Por Gustavo Abad
Trajinar varios años en los medios de comunicación enseña que lo que más circula por estos territorios son los mitos mal curados. Uno de ellos, que ni se cura ni se muere, es el de la neutralidad informativa, entre cuyos despojos todavía patalea el lugar común de que la buena información, para ser tal, solo tiene que cumplir con el binarismo mecánico de contar con las dos caras de la moneda: los promotores de una idea versus los detractores; el testimonio de la víctima versus la coartada del victimario; el oficialismo versus la oposición... Todo en un mismo plano aséptico y sin complicaciones. Y así, con ese simplón reparto de espacios, muchos medios creen pasar la prueba. El equilibrio siempre vale, pero no es tan simple ni tan mecánico, ni se relaciona sólo con el registro de los opuestos, sino con la lectura inteligente del contexto, de las relaciones de poder vigentes en ese momento, del lugar social de sus protagonistas, de sus cargas culturales.
Pero no solo los medios arrastran ese lastre que impide el fluir de las ideas. También el poder político parece mirar las cosas de la misma manera. Por ejemplo, la Secretaría de Transparencia de Gestión se halla empeñada en controlar el equilibrio informativo de los medios y usa para ello un método prehistórico que consiste en contar cuántos entrevistados cuestionan al gobierno y cuántos lo apoyan. Con esos datos esa dependencia decide qué medio hace bien su labor y cuál no. Como si todo el que critica estuviera en contra y todo el que concuerda estuviera a favor. No hay derecho, señores de la Secretaría, a empobrecer tanto el debate. Parece que, en lugar de ayudar a construir una conciencia crítica respecto de los medios, quisieran evitarla. Si piensan ayudar así, mejor no ayuden y no les regalen argumentos a los medios privados que están en campaña contra cualquier normativa para frenar sus privilegios. Para muchos de esos medios, cualquier intento de regulación de sus procedimientos, cualquier llamado a observar principios éticos significa una mordaza, un atentado a la libertad de expresión.
Los poderes político y mediático creen que ellos representan la única dimensión de lo público, como que no existieran otros circuitos sociales, otros espacios, como el de los ecologistas, los derechos humanos, los creadores artísticos, los jóvenes… donde toman forma los asuntos de interés público aunque no están dentro ni de la institucionalidad política ni de la maquinaria mediática. Empeñados en una batalla con hachas de piedra, medios y políticos parecen haber conformado una especie de club de la pelea, una dualidad reducida al enfrentamiento entre sí, como si el uno representara toda la política y el otro toda la comunicación. No hay para ellos otra dimensión de lo público que no sea la que los involucra directamente como en un juego de espejos y, si algún momento la reconocen, la miran con desprecio.
Ahora mismo existe una campaña mediática para distorsionar dos procesos gestados desde fuera de estos dos poderes. Ejemplo uno, el presentador de noticias de Teleamazonas, Bernardo Abad, aprovecha las imágenes de un operativo policial que muestran la detención de varios presuntos asaltantes para repetir la muletilla de que los derechos humanos solo defienden a delincuentes. Ejemplo dos, el entrevistador Félix Narváez, de Ecuavisa, invita al oficial Juan Zapata, el más mediático de los policías, para quejarse entre ambos de los ciclopaseos semanales en Quito bajo el argumento de que la ocupación de tantos uniformados en esta actividad recreativa, ambientalista y cultural los distrae de su misión de luchar contra la delincuencia. ¿Acaso cuando hay fútbol, conciertos, visitas de jefes de Estado, no montan operativos con miles de policías? Ahí nadie se queja. Lo vergonzoso es que en ambos casos los comentarios fachos no vienen de los policías sino de los periodistas.
Los errores del poder político tienen remedio porque hay muchas maneras de reclamar e impugnar lo que hacen los funcionarios públicos. En cambio los abusos del poder mediático no lo tienen todavía, a menos que exista alguna posibilidad de encontrar al cavernícola que parece les enseña periodismo a ciertos presentadores de televisión.
El Telégrafo 07-06-2009
sábado, 30 de mayo de 2009
sábado, 2 de mayo de 2009
Esos tipos no ven nada
Por Gustavo Abad
El hombre y su hija están en el centro de un semicírculo de gente golpeada por la tragedia. Ambos tienen cubiertos de lodo el rostro y las ropas. Una voluntaria de la Cruz Roja los mira impotente sin poder hacer nada, mientras una veintena de rostros dirigen su mirada sufrida hacia el padre, quien besa los ojos de su hija muerta…
La foto la tomó un tal Patrick Farrell y ganó con ella el Premio Pulitzer 2009 por su serie sobre las víctimas del huracán Ike y la tormenta Hannan, que asolaron Haití el año pasado y dejaron decenas de niños muertos porque las catástrofes tienen esa fatalidad de apuntarle a la vida de los niños.
Por alguna razón, que debe estar en el fondo de la insensibilidad humana, los trabajos ganadores de los grandes premios de fotografía, como el Pulitzer o el World Press Photo, corresponden a imágenes de dolor: madres desesperadas, cuerpos mutilados, niños… sobre todo niños muertos. Los fotógrafos que aspiran a esa consagración, emputecida por la exhibición del dolor ajeno, van por el mundo buscando los cuerpos sin vida de los niños. Los buscan con el ojo digital de su cámara, pero con el ojo enceguecido de su conciencia utilitaria.
A veces hay cosas que uno quisiera decir, pero alguien ya lo dijo de mejor manera. Entonces hay que hacerse a un lado y dejarlo decir.
“Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente cuando se han convertido en novelistas sentimentales y, desde su ancianidad, recuerdan los tiempos heroicos con las frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada…”
Gracias, Arcadi Espada, por expresar mejor que yo lo que intentaba decir.
Claro, tienen que estar ciegos para hacer su trabajo, porque si vieran más allá de lo que su fijación les permite, se les nublaría la vista y, nublada la vista, perdida la herramienta de trabajo.
Y no me vengan con que hay que mostrar el horror para no volverlo a cometer. Pretexto para fisgonear en el dolor de los demás. Peor con esa charlatanería pretendidamente intelectual de la estética de la violencia. Un niño muerto es un niño muerto. El dolor es infinito, pero sobre todo es íntimo, inviolable. ¿Se habrán preguntado los Patrick Farrell esos si el padre estaba dispuesto a que su dolor fuera exhibido junto con prisiones inmundas y trenes descarrillados, que también entran en el gusto de los famosos concursos?
Hace varios años, la periodista Alma Guillermoprieto, al hablar sobre lo que pasa cuando se usa el dolor ajeno sin observar obligaciones humanas, decía: “He visto fotógrafos muy machos que buscaban guerra y muertos durante años y hoy están en grupos de terapia. Es como si fueran veteranos de guerra sin los derechos emocionales que les concede la sociedad a los veteranos de guerra…”
Conozco un documental llamado War Photographer, sobre la vida de un tipo que se la pasaba del África a los Balcanes fotografiando la violencia y sus duelos en las aldeas más remotas. Se metía en cada casa donde le contaban que una madre estaba llorando al hijo que pisó una bomba. Decía estar cumpliendo su misión en el mundo, pero se declaraba incapaz de aceptar las hilachas de afecto que le quedaban desperdigadas cuando regresaba a algo que parecía ser su casa.
Esa manera robótica de objetivarlo todo, de hallar en cada víctima de la violencia un objeto de registro y no un sujeto de solidaridad es otra manera de violentarla, de negarle su humanidad. Si los Patrick Farrell que andan sueltos por ahí sintieran, como dice Arcadi Espada, la mínima implicación de una mirada, no podrían hacer su trabajo. No, esos tipos no ven nada.
El Telégrafo 03-05-2009
El hombre y su hija están en el centro de un semicírculo de gente golpeada por la tragedia. Ambos tienen cubiertos de lodo el rostro y las ropas. Una voluntaria de la Cruz Roja los mira impotente sin poder hacer nada, mientras una veintena de rostros dirigen su mirada sufrida hacia el padre, quien besa los ojos de su hija muerta…
La foto la tomó un tal Patrick Farrell y ganó con ella el Premio Pulitzer 2009 por su serie sobre las víctimas del huracán Ike y la tormenta Hannan, que asolaron Haití el año pasado y dejaron decenas de niños muertos porque las catástrofes tienen esa fatalidad de apuntarle a la vida de los niños.
Por alguna razón, que debe estar en el fondo de la insensibilidad humana, los trabajos ganadores de los grandes premios de fotografía, como el Pulitzer o el World Press Photo, corresponden a imágenes de dolor: madres desesperadas, cuerpos mutilados, niños… sobre todo niños muertos. Los fotógrafos que aspiran a esa consagración, emputecida por la exhibición del dolor ajeno, van por el mundo buscando los cuerpos sin vida de los niños. Los buscan con el ojo digital de su cámara, pero con el ojo enceguecido de su conciencia utilitaria.
A veces hay cosas que uno quisiera decir, pero alguien ya lo dijo de mejor manera. Entonces hay que hacerse a un lado y dejarlo decir.
“Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente cuando se han convertido en novelistas sentimentales y, desde su ancianidad, recuerdan los tiempos heroicos con las frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada…”
Gracias, Arcadi Espada, por expresar mejor que yo lo que intentaba decir.
Claro, tienen que estar ciegos para hacer su trabajo, porque si vieran más allá de lo que su fijación les permite, se les nublaría la vista y, nublada la vista, perdida la herramienta de trabajo.
Y no me vengan con que hay que mostrar el horror para no volverlo a cometer. Pretexto para fisgonear en el dolor de los demás. Peor con esa charlatanería pretendidamente intelectual de la estética de la violencia. Un niño muerto es un niño muerto. El dolor es infinito, pero sobre todo es íntimo, inviolable. ¿Se habrán preguntado los Patrick Farrell esos si el padre estaba dispuesto a que su dolor fuera exhibido junto con prisiones inmundas y trenes descarrillados, que también entran en el gusto de los famosos concursos?
Hace varios años, la periodista Alma Guillermoprieto, al hablar sobre lo que pasa cuando se usa el dolor ajeno sin observar obligaciones humanas, decía: “He visto fotógrafos muy machos que buscaban guerra y muertos durante años y hoy están en grupos de terapia. Es como si fueran veteranos de guerra sin los derechos emocionales que les concede la sociedad a los veteranos de guerra…”
Conozco un documental llamado War Photographer, sobre la vida de un tipo que se la pasaba del África a los Balcanes fotografiando la violencia y sus duelos en las aldeas más remotas. Se metía en cada casa donde le contaban que una madre estaba llorando al hijo que pisó una bomba. Decía estar cumpliendo su misión en el mundo, pero se declaraba incapaz de aceptar las hilachas de afecto que le quedaban desperdigadas cuando regresaba a algo que parecía ser su casa.
Esa manera robótica de objetivarlo todo, de hallar en cada víctima de la violencia un objeto de registro y no un sujeto de solidaridad es otra manera de violentarla, de negarle su humanidad. Si los Patrick Farrell que andan sueltos por ahí sintieran, como dice Arcadi Espada, la mínima implicación de una mirada, no podrían hacer su trabajo. No, esos tipos no ven nada.
El Telégrafo 03-05-2009
sábado, 25 de abril de 2009
Si la mala leche fuera delito...
Por Gustavo Abad
El hombre no puede sostenerse en pie. Intenta caminar pero vuelve a caer. A pocos metros, dos policías lo miran con atención pero no hacen nada.
-¿Qué pasa? –pregunta una mujer que camina por ahí y ha visto a esos mismos policías caerle a golpes al fulano hace pocos instantes.
- Nada, solo está desmayado por los gases que le echamos en la cara –contesta uno de los policías, como si hablara del clima.
- ¿Por qué hicieron eso?
- Es que el tipo estaba robando una bicicleta dentro de un condominio y, antes de eso, estaba asaltando a una señora.
- Bueno, pero por qué entonces no lo detienen – vuelve a preguntar la mujer, incrédula ante lo que mira y escucha.
- Porque ahora robar o asaltar ya no son delitos ¿acaso no ha visto las noticias? Además, la señora asaltada no estaba herida y, si no hay heridos, tampoco hay delito. Ya ve, no podemos hacer nada, sino darle su castigo nosotros mismos.
Los policías se van y el supuesto delincuente queda tendido por unos minutos sobre el césped de un parque al norte de Quito. Después se levanta y también desaparece. La granizada comienza a caer y todos los que vieron la escena corren a sus casas.
¿Quién les dijo a los policías que robar o asaltar ya no son delitos y, por tanto, no se castigan? ¿Así interpretan ellos las reformas al Código de Procedimiento Penal? Qué van a interpretar nada unos policías de barrio que se pasan la mayor parte del día mirando el fútbol y las telenovelas. La versión de que asaltar y robar está permitido la vieron en los noticieros de televisión y la leyeron en algunos periódicos, que se dedicaron en las últimas semanas a escandalizar sobre el tema con el mismo gusto con que un pirómano se regodea con el incendio que ha provocado.
Las reformas al Código de Procedimiento Penal han servido, una vez más, para que ciertos medios ejerzan uno de sus peores vicios, que es jugar con la información, llevar las interpretaciones al extremo de la irresponsabilidad y echar a rodar la falsa idea de que ahora los delincuentes tienen vía libre para el delito y la impunidad. Y mucha gente se lo cree, que es lo peor.
Las reformas que, en la parte que nos ocupa, básicamente establecen la diferencia entre hurto (sustracción sin violencia) y robo (despojamiento con violencia física o verbal) establecen diferentes sanciones para estas dos maneras de delinquir, pero en ningún caso las dejan de sancionar. El hurto, según estas reformas, se castiga con 5 a 7 días de prisión más la devolución del objeto, mientras que el robo se castiga con uno a tres años de prisión. De los casos de hurto se ocupan los comisarios y de los de robo se hacen cargo los jueces.
Si les creemos a los promotores de la reforma (la Fiscalía y la Subcomisión de lo Civil y Penal) esto permitirá descongestionar las cárceles del país y descargar el trabajo de los fiscales y jueces al trasladar la resolución de delitos simples a las comisarías de policía. ¿Se han preguntado esos medios si tal cosa es posible? ¿Han visitado las comisarías para comprobar cómo resuelven las denuncias? ¿Han consultado a los jueces y fiscales si esto ha aliviado su trabajo? ¿Han ofrecido al público una información de servicio respecto de cómo denunciar estos casos?
Nada de eso, porque el servicio público no es su negocio. Lo suyo es el escándalo. Mientras más alarma social puedan sembrar, mejor. Ya lo hicieron antes con otros temas. Cuando se planteó el debate sobre el aborto, vaticinaron que las ciudades amanecerían atestadas de fetos sangrantes. Con la captura de un ex funcionario presuntamente vinculado con el narcotráfico, dictaminaron que la narcopolítica se había tomado el país. Sobre los linchamientos urbanos, dijeron que obedecían a la justicia indígena.
Hay policías despistados que todavía resuelven sus obligaciones a patadas. Pero hay medios y periodistas que hacen lo mismo con las noticias. La distorsión y la mala leche informativa no constan en ninguna ley como delitos pero tienen efectos más devastadores que el de cualquier banda de delincuentes.
El Telégrafo 19-04-2009
El hombre no puede sostenerse en pie. Intenta caminar pero vuelve a caer. A pocos metros, dos policías lo miran con atención pero no hacen nada.
-¿Qué pasa? –pregunta una mujer que camina por ahí y ha visto a esos mismos policías caerle a golpes al fulano hace pocos instantes.
- Nada, solo está desmayado por los gases que le echamos en la cara –contesta uno de los policías, como si hablara del clima.
- ¿Por qué hicieron eso?
- Es que el tipo estaba robando una bicicleta dentro de un condominio y, antes de eso, estaba asaltando a una señora.
- Bueno, pero por qué entonces no lo detienen – vuelve a preguntar la mujer, incrédula ante lo que mira y escucha.
- Porque ahora robar o asaltar ya no son delitos ¿acaso no ha visto las noticias? Además, la señora asaltada no estaba herida y, si no hay heridos, tampoco hay delito. Ya ve, no podemos hacer nada, sino darle su castigo nosotros mismos.
Los policías se van y el supuesto delincuente queda tendido por unos minutos sobre el césped de un parque al norte de Quito. Después se levanta y también desaparece. La granizada comienza a caer y todos los que vieron la escena corren a sus casas.
¿Quién les dijo a los policías que robar o asaltar ya no son delitos y, por tanto, no se castigan? ¿Así interpretan ellos las reformas al Código de Procedimiento Penal? Qué van a interpretar nada unos policías de barrio que se pasan la mayor parte del día mirando el fútbol y las telenovelas. La versión de que asaltar y robar está permitido la vieron en los noticieros de televisión y la leyeron en algunos periódicos, que se dedicaron en las últimas semanas a escandalizar sobre el tema con el mismo gusto con que un pirómano se regodea con el incendio que ha provocado.
Las reformas al Código de Procedimiento Penal han servido, una vez más, para que ciertos medios ejerzan uno de sus peores vicios, que es jugar con la información, llevar las interpretaciones al extremo de la irresponsabilidad y echar a rodar la falsa idea de que ahora los delincuentes tienen vía libre para el delito y la impunidad. Y mucha gente se lo cree, que es lo peor.
Las reformas que, en la parte que nos ocupa, básicamente establecen la diferencia entre hurto (sustracción sin violencia) y robo (despojamiento con violencia física o verbal) establecen diferentes sanciones para estas dos maneras de delinquir, pero en ningún caso las dejan de sancionar. El hurto, según estas reformas, se castiga con 5 a 7 días de prisión más la devolución del objeto, mientras que el robo se castiga con uno a tres años de prisión. De los casos de hurto se ocupan los comisarios y de los de robo se hacen cargo los jueces.
Si les creemos a los promotores de la reforma (la Fiscalía y la Subcomisión de lo Civil y Penal) esto permitirá descongestionar las cárceles del país y descargar el trabajo de los fiscales y jueces al trasladar la resolución de delitos simples a las comisarías de policía. ¿Se han preguntado esos medios si tal cosa es posible? ¿Han visitado las comisarías para comprobar cómo resuelven las denuncias? ¿Han consultado a los jueces y fiscales si esto ha aliviado su trabajo? ¿Han ofrecido al público una información de servicio respecto de cómo denunciar estos casos?
Nada de eso, porque el servicio público no es su negocio. Lo suyo es el escándalo. Mientras más alarma social puedan sembrar, mejor. Ya lo hicieron antes con otros temas. Cuando se planteó el debate sobre el aborto, vaticinaron que las ciudades amanecerían atestadas de fetos sangrantes. Con la captura de un ex funcionario presuntamente vinculado con el narcotráfico, dictaminaron que la narcopolítica se había tomado el país. Sobre los linchamientos urbanos, dijeron que obedecían a la justicia indígena.
Hay policías despistados que todavía resuelven sus obligaciones a patadas. Pero hay medios y periodistas que hacen lo mismo con las noticias. La distorsión y la mala leche informativa no constan en ninguna ley como delitos pero tienen efectos más devastadores que el de cualquier banda de delincuentes.
El Telégrafo 19-04-2009
domingo, 5 de abril de 2009
El acoso va por dentro
Por Gustavo Abad
Parece que el debate respecto de la relación entre medios y política va para largo. Mejor, porque mientras más se ventilen las ideas más claras las posiciones. La mía es que la relación histórica y natural entre política y comunicación ha mutado en un enfrentamiento instrumental entre el poder político y el poder mediático y que, en medio de semejante gresca, la primera damnificada es la información como bien público o, lo que es lo mismo, los asuntos públicos en su dimensión simbólica.
No sé si lo ha hecho bien o mal, si ha medido o no el efecto de sus palabras, pero es indudable que el estilo confrontador del presidente Correa le ha permitido posicionar en la gente una actitud de alerta, un creciente espíritu crítico respecto de la calidad de la información, monopolizada por los medios privados durante décadas. En ese sentido, el representante del poder político ha hecho más que lo que el conjunto de los medios ha estado dispuesto. Más que lo que la misma academia ha logrado por causa de su excesiva auto referencialidad. Repito, las formas y los mecanismos son materia de otra discusión.
Pero volvamos al tema de lo público. El enfrentamiento entre los poderes político y mediático en el Ecuador pasa también por la incorporación de la información como centro del debate sobre lo público, una demanda social a la que, curiosamente, se oponen los que, se supone, deberían estar más dispuestos, los medios de comunicación con abrumadora mayoría en manos privadas. La privatización del espacio público no se limita solo a la restricción del ingreso del ciudadano común a los llamados espacios regenerados ni al aprovechamiento de la obra pública en negocios particulares, sino al uso de la información y su significado en beneficio del interés privado.
De ahí surge el primer gran equívoco de este debate, que consiste en regar la idea de que el poder político está en contra de la prensa crítica e independiente, como sostiene la Sociedad Interamericana de Prensa y sus medios afiliados. Le sigue otra gran distorsión, según la cual, la libertad de expresión es un derecho solo de los medios y sus dueños, sin importar lo que pase con la libertad de expresión y, sobre todo, con el derecho a la información de toda la sociedad. ¿A qué llaman prensa crítica? La actitud crítica no consiste en dictaminar lo que está bien o mal, sino en proponer un modelo de interpretación coherente y creíble de la realidad.
¿Qué prensa quiere Correa?, se pregunta la revista Vanguardia. Qué nos importa la prensa que quiera Correa, digo yo. ¿Qué prensa estamos construyendo los periodistas, académicos y otros intelectuales con mayor o menor participación en los medios? Sería la pregunta más procedente. ¿Estamos preservando o despedazando un bien público? Una manera de respondernos sería indagar dónde reside la censura y donde se atenta más contra el derecho a la información, si en las esferas estatales o en los medios.
Un informe reciente del Observatorio de Medios de la Universidad de las Américas, sumillado por el investigador Fernando Checa, señala que las mayores amenazas al trabajo de los periodistas de medios escritos, radio y televisión no provienen del poder político sino de factores internos y externos relacionados con los propios medios. Según el informe, el 38% de 120 periodistas consultados afirma haber tenido que “sacrificar principios profesionales por temor a perder su trabajo”. La misma investigación señala también que el 44% de los periodistas se autocensura por presión de los dueños y directores, y que el 78% asegura que la mayor amenaza a su trabajo proviene de grupos de poder.
Detrás del falso dilema de una prensa crítica amenazada se oculta el secuestro de una enorme porción del espacio público, el de la información. Si hablamos de un acoso al trabajo periodístico, ese acoso va por dentro.
El Telégrafo 05-04-2009
Parece que el debate respecto de la relación entre medios y política va para largo. Mejor, porque mientras más se ventilen las ideas más claras las posiciones. La mía es que la relación histórica y natural entre política y comunicación ha mutado en un enfrentamiento instrumental entre el poder político y el poder mediático y que, en medio de semejante gresca, la primera damnificada es la información como bien público o, lo que es lo mismo, los asuntos públicos en su dimensión simbólica.
No sé si lo ha hecho bien o mal, si ha medido o no el efecto de sus palabras, pero es indudable que el estilo confrontador del presidente Correa le ha permitido posicionar en la gente una actitud de alerta, un creciente espíritu crítico respecto de la calidad de la información, monopolizada por los medios privados durante décadas. En ese sentido, el representante del poder político ha hecho más que lo que el conjunto de los medios ha estado dispuesto. Más que lo que la misma academia ha logrado por causa de su excesiva auto referencialidad. Repito, las formas y los mecanismos son materia de otra discusión.
Pero volvamos al tema de lo público. El enfrentamiento entre los poderes político y mediático en el Ecuador pasa también por la incorporación de la información como centro del debate sobre lo público, una demanda social a la que, curiosamente, se oponen los que, se supone, deberían estar más dispuestos, los medios de comunicación con abrumadora mayoría en manos privadas. La privatización del espacio público no se limita solo a la restricción del ingreso del ciudadano común a los llamados espacios regenerados ni al aprovechamiento de la obra pública en negocios particulares, sino al uso de la información y su significado en beneficio del interés privado.
De ahí surge el primer gran equívoco de este debate, que consiste en regar la idea de que el poder político está en contra de la prensa crítica e independiente, como sostiene la Sociedad Interamericana de Prensa y sus medios afiliados. Le sigue otra gran distorsión, según la cual, la libertad de expresión es un derecho solo de los medios y sus dueños, sin importar lo que pase con la libertad de expresión y, sobre todo, con el derecho a la información de toda la sociedad. ¿A qué llaman prensa crítica? La actitud crítica no consiste en dictaminar lo que está bien o mal, sino en proponer un modelo de interpretación coherente y creíble de la realidad.
¿Qué prensa quiere Correa?, se pregunta la revista Vanguardia. Qué nos importa la prensa que quiera Correa, digo yo. ¿Qué prensa estamos construyendo los periodistas, académicos y otros intelectuales con mayor o menor participación en los medios? Sería la pregunta más procedente. ¿Estamos preservando o despedazando un bien público? Una manera de respondernos sería indagar dónde reside la censura y donde se atenta más contra el derecho a la información, si en las esferas estatales o en los medios.
Un informe reciente del Observatorio de Medios de la Universidad de las Américas, sumillado por el investigador Fernando Checa, señala que las mayores amenazas al trabajo de los periodistas de medios escritos, radio y televisión no provienen del poder político sino de factores internos y externos relacionados con los propios medios. Según el informe, el 38% de 120 periodistas consultados afirma haber tenido que “sacrificar principios profesionales por temor a perder su trabajo”. La misma investigación señala también que el 44% de los periodistas se autocensura por presión de los dueños y directores, y que el 78% asegura que la mayor amenaza a su trabajo proviene de grupos de poder.
Detrás del falso dilema de una prensa crítica amenazada se oculta el secuestro de una enorme porción del espacio público, el de la información. Si hablamos de un acoso al trabajo periodístico, ese acoso va por dentro.
El Telégrafo 05-04-2009
domingo, 22 de marzo de 2009
Los medios y la academia se desconocen
Por Gustavo Abad
Los medios y la academia son vecinos distantes. Ambos son espacios de producción y circulación de ideas, pero tienen pocos nexos entre sí. Los intelectuales creen que los periodistas son irreflexivos y los periodistas que los intelectuales son abstractos. Los lenguajes y los formatos de unos y otros chocan así como sus prioridades. Hay quienes trabajan en los dos campos, pero son la absoluta minoría, un nexo demasiado débil, aunque algunos sueñan que podría crecer. Roberto Follari, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Cuyo (Mendoza-Argentina), dialoga sobre los claroscuros de la relación entre dos sectores que trabajan, cada uno a su manera, sobre las ideas.
¿Por qué los intelectuales no tienen una fuerte voz pública?
En gran parte, porque el mundo académico es muy cómodo. Tiene una temporalidad a mediano plazo, si se compara con la de los políticos o los empresarios, para quienes las cosas son para ayer. Entonces, salir de esa comodidad al roce público, donde uno se somete a que la gente lo reconozca y que esté en contra, resulta incómodo.
¿Cómo lograr que la producción intelectual se difunda y, sobre todo, se entienda?
Se me ocurren dos vías: una, la mediática, porque el intelectual no puede estar alejado de los medios, sino aprender su lenguaje, que no es el académico. En una cátedra me tomo hora y media para explicar un autor. Si quiero hacer eso en televisión, a los 15 segundos me expulsan. Los medios no son la academia, por ello exigen argumentación breve y hay que hacerlo. La mayoría de mis colegas se niegan y tienen desprecio por los medios. El mismo Pierre Bourdieu planteaba exigirles al medio que respete las reglas del intelectual, pero eso lo pueden hacer unos pocos.
¿Y la otra vía?
La presencia de los intelectuales en los movimientos sociales, en la política, pero también en los grupos sociales, en los de opinión. No necesariamente en un partido político. Yo he estado en partidos políticos y me he dado cuenta de que, en esos casos, la voz del intelectual se achica, porque representa solo una fracción de lo universal que encarna el intelectual. Resulta que, cuando mi compromiso aumenta, mi audiencia disminuye. Entonces, hay un grado de paradoja entre el compromiso político del intelectual y su presencia en la opinión pública.
Entre los políticos, los intelectuales y los medios ¿quién lidera la interpretación de la realidad?
Los medios, fuerte y mayoritariamente. Al respecto, es curioso que la gente crea que un medio estatal no dice la verdad o que está parcializado a favor del gobierno, y que los medios privados no representan a un sector sino a la verdad. Esta paradoja obedece a que la mayoría de la población tiene la ingenuidad de pensar que los medios son una expresión de la realidad y no de la posición de sus dueños y periodistas. De todas maneras, la gente no cree todo lo que dicen. De hecho (el presidente de Venezuela) Chávez ha podido con toda la campaña de los medios en su contra. Pero que erosionan, sí erosionan.
¿Pueden conciliarse los intelectuales y los medios cuando en estos últimos hay un gran componente emocional?
Curiosamente, los medios achacan a los gobiernos de izquierda el ser emocionales, pasionales, y estar apegados al liderazgo único. Eso dicen de líderes como Kirchner y Chávez, que apelarían a la emoción y no al pensamiento y la razón. Yo creo que la razón histórica se hace de pasión, en un proceso de lucha, de vida, y no en una dimensión abstracta. Ahora, es cierto que la televisión, por ejemplo, deja muy poco lugar a la reflexión, a la sistematicidad.Yo diría que, más que emoción, es pura estimulación. Una especie de insistencia, de estímulo, que la población no alcanza a elaborar ni pensar. Hay poco espacio para el pensamiento. Los intelectuales no podemos romper eso y, más bien, debemos buscar más intervención en los medios para poner una cuota de pensar y decir algo movilizador.
¿Y qué opción le queda al público?
Yo creo que los observatorios de medios son vitales. Hay que trabajar con la población en el aprendizaje de la recepción, para que la gente se eduque en aprender lo que los medios le dicen.Pero hay observatorios que no tienen uso social ni mediático porque se limitan a dictaminar…Esos no sirven para nada, porque no cumplen su función. En mi provincia (Mendoza, situada en el centro oeste de Argentina) hay un observatorio al que lo conocen los cinco que están ahí, pero ni siquiera sé si han escrito algo. El Estado debería fomentar observatorios, donde los responsables sean elegidos por las universidades, que estén por encima de la durabilidad y legitimidad de un gobierno particular. Podría ser que un diario estatal periódicamente emita el dictamen del observatorio. Así se podría cortar un poco la potestad de los medios de hacer lo que les parece.En el Ecuador, medios y academia se han mirado con recelo y desprecio
¿puede sugerir una línea de trabajo que los una?
Alguna vez en mi universidad se propuso llevar periodistas a la universidad, que dialoguen y den cuenta de lo que hacen y que, a su vez, ellos interpelen a los universitarios. El desconocimiento es mutuo. En todo caso, el periodista es más visible, pero no sabe nada de los académicos. A veces consultan al primero que esté dispuesto a responder. Las facultades de comunicación deberían impulsar, por un lado, los observatorios y, por otro, el encuentro entre académicos y periodistas, mediante reuniones. Uno de los pocos lugares que debería tener espacio y legitimidad para criticar al periodismo es la universidad. Por supuesto, el periodismo puede responderle.
¿Se puede ser periodista y académico al mismo tiempo?
Sí se puede, pero hay que ser muy plástico para tener las dos capacidades y ejercerlas con discernimiento en cada caso. Lo que estaría mal es que se aplique el periodismo en la universidad y al revés. La gente que puede hacerlo lo hace, pero en pocos casos se tiene ese privilegio.
¿Si las teorías débiles resultan una evasión de los académicos para no enfrentar al poder, puede el periodismo narrativo, llevado a su extremo, resultar lo mismo?
Foucault decía que cada época tiene un epistema. Un tipo de mirada que estructura todos los espacios. Yo diría que la narrativa en esta época es universal y está presente en las ciencias sociales. El narrativismo puede llegar a ser bastante conservador, por un lado, aunque hay un narrativismo interesante, con tinte político, crítico. Sin estar seguro, es posible que haya un elemento de evasión en el periodismo narrativo. Alguna vez leí algo de Tomás Eloy Martínez sobre la dictadura argentina, que deformaba, a mi gusto, lo que en realidad pasaba.
¿Carece de efecto político?
Puede ser insuficiente por lo menos.
¿A qué debemos someter a crítica: al lenguaje, a los procedimientos o a la propiedad de los medios?
En la universidad podemos analizar la propiedad de los medios, pero si eres periodista no puedes inventarte otra propiedad de la que hay, salvo inventar un periódico nuevo. La mayoría de los periodistas están obligados a trabajar en lugares con los que no están de acuerdo.También ocurre que estudiantes críticos, con visión distinta, van de la universidad a trabajar a los medios y, a los dos meses, el medio se los ha tragado y no queda huella de la universidad en ellos.El riesgo de los periodistas críticos es que pueden ser aislados en sus propios medios.
¿Quiere decir que los lenguajes y los formatos periodísticos son tan fuertes que pueden arrastrar a todos?
La corriente es tan fuerte que muchos terminan llevados por ella. Pero también el que no se deja llevar termina relegado. Es una cuestión personal, pero también colectiva.
¿Puede el periodismo público abrir esa posibilidad?
Es todo un desafío. Creo que se lo está haciendo con dignidad. Frente a la brutal actitud parcial de los medios privados, los públicos pueden mitigar en algo ese nivel, hacer el contrapeso. En esto hay tensiones, porque se camina por el desfiladero. Lo que se está haciendo actualmente en América Latina no está mal.
El Telégrafo 01-03-2009
Los medios y la academia son vecinos distantes. Ambos son espacios de producción y circulación de ideas, pero tienen pocos nexos entre sí. Los intelectuales creen que los periodistas son irreflexivos y los periodistas que los intelectuales son abstractos. Los lenguajes y los formatos de unos y otros chocan así como sus prioridades. Hay quienes trabajan en los dos campos, pero son la absoluta minoría, un nexo demasiado débil, aunque algunos sueñan que podría crecer. Roberto Follari, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Cuyo (Mendoza-Argentina), dialoga sobre los claroscuros de la relación entre dos sectores que trabajan, cada uno a su manera, sobre las ideas.
¿Por qué los intelectuales no tienen una fuerte voz pública?
En gran parte, porque el mundo académico es muy cómodo. Tiene una temporalidad a mediano plazo, si se compara con la de los políticos o los empresarios, para quienes las cosas son para ayer. Entonces, salir de esa comodidad al roce público, donde uno se somete a que la gente lo reconozca y que esté en contra, resulta incómodo.
¿Cómo lograr que la producción intelectual se difunda y, sobre todo, se entienda?
Se me ocurren dos vías: una, la mediática, porque el intelectual no puede estar alejado de los medios, sino aprender su lenguaje, que no es el académico. En una cátedra me tomo hora y media para explicar un autor. Si quiero hacer eso en televisión, a los 15 segundos me expulsan. Los medios no son la academia, por ello exigen argumentación breve y hay que hacerlo. La mayoría de mis colegas se niegan y tienen desprecio por los medios. El mismo Pierre Bourdieu planteaba exigirles al medio que respete las reglas del intelectual, pero eso lo pueden hacer unos pocos.
¿Y la otra vía?
La presencia de los intelectuales en los movimientos sociales, en la política, pero también en los grupos sociales, en los de opinión. No necesariamente en un partido político. Yo he estado en partidos políticos y me he dado cuenta de que, en esos casos, la voz del intelectual se achica, porque representa solo una fracción de lo universal que encarna el intelectual. Resulta que, cuando mi compromiso aumenta, mi audiencia disminuye. Entonces, hay un grado de paradoja entre el compromiso político del intelectual y su presencia en la opinión pública.
Entre los políticos, los intelectuales y los medios ¿quién lidera la interpretación de la realidad?
Los medios, fuerte y mayoritariamente. Al respecto, es curioso que la gente crea que un medio estatal no dice la verdad o que está parcializado a favor del gobierno, y que los medios privados no representan a un sector sino a la verdad. Esta paradoja obedece a que la mayoría de la población tiene la ingenuidad de pensar que los medios son una expresión de la realidad y no de la posición de sus dueños y periodistas. De todas maneras, la gente no cree todo lo que dicen. De hecho (el presidente de Venezuela) Chávez ha podido con toda la campaña de los medios en su contra. Pero que erosionan, sí erosionan.
¿Pueden conciliarse los intelectuales y los medios cuando en estos últimos hay un gran componente emocional?
Curiosamente, los medios achacan a los gobiernos de izquierda el ser emocionales, pasionales, y estar apegados al liderazgo único. Eso dicen de líderes como Kirchner y Chávez, que apelarían a la emoción y no al pensamiento y la razón. Yo creo que la razón histórica se hace de pasión, en un proceso de lucha, de vida, y no en una dimensión abstracta. Ahora, es cierto que la televisión, por ejemplo, deja muy poco lugar a la reflexión, a la sistematicidad.Yo diría que, más que emoción, es pura estimulación. Una especie de insistencia, de estímulo, que la población no alcanza a elaborar ni pensar. Hay poco espacio para el pensamiento. Los intelectuales no podemos romper eso y, más bien, debemos buscar más intervención en los medios para poner una cuota de pensar y decir algo movilizador.
¿Y qué opción le queda al público?
Yo creo que los observatorios de medios son vitales. Hay que trabajar con la población en el aprendizaje de la recepción, para que la gente se eduque en aprender lo que los medios le dicen.Pero hay observatorios que no tienen uso social ni mediático porque se limitan a dictaminar…Esos no sirven para nada, porque no cumplen su función. En mi provincia (Mendoza, situada en el centro oeste de Argentina) hay un observatorio al que lo conocen los cinco que están ahí, pero ni siquiera sé si han escrito algo. El Estado debería fomentar observatorios, donde los responsables sean elegidos por las universidades, que estén por encima de la durabilidad y legitimidad de un gobierno particular. Podría ser que un diario estatal periódicamente emita el dictamen del observatorio. Así se podría cortar un poco la potestad de los medios de hacer lo que les parece.En el Ecuador, medios y academia se han mirado con recelo y desprecio
¿puede sugerir una línea de trabajo que los una?
Alguna vez en mi universidad se propuso llevar periodistas a la universidad, que dialoguen y den cuenta de lo que hacen y que, a su vez, ellos interpelen a los universitarios. El desconocimiento es mutuo. En todo caso, el periodista es más visible, pero no sabe nada de los académicos. A veces consultan al primero que esté dispuesto a responder. Las facultades de comunicación deberían impulsar, por un lado, los observatorios y, por otro, el encuentro entre académicos y periodistas, mediante reuniones. Uno de los pocos lugares que debería tener espacio y legitimidad para criticar al periodismo es la universidad. Por supuesto, el periodismo puede responderle.
¿Se puede ser periodista y académico al mismo tiempo?
Sí se puede, pero hay que ser muy plástico para tener las dos capacidades y ejercerlas con discernimiento en cada caso. Lo que estaría mal es que se aplique el periodismo en la universidad y al revés. La gente que puede hacerlo lo hace, pero en pocos casos se tiene ese privilegio.
¿Si las teorías débiles resultan una evasión de los académicos para no enfrentar al poder, puede el periodismo narrativo, llevado a su extremo, resultar lo mismo?
Foucault decía que cada época tiene un epistema. Un tipo de mirada que estructura todos los espacios. Yo diría que la narrativa en esta época es universal y está presente en las ciencias sociales. El narrativismo puede llegar a ser bastante conservador, por un lado, aunque hay un narrativismo interesante, con tinte político, crítico. Sin estar seguro, es posible que haya un elemento de evasión en el periodismo narrativo. Alguna vez leí algo de Tomás Eloy Martínez sobre la dictadura argentina, que deformaba, a mi gusto, lo que en realidad pasaba.
¿Carece de efecto político?
Puede ser insuficiente por lo menos.
¿A qué debemos someter a crítica: al lenguaje, a los procedimientos o a la propiedad de los medios?
En la universidad podemos analizar la propiedad de los medios, pero si eres periodista no puedes inventarte otra propiedad de la que hay, salvo inventar un periódico nuevo. La mayoría de los periodistas están obligados a trabajar en lugares con los que no están de acuerdo.También ocurre que estudiantes críticos, con visión distinta, van de la universidad a trabajar a los medios y, a los dos meses, el medio se los ha tragado y no queda huella de la universidad en ellos.El riesgo de los periodistas críticos es que pueden ser aislados en sus propios medios.
¿Quiere decir que los lenguajes y los formatos periodísticos son tan fuertes que pueden arrastrar a todos?
La corriente es tan fuerte que muchos terminan llevados por ella. Pero también el que no se deja llevar termina relegado. Es una cuestión personal, pero también colectiva.
¿Puede el periodismo público abrir esa posibilidad?
Es todo un desafío. Creo que se lo está haciendo con dignidad. Frente a la brutal actitud parcial de los medios privados, los públicos pueden mitigar en algo ese nivel, hacer el contrapeso. En esto hay tensiones, porque se camina por el desfiladero. Lo que se está haciendo actualmente en América Latina no está mal.
El Telégrafo 01-03-2009
Así no se pagan las deudas
Por Gustavo Abad
Ten cuidado con esas locas, que son capaces de manipularnos… Recuerdo con claridad las palabras del editor del diario guayaquileño donde yo trabajaba hace varios años, para advertirme de que no estaba dispuesto a publicar una sola palabra más sobre la resistencia que ejercía una organización, integrada en su mayoría por mujeres, en contra del oleoducto de crudos pesados, que destrozaba bosques y comunidades a su paso.
Las locas a las que se refería mi jefe de entonces eran las activistas de Acción Ecológica, que andaban de pueblo en pueblo sumando cuantas voces podían para denunciar ese atropello a la naturaleza. Y no solo protestaban en el campo, sino también en las oficinas de las transnacionales petroleras, de donde los guardias armados las sacaban a patadas. Los pocos periodistas que cubrían esos hechos eran sometidos a investigación en sus propios medios en busca de algún indicio de militancia ecologista.
Incansables, ellas también estaban en la frontera norte tomando pruebas y testimonios de la gente sometida a esa rociada mortal de glifosato con que los gobiernos de Colombia y Estados Unidos querían limpiar de coca la selva sin importar cuántos seres humanos se llevaban por delante. Ellas hicieron uno de los primeros informes sobre los efectos del glifosato en la vida humana y el ambiente, que sirvió de argumento para obligar a los pilotos mercenarios a fumigar diez kilómetros fuera de la línea fronteriza.
Cuánto bien le habrían hecho los medios de comunicación a Acción Ecológica y al país entero si le hubieran dedicado entonces medio minuto en televisión o un cuarto de página en los periódicos al activismo de esta organización, en lugar de declararla proscrita por discriminación triple, mujeres, ecologistas y locas. La agenda mediática, se supone, surge del ejercicio de confrontar las demandas sociales y las respuestas políticas.
Puedo apostar que, si sumamos todo el espacio mediático concedido a esta organización por su lucha contra las petroleras y los efectos del Plan Colombia en una década, no llega a la mitad del espacio que le han dedicado en las últimas dos semanas por causa de la torpeza administrativa con la que el Ministerio de Salud eliminó su personería jurídica. Curioso desequilibrio en la agenda informativa.
Los hechos, al igual que las palabras, no tienen significado por sí solos, sino en función de las circunstancias en las que se producen. Y en las circunstancias actuales, un error administrativo contra una organización ecologista, en el momento justo en que ésta se opone a la política minera del gobierno, tiene todas las verrugas y el mal aliento de una retaliación. Aunque el gobierno diga que se trata de un reacomodo administrativo, el daño está hecho y las interpretaciones también.
Pero ese no es el punto, sino la manera cómo la mayoría de los medios asume el tema, no desde el interés social sino desde el oportunismo, porque lo que ocurre con esta organización les sirve como escudo para su propia militancia contra el poder político. De otro modo, ¿por qué una organización que había sido proscrita de los medios por tanto tiempo genera de pronto en ellos un remarcado interés? Porque el grueso de la agenda de esos medios sigue marcada por el escándalo.
¿Dónde estaban cuando las ecologistas ponían su cuerpo entre los tractores y los árboles para proteger el bosque de Mindo? Entrevistando a los gerentes e inversionistas petroleros. ¿Qué periodistas las acompañaban cuando se exponían a la rociada de veneno químico en la frontera? Cuatro ilusos dispuestos a perder su trabajo por andar en malas compañías, como en efecto ocurrió con varios.
Acción Ecológica merece todo el espacio que los medios le han escamoteado por tantos años al ignorar su trabajo de campo, su activismo valiente, sus investigaciones, la sistematización de un conocimiento que, de otra manera, se perdería por siempre. Los medios tienen una deuda con Acción Ecológica, y tienen que pagarla. Pero no así, tomándola como pretexto para el escándalo. En ningún caso es la organización la que manipula, sino los medios los que la usan a conveniencia. Así no se pagan las deudas.
El Telégrafo 22-03-2009
Ten cuidado con esas locas, que son capaces de manipularnos… Recuerdo con claridad las palabras del editor del diario guayaquileño donde yo trabajaba hace varios años, para advertirme de que no estaba dispuesto a publicar una sola palabra más sobre la resistencia que ejercía una organización, integrada en su mayoría por mujeres, en contra del oleoducto de crudos pesados, que destrozaba bosques y comunidades a su paso.
Las locas a las que se refería mi jefe de entonces eran las activistas de Acción Ecológica, que andaban de pueblo en pueblo sumando cuantas voces podían para denunciar ese atropello a la naturaleza. Y no solo protestaban en el campo, sino también en las oficinas de las transnacionales petroleras, de donde los guardias armados las sacaban a patadas. Los pocos periodistas que cubrían esos hechos eran sometidos a investigación en sus propios medios en busca de algún indicio de militancia ecologista.
Incansables, ellas también estaban en la frontera norte tomando pruebas y testimonios de la gente sometida a esa rociada mortal de glifosato con que los gobiernos de Colombia y Estados Unidos querían limpiar de coca la selva sin importar cuántos seres humanos se llevaban por delante. Ellas hicieron uno de los primeros informes sobre los efectos del glifosato en la vida humana y el ambiente, que sirvió de argumento para obligar a los pilotos mercenarios a fumigar diez kilómetros fuera de la línea fronteriza.
Cuánto bien le habrían hecho los medios de comunicación a Acción Ecológica y al país entero si le hubieran dedicado entonces medio minuto en televisión o un cuarto de página en los periódicos al activismo de esta organización, en lugar de declararla proscrita por discriminación triple, mujeres, ecologistas y locas. La agenda mediática, se supone, surge del ejercicio de confrontar las demandas sociales y las respuestas políticas.
Puedo apostar que, si sumamos todo el espacio mediático concedido a esta organización por su lucha contra las petroleras y los efectos del Plan Colombia en una década, no llega a la mitad del espacio que le han dedicado en las últimas dos semanas por causa de la torpeza administrativa con la que el Ministerio de Salud eliminó su personería jurídica. Curioso desequilibrio en la agenda informativa.
Los hechos, al igual que las palabras, no tienen significado por sí solos, sino en función de las circunstancias en las que se producen. Y en las circunstancias actuales, un error administrativo contra una organización ecologista, en el momento justo en que ésta se opone a la política minera del gobierno, tiene todas las verrugas y el mal aliento de una retaliación. Aunque el gobierno diga que se trata de un reacomodo administrativo, el daño está hecho y las interpretaciones también.
Pero ese no es el punto, sino la manera cómo la mayoría de los medios asume el tema, no desde el interés social sino desde el oportunismo, porque lo que ocurre con esta organización les sirve como escudo para su propia militancia contra el poder político. De otro modo, ¿por qué una organización que había sido proscrita de los medios por tanto tiempo genera de pronto en ellos un remarcado interés? Porque el grueso de la agenda de esos medios sigue marcada por el escándalo.
¿Dónde estaban cuando las ecologistas ponían su cuerpo entre los tractores y los árboles para proteger el bosque de Mindo? Entrevistando a los gerentes e inversionistas petroleros. ¿Qué periodistas las acompañaban cuando se exponían a la rociada de veneno químico en la frontera? Cuatro ilusos dispuestos a perder su trabajo por andar en malas compañías, como en efecto ocurrió con varios.
Acción Ecológica merece todo el espacio que los medios le han escamoteado por tantos años al ignorar su trabajo de campo, su activismo valiente, sus investigaciones, la sistematización de un conocimiento que, de otra manera, se perdería por siempre. Los medios tienen una deuda con Acción Ecológica, y tienen que pagarla. Pero no así, tomándola como pretexto para el escándalo. En ningún caso es la organización la que manipula, sino los medios los que la usan a conveniencia. Así no se pagan las deudas.
El Telégrafo 22-03-2009
jueves, 12 de marzo de 2009
Que la vida es un carnaval
Por Gustavo Abad
La política y la comunicación tienen grandes territorios en común. Ambas comparten, por ejemplo, el de la imagen superficial. También el de la reflexión profunda. Casi siempre comparten las mediciones y las cifras. Otras veces los puntos de vista, las respuestas. Pero la mayoría de las veces, la política y la comunicación comparten y se dan la mano en un territorio ambiguo llamado opinión pública.
La opinión pública contiene todas las verdades y todas las mentiras al mismo tiempo. Es ese monstruo de mil cabezas formado, en unos casos, por la opinión ilustrada de quienes se ocupan de los asuntos públicos y, en otros, por la suma de las respuestas de quienes pasan por una esquina cualquiera. En todo caso, las herramientas fetiche para medir la opinión pública -por lo menos las preferidas de los medios de comunicación y los partidos políticos- son las encuestas y los sondeos. Y ahí comienza el problema.
El problema de las encuestas, cuando se las usa como medidoras de opinión pública, no está solo en las intenciones no declaradas de quien hace las preguntas. Tampoco en las alegres interpretaciones de sus resultados. No está solo en la siempre discutible representatividad de las muestras, ni en los márgenes de error admitidos. El problema de las encuestas no es solo técnico, sino el uso político y comunicacional, porque posicionan como verdad lo que solo es una ilusión.
La ilusión creada por quienes manejan encuestas, sondeos y otros métodos similares para difundir una visión de la realidad consiste en vender la idea de que ésta ha sido sometida a una herramienta científica y, por lo tanto, debemos aceptar cualquier interpretación díscola de los resultados. Por ejemplo, las preguntas insulsas que hacen cada mañana los presentadores del programa Contacto Directo de Ecuavisa para crear la ilusión de que consultan al público y reforzar así la proyección de sus propios deseos.
Pero no solo los medios recurren al artificio de las encuestas como herramientas legitimadoras de sus discursos. También el poder político echa mano de este recurso, lo cual no es una novedad, y no habría motivado el tema de esta columna, si no fuera porque lo hace para vender una idea que bien podría ganar el primer lugar en un concurso delirante: la de que los ecuatorianos somos más felices cada día y, lo que es más absurdo, de que es posible medir la felicidad mediante cifras.
En efecto, según un boletín de prensa de la Vicepresidencia de la República, el Gobierno realizó una investigación llamada “La felicidad como medida del buen vivir en el Ecuador”, en el marco de la campaña “Sonríe Ecuador, somos gente amable”. El resultado, dice el boletín, es que “En comparación con el 2007 se pudo percibir, de acuerdo al estudio, un incremento en la felicidad de la gente, en 17,1% en 2008, es decir, de 30,8% en el 2007 pasó al 47,9% en el 2008”.
¿Significa que a este paso, en dos o tres años más, todos seremos felices? ¿Para qué entonces nos preocupamos de la Constitución, de la violencia, del invierno, de la frontera, del amigo del primo segundo de Chauvín, si pronto todos seremos felices? Que la vida es un carnaval puede decirlo Celia Cruz, pero ¿la Senplades?
Aunque las dijo hace rato, no por ello pierden vigencia las reflexiones de Pierre Bourdieu, respecto de que las encuestas ayudan a crear el espejismo de que todo el mundo tiene una opinión sobre algo y, más todavía, de que existen opiniones colectivas, lo cual es imposible porque las encuestas solo miden respuestas y no opiniones. La diferencia entre lo uno y lo otro radica en que las respuestas son inflexibles, cerradas, limitadas a un sí o no. En cambio, las opiniones son amplias y variables debido a las tensiones internas, a las dudas y elucubraciones de quien las elabora.
Por eso, nada más inútil y fuera de foco que representar la felicidad en porcentajes. Bueno, los autores del estudio al menos lograron que muchos nos sintiéramos felices de encaminarlo al montón de hojas de reciclaje.
El Telégrafo 08-03-2009
La política y la comunicación tienen grandes territorios en común. Ambas comparten, por ejemplo, el de la imagen superficial. También el de la reflexión profunda. Casi siempre comparten las mediciones y las cifras. Otras veces los puntos de vista, las respuestas. Pero la mayoría de las veces, la política y la comunicación comparten y se dan la mano en un territorio ambiguo llamado opinión pública.
La opinión pública contiene todas las verdades y todas las mentiras al mismo tiempo. Es ese monstruo de mil cabezas formado, en unos casos, por la opinión ilustrada de quienes se ocupan de los asuntos públicos y, en otros, por la suma de las respuestas de quienes pasan por una esquina cualquiera. En todo caso, las herramientas fetiche para medir la opinión pública -por lo menos las preferidas de los medios de comunicación y los partidos políticos- son las encuestas y los sondeos. Y ahí comienza el problema.
El problema de las encuestas, cuando se las usa como medidoras de opinión pública, no está solo en las intenciones no declaradas de quien hace las preguntas. Tampoco en las alegres interpretaciones de sus resultados. No está solo en la siempre discutible representatividad de las muestras, ni en los márgenes de error admitidos. El problema de las encuestas no es solo técnico, sino el uso político y comunicacional, porque posicionan como verdad lo que solo es una ilusión.
La ilusión creada por quienes manejan encuestas, sondeos y otros métodos similares para difundir una visión de la realidad consiste en vender la idea de que ésta ha sido sometida a una herramienta científica y, por lo tanto, debemos aceptar cualquier interpretación díscola de los resultados. Por ejemplo, las preguntas insulsas que hacen cada mañana los presentadores del programa Contacto Directo de Ecuavisa para crear la ilusión de que consultan al público y reforzar así la proyección de sus propios deseos.
Pero no solo los medios recurren al artificio de las encuestas como herramientas legitimadoras de sus discursos. También el poder político echa mano de este recurso, lo cual no es una novedad, y no habría motivado el tema de esta columna, si no fuera porque lo hace para vender una idea que bien podría ganar el primer lugar en un concurso delirante: la de que los ecuatorianos somos más felices cada día y, lo que es más absurdo, de que es posible medir la felicidad mediante cifras.
En efecto, según un boletín de prensa de la Vicepresidencia de la República, el Gobierno realizó una investigación llamada “La felicidad como medida del buen vivir en el Ecuador”, en el marco de la campaña “Sonríe Ecuador, somos gente amable”. El resultado, dice el boletín, es que “En comparación con el 2007 se pudo percibir, de acuerdo al estudio, un incremento en la felicidad de la gente, en 17,1% en 2008, es decir, de 30,8% en el 2007 pasó al 47,9% en el 2008”.
¿Significa que a este paso, en dos o tres años más, todos seremos felices? ¿Para qué entonces nos preocupamos de la Constitución, de la violencia, del invierno, de la frontera, del amigo del primo segundo de Chauvín, si pronto todos seremos felices? Que la vida es un carnaval puede decirlo Celia Cruz, pero ¿la Senplades?
Aunque las dijo hace rato, no por ello pierden vigencia las reflexiones de Pierre Bourdieu, respecto de que las encuestas ayudan a crear el espejismo de que todo el mundo tiene una opinión sobre algo y, más todavía, de que existen opiniones colectivas, lo cual es imposible porque las encuestas solo miden respuestas y no opiniones. La diferencia entre lo uno y lo otro radica en que las respuestas son inflexibles, cerradas, limitadas a un sí o no. En cambio, las opiniones son amplias y variables debido a las tensiones internas, a las dudas y elucubraciones de quien las elabora.
Por eso, nada más inútil y fuera de foco que representar la felicidad en porcentajes. Bueno, los autores del estudio al menos lograron que muchos nos sintiéramos felices de encaminarlo al montón de hojas de reciclaje.
El Telégrafo 08-03-2009
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