversación iba a una reunión convocada por el grupo Andando en Bici Carajo (ABC) para protestar por la masacre que cometen en esta ciudad los conductores de autos contra los ciclistas. Ellos tienen clara una idea y es no dejarse intimidar ni por los discursos de horror ni por la agresividad de los conductores.

Pendientes de la Ley de Comunicación, o del giro que debe dar la publicidad del Gobierno luego de la última protesta indígena, casi nadie se detiene a pensar en esas otras formas de comunicación y de información, que son los relatos con los que nos llenamos de miedo todos los días. Pendientes del auge delincuencial con el que los noticieros nos amargan el desayuno, no reaccionamos ante esta otra dimensión de la violencia que ejercen los buseros, los taxistas y otros conductores indolentes sobre los ciclistas, por el solo hecho de asumir la ciudad como un espacio de todos.

Según datos policiales, entre enero y agosto de este año, 122 ciclistas sufrieron accidentes en las calles, y 124 en el mismo período del año pasado. ¿Por qué no declara el Gobierno un Estado de Excepción contra semejante violencia, que en el último mes cobró las vidas de Pablo Lazzarini y Hugo Ortiz? ¿Por qué los medios se preocupan solo del aumento del secuestro exprés y no de los ciclistas asesinados por la brutalidad de los conductores? Porque en la lógica del sistema la inseguridad solo viene de afuera, de las márgenes, y la única noción de violencia que reconoce es la delincuencial.

El conductor, en cambio, está integrado al sistema. Su prepotencia está emparentada con la clase de violencia que sostiene el modo de vida dominante, el avasallamiento del fuerte contra el débil. De alguna manera, el conductor abusivo ejecuta lo que la sociedad excluyente siempre está dispuesta a hacer con los que le sobran y le resultan molestos.

Para el conductor, la ciudad es el espacio de reafirmación personal. Para el ciclista es el escenario de la solidaridad, de la recuperación civil y ecológica del espacio público. Cada quien usa la ciudad según el mapa que se ha hecho de ella. Por eso, la ciudad no es solo un espacio físico, sino también una imagen mental formada por la suma de todas las informaciones que consumimos todos los días.
El Telégrafo 18-10-2009

sábado, 26 de septiembre de 2009

Cláusula de conciencia

Por Gustavo Abad
A estas alturas, decir que la información es un bien público sujeto a regulación no es una novedad mediática sino una premisa política. Entonces hay que sacarle provecho a ese avance conceptual y entender que la Ley de Comunicación será el resultado sustancial del debate político y no un evento accidental de la información periodística.

Los únicos que no lo han entendido son los medios tradicionales, que han acudido a la estrategia de enturbiar las aguas y crear fantasmas respecto de un supuesto ataque a la libertad de expresión. Imposibilitados de aceptar que no son el único escenario de la deliberación pública, sino sus más privilegiados actores, esos medios se niegan a la existencia de una ley que, además de otorgarles derechos, los obligue a cumplir deberes.

El Comercio, por ejemplo, ha publicado durante esta semana una serie de artículos sobre temas de gran impacto social, bajo el lema “Los conoces porque pudimos informarte”, como si haber informado de aquello hubiera sido un favor de su parte y no su obligación. ¿Acaso cree El Comercio que hubiera podido dejar de informar sobre los casos Restrepo, Fybeca, tráfico de armas, crisis bancaria, entre otros, y seguir llamándose medio de comunicación? ¿Por qué no hacen El Comercio y El Universo un recuento de todos los temas sobre los que, pudiendo informar, no lo hicieron? Les puedo mandar una ayuda memoria. Reivindicar como un mérito especial lo que no es más que el cumplimiento del deber, francamente resulta delirante, además de tramposo. Si no fuera lamentable, sería cómico.

Pero a lo que iba es que los tres proyectos en estudio, promovidos por Rolando Panchana (oficialista), César Montúfar (oposición), y el Foro de la Comunicación, contienen propuestas, para ser debatidas y perfeccionadas, sobre temas claves como la distribución de frecuencias, el antimonopolio, la responsabilidad social, las veedurías, y otros. No obstante, perdura en ellos la tensa dualidad poder político versus poder mediático, como escenarios principales de lo público, una suerte de club de la pelea.

Quizá por ello no se ha entendido la importancia de otros aspectos, como el de la defensa de los valores éticos de los trabajadores de prensa. Lo más cercano es la cláusula de conciencia (proyecto de Panchana, art. 10; proyecto del Foro, art. 108), que ya consta en normativas anteriores, pero no se la ha tratado como una cuestión de ética pública. Hasta ahora, la cláusula de conciencia se ha reducido al derecho de los periodistas a mantener la reserva de sus fuentes, pero no se la ha utilizado para proteger a los reporteros cuando su libertad de expresión y su derecho al trabajo son amenazados por los propios medios, abrumadoramente en manos privadas.

Que el poder político ejerce presiones sobre el trabajo periodístico es innegable, pero en el caso ecuatoriano resulta mínimo o, como dicen los abogados, “peccata minuta” comparado con las presiones y el control interno ejercido por los directores, dueños y mandos administrativos sobre el trabajo de los reporteros, fotógrafos y otros trabajadores de prensa. Los medios tradicionales en el Ecuador están a una distancia infinita de ser el paraíso de la libertad de expresión que aseguran ser.

Los casos de periodistas amedrentados por el poder político no representan ni el comienzo de las decenas de periodistas obligados a renunciar por no estar de acuerdo con la censura, las precarias condiciones laborales y, sobre todo, por no allanarse a ejecutar órdenes reñidas con su ética profesional y con la dignidad del trabajo. Una larga lista de disidentes de esos medios lo corrobora. Lo que pasa es que a nadie lo censuran en público ni por escrito. Basta meterlo en la “congeladora” un par de meses para que el individuo escoja la renuncia como su única vía de liberación.

La única opción que han tenido hasta ahora los periodistas censurados, explotados e irrespetados, ha sido la inmolación, la disidencia. ¿Ante qué instancia han podido acudir o qué ley han podido invocar para reclamar su derecho a la libertad de expresión y al trabajo? Muchos llevan años en el desempleo ¿Quién les restituye a esos periodistas su integridad, su valoración individual y social, demolida al quebrarse el nexo entre sus ideales y su práctica profesional?
El uso efectivo de la cláusula de conciencia es un camino, tímido e inexplorado todavía, pero camino al fin, para restaurar la dignidad del trabajo periodístico, pulverizada por los que se dicen defensores de la libertad de expresión.
El Telégrafo o4-10-2009

sábado, 29 de agosto de 2009

Climas de opinión

Por Gustavo Abad
El alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, acusa al gobierno de totalitarismo. La misma autoridad que impone una conducta pública disciplinaria, que prohíbe besarse o andar con el torso desnudo por el Malecón, se siente víctima de totalitarismo. El exponente de una política municipal que proscribe desde el comercio informal hasta las demostraciones de amor en público se considera a sí mismo un abanderado en la lucha contra un supuesto abuso de poder.

Reviso la entrevista de cuatro páginas, sin firma de autor, que le dedica la revista Vanguardia al personero municipal (a propósito, hay medios donde sí se practican totalitarismos que reducen a los reporteros a ser unos fantasmas sin nombre, para que el único nombre visible sea el del editor) y leo al alcalde del puerto principal: “si alguien quiere pelear con mis cojones no va a pelear con los míos, que pelee con los de él”.

¿Puede quejarse de totalitarismo gubernamental quien rinde culto a ese totalitarismo histórico que mantiene como medida del valor o la competencia política a la mayor o menor carga de testosterona? ¿Acaso el totalitarismo machista y su correlato, la falocracia, no se sustentan en el mito de la solvencia testicular a la que tanto afecto parece tenerle el alcalde de Guayaquil?

Perdón, me extendí demasiado en lo del alcalde y la revista. A veces cuesta demasiado resumir tanta esquizofrenia, pero es necesario para buscar una explicación a la manera cómo se forma ese territorio común entre la política y la comunicación, llamado opinión pública, ese campo de batalla entre el conflicto y el consenso, que sirve para vigilar o legitimar al poder, según los símbolos que se pongan en juego.

El anuncio del presidente, Rafael Correa, de formar comités de defensa de la revolución ciudadana se afianza o se diluye no en los barrios ni en las casas donde se supone que funcionarían estas organizaciones, sino en la construcción de la llamada opinión pública al respecto. Y ésta tiene doble función. Por un lado, puede servir como instrumento racional de consenso social y, por otro, como herramienta violenta de control social, según el uso que hagan los actores políticos y el consumo que haga la población.

Por eso la llamada opinión pública es un territorio en disputa, cuyo resultado depende en gran medida de las opiniones preconcebidas que los contendientes puedan movilizar a su favor y en contra del otro. Totalitarismo, represión, cubanización… son los conceptos prefabricados que la oposición pone a circular en los medios, consciente de los efectos que éstos tienen en la sensibilidad social.

El gobierno, que durante más de dos años ha sabido colocar de su lado símbolos fuertes de transformación social (el propio presidente Correa lo es en sí mismo) no logra, en este caso, convocar razones con igual fuerza para construir una opinión pública ligada a la noción de consenso social. Difícil hacerlo cuando, desde el inicio, la carga simbólica y la experiencia histórica asociada a esa clase de comités en otros países, tienden a la noción de control social. No hay todavía un solo comité funcionando en los términos que la oposición les otorga, pero ya el clima de opinión en contra es difícil de remontar.


La opinión pública es un territorio difuso. Los que dicen tener la opinión pública a su favor merecen tanto crédito como los que dicen tener a dios a su favor. Lo que existe es un conjunto de opiniones preconcebidas, que entran en juego para crear climas de opinión a favor o en contra de algo. La gente percibe esos climas de opinión y su principal impulso es sumarse al más fuerte porque hay pocos impulsos más difíciles de refrenar que el de montarse en el carro ganador.

La idea de los comités de defensa de la revolución nace bajo un clima de opinión adverso y no hay argumento que lo despeje ni le facilite el camino en un territorio sembrado, por la oposición y la mayoría de medios, de conceptos preestablecidos.
El Telégrafo 30-08-2009

sábado, 15 de agosto de 2009

Arenas políticas

Por Gustavo Abad
Los actos políticos son, inevitablemente, actos de comunicación. Y esos actos de comunicación se producen en lo que el investigador André Gosselin llama arenas políticas, esos espacios donde los actores políticos hacen público su discurso y su visión del mundo. Las arenas generalmente permiten ejercer una cierta dramaturgia, una puesta en escena, incluso una ritualización de las ideas.

Vista de esa manera, la posesión del Presidente Correa, al inicio de esta semana, resulta un ejercicio de visibilidad en varias arenas políticas, de las cuales, las más significativas, por su carga simbólica, son la ceremonia en la Asamblea Nacional y el espectáculo en el estadio Atahualpa.

Por la mañana, en la Asamblea Nacional, Correa revalida el proyecto político al que le apostamos quienes votamos por él. Rinde cuentas al país sobre resultados concretos de su liderazgo político: el último soldado gringo que quedaba en Manta acaba de marcharse hace pocos días; la población de miles de presos sin sentencia se ha reducido a unas cuantas decenas; avanza el proyecto para dejar el petróleo del Yasuní bajo tierra y conservar intacto ese patrimonio natural; Ecuador se ratifica contrario al proyecto guerrerista del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, de poner siete bases militares al servicio de tropas estadounidenses; los banqueros dueños de medios tienen que escoger entre los bancos y los medios, no las dos cosas…

Correa le vende al país un proyecto político, un sueño posible, que rebasa el discurso y se concreta en actos de gobierno. Correa es, hasta ese momento y por sí mismo, el mejor narrador de la revolución ciudadana.

Por la noche, en el estadio Atahualpa, todo se trastoca. Es otra arena, otro público, otro discurso. Y uno busca, pero no encuentra, alguna concordancia, algún hilo de continuidad entre el discurso de la mañana y la teatralidad de la noche. “Voy a comerte el corazón a besos…”, Correa le hace el coro a Los Nocheros cuando las primeras banderas verdes se repliegan de cansancio luego de una jornada agotadora.

Hugo Chávez se deshace en piropos a:
- ¿Cómo es que tú te llamas?
-Aminta
- Ah ya… Aminta…
Después busca seducir al público con un poema épico a Bolívar.

Raúl Castro se lleva una rechifla tenaz por su relato cansino de una revolución de otro tiempo. Desubicado el orador, desinformado el público, no hay diálogo ni empatía y menos comunicación.
El viento helado sopla sobre la cancha del Atahualpa y los veinteañeros con blackberry miran al hermano de Fidel con una mezcla de indiferencia y desazón. Arremolinados frente al escenario, solo quieren saber a qué hora sale Calle 13, el grupo reguetonero que amaga dignificar el género con cierto mensaje político, todavía intermitente, limitado, pero más cercano a ellos al fin.

Correa recupera el micrófono y admite algo que no había querido antes, y es que su proyecto de revolución es vulnerable por falta de procesos de formación política no solo en el movimiento sino en la población. Nada más cierto. Lo perturbador es el anuncio del remedio que, según el Presidente, estaría en los comités de defensa de la revolución. Nada más contrario a la idea de revolución que el de unos ciudadanos vigilando el pensamiento de otros. Ojalá lo haya dicho solo como una metáfora.

Los actos políticos son actos de comunicación, y la comunicación se hace con símbolos, con narrativas. Correa es el único y solitario narrador de la revolución ciudadana. Por eso tiene que ponerse en la mañana el traje de estadista y por la noche hacer suyas también las nostalgias fosilizadas de sus cercanos consejeros, que le escriben discursos impecables para la Asamblea, pero no pueden crear para el estadio símbolos efectivos ni relatos creíbles de un proyecto inédito en el Ecuador.
El Telégrafo 16-08-2009

domingo, 2 de agosto de 2009

Si no fuera por la tele...

Por Gustavo Abad
El fútbol no hay que dejarlo solo a los comentaristas de la tele y menos a los que se desgañitan como hinchas con micrófono, en lugar de orientar el análisis del partido. Pero bueno, para no desviarnos del tema, digamos que cada quien se arregla lo mejor que puede con sus emociones.

A lo que voy es a que la llegada de Liga Deportiva Universitaria a la élite del fútbol mundial (Copa Libertadores, Copa Sudamericana, Vicecampeonato Mundial y actuación destacada en la reciente Copa de la Paz) aparte de la alegría de todo un país, nos recuerda la condición del fútbol como huella, ¡qué digo huella!, como profunda marca cultural de nuestro tiempo, con la cual las ciencias sociales siguen teniendo una gran deuda.

Para comenzar, este equipo o, mejor dicho, esta empresa deportiva hace que valga la pena desandar el camino de la evolución del fútbol ecuatoriano, desde cuando los hermanos Wright (no solo en la aviación había hermanos Wright) desembarcan en Guayaquil con la primera pelota, en 1899, hasta el desembarco del fútbol ecuatoriano en dos mundiales seguidos (2002 y 2006), sobre la nave mayor de una industria futbolística globalizada.

El fútbol llega al Ecuador como resultado del capitalismo expansivo de fines del siglo diecinueve, con Inglaterra a la cabeza de la industria y el comercio mundiales. Esto no lo digo yo, me lo explicó hace un tiempo Fernando Carrión, un académico apasionado por el fútbol, o sea, un tipo confiable. En otras palabras, llega montado sobre la maquinaria bulliciosa del progreso. Por eso los grandes equipos surgen ligados a empresas desarrollistas: Barcelona (puertos), Emelec (electricidad), Aucas (petróleo), Olmedo (ferrocarril), y solo una minoría proviene de entidades humanistas, como LDU, de la Universidad Central (aunque esa relación ya suena prehistórica).

Al principio, cuando la primera pelota sube de Guayaquil a Quito en el tren de Alfaro, jugadores, hinchas y dirigentes son la misma cosa porque muchos son las tres cosas a la vez. No hay estructura institucional ni marketing en ese mundo sin dioses donde el gran sentimiento es la defensa del terruño. Los de aquí contra los de allá, que se mantiene incluso hasta después de inaugurados los campeonatos profesionales en 1957.

Pero la trilogía hincha-jugador-dirigente, que domina la infancia y adolescencia del fútbol ecuatoriano y mundial se sacude con la llegada de un nuevo protagonista: la televisión. Entonces todo cambia. El hincha ya no tiene que ir al estadio, el jugador ya no dirije su festejo a los graderíos sino a las cámaras, la camiseta se convierte en valla publicitaria, los bordes de la cancha se parcelan para los anunciantes, el dirigente se convierte en empresario, y ya no importa de dónde es un equipo sino qué empresa lo auspicia, porque el mito deportivo local cede ante el mito económico global.

Muchos dirigentes entienden eso y cambian su antigua función de mecenas por la de inversionistas y hombres de negocios. Bueno, no muchos. El Barcelona llega a dos finales de la Copa Libertadores (90 y 98) por mérito deportivo, pero institucionalmente abrevando en la chequera del mecenas. Cuando ésta flaquea, viene la crisis, o sea, la-cri-sis, de la que no termina de salir en más de una década.

La diferencia que impone LDU radica en el cambio del mecenazgo por una gestión empresarial, que vende un producto masivo, que combina hábilmente lo económico con lo simbólico, que le monta al hincha un sentido de pertenencia a un equipo que practica formidablemente uno de los mejores inventos del espíritu colectivo, que gana siete campeonatos en la última década (cinco nacionales y dos internacionales). Le vende éxito, el producto mas codiciado en estos tiempos cuando la gente ya no se define por lo que produce sino por lo que consume.

“¿Por qué lloras?” Le pregunta un reportero a un hincha luego de que el equipo vendiera cara la derrota ante el Real Madrid. “Porque soy un hincha de verdad y no faltaré al estadio todo el año hasta volver a ser campeón”, contesta, como si fuera el inventor de la fidelidad. Entonces, la hinchada, esa fuerza motivadora de antes, es ahora también fuente de ingresos, no solo para el club, sino para toda una industria que mueve millones de dólares. Una industria donde cada hincha, ¡qué digo hincha!, cada aportante, cliente, consumidor, etc., lo hace con al menos novena minutos de su tiempo frente al televisor, que es lo máximo que yo estoy dispuesto a comprarle a la tele, y por eso me sentí excesivamente recompensado mirando desde una hamaca los goles de la Liga en el Santiago Bernabeu. O sea, la tele también tiene sus méritos.
El Telégrafo 02-08-2009

domingo, 12 de julio de 2009

Cuando faltan pensadores sobran publicistas

Por Gustavo Abad
Hace varias semanas que algunos medios privados le venden al público el espejismo de que la libertad de expresión en el Ecuador se encuentra amenazada porque, entre otras cosas, dicen que el gobierno controla 15 medios. Como si el poder económico no controlara lo mismo pero multiplicado por diez, por cien o por mil, según el espacio local, regional o mundial donde hagamos la comparación.

Pero nadie explica qué quieren decir con eso de controlar, y ahí comienza la distorsión, porque no hacen la diferencia entre lo que significan los medios bajo administración estatal (algunos de ellos como resultado de la incautación de bienes a los banqueros corruptos); los órganos de difusión oficial (impresos o audiovisuales producidos por entidades públicas); los medios estatales (que surgen de la decisión histórica de incluir a la información como un bien público y un derecho garantizado por el Estado); y los medios públicos (ese nivel ideal al que se supone deberían llegar los estatales luego de superar las taras heredadas de la cultura periodística impuesta por los privados).

El falso dilema consiste en plantear un tema de manera tramposa y muchos medios privados lo hacen cuando, por ejemplo, ponen en un mismo saco a El Ciudadano y El Telégrafo. El primero es un órgano de difusión y propaganda de las actividades del gobierno, que se emite desde la Presidencia de la República. Contiene mucha información pero nada de periodismo. El segundo es un medio de comunicación estatal que tiene la misión de convertirse en un medio público. Y para serlo no basta solo con hacer visible la diversidad social y cultural, sino facilitar su intervención política. Tampoco es suficiente ensayar otras narrativas, sino también otras prácticas periodísticas. Es necesario cambiar viejos esquemas de relación interna –como los que dan lugar a un jodido desequilibrio regional– que pueden resultar más explosivos que los mal intencionados ataques externos, por mencionar un problema latente.

En otras palabras, estar bajo administración del Estado no es lo mismo que ser estatal, y ser estatal no es lo mismo que ser público, y nada de eso es lo mismo que estar bajo control del gobierno, como afirman ciertos medios bajo control de los empresarios.

Por eso resulta chocante otro falso dilema, planteado esta vez por el gobierno, de creer que la única información confiable es la oficial. Esta semana salió de la congeladora una instancia que había quedado fuera de juego hace más de un año, la Secretaría de Comunicación que, según las primeras informaciones, tiene la misión de conformar un Consejo Político de Comunicación y una Agencia de Noticias Gubernamental. Ese no es el problema porque entre las atribuciones del gobierno está la de tener canales de información. El problema, mejor dicho, el peligro es que comience a ganar terreno la intención de muchos altos funcionarios de crear una maquinaria de propaganda oficial y tratar a toda costa de meter en ella a los medios que están en camino de ser públicos. No en vano por estos días zumban las consultas a periodistas que podrían estar dispuestos a hacerse cargo de esos medios con la condición de sumarse a semejante bodrio.

Al parecer hay funcionarios que no entienden la diferencia entre comunicación y publicidad. O quizá la entienden muy bien y por eso mismo se hacen los que no saben. La comunicación nos ayuda a reconocer nuestro lugar en el mundo mientras la publicidad nos conmina a responder a ciegas a los estímulos. La comunicación nos habilita como ciudadanos y la publicidad nos encasilla como consumidores. Si algunos medios privados confunden el control de su calidad informativa con un atentado a la libertad de expresión, algunos funcionarios confunden comunicación con propaganda. La comunicación sirve para buscar y proponer nuevas formas de vida. La publicidad sirve para ganar elecciones. El síntoma de que a un gobierno le faltan pensadores es cuando le sobran publicistas.
El Telégrafo 12-07-2009

sábado, 27 de junio de 2009

Ajuste de cuentas y otros vicios

Por Gustavo Abad
Sin más preámbulos, dos vicios periodísticos que cobran vigencia en estos días.

1. Ajuste de cuentas
Que los medios estatales desarrollen un proceso que los convierta en verdaderos medios públicos es una demanda social irrefutable. Por supuesto, ya que no solo operan con recursos de todos, sino que también manejan un bien de todos, como es la información. Exigir que estos medios pongan en práctica sistemas de transparencia y rendición de cuentas, no solo económicos sino de procedimientos internos, es parte de este proceso. Pero esa es una cosa, y otra muy distinta es la campaña de desprestigio a los medios públicos, especialmente contra El Telégrafo, emprendida por varios medios privados. Por ejemplo, el informe de un diario guayaquileño, basado en gran parte en una práctica muy arraigada en la cultura periodística, que todos los tratados de investigación recomiendan evitar, conocida como ajuste de cuentas.

En el Ecuador, muchas veces el periodismo de investigación −expresión mal usada pues, en rigor, toda forma de hacer periodismo exige un mínimo de investigación− comienza, no exclusiva pero sí mayoritariamente, en un ajuste de cuentas. La versión de alguien que se considera afectado por otra persona o institución siempre resulta oro en polvo para un investigador. El problema no está ahí, sino en otorgarle a esa versión el cien por ciento de credibilidad y publicarla sin contrastar con la de quien se pretende investigar. Eso descalifica la investigación y la convierte en mala intención.

Algunos medios privados acusan a los públicos de algo que ellos mismos practican. Varios reporteros de mi generación pueden dar cuenta de más de un editor o editora que consultaban durante horas a una poderosa embajada la conveniencia o no de publicar algo relacionado con el Plan Colombia o la Base de Manta, por si resultaba ofensivo para ese país. ¿Alguien ha investigado sobre esa manera de negociar un bien público como la información? Un principio fundamental de la investigación periodística es tener siempre puesto el ojo en el lugar del poder, no en el ajuste de cuentas. ¿Algún medio privado ha investigado o ha exigido transparencia a uno que, según la versión gubernamental, pertenece a empresas domiciliadas en paraísos fiscales solo con el fin de evadir impuestos en el Ecuador? Que sean transparentes los medios públicos, pero que comiencen por serlo los privados, porque de ellos proviene la cultura de la industria mediática dominante en este país.

2. “Instantaneísmo”
En la televisión existe una esquizofrenia llamada “en vivo y en directo”, ese impulso irreflexivo de ser los primeros en informar, de anotarse un “golpe” contra la competencia, como si para el público ver fuera igual a comprender. Alertados de que la muletilla ya resulta obsoleta, ahora los presentadores hablan de transmitir noticias “en tiempo real”, expresión más elegante, más eufemística también, pero una práctica igual de nociva para lo que se supone que es tarea del periodismo: buscar el significado de los hechos mediante una contextualización adecuada.

Ese inmediatismo del que pocos se salvan convierte al periodismo en “instantaneísmo”, o sea en el privilegio de las emociones y no de las reflexiones. Llegar primero es la consigna. Nosotros le mostramos la realidad y, si no la entiende, allá usted con su ignorancia, es el mensaje no dicho, pero asumido sin cuestionamientos en los medios televisivos. A la larga, esta doctrina efectista y utilitaria se vuelve contra esos mismos medios. Teleamazonas acaba de recibir una segunda sanción en pocas semanas, esta vez por haber transmitido la noticia de un supuesto centro clandestino de conteo de votos durante las elecciones de abril. Según el Conartel esa noticia contraviene la Ley de Radiodifusión y Televisión, que prohíbe transmitir información basada en supuestos. El argumento de un funcionario del canal confirma la cultura inmediatista: “No transmitimos la información basada en supuestos, era real lo que estaba pasando y eso se transmitió en vivo y en directo”.

Si dejamos por un rato de lado la consideración de que las entidades estatales no son las más calificadas para regular los contenidos de los medios o que el posible cierre de Teleamazonas sería una medida desmesurada, lo que en esencia pone al canal al borde de una tercera sanción es haber seguido el juego-negocio de la televisión, que consiste en convertir al periodismo en “instantaneísmo”.
El Telégrafo 28-06-2009

La sanción del público

Por Gustavo Abad
Casi todos los que se convocaron hace dos semanas frente al Consejo Nacional de Radio y Televisión (Conartel) son jóvenes de un colectivo llamado DiablUma, que se dedican al activismo cultural hace varios años. Estaban ahí para exigir a esa entidad de control que ratificara la sanción impuesta a Teleamazonas por transmitir imágenes de las corridas de toros en horario no autorizado durante el último aniversario de la fundación española de Quito, algo que ellos se niegan a celebrar con un argumento irrefutable: las masacres no se celebran.

Fueron precisamente los DiablUma junto con Protección de Animales Ecuador (PAE) las organizaciones que a fines del año pasado pidieron a la Defensoría del Pueblo que tomara medidas para proteger especialmente a los niños de las imágenes sangrientas de la llamada fiesta brava. La demanda pasó administrativamente hasta el Conartel, que emitió la resolución 5377 de noviembre de 2008 en la que prohíbe la transmisión de escenas de violencia y crueldad derivadas de las corridas de toros.

Dicho de otro modo, la sanción al autodenominado “lindo canal” no se origina en una retaliación del poder político por tratarse de un, también autodenominado, “medio crítico” sino en la acción de la sociedad civil organizada y movilizada en defensa de su derecho a contar con una televisión de mejor calidad. Ahí está la clave de este asunto. Por primera vez se logra una sanción real y efectiva a un medio, como resultado de una demanda de los consumidores que todos los días sufren mala televisión, porque hasta ahora algunos medios solo habían recibido sanciones morales de las audiencias.

Recordemos que hace cuatro años ese mismo canal recibió tal cantidad de críticas de los televidentes que se vio obligado a quitar de la programación una cosa llamada Jackass, uno de esos engendros de MTV en la cresta de la telebasura. No hubo ahí intervención estatal sino pura sanción ciudadana. Recordemos también que no fue el poder político el que rodeó el edificio de ese canal hasta obligar a sus reporteros a salir a las calles a informar lo que pasaba en ese abril cuando el país se deshizo de un coronel afiebrado. Fue el reclamo de la gente lo que los obligó a hacer su tarea aunque sea a regañadientes.

Pero volvamos al plantón frente al Conartel. Fue quizá la manifestación con mayor cobertura en torno a este tema. Llegaron todos los medios, todas las cámaras y los activistas enronquecieron de tanto hablar. Pero esa misma noche sus voces no aparecieron en casi ningún noticiero de televisión. Al contrario, la noticia dominante se refería a las manifestaciones de respaldo a Telemazonas. El cinismo se completó cuando, para ilustrar el montaje del apoyo masivo al canal, varios noticieros usaron la imagen de los que en la mañana pedían exactamente lo contrario: sanción. Al ver eso uno se pregunta ¿Ni siquiera el hecho de estar en el banquillo de los acusados aplaca en esos canales su impulso manipulador? ¿Alguno de los jóvenes, cuya imagen fue usada dolosamente, tiene oportunidad de reclamar? ¿Por qué ellos tienen que manifestarse en la calle mientras la pantalla queda para presentadores como Jorge Ortiz o Bernardo Abad, que en su reducido criterio se creen representantes de la libertad de expresión?

Entonces el tema del debate no son Los Simpson, ni Dragon Ball Z, como plantean los que le dibujan una mordaza al bobo de Homero en la revista Vanguardia. Sí es un tema de preocupación el hecho de que la regulación de los contenidos provenga de una entidad estatal como el Conartel, que está para administrar otros aspectos de la comunicación, menos los contenidos. Pero el tema central, el de valor histórico, que se juega en estos momentos es cómo garantizar que quien juzgue a los medios no sea un organismo oficial, sino social, comunitario, académico, cultural, etc., sobre la base de una proceso de lectura crítica que involucre principalmente a los usuarios. Los DiablUma ya están haciendo su parte y hay que enriquecer ese proceso.

El tema es la responsabilidad social de los medios, la demolición del mito de que tener un micrófono autoriza a ciertos presentadores a decir lo que les da la gana. El tema es construir otra relación con las audiencias. Y las audiencias, en el caso Teleamazonas, ya tienen su veredicto. Cuando Ortiz y compañía hicieron el sainete de sellarse la boca con esparadrapo, cientos de correos circularon con un deseo que es a la vez una sentencia: ojalá se quedaran así. Yo no diría tanto, aunque sí esperaría que le bajen los decibeles a su estridencia.
El Telégrafo 21-06-2009

sábado, 30 de mayo de 2009

El club de la pelea

Por Gustavo Abad
Trajinar varios años en los medios de comunicación enseña que lo que más circula por estos territorios son los mitos mal curados. Uno de ellos, que ni se cura ni se muere, es el de la neutralidad informativa, entre cuyos despojos todavía patalea el lugar común de que la buena información, para ser tal, solo tiene que cumplir con el binarismo mecánico de contar con las dos caras de la moneda: los promotores de una idea versus los detractores; el testimonio de la víctima versus la coartada del victimario; el oficialismo versus la oposición... Todo en un mismo plano aséptico y sin complicaciones. Y así, con ese simplón reparto de espacios, muchos medios creen pasar la prueba. El equilibrio siempre vale, pero no es tan simple ni tan mecánico, ni se relaciona sólo con el registro de los opuestos, sino con la lectura inteligente del contexto, de las relaciones de poder vigentes en ese momento, del lugar social de sus protagonistas, de sus cargas culturales.

Pero no solo los medios arrastran ese lastre que impide el fluir de las ideas. También el poder político parece mirar las cosas de la misma manera. Por ejemplo, la Secretaría de Transparencia de Gestión se halla empeñada en controlar el equilibrio informativo de los medios y usa para ello un método prehistórico que consiste en contar cuántos entrevistados cuestionan al gobierno y cuántos lo apoyan. Con esos datos esa dependencia decide qué medio hace bien su labor y cuál no. Como si todo el que critica estuviera en contra y todo el que concuerda estuviera a favor. No hay derecho, señores de la Secretaría, a empobrecer tanto el debate. Parece que, en lugar de ayudar a construir una conciencia crítica respecto de los medios, quisieran evitarla. Si piensan ayudar así, mejor no ayuden y no les regalen argumentos a los medios privados que están en campaña contra cualquier normativa para frenar sus privilegios. Para muchos de esos medios, cualquier intento de regulación de sus procedimientos, cualquier llamado a observar principios éticos significa una mordaza, un atentado a la libertad de expresión.

Los poderes político y mediático creen que ellos representan la única dimensión de lo público, como que no existieran otros circuitos sociales, otros espacios, como el de los ecologistas, los derechos humanos, los creadores artísticos, los jóvenes… donde toman forma los asuntos de interés público aunque no están dentro ni de la institucionalidad política ni de la maquinaria mediática. Empeñados en una batalla con hachas de piedra, medios y políticos parecen haber conformado una especie de club de la pelea, una dualidad reducida al enfrentamiento entre sí, como si el uno representara toda la política y el otro toda la comunicación. No hay para ellos otra dimensión de lo público que no sea la que los involucra directamente como en un juego de espejos y, si algún momento la reconocen, la miran con desprecio.

Ahora mismo existe una campaña mediática para distorsionar dos procesos gestados desde fuera de estos dos poderes. Ejemplo uno, el presentador de noticias de Teleamazonas, Bernardo Abad, aprovecha las imágenes de un operativo policial que muestran la detención de varios presuntos asaltantes para repetir la muletilla de que los derechos humanos solo defienden a delincuentes. Ejemplo dos, el entrevistador Félix Narváez, de Ecuavisa, invita al oficial Juan Zapata, el más mediático de los policías, para quejarse entre ambos de los ciclopaseos semanales en Quito bajo el argumento de que la ocupación de tantos uniformados en esta actividad recreativa, ambientalista y cultural los distrae de su misión de luchar contra la delincuencia. ¿Acaso cuando hay fútbol, conciertos, visitas de jefes de Estado, no montan operativos con miles de policías? Ahí nadie se queja. Lo vergonzoso es que en ambos casos los comentarios fachos no vienen de los policías sino de los periodistas.

Los errores del poder político tienen remedio porque hay muchas maneras de reclamar e impugnar lo que hacen los funcionarios públicos. En cambio los abusos del poder mediático no lo tienen todavía, a menos que exista alguna posibilidad de encontrar al cavernícola que parece les enseña periodismo a ciertos presentadores de televisión.
El Telégrafo 07-06-2009

sábado, 2 de mayo de 2009

Esos tipos no ven nada

Por Gustavo Abad
El hombre y su hija están en el centro de un semicírculo de gente golpeada por la tragedia. Ambos tienen cubiertos de lodo el rostro y las ropas. Una voluntaria de la Cruz Roja los mira impotente sin poder hacer nada, mientras una veintena de rostros dirigen su mirada sufrida hacia el padre, quien besa los ojos de su hija muerta…

La foto la tomó un tal Patrick Farrell y ganó con ella el Premio Pulitzer 2009 por su serie sobre las víctimas del huracán Ike y la tormenta Hannan, que asolaron Haití el año pasado y dejaron decenas de niños muertos porque las catástrofes tienen esa fatalidad de apuntarle a la vida de los niños.

Por alguna razón, que debe estar en el fondo de la insensibilidad humana, los trabajos ganadores de los grandes premios de fotografía, como el Pulitzer o el World Press Photo, corresponden a imágenes de dolor: madres desesperadas, cuerpos mutilados, niños… sobre todo niños muertos. Los fotógrafos que aspiran a esa consagración, emputecida por la exhibición del dolor ajeno, van por el mundo buscando los cuerpos sin vida de los niños. Los buscan con el ojo digital de su cámara, pero con el ojo enceguecido de su conciencia utilitaria.

A veces hay cosas que uno quisiera decir, pero alguien ya lo dijo de mejor manera. Entonces hay que hacerse a un lado y dejarlo decir.

“Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente cuando se han convertido en novelistas sentimentales y, desde su ancianidad, recuerdan los tiempos heroicos con las frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada…”

Gracias, Arcadi Espada, por expresar mejor que yo lo que intentaba decir.

Claro, tienen que estar ciegos para hacer su trabajo, porque si vieran más allá de lo que su fijación les permite, se les nublaría la vista y, nublada la vista, perdida la herramienta de trabajo.
Y no me vengan con que hay que mostrar el horror para no volverlo a cometer. Pretexto para fisgonear en el dolor de los demás. Peor con esa charlatanería pretendidamente intelectual de la estética de la violencia. Un niño muerto es un niño muerto. El dolor es infinito, pero sobre todo es íntimo, inviolable. ¿Se habrán preguntado los Patrick Farrell esos si el padre estaba dispuesto a que su dolor fuera exhibido junto con prisiones inmundas y trenes descarrillados, que también entran en el gusto de los famosos concursos?

Hace varios años, la periodista Alma Guillermoprieto, al hablar sobre lo que pasa cuando se usa el dolor ajeno sin observar obligaciones humanas, decía: “He visto fotógrafos muy machos que buscaban guerra y muertos durante años y hoy están en grupos de terapia. Es como si fueran veteranos de guerra sin los derechos emocionales que les concede la sociedad a los veteranos de guerra…”

Conozco un documental llamado War Photographer, sobre la vida de un tipo que se la pasaba del África a los Balcanes fotografiando la violencia y sus duelos en las aldeas más remotas. Se metía en cada casa donde le contaban que una madre estaba llorando al hijo que pisó una bomba. Decía estar cumpliendo su misión en el mundo, pero se declaraba incapaz de aceptar las hilachas de afecto que le quedaban desperdigadas cuando regresaba a algo que parecía ser su casa.

Esa manera robótica de objetivarlo todo, de hallar en cada víctima de la violencia un objeto de registro y no un sujeto de solidaridad es otra manera de violentarla, de negarle su humanidad. Si los Patrick Farrell que andan sueltos por ahí sintieran, como dice Arcadi Espada, la mínima implicación de una mirada, no podrían hacer su trabajo. No, esos tipos no ven nada.
El Telégrafo 03-05-2009

sábado, 25 de abril de 2009

Si la mala leche fuera delito...

Por Gustavo Abad
El hombre no puede sostenerse en pie. Intenta caminar pero vuelve a caer. A pocos metros, dos policías lo miran con atención pero no hacen nada.

-¿Qué pasa? –pregunta una mujer que camina por ahí y ha visto a esos mismos policías caerle a golpes al fulano hace pocos instantes.

- Nada, solo está desmayado por los gases que le echamos en la cara –contesta uno de los policías, como si hablara del clima.

- ¿Por qué hicieron eso?

- Es que el tipo estaba robando una bicicleta dentro de un condominio y, antes de eso, estaba asaltando a una señora.

- Bueno, pero por qué entonces no lo detienen – vuelve a preguntar la mujer, incrédula ante lo que mira y escucha.

- Porque ahora robar o asaltar ya no son delitos ¿acaso no ha visto las noticias? Además, la señora asaltada no estaba herida y, si no hay heridos, tampoco hay delito. Ya ve, no podemos hacer nada, sino darle su castigo nosotros mismos.

Los policías se van y el supuesto delincuente queda tendido por unos minutos sobre el césped de un parque al norte de Quito. Después se levanta y también desaparece. La granizada comienza a caer y todos los que vieron la escena corren a sus casas.

¿Quién les dijo a los policías que robar o asaltar ya no son delitos y, por tanto, no se castigan? ¿Así interpretan ellos las reformas al Código de Procedimiento Penal? Qué van a interpretar nada unos policías de barrio que se pasan la mayor parte del día mirando el fútbol y las telenovelas. La versión de que asaltar y robar está permitido la vieron en los noticieros de televisión y la leyeron en algunos periódicos, que se dedicaron en las últimas semanas a escandalizar sobre el tema con el mismo gusto con que un pirómano se regodea con el incendio que ha provocado.

Las reformas al Código de Procedimiento Penal han servido, una vez más, para que ciertos medios ejerzan uno de sus peores vicios, que es jugar con la información, llevar las interpretaciones al extremo de la irresponsabilidad y echar a rodar la falsa idea de que ahora los delincuentes tienen vía libre para el delito y la impunidad. Y mucha gente se lo cree, que es lo peor.

Las reformas que, en la parte que nos ocupa, básicamente establecen la diferencia entre hurto (sustracción sin violencia) y robo (despojamiento con violencia física o verbal) establecen diferentes sanciones para estas dos maneras de delinquir, pero en ningún caso las dejan de sancionar. El hurto, según estas reformas, se castiga con 5 a 7 días de prisión más la devolución del objeto, mientras que el robo se castiga con uno a tres años de prisión. De los casos de hurto se ocupan los comisarios y de los de robo se hacen cargo los jueces.

Si les creemos a los promotores de la reforma (la Fiscalía y la Subcomisión de lo Civil y Penal) esto permitirá descongestionar las cárceles del país y descargar el trabajo de los fiscales y jueces al trasladar la resolución de delitos simples a las comisarías de policía. ¿Se han preguntado esos medios si tal cosa es posible? ¿Han visitado las comisarías para comprobar cómo resuelven las denuncias? ¿Han consultado a los jueces y fiscales si esto ha aliviado su trabajo? ¿Han ofrecido al público una información de servicio respecto de cómo denunciar estos casos?

Nada de eso, porque el servicio público no es su negocio. Lo suyo es el escándalo. Mientras más alarma social puedan sembrar, mejor. Ya lo hicieron antes con otros temas. Cuando se planteó el debate sobre el aborto, vaticinaron que las ciudades amanecerían atestadas de fetos sangrantes. Con la captura de un ex funcionario presuntamente vinculado con el narcotráfico, dictaminaron que la narcopolítica se había tomado el país. Sobre los linchamientos urbanos, dijeron que obedecían a la justicia indígena.

Hay policías despistados que todavía resuelven sus obligaciones a patadas. Pero hay medios y periodistas que hacen lo mismo con las noticias. La distorsión y la mala leche informativa no constan en ninguna ley como delitos pero tienen efectos más devastadores que el de cualquier banda de delincuentes.
El Telégrafo 19-04-2009

domingo, 5 de abril de 2009

El acoso va por dentro

Por Gustavo Abad
Parece que el debate respecto de la relación entre medios y política va para largo. Mejor, porque mientras más se ventilen las ideas más claras las posiciones. La mía es que la relación histórica y natural entre política y comunicación ha mutado en un enfrentamiento instrumental entre el poder político y el poder mediático y que, en medio de semejante gresca, la primera damnificada es la información como bien público o, lo que es lo mismo, los asuntos públicos en su dimensión simbólica.

No sé si lo ha hecho bien o mal, si ha medido o no el efecto de sus palabras, pero es indudable que el estilo confrontador del presidente Correa le ha permitido posicionar en la gente una actitud de alerta, un creciente espíritu crítico respecto de la calidad de la información, monopolizada por los medios privados durante décadas. En ese sentido, el representante del poder político ha hecho más que lo que el conjunto de los medios ha estado dispuesto. Más que lo que la misma academia ha logrado por causa de su excesiva auto referencialidad. Repito, las formas y los mecanismos son materia de otra discusión.

Pero volvamos al tema de lo público. El enfrentamiento entre los poderes político y mediático en el Ecuador pasa también por la incorporación de la información como centro del debate sobre lo público, una demanda social a la que, curiosamente, se oponen los que, se supone, deberían estar más dispuestos, los medios de comunicación con abrumadora mayoría en manos privadas. La privatización del espacio público no se limita solo a la restricción del ingreso del ciudadano común a los llamados espacios regenerados ni al aprovechamiento de la obra pública en negocios particulares, sino al uso de la información y su significado en beneficio del interés privado.

De ahí surge el primer gran equívoco de este debate, que consiste en regar la idea de que el poder político está en contra de la prensa crítica e independiente, como sostiene la Sociedad Interamericana de Prensa y sus medios afiliados. Le sigue otra gran distorsión, según la cual, la libertad de expresión es un derecho solo de los medios y sus dueños, sin importar lo que pase con la libertad de expresión y, sobre todo, con el derecho a la información de toda la sociedad. ¿A qué llaman prensa crítica? La actitud crítica no consiste en dictaminar lo que está bien o mal, sino en proponer un modelo de interpretación coherente y creíble de la realidad.

¿Qué prensa quiere Correa?, se pregunta la revista Vanguardia. Qué nos importa la prensa que quiera Correa, digo yo. ¿Qué prensa estamos construyendo los periodistas, académicos y otros intelectuales con mayor o menor participación en los medios? Sería la pregunta más procedente. ¿Estamos preservando o despedazando un bien público? Una manera de respondernos sería indagar dónde reside la censura y donde se atenta más contra el derecho a la información, si en las esferas estatales o en los medios.

Un informe reciente del Observatorio de Medios de la Universidad de las Américas, sumillado por el investigador Fernando Checa, señala que las mayores amenazas al trabajo de los periodistas de medios escritos, radio y televisión no provienen del poder político sino de factores internos y externos relacionados con los propios medios. Según el informe, el 38% de 120 periodistas consultados afirma haber tenido que “sacrificar principios profesionales por temor a perder su trabajo”. La misma investigación señala también que el 44% de los periodistas se autocensura por presión de los dueños y directores, y que el 78% asegura que la mayor amenaza a su trabajo proviene de grupos de poder.

Detrás del falso dilema de una prensa crítica amenazada se oculta el secuestro de una enorme porción del espacio público, el de la información. Si hablamos de un acoso al trabajo periodístico, ese acoso va por dentro.
El Telégrafo 05-04-2009

domingo, 22 de marzo de 2009

Los medios y la academia se desconocen

Por Gustavo Abad
Los medios y la academia son vecinos distantes. Ambos son espacios de producción y circulación de ideas, pero tienen pocos nexos entre sí. Los intelectuales creen que los periodistas son irreflexivos y los periodistas que los intelectuales son abstractos. Los lenguajes y los formatos de unos y otros chocan así como sus prioridades. Hay quienes trabajan en los dos campos, pero son la absoluta minoría, un nexo demasiado débil, aunque algunos sueñan que podría crecer. Roberto Follari, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Cuyo (Mendoza-Argentina), dialoga sobre los claroscuros de la relación entre dos sectores que trabajan, cada uno a su manera, sobre las ideas.

¿Por qué los intelectuales no tienen una fuerte voz pública?
En gran parte, porque el mundo académico es muy cómodo. Tiene una temporalidad a mediano plazo, si se compara con la de los políticos o los empresarios, para quienes las cosas son para ayer. Entonces, salir de esa comodidad al roce público, donde uno se somete a que la gente lo reconozca y que esté en contra, resulta incómodo.

¿Cómo lograr que la producción intelectual se difunda y, sobre todo, se entienda?
Se me ocurren dos vías: una, la mediática, porque el intelectual no puede estar alejado de los medios, sino aprender su lenguaje, que no es el académico. En una cátedra me tomo hora y media para explicar un autor. Si quiero hacer eso en televisión, a los 15 segundos me expulsan. Los medios no son la academia, por ello exigen argumentación breve y hay que hacerlo. La mayoría de mis colegas se niegan y tienen desprecio por los medios. El mismo Pierre Bourdieu planteaba exigirles al medio que respete las reglas del intelectual, pero eso lo pueden hacer unos pocos.

¿Y la otra vía?
La presencia de los intelectuales en los movimientos sociales, en la política, pero también en los grupos sociales, en los de opinión. No necesariamente en un partido político. Yo he estado en partidos políticos y me he dado cuenta de que, en esos casos, la voz del intelectual se achica, porque representa solo una fracción de lo universal que encarna el intelectual. Resulta que, cuando mi compromiso aumenta, mi audiencia disminuye. Entonces, hay un grado de paradoja entre el compromiso político del intelectual y su presencia en la opinión pública.

Entre los políticos, los intelectuales y los medios ¿quién lidera la interpretación de la realidad?
Los medios, fuerte y mayoritariamente. Al respecto, es curioso que la gente crea que un medio estatal no dice la verdad o que está parcializado a favor del gobierno, y que los medios privados no representan a un sector sino a la verdad. Esta paradoja obedece a que la mayoría de la población tiene la ingenuidad de pensar que los medios son una expresión de la realidad y no de la posición de sus dueños y periodistas. De todas maneras, la gente no cree todo lo que dicen. De hecho (el presidente de Venezuela) Chávez ha podido con toda la campaña de los medios en su contra. Pero que erosionan, sí erosionan.

¿Pueden conciliarse los intelectuales y los medios cuando en estos últimos hay un gran componente emocional?
Curiosamente, los medios achacan a los gobiernos de izquierda el ser emocionales, pasionales, y estar apegados al liderazgo único. Eso dicen de líderes como Kirchner y Chávez, que apelarían a la emoción y no al pensamiento y la razón. Yo creo que la razón histórica se hace de pasión, en un proceso de lucha, de vida, y no en una dimensión abstracta. Ahora, es cierto que la televisión, por ejemplo, deja muy poco lugar a la reflexión, a la sistematicidad.Yo diría que, más que emoción, es pura estimulación. Una especie de insistencia, de estímulo, que la población no alcanza a elaborar ni pensar. Hay poco espacio para el pensamiento. Los intelectuales no podemos romper eso y, más bien, debemos buscar más intervención en los medios para poner una cuota de pensar y decir algo movilizador.

¿Y qué opción le queda al público?
Yo creo que los observatorios de medios son vitales. Hay que trabajar con la población en el aprendizaje de la recepción, para que la gente se eduque en aprender lo que los medios le dicen.Pero hay observatorios que no tienen uso social ni mediático porque se limitan a dictaminar…Esos no sirven para nada, porque no cumplen su función. En mi provincia (Mendoza, situada en el centro oeste de Argentina) hay un observatorio al que lo conocen los cinco que están ahí, pero ni siquiera sé si han escrito algo. El Estado debería fomentar observatorios, donde los responsables sean elegidos por las universidades, que estén por encima de la durabilidad y legitimidad de un gobierno particular. Podría ser que un diario estatal periódicamente emita el dictamen del observatorio. Así se podría cortar un poco la potestad de los medios de hacer lo que les parece.En el Ecuador, medios y academia se han mirado con recelo y desprecio

¿puede sugerir una línea de trabajo que los una?
Alguna vez en mi universidad se propuso llevar periodistas a la universidad, que dialoguen y den cuenta de lo que hacen y que, a su vez, ellos interpelen a los universitarios. El desconocimiento es mutuo. En todo caso, el periodista es más visible, pero no sabe nada de los académicos. A veces consultan al primero que esté dispuesto a responder. Las facultades de comunicación deberían impulsar, por un lado, los observatorios y, por otro, el encuentro entre académicos y periodistas, mediante reuniones. Uno de los pocos lugares que debería tener espacio y legitimidad para criticar al periodismo es la universidad. Por supuesto, el periodismo puede responderle.

¿Se puede ser periodista y académico al mismo tiempo?
Sí se puede, pero hay que ser muy plástico para tener las dos capacidades y ejercerlas con discernimiento en cada caso. Lo que estaría mal es que se aplique el periodismo en la universidad y al revés. La gente que puede hacerlo lo hace, pero en pocos casos se tiene ese privilegio.

¿Si las teorías débiles resultan una evasión de los académicos para no enfrentar al poder, puede el periodismo narrativo, llevado a su extremo, resultar lo mismo?
Foucault decía que cada época tiene un epistema. Un tipo de mirada que estructura todos los espacios. Yo diría que la narrativa en esta época es universal y está presente en las ciencias sociales. El narrativismo puede llegar a ser bastante conservador, por un lado, aunque hay un narrativismo interesante, con tinte político, crítico. Sin estar seguro, es posible que haya un elemento de evasión en el periodismo narrativo. Alguna vez leí algo de Tomás Eloy Martínez sobre la dictadura argentina, que deformaba, a mi gusto, lo que en realidad pasaba.

¿Carece de efecto político?
Puede ser insuficiente por lo menos.

¿A qué debemos someter a crítica: al lenguaje, a los procedimientos o a la propiedad de los medios?
En la universidad podemos analizar la propiedad de los medios, pero si eres periodista no puedes inventarte otra propiedad de la que hay, salvo inventar un periódico nuevo. La mayoría de los periodistas están obligados a trabajar en lugares con los que no están de acuerdo.También ocurre que estudiantes críticos, con visión distinta, van de la universidad a trabajar a los medios y, a los dos meses, el medio se los ha tragado y no queda huella de la universidad en ellos.El riesgo de los periodistas críticos es que pueden ser aislados en sus propios medios.

¿Quiere decir que los lenguajes y los formatos periodísticos son tan fuertes que pueden arrastrar a todos?
La corriente es tan fuerte que muchos terminan llevados por ella. Pero también el que no se deja llevar termina relegado. Es una cuestión personal, pero también colectiva.

¿Puede el periodismo público abrir esa posibilidad?
Es todo un desafío. Creo que se lo está haciendo con dignidad. Frente a la brutal actitud parcial de los medios privados, los públicos pueden mitigar en algo ese nivel, hacer el contrapeso. En esto hay tensiones, porque se camina por el desfiladero. Lo que se está haciendo actualmente en América Latina no está mal.
El Telégrafo 01-03-2009

Así no se pagan las deudas

Por Gustavo Abad
Ten cuidado con esas locas, que son capaces de manipularnos… Recuerdo con claridad las palabras del editor del diario guayaquileño donde yo trabajaba hace varios años, para advertirme de que no estaba dispuesto a publicar una sola palabra más sobre la resistencia que ejercía una organización, integrada en su mayoría por mujeres, en contra del oleoducto de crudos pesados, que destrozaba bosques y comunidades a su paso.

Las locas a las que se refería mi jefe de entonces eran las activistas de Acción Ecológica, que andaban de pueblo en pueblo sumando cuantas voces podían para denunciar ese atropello a la naturaleza. Y no solo protestaban en el campo, sino también en las oficinas de las transnacionales petroleras, de donde los guardias armados las sacaban a patadas. Los pocos periodistas que cubrían esos hechos eran sometidos a investigación en sus propios medios en busca de algún indicio de militancia ecologista.

Incansables, ellas también estaban en la frontera norte tomando pruebas y testimonios de la gente sometida a esa rociada mortal de glifosato con que los gobiernos de Colombia y Estados Unidos querían limpiar de coca la selva sin importar cuántos seres humanos se llevaban por delante. Ellas hicieron uno de los primeros informes sobre los efectos del glifosato en la vida humana y el ambiente, que sirvió de argumento para obligar a los pilotos mercenarios a fumigar diez kilómetros fuera de la línea fronteriza.

Cuánto bien le habrían hecho los medios de comunicación a Acción Ecológica y al país entero si le hubieran dedicado entonces medio minuto en televisión o un cuarto de página en los periódicos al activismo de esta organización, en lugar de declararla proscrita por discriminación triple, mujeres, ecologistas y locas. La agenda mediática, se supone, surge del ejercicio de confrontar las demandas sociales y las respuestas políticas.

Puedo apostar que, si sumamos todo el espacio mediático concedido a esta organización por su lucha contra las petroleras y los efectos del Plan Colombia en una década, no llega a la mitad del espacio que le han dedicado en las últimas dos semanas por causa de la torpeza administrativa con la que el Ministerio de Salud eliminó su personería jurídica. Curioso desequilibrio en la agenda informativa.

Los hechos, al igual que las palabras, no tienen significado por sí solos, sino en función de las circunstancias en las que se producen. Y en las circunstancias actuales, un error administrativo contra una organización ecologista, en el momento justo en que ésta se opone a la política minera del gobierno, tiene todas las verrugas y el mal aliento de una retaliación. Aunque el gobierno diga que se trata de un reacomodo administrativo, el daño está hecho y las interpretaciones también.

Pero ese no es el punto, sino la manera cómo la mayoría de los medios asume el tema, no desde el interés social sino desde el oportunismo, porque lo que ocurre con esta organización les sirve como escudo para su propia militancia contra el poder político. De otro modo, ¿por qué una organización que había sido proscrita de los medios por tanto tiempo genera de pronto en ellos un remarcado interés? Porque el grueso de la agenda de esos medios sigue marcada por el escándalo.

¿Dónde estaban cuando las ecologistas ponían su cuerpo entre los tractores y los árboles para proteger el bosque de Mindo? Entrevistando a los gerentes e inversionistas petroleros. ¿Qué periodistas las acompañaban cuando se exponían a la rociada de veneno químico en la frontera? Cuatro ilusos dispuestos a perder su trabajo por andar en malas compañías, como en efecto ocurrió con varios.

Acción Ecológica merece todo el espacio que los medios le han escamoteado por tantos años al ignorar su trabajo de campo, su activismo valiente, sus investigaciones, la sistematización de un conocimiento que, de otra manera, se perdería por siempre. Los medios tienen una deuda con Acción Ecológica, y tienen que pagarla. Pero no así, tomándola como pretexto para el escándalo. En ningún caso es la organización la que manipula, sino los medios los que la usan a conveniencia. Así no se pagan las deudas.
El Telégrafo 22-03-2009

jueves, 12 de marzo de 2009

Que la vida es un carnaval

Por Gustavo Abad
La política y la comunicación tienen grandes territorios en común. Ambas comparten, por ejemplo, el de la imagen superficial. También el de la reflexión profunda. Casi siempre comparten las mediciones y las cifras. Otras veces los puntos de vista, las respuestas. Pero la mayoría de las veces, la política y la comunicación comparten y se dan la mano en un territorio ambiguo llamado opinión pública.

La opinión pública contiene todas las verdades y todas las mentiras al mismo tiempo. Es ese monstruo de mil cabezas formado, en unos casos, por la opinión ilustrada de quienes se ocupan de los asuntos públicos y, en otros, por la suma de las respuestas de quienes pasan por una esquina cualquiera. En todo caso, las herramientas fetiche para medir la opinión pública -por lo menos las preferidas de los medios de comunicación y los partidos políticos- son las encuestas y los sondeos. Y ahí comienza el problema.

El problema de las encuestas, cuando se las usa como medidoras de opinión pública, no está solo en las intenciones no declaradas de quien hace las preguntas. Tampoco en las alegres interpretaciones de sus resultados. No está solo en la siempre discutible representatividad de las muestras, ni en los márgenes de error admitidos. El problema de las encuestas no es solo técnico, sino el uso político y comunicacional, porque posicionan como verdad lo que solo es una ilusión.

La ilusión creada por quienes manejan encuestas, sondeos y otros métodos similares para difundir una visión de la realidad consiste en vender la idea de que ésta ha sido sometida a una herramienta científica y, por lo tanto, debemos aceptar cualquier interpretación díscola de los resultados. Por ejemplo, las preguntas insulsas que hacen cada mañana los presentadores del programa Contacto Directo de Ecuavisa para crear la ilusión de que consultan al público y reforzar así la proyección de sus propios deseos.

Pero no solo los medios recurren al artificio de las encuestas como herramientas legitimadoras de sus discursos. También el poder político echa mano de este recurso, lo cual no es una novedad, y no habría motivado el tema de esta columna, si no fuera porque lo hace para vender una idea que bien podría ganar el primer lugar en un concurso delirante: la de que los ecuatorianos somos más felices cada día y, lo que es más absurdo, de que es posible medir la felicidad mediante cifras.

En efecto, según un boletín de prensa de la Vicepresidencia de la República, el Gobierno realizó una investigación llamada “La felicidad como medida del buen vivir en el Ecuador”, en el marco de la campaña “Sonríe Ecuador, somos gente amable”. El resultado, dice el boletín, es que “En comparación con el 2007 se pudo percibir, de acuerdo al estudio, un incremento en la felicidad de la gente, en 17,1% en 2008, es decir, de 30,8% en el 2007 pasó al 47,9% en el 2008”.

¿Significa que a este paso, en dos o tres años más, todos seremos felices? ¿Para qué entonces nos preocupamos de la Constitución, de la violencia, del invierno, de la frontera, del amigo del primo segundo de Chauvín, si pronto todos seremos felices? Que la vida es un carnaval puede decirlo Celia Cruz, pero ¿la Senplades?

Aunque las dijo hace rato, no por ello pierden vigencia las reflexiones de Pierre Bourdieu, respecto de que las encuestas ayudan a crear el espejismo de que todo el mundo tiene una opinión sobre algo y, más todavía, de que existen opiniones colectivas, lo cual es imposible porque las encuestas solo miden respuestas y no opiniones. La diferencia entre lo uno y lo otro radica en que las respuestas son inflexibles, cerradas, limitadas a un sí o no. En cambio, las opiniones son amplias y variables debido a las tensiones internas, a las dudas y elucubraciones de quien las elabora.

Por eso, nada más inútil y fuera de foco que representar la felicidad en porcentajes. Bueno, los autores del estudio al menos lograron que muchos nos sintiéramos felices de encaminarlo al montón de hojas de reciclaje.
El Telégrafo 08-03-2009

lunes, 23 de febrero de 2009

La hoguera de las irresponsabilidades

Por Gustavo Abad
Aunque parezca extraño, uno de los libros que mejor revela los vicios del periodismo, no es un texto periodístico ni, mucho menos, académico. Uno de los mejores relatos acerca de las perversiones que se cometen en este oficio atraviesa varios capítulos de una novela llamada “La hoguera de las vanidades”, de Tom Wolfe. Esto, solo como dato comedido para quienes se interesen en el tema después de leer esta columna.

Allí, el periodista y escritor estadounidense, describe una práctica que tiene lugar todos los días y, en mayor o menor medida, en todos los medios de comunicación. Se trata de la construcción del acontecimiento, ese artificio que, en su expresión menos agresiva, consiste en adaptar los hechos para que calcen en el formato del medio y, en su expresión más irresponsable, en ponerle nombre a lo que no existe. Dicho de otra manera, en convertir las especulaciones y los prejuicios en noticias.

En la novela de Wolfe (surgida en gran parte de su experiencia periodística) un fotógrafo llega al extremo de narrar un chiste a un grupo de sospechosos de un delito horrible, para que éstos se rían y él, rápidamente, capturar la imagen, que saldrá publicada al día siguiente bajo el título “Y además se ríen…”. Cierto, a muchos también nos causa risa, no el cinismo sino el ingenio, motivado por la desesperación de construir un acontecimiento y venderlo como noticia.

Lo que no causa risa, porque solo tiene cinismo pero carece de ingenio, es la manera cómo algunos medios en el Ecuador construyen acontecimientos donde solo hay una suma de cabos sueltos, de pistas para investigar, de preguntas por resolver y, sin embargo, esos medios ya han emitido un dictamen que no les corresponde.

Me refiero, en este caso, al letrerito con el que el canal Teleamazonas subtitula las noticias relacionadas con la presunta participación del ex funcionario del actual gobierno, José Ignacio Chauvin, en una red de narcotráfico. De fondo, aparecen las banderas verdes del Movimiento PAIS para reforzar el mensaje. Ni siquiera ha concluido la primera fase de las investigaciones, pero ya los presentadores estrella de ese canal se refieren a ello como un caso de “narcopolítica”, una palabra que incluso el fiscal general del Estado, Washington Pesántez, dice no atreverse a mencionar, por respeto a la seriedad de un proceso judicial que reclama una investigación rigurosa.

Me pregunto si estos presentadores conocen la diferencia entre un hecho y un caso o si entienden el alcance de la palabra ensamblada “narcopolítica”. Periodísticamente, un hecho es algo que altera un estado de cosas (por ejemplo, la entrega de un ex funcionario a la justicia) y un caso es el evento más representativo de una cadena de acontecimientos similares, relacionados entre sí como parte de una corriente mayor (por ejemplo, la comprobación final de que ese ex funcionario, participaba, al igual que otros, en el delito del que se le acusa) La detención de Chauvin es apenas un hecho dentro de un presunto caso de narcotráfico. Pero ¿qué saben de eso unos presentadores sometidos por años al único ejercicio mental de leer noticias frente a un monitor?

Parece que cada cierto tiempo algunos medios se entregan a actos de fe con los que sacralizan lo que antes satanizaban. Recordemos que hace casi un año convirtieron en fetiche las computadoras de un guerrillero muerto al que siempre habían calificado como carente de toda credibilidad. No hay en ello una intención de servicio público, sino una obsesiva búsqueda de escándalo.

Se olvidan de que la información es un acto permanente de mediación, y la mediación no es otra cosa que la intervención inteligente entre los hechos y sus significados. Los hechos que podrían involucrar a Chauvin con el narcotráfico son difusos y es tarea de las autoridades llevar las investigaciones hasta el final y, después, establecer si tienen o no relación con las estructuras del poder político, y si hubo participación de otros altos funcionarios en ello. Es decir, si estiramos al máximo los conceptos, lo que podría estar en el horizonte es un “caso Chauvin”, pero queda mucho por investigar para poder hablar de un caso de “narcopolítica”.

Pero, me pregunto de nuevo ¿qué saben de eso unos presentadores acostumbrados a encender fuegos que ellos mismos se encargan de apagar luego con sus erráticos soplidos, como si nada hubiera pasado? Si el viejo Wolfe los viera, por lo menos se le dibujaría una mueca irónica bajo su sombrero de dandy.
El Telégrafo 22-02-2009

lunes, 16 de febrero de 2009

Defensores, un oficio para equilibristas

Por Gustavo Abad
Un oficio de equilibristas. Así define, en uno de sus libros, el catedrático colombiano Germán Rey al trabajo de los periodistas. Se refería a la búsqueda del justo medio entre los principios que guían esta profesión, las urgencias informativas y las condiciones de trabajo en los medios.

Sin embargo, ¿quién garantiza o, por lo menos, vigila que el conjunto de trabajadores de prensa se guíe por estas nociones, por este ideal de equilibrio? En principio, es una tarea delegada a la ética personal de cada periodista y, en algunos casos, a algún sistema de control diseñado por cada medio.¿Y dónde queda el público en todo esto? Resulta la interrogante obvia.

Algunos medios han procurado resolverla mediante la creación de una figura en permanente debate y construcción: el Defensor del Lector, cuya función, con ligeras variantes según el medio, consiste básicamente con recoger reclamos de los lectores y reflexionar sobre ellos con el fin de lograr, ya sea una rectificación por parte de los periodistas, o una mejor comprensión del público respecto de un determinado tema.

En el Ecuador, la experiencia más visible en cuanto a defensoría del lector es la que mantiene el diario Hoy, hace 15 años. Actualmente, ese cargo lo ejerce Carlos Jijón, quien explica su método de trabajo así: “Básicamente, se trabaja a partir de las cartas y reclamos que envían los lectores. Pero, de una manera más amplia, también se reflexiona sobre el ejercicio del periodismo”. Sin embargo, aclara que hay semanas en las que no recibe cartas y, en esos casos: “Puede ser que yo mismo me haya percatado de algo sobre lo que crea conveniente reflexionar. Entonces planteo el tema, que puede ser una reflexión ética sobre el periodismo en el Ecuador o en otras partes”.

¿Es eso suficiente? Hay quienes creen que no, entre ellos, José Laso, catedrático de la Universidad Andina Simón Bolívar, quien también ejerció ese cargo hace diez años. El problema, dice Laso, “es que los lectores en el Ecuador no están constituidos como audiencias y no tienen suficiente sentido crítico respecto de los medios. Muchas veces el defensor recibe cartas con temáticas repetitivas, especialmente morales y religiosas, y estas terminan copando el horizonte de la defensoría”. Por ello, cree que el defensor debería actuar en dirección contraria a esa corriente. “Es importante que desde los propios medios se fomente el espíritu crítico en los lectores, mediante seminarios, talleres y otras iniciativas que ayuden a formar lectores en todos los niveles. Muchas veces las críticas provienen de la academia, pero en sentido general, sin un efectivo conocimiento de los lenguajes y las prácticas específicas del periodismo”.

Al respecto, Jijón dice no haberse planteado un trabajo directo con el público, aunque “sí puedo decir que hay un diálogo directo entre el público y el defensor, pues mi trabajo no se limita a escribir una columna semanal, sino a responder a los lectores”. Pero el defensor también es objeto de crítica. Jijón se ha enfrentado a ello varias y tiene una postura al respecto: “No siempre el lector tiene la razón. En ocasiones está equivocado, en otras tiene intereses personales, a veces tiene argumentos disparatados. En ocasiones creo que el periódico tiene la razón. El defensor es de todos los lectores no solo de ese que reclama. Mi papel es defender la verdad para los lectores”.

En los últimos años, medios como El Comercio, El Universo, El Telégrafo, han abierto espacios destinados a la crítica y reflexión sobre el periodismo, cada uno con formato, enfoque, narrativas y nombre distintos. Por lo general, estos han estado a cargo de un periodista con capacidad reflexiva sobre el propio oficio y han logrado generar un nivel de debate.

Sin embargo, el único espacio que se ha mantenido con el membrete formal de Defensor del Lector es el de diario Hoy.Hace poco, el canal Ecuavisa inauguró el programa Televidencia a cargo de César Ricaurte. Excepto el desaparecido programa “Más allá del rating”, que mantuvo Teleamazonas por corto tiempo, hace dos años, no hay antecedentes de espacios autocríticos en la televisión ecuatoriana, y este que acaba de abrirse es demasiado nuevo como para sopesar su repercusión en las prácticas periodísticas.

Mauro Cerbino, catedrático de la Flacso, considera que la repercusión social de este tipo de espacios depende, entre otras cosas, “de la capacidad de establecer un mejor diálogo entre los públicos y los medios y lograr una mayor intervención de los ciudadanos respecto de los contenidos que ponen a circular los periódicos y canales”.

En otras palabras, los consultados coinciden en que no es suficiente recoger denuncias y escribir o hablar sobre ellas, sino mejorar el nivel de análisis y la participación del público. Según Cerbino, las premisas básicas de un defensor serían: “Primero, la independencia –cosa extraña porque el medio le paga al defensor- y una garantía de respetar esa independencia. Segundo, ser capaz de provocar discusiones no solo en el interior de los medios, sino en la sociedad. Después, entender la información y los contenidos como un tema de comunicación. Finalmente, que el medio se haga eco de sus observaciones y no se quede todo como un saludo a la bandera o una flor en la chaqueta”.

Como afirma Germán Rey, en cuanto al defensor, seguimos asistiendo a la construcción de un oficio.
El Telegrafo, 25 de enero de 2009