Por Gustavo Abad
El alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, acusa al gobierno de totalitarismo. La misma autoridad que impone una conducta pública disciplinaria, que prohíbe besarse o andar con el torso desnudo por el Malecón, se siente víctima de totalitarismo. El exponente de una política municipal que proscribe desde el comercio informal hasta las demostraciones de amor en público se considera a sí mismo un abanderado en la lucha contra un supuesto abuso de poder.
Reviso la entrevista de cuatro páginas, sin firma de autor, que le dedica la revista Vanguardia al personero municipal (a propósito, hay medios donde sí se practican totalitarismos que reducen a los reporteros a ser unos fantasmas sin nombre, para que el único nombre visible sea el del editor) y leo al alcalde del puerto principal: “si alguien quiere pelear con mis cojones no va a pelear con los míos, que pelee con los de él”.
¿Puede quejarse de totalitarismo gubernamental quien rinde culto a ese totalitarismo histórico que mantiene como medida del valor o la competencia política a la mayor o menor carga de testosterona? ¿Acaso el totalitarismo machista y su correlato, la falocracia, no se sustentan en el mito de la solvencia testicular a la que tanto afecto parece tenerle el alcalde de Guayaquil?
Perdón, me extendí demasiado en lo del alcalde y la revista. A veces cuesta demasiado resumir tanta esquizofrenia, pero es necesario para buscar una explicación a la manera cómo se forma ese territorio común entre la política y la comunicación, llamado opinión pública, ese campo de batalla entre el conflicto y el consenso, que sirve para vigilar o legitimar al poder, según los símbolos que se pongan en juego.
El anuncio del presidente, Rafael Correa, de formar comités de defensa de la revolución ciudadana se afianza o se diluye no en los barrios ni en las casas donde se supone que funcionarían estas organizaciones, sino en la construcción de la llamada opinión pública al respecto. Y ésta tiene doble función. Por un lado, puede servir como instrumento racional de consenso social y, por otro, como herramienta violenta de control social, según el uso que hagan los actores políticos y el consumo que haga la población.
Por eso la llamada opinión pública es un territorio en disputa, cuyo resultado depende en gran medida de las opiniones preconcebidas que los contendientes puedan movilizar a su favor y en contra del otro. Totalitarismo, represión, cubanización… son los conceptos prefabricados que la oposición pone a circular en los medios, consciente de los efectos que éstos tienen en la sensibilidad social.
El gobierno, que durante más de dos años ha sabido colocar de su lado símbolos fuertes de transformación social (el propio presidente Correa lo es en sí mismo) no logra, en este caso, convocar razones con igual fuerza para construir una opinión pública ligada a la noción de consenso social. Difícil hacerlo cuando, desde el inicio, la carga simbólica y la experiencia histórica asociada a esa clase de comités en otros países, tienden a la noción de control social. No hay todavía un solo comité funcionando en los términos que la oposición les otorga, pero ya el clima de opinión en contra es difícil de remontar.
La opinión pública es un territorio difuso. Los que dicen tener la opinión pública a su favor merecen tanto crédito como los que dicen tener a dios a su favor. Lo que existe es un conjunto de opiniones preconcebidas, que entran en juego para crear climas de opinión a favor o en contra de algo. La gente percibe esos climas de opinión y su principal impulso es sumarse al más fuerte porque hay pocos impulsos más difíciles de refrenar que el de montarse en el carro ganador.
La idea de los comités de defensa de la revolución nace bajo un clima de opinión adverso y no hay argumento que lo despeje ni le facilite el camino en un territorio sembrado, por la oposición y la mayoría de medios, de conceptos preestablecidos.
El Telégrafo 30-08-2009
sábado, 29 de agosto de 2009
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