sábado, 14 de noviembre de 2009

Bisutería

Por Gustavo Abad
Esta historia se la contaron alguna vez a Carlos Monsiváis y él, a su vez, la contaba en la revista Gatopardo, que ya no llega más por estos barrios. El tema es que en un pueblo de México, a punto de comenzar la Semana Santa, los devotos trataban de convencer al alcalde y al cura de cambiar los clásicos villanos por otros más reconocibles por las nuevas generaciones. En pocas, querían sustituir a los centuriones, soldados y fariseos por el Pingüino de Batman, Lex Luthor de Supermán o Darth Vader de la Guerra de las Galaxias. Esos sí, decían los feligreses, unos villanos de verdad…

Me acordé de esta historia al mirar hace poco el programa “¿Quién quiere ser millonario?” El presentador le pregunta al concursante ¿Cuál de estos personajes es enemigo de Batman…? Correcto, El Joker. Después ¿Cuál de estos escritores es autor de “El Chulla Romero y Flores”…? Silencio, el tipo no tiene la menor idea. Luego del corte ¿En la novela de Ecuavisa, el rostro es de…? Correcto, de Analía. Después ¿Cuál de estos personajes lideró una revolución en el Alto Perú…? Nada, los héroes indígenas son esoterismo para el concursante.

A ver, cuidado con sugerir que debemos desterrar la banalidad de nuestras vidas. No nos pongamos pesados, porque no se trata de tanquearse solo cosas trascendentales, ni meterse películas intelectuales como quien se mete vacunas. Pero tampoco hay que dejar de asombrarnos de cómo la gente anda por el mundo cargada de una experiencia mediática que supera, no solo el mito religioso del que habla Monsiváis, sino la experiencia real y cotidiana. El mundo no es lo que es sino lo que los medios dicen que es. Por eso un presentador de televisión se lanzó hace poco un furibundo discurso en defensa de una familia de ojos saltones que vive en Springfield pero, llegado el caso, no supo qué pueblos habitan en el corazón del Yasuní.

Me explico, la aceleración de la experiencia mediática consiste en el reemplazo de los lenguajes naturales de la política, del arte, de la ciencia, de lo que sea, por los códigos mediáticos, especialmente audiovisuales, para que puedan circular y lograr un efecto. Por ejemplo, los canales hacen un gran despliegue de la celebración por los veinte años de la caída del Muro de Berlín, un acontecimiento político que sacudió la historia contemporánea, pero ¿qué ideas nos han acercado para comprender la dimensión histórica de aquello? Ninguna, solo fuegos artificiales, fotos del recuerdo, imágenes emocionales.

“No habrá revolución es el fin de la utopía, que viva la bisutería” parodiaba por esos mismos años un lúcido Joaquín Sabina, a contracorriente del discurso globalizante de que el mundo había abierto las puertas a la libertad. Para la mayoría de medios, especialmente de televisión, recordar ya no es reflexionar y entender un acontecimiento, sino evocar y celebrar una imagen.

Las imágenes del muro derribado aceleran la experiencia mediática, pero la experiencia real dice que después se construyeron y se siguen construyendo muros cien veces más grandes e infranqueables entre México y Estados Unidos, entre Israel y Palestina y, en la dimensión urbana, los muros con los que la gente se amuralla en sus casas por miedo a la delincuencia. Para el relato emocional de la televisión esos muros no cuentan, no son símbolos de violencia. La televisión no distingue entre los fuegos artificiales sobre los escombros del Muro de Berlín y los destellos de los misiles que destrozan Irak. Los transmite por igual, como luces de libertad.

Quizá deberíamos dejar de buscar en la televisión una racionalidad política que no tiene y entender que sus códigos no son conceptuales sino emocionales, es decir, no responden a las preocupaciones históricas sino a las exigencias del infoentretenimiento. Entonces no nos creeríamos el cuento de que Juanes tiene alguna idea política equiparable a las comerciales o de que Calle 13 ha superado la genitalidad del reggaetón. No, ellos vienen de la industria del espectáculo, y no hay lío con eso, pero sus performances políticos son apenas movimientos calculados para causar un efecto, para vender una ilusión de rebeldía en un mundo donde la experiencia mediática supera de largo a la experiencia real.
El Telégrafo 15-11-2009

1 comentario:

Anónimo dijo...

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