jueves, 12 de marzo de 2009

Que la vida es un carnaval

Por Gustavo Abad
La política y la comunicación tienen grandes territorios en común. Ambas comparten, por ejemplo, el de la imagen superficial. También el de la reflexión profunda. Casi siempre comparten las mediciones y las cifras. Otras veces los puntos de vista, las respuestas. Pero la mayoría de las veces, la política y la comunicación comparten y se dan la mano en un territorio ambiguo llamado opinión pública.

La opinión pública contiene todas las verdades y todas las mentiras al mismo tiempo. Es ese monstruo de mil cabezas formado, en unos casos, por la opinión ilustrada de quienes se ocupan de los asuntos públicos y, en otros, por la suma de las respuestas de quienes pasan por una esquina cualquiera. En todo caso, las herramientas fetiche para medir la opinión pública -por lo menos las preferidas de los medios de comunicación y los partidos políticos- son las encuestas y los sondeos. Y ahí comienza el problema.

El problema de las encuestas, cuando se las usa como medidoras de opinión pública, no está solo en las intenciones no declaradas de quien hace las preguntas. Tampoco en las alegres interpretaciones de sus resultados. No está solo en la siempre discutible representatividad de las muestras, ni en los márgenes de error admitidos. El problema de las encuestas no es solo técnico, sino el uso político y comunicacional, porque posicionan como verdad lo que solo es una ilusión.

La ilusión creada por quienes manejan encuestas, sondeos y otros métodos similares para difundir una visión de la realidad consiste en vender la idea de que ésta ha sido sometida a una herramienta científica y, por lo tanto, debemos aceptar cualquier interpretación díscola de los resultados. Por ejemplo, las preguntas insulsas que hacen cada mañana los presentadores del programa Contacto Directo de Ecuavisa para crear la ilusión de que consultan al público y reforzar así la proyección de sus propios deseos.

Pero no solo los medios recurren al artificio de las encuestas como herramientas legitimadoras de sus discursos. También el poder político echa mano de este recurso, lo cual no es una novedad, y no habría motivado el tema de esta columna, si no fuera porque lo hace para vender una idea que bien podría ganar el primer lugar en un concurso delirante: la de que los ecuatorianos somos más felices cada día y, lo que es más absurdo, de que es posible medir la felicidad mediante cifras.

En efecto, según un boletín de prensa de la Vicepresidencia de la República, el Gobierno realizó una investigación llamada “La felicidad como medida del buen vivir en el Ecuador”, en el marco de la campaña “Sonríe Ecuador, somos gente amable”. El resultado, dice el boletín, es que “En comparación con el 2007 se pudo percibir, de acuerdo al estudio, un incremento en la felicidad de la gente, en 17,1% en 2008, es decir, de 30,8% en el 2007 pasó al 47,9% en el 2008”.

¿Significa que a este paso, en dos o tres años más, todos seremos felices? ¿Para qué entonces nos preocupamos de la Constitución, de la violencia, del invierno, de la frontera, del amigo del primo segundo de Chauvín, si pronto todos seremos felices? Que la vida es un carnaval puede decirlo Celia Cruz, pero ¿la Senplades?

Aunque las dijo hace rato, no por ello pierden vigencia las reflexiones de Pierre Bourdieu, respecto de que las encuestas ayudan a crear el espejismo de que todo el mundo tiene una opinión sobre algo y, más todavía, de que existen opiniones colectivas, lo cual es imposible porque las encuestas solo miden respuestas y no opiniones. La diferencia entre lo uno y lo otro radica en que las respuestas son inflexibles, cerradas, limitadas a un sí o no. En cambio, las opiniones son amplias y variables debido a las tensiones internas, a las dudas y elucubraciones de quien las elabora.

Por eso, nada más inútil y fuera de foco que representar la felicidad en porcentajes. Bueno, los autores del estudio al menos lograron que muchos nos sintiéramos felices de encaminarlo al montón de hojas de reciclaje.
El Telégrafo 08-03-2009

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