domingo, 2 de agosto de 2009

Si no fuera por la tele...

Por Gustavo Abad
El fútbol no hay que dejarlo solo a los comentaristas de la tele y menos a los que se desgañitan como hinchas con micrófono, en lugar de orientar el análisis del partido. Pero bueno, para no desviarnos del tema, digamos que cada quien se arregla lo mejor que puede con sus emociones.

A lo que voy es a que la llegada de Liga Deportiva Universitaria a la élite del fútbol mundial (Copa Libertadores, Copa Sudamericana, Vicecampeonato Mundial y actuación destacada en la reciente Copa de la Paz) aparte de la alegría de todo un país, nos recuerda la condición del fútbol como huella, ¡qué digo huella!, como profunda marca cultural de nuestro tiempo, con la cual las ciencias sociales siguen teniendo una gran deuda.

Para comenzar, este equipo o, mejor dicho, esta empresa deportiva hace que valga la pena desandar el camino de la evolución del fútbol ecuatoriano, desde cuando los hermanos Wright (no solo en la aviación había hermanos Wright) desembarcan en Guayaquil con la primera pelota, en 1899, hasta el desembarco del fútbol ecuatoriano en dos mundiales seguidos (2002 y 2006), sobre la nave mayor de una industria futbolística globalizada.

El fútbol llega al Ecuador como resultado del capitalismo expansivo de fines del siglo diecinueve, con Inglaterra a la cabeza de la industria y el comercio mundiales. Esto no lo digo yo, me lo explicó hace un tiempo Fernando Carrión, un académico apasionado por el fútbol, o sea, un tipo confiable. En otras palabras, llega montado sobre la maquinaria bulliciosa del progreso. Por eso los grandes equipos surgen ligados a empresas desarrollistas: Barcelona (puertos), Emelec (electricidad), Aucas (petróleo), Olmedo (ferrocarril), y solo una minoría proviene de entidades humanistas, como LDU, de la Universidad Central (aunque esa relación ya suena prehistórica).

Al principio, cuando la primera pelota sube de Guayaquil a Quito en el tren de Alfaro, jugadores, hinchas y dirigentes son la misma cosa porque muchos son las tres cosas a la vez. No hay estructura institucional ni marketing en ese mundo sin dioses donde el gran sentimiento es la defensa del terruño. Los de aquí contra los de allá, que se mantiene incluso hasta después de inaugurados los campeonatos profesionales en 1957.

Pero la trilogía hincha-jugador-dirigente, que domina la infancia y adolescencia del fútbol ecuatoriano y mundial se sacude con la llegada de un nuevo protagonista: la televisión. Entonces todo cambia. El hincha ya no tiene que ir al estadio, el jugador ya no dirije su festejo a los graderíos sino a las cámaras, la camiseta se convierte en valla publicitaria, los bordes de la cancha se parcelan para los anunciantes, el dirigente se convierte en empresario, y ya no importa de dónde es un equipo sino qué empresa lo auspicia, porque el mito deportivo local cede ante el mito económico global.

Muchos dirigentes entienden eso y cambian su antigua función de mecenas por la de inversionistas y hombres de negocios. Bueno, no muchos. El Barcelona llega a dos finales de la Copa Libertadores (90 y 98) por mérito deportivo, pero institucionalmente abrevando en la chequera del mecenas. Cuando ésta flaquea, viene la crisis, o sea, la-cri-sis, de la que no termina de salir en más de una década.

La diferencia que impone LDU radica en el cambio del mecenazgo por una gestión empresarial, que vende un producto masivo, que combina hábilmente lo económico con lo simbólico, que le monta al hincha un sentido de pertenencia a un equipo que practica formidablemente uno de los mejores inventos del espíritu colectivo, que gana siete campeonatos en la última década (cinco nacionales y dos internacionales). Le vende éxito, el producto mas codiciado en estos tiempos cuando la gente ya no se define por lo que produce sino por lo que consume.

“¿Por qué lloras?” Le pregunta un reportero a un hincha luego de que el equipo vendiera cara la derrota ante el Real Madrid. “Porque soy un hincha de verdad y no faltaré al estadio todo el año hasta volver a ser campeón”, contesta, como si fuera el inventor de la fidelidad. Entonces, la hinchada, esa fuerza motivadora de antes, es ahora también fuente de ingresos, no solo para el club, sino para toda una industria que mueve millones de dólares. Una industria donde cada hincha, ¡qué digo hincha!, cada aportante, cliente, consumidor, etc., lo hace con al menos novena minutos de su tiempo frente al televisor, que es lo máximo que yo estoy dispuesto a comprarle a la tele, y por eso me sentí excesivamente recompensado mirando desde una hamaca los goles de la Liga en el Santiago Bernabeu. O sea, la tele también tiene sus méritos.
El Telégrafo 02-08-2009

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