Por Gustavo Abad Ordóñez
Cristina Burneo Salazar es
escritora, traductora y docente universitaria. Pero antes de eso ha sido y
sigue siendo una persona con enorme sensibilidad y compromiso social. Quizá por
ello, su energía intelectual nunca se ha quedado congelada en los claustros
académicos. Por el contrario, su pensamiento político se materializa en un
activismo directo a favor de las luchas sociales, principalmente las
relacionadas con el feminismo y la migración. Cristina escribe constantemente
sobre ello. El resultado de su escritura, inevitablemente ligada a su experiencia
política, es su libro “Historias de desobediencia. Crónicas 2013-2021”,
publicado por Recodo Press. Es un libro que duele, pero no tanto como dolería el
silencio si esas historias no se contaran. Por eso hay que leerlo ahora, justo
cuando el olvido y la impunidad más se creen triunfantes.
Este libro no obedece a un
plan de escritura, como ocurre con las tesis, con las novelas, incluso con los
ensayos, en los que el autor o autora sigue un esquema trazado de antemano. Más
bien, estas historias se escriben a la par que transcurre una etapa de la vida
de su autora. Yo diría que el texto tiene casi el ritmo del diario vivir: unos
hechos tras otros, una alegría seguida de un dolor, una marcha sobre el
asfalto, un abrazo solidario, una justicia que no llega, un triunfo sobre la
impunidad para no decaer, una reflexión más adelante, y así... Usaré un
coloquialismo muy quiteño, un uso entrañable del gerundio: este libro se va
escribiendo a la par que la autora va viviendo. Y después de ocho años, con la
distancia que sólo permite el tiempo, ella encuentra una perspectiva para
ordenar sus relatos por temas, como se ordenaría un bosque por grupitos de
árboles: la palabra, la niñez, la migración, el aborto, la memoria... La travesía
por ese bosque no es solo narrativa, sino genuinamente vital y política.
Mientras leo, recuerdo que Susan
Sontag decía que los únicos que tienen derecho a mirar el dolor ajeno son
quienes tienen alguna posibilidad de aliviarlo. Los demás, decía ella, somos
simples mirones. Esa sentencia me ha acompañado por muchos años y, cada vez, frente
a nuevos hechos dolorosos, le hallaba nuevos significados. Este libro me suscita
otra reflexión: quienes tienen derecho a mirar el dolor de los demás son
también quienes tienen la posibilidad de narrarlo, de hacerlo fluir en un
relato solidario y respetuoso para que no se olvide, para que no perdamos la
capacidad de conmovernos. Esa también es una forma de aliviar el dolor, porque
nos permite hacerlo un poco más nuestro, de hecho, nos conmina a hacerlo
nuestro. Eso, en sí mismo, le da mucho valor a un libro como este de Cristina.
Una de las historias que me
llegó de manera especial es “El cable de luz”. No hay nada más material y
anodino que un cable de luz y, sin embargo, en esta crónica, Cristina nos
permite ver en ese objeto ordinario un gran significado. Es la historia de cientos
de personas cubanas que acampaban en el parque La Carolina con la finalidad de
solicitar una visa en la Embajada de México y así evitar su deportación a Cuba.
El gobierno de entonces, autodenominado de la revolución ciudadana y de la
ciudadanía universal, no tuvo la humanidad que se necesita para ayudar a esas
personas. Por el contrario, hizo todo para deportarlas a su país, donde les
esperaba un juicio por deserción. Fue entonces cuando el guardia de un edificio,
a riesgo de ser despedido, les acercó un cable de luz y una toma de agua, que
en esas circunstancias son mucho más que un poco de luz y un sorbo de agua. Son
la restitución elemental de la dignidad y el respeto que el gobierno les quitaba.
La crónica consiste, sobre todo, en narrar las grandes paradojas de la vida. En
casi todas las historias de este libro encontramos esas crueles paradojas.
Ceo que fue Paul Auster quien dijo
que todo escritor es un desadaptado, porque no se encuentra en paz con el orden
imperante, porque piensa que ese orden es injusto, pero muchas veces no sabe
cómo rebelarse contra eso. Entonces busca en el lenguaje, en las palabras, la
posibilidad de rehacer ese mundo, de darle un sentido a esa realidad que lo
rebasa. Por ello, me parece que estas historias de desobediencia surgen también
de una inconformidad con el estado de violencia en el mundo. En ese sentido,
Cristina, en tanto activista y escritora, puede ostentar con orgullo un sitial
en el mundo de las y los desadaptados, quiero decir, de quienes no se resignan,
pero tampoco renuncian a decirlo públicamente. De eso trata justamente la desobediencia
y una de sus formas es la escritura.
Entre los fundamentos de la
crónica, como narrativa documental, están la inmersión y la mirada. La
inmersión consiste en adentrarse en un mundo, en un ámbito concreto de la vida para
conocerlo e interrogarlo. La mirada, por su parte, implica poner en esa
búsqueda, en esa interrogación, nuestra visión del mundo, la experiencia de lo
que somos y de lo que hemos aprendido a ver desde allí. Creo que Cristina, en
tanto cronista, hace ambas cosas. No necesita sumergirse porque, de hecho, ya
está inmersa en esas realidades, por tanto, el asunto de la mirada está
totalmente claro. En este libro confluyen un impulso político, un impulso
periodístico y un impulso literario sobre los que se asientan y adquieren su mayor
fuerza estas historias de desobediencia.
(Leído
en la presentación de “Historias de desobediencia”. Casa Emancipadx. 28 de
enero, 2023)
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