Por Gustavo Abad
Casi todos los que se convocaron hace dos semanas frente al Consejo Nacional de Radio y Televisión (Conartel) son jóvenes de un colectivo llamado DiablUma, que se dedican al activismo cultural hace varios años. Estaban ahí para exigir a esa entidad de control que ratificara la sanción impuesta a Teleamazonas por transmitir imágenes de las corridas de toros en horario no autorizado durante el último aniversario de la fundación española de Quito, algo que ellos se niegan a celebrar con un argumento irrefutable: las masacres no se celebran.
Fueron precisamente los DiablUma junto con Protección de Animales Ecuador (PAE) las organizaciones que a fines del año pasado pidieron a la Defensoría del Pueblo que tomara medidas para proteger especialmente a los niños de las imágenes sangrientas de la llamada fiesta brava. La demanda pasó administrativamente hasta el Conartel, que emitió la resolución 5377 de noviembre de 2008 en la que prohíbe la transmisión de escenas de violencia y crueldad derivadas de las corridas de toros.
Dicho de otro modo, la sanción al autodenominado “lindo canal” no se origina en una retaliación del poder político por tratarse de un, también autodenominado, “medio crítico” sino en la acción de la sociedad civil organizada y movilizada en defensa de su derecho a contar con una televisión de mejor calidad. Ahí está la clave de este asunto. Por primera vez se logra una sanción real y efectiva a un medio, como resultado de una demanda de los consumidores que todos los días sufren mala televisión, porque hasta ahora algunos medios solo habían recibido sanciones morales de las audiencias.
Recordemos que hace cuatro años ese mismo canal recibió tal cantidad de críticas de los televidentes que se vio obligado a quitar de la programación una cosa llamada Jackass, uno de esos engendros de MTV en la cresta de la telebasura. No hubo ahí intervención estatal sino pura sanción ciudadana. Recordemos también que no fue el poder político el que rodeó el edificio de ese canal hasta obligar a sus reporteros a salir a las calles a informar lo que pasaba en ese abril cuando el país se deshizo de un coronel afiebrado. Fue el reclamo de la gente lo que los obligó a hacer su tarea aunque sea a regañadientes.
Pero volvamos al plantón frente al Conartel. Fue quizá la manifestación con mayor cobertura en torno a este tema. Llegaron todos los medios, todas las cámaras y los activistas enronquecieron de tanto hablar. Pero esa misma noche sus voces no aparecieron en casi ningún noticiero de televisión. Al contrario, la noticia dominante se refería a las manifestaciones de respaldo a Telemazonas. El cinismo se completó cuando, para ilustrar el montaje del apoyo masivo al canal, varios noticieros usaron la imagen de los que en la mañana pedían exactamente lo contrario: sanción. Al ver eso uno se pregunta ¿Ni siquiera el hecho de estar en el banquillo de los acusados aplaca en esos canales su impulso manipulador? ¿Alguno de los jóvenes, cuya imagen fue usada dolosamente, tiene oportunidad de reclamar? ¿Por qué ellos tienen que manifestarse en la calle mientras la pantalla queda para presentadores como Jorge Ortiz o Bernardo Abad, que en su reducido criterio se creen representantes de la libertad de expresión?
Entonces el tema del debate no son Los Simpson, ni Dragon Ball Z, como plantean los que le dibujan una mordaza al bobo de Homero en la revista Vanguardia. Sí es un tema de preocupación el hecho de que la regulación de los contenidos provenga de una entidad estatal como el Conartel, que está para administrar otros aspectos de la comunicación, menos los contenidos. Pero el tema central, el de valor histórico, que se juega en estos momentos es cómo garantizar que quien juzgue a los medios no sea un organismo oficial, sino social, comunitario, académico, cultural, etc., sobre la base de una proceso de lectura crítica que involucre principalmente a los usuarios. Los DiablUma ya están haciendo su parte y hay que enriquecer ese proceso.
El tema es la responsabilidad social de los medios, la demolición del mito de que tener un micrófono autoriza a ciertos presentadores a decir lo que les da la gana. El tema es construir otra relación con las audiencias. Y las audiencias, en el caso Teleamazonas, ya tienen su veredicto. Cuando Ortiz y compañía hicieron el sainete de sellarse la boca con esparadrapo, cientos de correos circularon con un deseo que es a la vez una sentencia: ojalá se quedaran así. Yo no diría tanto, aunque sí esperaría que le bajen los decibeles a su estridencia.
El Telégrafo 21-06-2009
sábado, 27 de junio de 2009
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