Por Gustavo Abad
El hombre y su hija están en el centro de un semicírculo de gente golpeada por la tragedia. Ambos tienen cubiertos de lodo el rostro y las ropas. Una voluntaria de la Cruz Roja los mira impotente sin poder hacer nada, mientras una veintena de rostros dirigen su mirada sufrida hacia el padre, quien besa los ojos de su hija muerta…
La foto la tomó un tal Patrick Farrell y ganó con ella el Premio Pulitzer 2009 por su serie sobre las víctimas del huracán Ike y la tormenta Hannan, que asolaron Haití el año pasado y dejaron decenas de niños muertos porque las catástrofes tienen esa fatalidad de apuntarle a la vida de los niños.
Por alguna razón, que debe estar en el fondo de la insensibilidad humana, los trabajos ganadores de los grandes premios de fotografía, como el Pulitzer o el World Press Photo, corresponden a imágenes de dolor: madres desesperadas, cuerpos mutilados, niños… sobre todo niños muertos. Los fotógrafos que aspiran a esa consagración, emputecida por la exhibición del dolor ajeno, van por el mundo buscando los cuerpos sin vida de los niños. Los buscan con el ojo digital de su cámara, pero con el ojo enceguecido de su conciencia utilitaria.
A veces hay cosas que uno quisiera decir, pero alguien ya lo dijo de mejor manera. Entonces hay que hacerse a un lado y dejarlo decir.
“Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente cuando se han convertido en novelistas sentimentales y, desde su ancianidad, recuerdan los tiempos heroicos con las frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada…”
Gracias, Arcadi Espada, por expresar mejor que yo lo que intentaba decir.
Claro, tienen que estar ciegos para hacer su trabajo, porque si vieran más allá de lo que su fijación les permite, se les nublaría la vista y, nublada la vista, perdida la herramienta de trabajo.
Y no me vengan con que hay que mostrar el horror para no volverlo a cometer. Pretexto para fisgonear en el dolor de los demás. Peor con esa charlatanería pretendidamente intelectual de la estética de la violencia. Un niño muerto es un niño muerto. El dolor es infinito, pero sobre todo es íntimo, inviolable. ¿Se habrán preguntado los Patrick Farrell esos si el padre estaba dispuesto a que su dolor fuera exhibido junto con prisiones inmundas y trenes descarrillados, que también entran en el gusto de los famosos concursos?
Hace varios años, la periodista Alma Guillermoprieto, al hablar sobre lo que pasa cuando se usa el dolor ajeno sin observar obligaciones humanas, decía: “He visto fotógrafos muy machos que buscaban guerra y muertos durante años y hoy están en grupos de terapia. Es como si fueran veteranos de guerra sin los derechos emocionales que les concede la sociedad a los veteranos de guerra…”
Conozco un documental llamado War Photographer, sobre la vida de un tipo que se la pasaba del África a los Balcanes fotografiando la violencia y sus duelos en las aldeas más remotas. Se metía en cada casa donde le contaban que una madre estaba llorando al hijo que pisó una bomba. Decía estar cumpliendo su misión en el mundo, pero se declaraba incapaz de aceptar las hilachas de afecto que le quedaban desperdigadas cuando regresaba a algo que parecía ser su casa.
Esa manera robótica de objetivarlo todo, de hallar en cada víctima de la violencia un objeto de registro y no un sujeto de solidaridad es otra manera de violentarla, de negarle su humanidad. Si los Patrick Farrell que andan sueltos por ahí sintieran, como dice Arcadi Espada, la mínima implicación de una mirada, no podrían hacer su trabajo. No, esos tipos no ven nada.
El Telégrafo 03-05-2009
sábado, 2 de mayo de 2009
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