Por Gustavo Abad
A estas alturas, decir que la información es un bien público sujeto a regulación no es una novedad mediática sino una premisa política. Entonces hay que sacarle provecho a ese avance conceptual y entender que la Ley de Comunicación será el resultado sustancial del debate político y no un evento accidental de la información periodística.
Los únicos que no lo han entendido son los medios tradicionales, que han acudido a la estrategia de enturbiar las aguas y crear fantasmas respecto de un supuesto ataque a la libertad de expresión. Imposibilitados de aceptar que no son el único escenario de la deliberación pública, sino sus más privilegiados actores, esos medios se niegan a la existencia de una ley que, además de otorgarles derechos, los obligue a cumplir deberes.
El Comercio, por ejemplo, ha publicado durante esta semana una serie de artículos sobre temas de gran impacto social, bajo el lema “Los conoces porque pudimos informarte”, como si haber informado de aquello hubiera sido un favor de su parte y no su obligación. ¿Acaso cree El Comercio que hubiera podido dejar de informar sobre los casos Restrepo, Fybeca, tráfico de armas, crisis bancaria, entre otros, y seguir llamándose medio de comunicación? ¿Por qué no hacen El Comercio y El Universo un recuento de todos los temas sobre los que, pudiendo informar, no lo hicieron? Les puedo mandar una ayuda memoria. Reivindicar como un mérito especial lo que no es más que el cumplimiento del deber, francamente resulta delirante, además de tramposo. Si no fuera lamentable, sería cómico.
Pero a lo que iba es que los tres proyectos en estudio, promovidos por Rolando Panchana (oficialista), César Montúfar (oposición), y el Foro de la Comunicación, contienen propuestas, para ser debatidas y perfeccionadas, sobre temas claves como la distribución de frecuencias, el antimonopolio, la responsabilidad social, las veedurías, y otros. No obstante, perdura en ellos la tensa dualidad poder político versus poder mediático, como escenarios principales de lo público, una suerte de club de la pelea.
Quizá por ello no se ha entendido la importancia de otros aspectos, como el de la defensa de los valores éticos de los trabajadores de prensa. Lo más cercano es la cláusula de conciencia (proyecto de Panchana, art. 10; proyecto del Foro, art. 108), que ya consta en normativas anteriores, pero no se la ha tratado como una cuestión de ética pública. Hasta ahora, la cláusula de conciencia se ha reducido al derecho de los periodistas a mantener la reserva de sus fuentes, pero no se la ha utilizado para proteger a los reporteros cuando su libertad de expresión y su derecho al trabajo son amenazados por los propios medios, abrumadoramente en manos privadas.
Que el poder político ejerce presiones sobre el trabajo periodístico es innegable, pero en el caso ecuatoriano resulta mínimo o, como dicen los abogados, “peccata minuta” comparado con las presiones y el control interno ejercido por los directores, dueños y mandos administrativos sobre el trabajo de los reporteros, fotógrafos y otros trabajadores de prensa. Los medios tradicionales en el Ecuador están a una distancia infinita de ser el paraíso de la libertad de expresión que aseguran ser.
Los casos de periodistas amedrentados por el poder político no representan ni el comienzo de las decenas de periodistas obligados a renunciar por no estar de acuerdo con la censura, las precarias condiciones laborales y, sobre todo, por no allanarse a ejecutar órdenes reñidas con su ética profesional y con la dignidad del trabajo. Una larga lista de disidentes de esos medios lo corrobora. Lo que pasa es que a nadie lo censuran en público ni por escrito. Basta meterlo en la “congeladora” un par de meses para que el individuo escoja la renuncia como su única vía de liberación.
La única opción que han tenido hasta ahora los periodistas censurados, explotados e irrespetados, ha sido la inmolación, la disidencia. ¿Ante qué instancia han podido acudir o qué ley han podido invocar para reclamar su derecho a la libertad de expresión y al trabajo? Muchos llevan años en el desempleo ¿Quién les restituye a esos periodistas su integridad, su valoración individual y social, demolida al quebrarse el nexo entre sus ideales y su práctica profesional?
El uso efectivo de la cláusula de conciencia es un camino, tímido e inexplorado todavía, pero camino al fin, para restaurar la dignidad del trabajo periodístico, pulverizada por los que se dicen defensores de la libertad de expresión.
El Telégrafo o4-10-2009
sábado, 26 de septiembre de 2009
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