domingo, 22 de marzo de 2020

El Tiempo, viejo tirano


Por Gustavo Abad
Antes de esta pandemia de coronavirus que nos obliga a permanecer en nuestras casas, el tiempo parecía estar organizado de manera pragmática. Horarios, cronogramas, semestres, horas de entrada y de salida… Todo aquello a lo que conocemos como el devenir daba la impresión de poder ser controlado, medido, en suma, moldeado según nuestros deseos. Hoy, durante el séptimo día de confinamiento, cuando decido escribir esta columna, esa noción matemática y productivista del tiempo comienza a diluirse.
El tiempo ahora, en la redescubierta experiencia del encierro y del encuentro con uno mismo, parece volverse inasible, volátil, reacio a someterse a esas pequeñas y mezquinas jaulas de cronometría que sirven para organizar la vida ordinaria. El tiempo, como puedo sentirlo en el silencio de este mediodía, bajo este azul profundo de un domingo soleado en Quito, ha recobrado su inconmensurable dominio sobre las cosas.
Las palabras “antes” y “después”, que solemos usarlas para los hitos más pedestres de nuestras vidas, adquieren en estos días una dimensión pocas veces concientizada en lo que hasta hace poco denominábamos la “normalidad”. Hay que ver en nuestros propios ojos la sombra de nostalgia y de culpa cuando queremos hacernos cargo del pasado y decimos cosas como: “de no haber destruido tanto el planeta…” o “si nos hubiéramos detenido a tiempo”. Hay que ver, así mismo, el gesto mal disimulado de incertidumbre y de miedo cuando nos preguntamos, de cara al futuro: “¿y si no salimos de esta…?” o “¿aprenderemos a vivir de otra manera cuando esto pase?”.
Varados en nuestro encierro físico, nos asalta la inquietud metafísica de ocupar un punto que parece ser la mitad de todo y de nada a la vez, el punto medio del infinito, y no sabemos si nos corresponde evocar un tiempo pasado del que siempre hemos dicho “nunca fue mejor” o imaginar un tiempo futuro del que hemos repetido “nunca se sabe”.
El tiempo hasta ahora estaba degradado, sometido a la servidumbre de la ilusión productivista, del embrujo desarrollista, desde la programación de los trenes hasta el plazo fijo de los bancos, desde la reserva del boleto de los aviones hasta la fecha de caducidad del yogur. Pero en estos días ha recuperado su sitial. Ha vuelto a tener nombre propio. Es el gran personaje de estos días aciagos y hay que nombrarlo así: el Tiempo, con mayúscula.
Entonces, el Tiempo se ha echado sobre nosotros y nos envuelve con esa sustancia fina y transparente, sin bordes ni texturas, sin peso ni densidad, de la que yo me imagino que está hecho. No sabemos cuánto durará esto. Estamos a mereced del Tiempo como lo hemos estado siempre sin mayor conciencia de estarlo.
La única tabla de salvación a la que podemos asirnos en medio de tanta desorientación es la memoria, esa obstinada reserva de conciencia de nosotros mismos a la que acudimos, de vez en cuando, en busca de alguna respuesta.
El Tiempo, señor de todos los archivos, maestro de todas las escrituras, dueño de todos los relatos, nos mira con desdén cuando intentamos –insignificantes de nosotros– encontrar una explicación a todo esto. Las guerras, las pestes, las hambrunas, las sequías, las inundaciones… Todo nos ha pasado sin que aprendiéramos nada.
El Tiempo, amo de todos los mundos, ya no se parece en nada al viejecito bondadoso de barba blanca, calva pronunciada y clepsidra en mano que nos mostraba, en unas láminas de cartulina, mi profesora de segundo grado. El Tiempo reaparece en estos días como un anciano, sí, pero de mirada fría y penetrante en cuyo fondo no quedan ni rastros de compasión.
Es que el Tiempo lo ha visto todo y nada lo asusta porque, a su edad, ya está curado de todos los miedos. Ha visto cómo la humanidad se viene matando a sí misma desde épocas remotas de las que casi nadie se acuerda, pero el Tiempo sí, porque en aquella tarde en medio del desierto, cuando se consumó el primer crimen de un ser humano sobre otro, el Tiempo ya era viejo.
Por eso desprecia los ridículos intentos de las generaciones de momificarlo en los museos, de estacionarlo en los archivos, de domesticarlo en los horarios. Al Tiempo no le hacen gracia los cuentos ladinos de los historiadores y apenas se conduele de los arqueólogos. Le repugna el cronómetro que marca la muerte y resurrección de las acciones en las bolsas de valores.
El Tiempo sabe que, desde nuestro primer día sobre la tierra, no hemos parado de matarnos unos a otros. Ha visto transformarse el mundo, separarse los continentes, secarse los lagos, inundarse los valles, crecer las selvas, morir las selvas, formarse los glaciares, derretirse los glaciares, pero los seres humanos no han cambiado.
Hubo épocas buenas en las que el Tiempo se sintió ilusionado, tuvo la tentación de aplaudir: el fuego, la rueda, las semillas, la escritura, el libro, el canto, la música, los cuentos, la pintura, los barcos, el cine, el amor, el fútbol, la hamaca… Pero también de las otras: las Termópilas, las Cruzadas, el sitio de Constantinopla, la invasión de América, la caída de Tenochtitlán, Crimea, las dos guerras mundiales, Hiroshima, Auschwitz, los gulags, Ruanda, los Balcanes, las Torres Gemelas…
Todo lo ha visto el Tiempo. Por eso, ya nada lo conmueve. El Tiempo parece querer vengarse de tantas y tantas veces que nos ha viso cometer el mismo error y repetirlo sin aprender.
Frente a sus ojos han pasado la peste negra, las viruelas, el cólera, la fiebre amarilla, las gripes –española, rusa, japonesa–, el sida, la gripe porcina, el ébola, el SARS, el cólera otra vez, el ébola otra vez, y ahora… Por eso el Tiempo mira todo con indiferencia, con un frío desprecio hacia las gentes de todas las edades.
Nosotros, mientras tanto, nos morimos de miedo. Pensamos que somos los primeros y los últimos en vivir una cuarentena, que nuestra experiencia es única, que a los adolescentes no los matará el virus sino el aburrimiento, que el teletrabajo es nuestro mayor sacrificio por el bien de la humanidad. Y el Tiempo, que ha visto morir a millones por causa de la infinita maldad de la especie, ya no tiene paciencia para contemplar nuestro drama.
El Tiempo, viejo tirano, se encontraba distraído esta mañana de domingo, derrochando las pocas horas de sol y de hermoso cielo quiteño que puedo atrapar desde el balcón de mi casa. Y pensé –iluso de mí– que la respuesta a todo esto había que dejársela al Tiempo. Pero el anciano no dijo nada.
Al principio pensé que su mutismo se debía a que nos quería torturar con la idea de que tendremos que pasar así, en condición de sobrevivientes, los próximos ¿diez? ¿veinte? ¿cincuenta años? en un estado de sitio que ya no será la excepción sino la rutina.
Me quedé esperando a ver si reaccionaba, pero se mantuvo en silencio. Ahora estoy seguro que ni el mismo Tiempo sabe cuándo será el fin de esta carrera de locos. 

martes, 21 de enero de 2020

Literatura que cuenta


Por Gustavo Abad
Un buen escritor no es el que escribe más. Todo lo contrario, un buen escritor es a quien escribir le cuesta mucho más que a los demás. La definición no es mía, sino de Leila Guerriero. Bueno, tampoco es suya, porque en realidad ella dijo que Javier Cercas dijo que fue un editor alemán quien dijo eso… Y debe ser cierto, porque hasta llegar a estas páginas ha pasado por muchas bocas, por muchos préstamos, y no ha perdido su sencillez ni su claridad aforística.
Entonces una tarde de estas, en que el verano quiteño no termina de irse ni el invierno termina de llegar, comienzo a leer un precioso libro titulado Literatura que cuenta y en sus 231 páginas solo puedo encontrar un coro de voces que confirman la definición arriba citada. Yo solo agregaría que un buen escritor es también aquel que le muestra al lector las angustias de su oficio, que no le oculta las vértebras torcidas de su esfuerzo, que le abre las puertas a las cocinas de su escritura.
Este libro se compone de diez entrevistas a igual número de escritores de literatura sin ficción, como se dice ahora, o de periodismo narrativo, como se ha dicho por mucho tiempo y a mí me parece más acertado. Su autor, el periodista y catedrático español Juan Cruz Ruiz, nos acerca no solo al mundo personal y narrativo de los mejores cronistas hispanoamericanos, sino que también nos ofrece una lección del arte de entrevistar, de la habilidad para estimular la inteligencia del otro mediante el diálogo y obtener de allí una revelación, un dato inesperado, un detalle oculto de su personalidad.
Otro gran exponente de este género, el argentino Jorge Halperín, dice que una entrevista es buena cuando ha conseguido un delicado equilibrio entre información, testimonio y opinión. El mérito de Cruz Ruiz es doble porque logra ese equilibrio con unos escritores que, aunque se han destacado más como cronistas y novelistas, también son unos sagaces entrevistadores y saben a lo que se meten cuando aceptan una.
Por este juego entre dos mentes pasan tipos admirables como el mexicano Juan Villoro, quien cree que su amor por la narración y la lengua española se debe en gran parte a su experiencia de niño en un colegio alemán, donde el español era la lengua proscrita, por tanto, la lengua de la libertad, la que se hablaba en el recreo, que es la cumbre de la libertad de todo escolar. O sea, sin recreo no habría Villoro. Pero tampoco habría Villoro sin los narradores deportivos de su infancia, que eran capaces de reinventar cualquier partido mediocre y convertirlo en la guerra de Troya, como los recuerda ahora.
Más adelante, Martín Caparrós cuenta que en sus inicios como reportero tuvo como jefe nada menos que a Rodolfo Walsh. Sin embargo, no puede decir que aprendiera mucho del autor de Operación masacre porque este estaba tan concentrado en su propio trabajo, tan obsesionado con la exactitud del dato, con la frase adecuada, que no tenía tiempo de revisar el trabajo de los demás. Pero cualquiera que lea esa obra fundacional entenderá que toda la enseñanza de su autor está concentrada ahí. Eso lo entendió Caparrós después, cuando escribió una crónica en la que demostraba que por cada policía muerto en enfrentamientos armados morían treinta y tres delincuentes. La historia se publicó sin firma y los lectores pensaban que la había escrito Walsh.
Como son diez los entrevistados y no se puede hablar de todos porque la escritura también es un ejercicio de selección, que a veces puede ser doloroso e injusto, voy a consignar aquí algunas de las otras voces de este diálogo diverso, como Jorge Fernández, Héctor Abad Faciolince, Josefina Licitra, Manuel Vicent, y para que el lector haga su parte también.
Hay diálogos a modo de confesión, como el que ofrece Elena Poniatowska, protagonista y testigo de otros tiempos del periodismo, de otra ética, de otra estética. Desde la autoridad de sus 87 años, Poniatowska recuerda la época en que se convirtió en una cronista peligrosa luego de La noche de Tlatelolco. Cada día se estacionaba frente a su casa un carro policial para vigilarla y ella bajaba muchas veces a ofrecerles café a sus ocupantes, que le agradecían porque se dormían de cansancio.
Para terminar este comentario, vale otra indagación acerca de la inagotable relación entre literatura y periodismo. Alberto Salcedo Ramos sostiene, y lo recalca en esta entrevista, que ya es hora de dejar de usar la palabra literatura como sinónimo de ficción solamente. Cuando algún lector entusiasmado le pregunta: “¿cuándo vas a dar el salto a la literatura?”, el cronista colombiano contesta: “pero si yo hago literatura, colega, solo que no es literatura de ficción”.
En lo personal, me quedo con la explicación del español Juan José Millás. Lo cito para no traicionarlo: “el periodismo me ha dado tanto, no ya en el sentido de que ha ocupado mi tiempo y me ha permitido vivir de ello –que también– sino que con el periodismo he experimentado mucho y gran parte de esos experimentos los he llevado luego a mi literatura. Mi literatura sería distinta y sin duda peor sin mi periodismo. Y mi periodismo no tendría las virtudes que tiene sin mi literatura. Son dos territorios que se han enriquecido mutuamente, es como si me dijeras: ¿imaginas tu vida sin una pierna? No, son las dos las que me han llevado a un sitio, no puedo imaginar mi vida sin el periodismo, mientras esté activo, de un modo u otro haré periodismo”.

Cruz Ruiz, Juan. 2016. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.231 páginas

miércoles, 9 de octubre de 2019

La aporía de un país bajo las bombas lacrimógenas


Por Gustavo Abad
Esto se veía venir, lo que no se podía anticipar era el cómo y el cuándo. Un gobierno como el de Lenín Moreno, que nació deslegitimado por fundadas sospechas de fraude en las elecciones de 2017, tenía que enfrentarse algún día con su mayor debilidad: ocupar el poder, pero carecer de autoridad.
Rota su complicidad de diez años con el correísmo, la banda delincuencial más grande que ha gobernado al Ecuador –el expresidente Correa está prófugo, el expresidente Glass sigue preso, mientras otros jefazos guardan arresto domiciliario o se refugian en paraderos desconocidos– Moreno no vio otra salida, para sostener su difuso plan de gobierno, que buscar el apoyo de la derecha empresarial, paradójicamente, la mayor beneficiada por el correísmo.
El discurso anticorrupción de Moreno al inició de su mandato le permitió comprar tiempo y mejorar considerablemente su capital simbólico para gobernar con relativa tranquilidad sus dos primeros años. Después se diluyó misteriosamente.
Fue entonces cuando sus nuevos aliados comenzaron a cobrarle su apoyo interesado. Los acuerdos con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, concretados a inicios de 2019, solo confirmaron el proyecto neoliberal del gobierno y crearon el estado de ánimo para la rebelión de diversos sectores sociales.
En este momento a nadie le interesa debatir acerca de la racionalidad técnica de las medidas económicas del pasado 30 de septiembre –eliminación del subsidio a los combustibles, flexibilización laboral, reducción de vacaciones y de sueldos, etc.– porque en la política no rige tanto la racionalidad como los imaginarios. Y en el Ecuador el imaginario asociado a la palabra paquetazo es el de la protesta callejera, las llantas quemadas, la represión policial, la indignación popular.
Ni Moreno ni sus ministros tuvieron la capacidad de entender esa dimensión de la política y mucho menos de imaginar medidas de compensación para atenuar el golpe que iban a asestar. Su error no es técnico sino político. Por eso repitieron el viejo libreto de anunciar el paquetazo como si nada y, al primer brote de inconformidad, responder con la declaración del estado excepción y una represión desmesurada, comparable solo con los días más atroces del correísmo.
Al fin y al cabo, Moreno es heredero de Correa, la cara complementaria de la misma moneda. No hay traición entre ellos ni divergencia de ideales, sino bronca por un mal reparto del negocio.
En el Ecuador vivimos una aporía en toda regla, una situación desesperante en la que, hagamos lo que hagamos, vamos a perder. El desprestigio del gobierno de Moreno podría hacer reflotar la figura de su antiguo jefe y eso buscan ahora mismo sus adeptos mediante la estrategia de generar violencia en las calles. Por eso es necesario identificar quién es quién en todo este estado de cosas demencial.

  1. El movimiento indígena recupera espacio y movilización
Golpeados por tantos años de represión y cooptación de sus dirigencias, desgarrados por luchas internas e infiltrados por oportunistas, los movimientos sociales han requerido en los últimos años más energías para sobrevivir que para liderar un camino hacia un país mejor.
De todos ellos, el movimiento indígena, el de mayor incidencia política desde el retorno a la democracia y también el más perseguido y reprimido por el correísmo, cuenta todavía con una base bien organizada, a juzgar por la capacidad de movilización de los últimos días.
Su presencia en las calles de Quito evoca los momentos de su mayor auge en la década de 1990 y primeros años 2000. De hecho, si alguna fuerza social va a resultar determinante en el desenlace –cualquiera que sea– de esta rebelión popular, es justamente la de las organizaciones indígenas.
No obstante, se trata de un actor con pronóstico reservado, con dirigencias todavía confusas, con mayor capacidad reactiva que programática. Una densa maraña de intereses cruzados impide aseverar con alguna certeza cuál será su derrotero.
Otros, como el ecologismo y el feminismo, que han ganado mucho espacio en los últimos años, no alcanzan todavía la incidencia que ojalá lleguen a tener pronto en la vida pública.
Mientras tanto, vivimos la aporía de un país obligado a mirarse a sí mismo en medio de una nube de bombas lacrimógenas.


  1. La estrategia del correísmo es el cinismo
Varios dirigentes del anterior gobierno quieren aprovechar esta ola de inconformidad popular para posicionar una falsa imagen de luchadores sociales. En estos días aparecen personajes como Virgilio Hernández, Gabriela Rivadeneira, Paola Pabón, entre otros, que quieren pasar como abanderados de la protesta.
Hace poco más de dos años, cuando detentaban el poder, condenaban cualquier manifestación en las calles. Para ellos, todo brote de rebeldía popular era sinónimo de terrorismo y desestabilización. Quienes ahora se quejan de la violenta represión del gobierno morenista, hace menos de tres años aplaudían los balazos del régimen correísta.
Cualquier persona honesta tiene dudas en la vida. Los correísta no las tienen. Su estrategia es el cinismo, ese salvoconducto psicológico que se compran algunos para ir por el mundo sin que les asome en la cara el menor rastro de vergüenza.

  

3.            A los choferes solo les importan los choferes

Intento rastrear en la historia de las luchas sociales algún acto de solidaridad de los choferes con otros sectores y no lo encuentro. A los señores del volante solo les importan sus propios intereses.
Durante el gobierno correísta, las principales organizaciones del transporte (buseros y taxistas) ejercieron como sus mejores aliadas. Participaron en las campañas electorales del oficialismo con gente y vehículos. Así obtuvieron exoneraciones de impuestos, subsidios para combustibles, reducción de las normas de seguridad, disminución de los controles en las carreteras y, lo peor de todo, impunidad para su conducta asesina en las calles y rutas del país con un promedio que supera los mil muertos cada año.
Los transportistas solo piensan en ellos. Una vez que obtienen sus beneficios particulares se olvidan de los demás. Dicen que luchan por el pueblo, pero lo maltratan todos los días en sus carros de la muerte.


  1. Varios medios privados se traicionan a sí mismos
Resistir durante diez años el asedio de un gobierno enemigo de los medios y del periodismo requiere valor e inteligencia. Dilapidar en pocos días ese capital simbólico ganado a fuerza de revelar la corrupción en las altas esferas del poder es una extremada torpeza. No puedo asegurar que todos, pero al menos Teleamazonas y Ecuavisa han dado muestras de ella.
El enfoque oficialista de sus informaciones es un retroceso en el terreno ganado en los últimos años por muchos medios y periodistas, que le ofrecieron al país pruebas innegables de la importancia social de su trabajo. Hablar en sus noticieros de los beneficios de la eliminación de impuestos a las computadoras mientras ignoran la represión policial y militar en las calles y comunidades los acerca al poder y los aleja de la sociedad.
Así, varios medios ofrecen en bandeja los argumentos que necesitan los detractores del periodismo para denostar de su función en la vida pública. Unos más, otros menos, esos medios reproducen en esta coyuntura lo que los medios públicos hicieron durante el gobierno anterior y el actual: informar desde la agenda del poder y no desde las demandas de la sociedad.

  1.  Las redes sociales y la interrogante del periodismo ciudadano
La premisa más difundida en este y en otros momentos de gran tensión política es que, a falta de una cobertura eficiente de los medios tradicionales, las redes sociales llenan ese vacío. Eso puede ser cierto, pero solo de manera parcial. No cabe duda de que las redes sociales ayudan a democratizar la información en la medida en que cualquier persona puede transmitir su propia versión de los hechos desde cualquier lugar sin pasar por el filtro de una edición. De acuerdo, pero así como nadie controla nada, nadie se hace cargo de nada.
Por cada información certera que circula por las redes sociales hay que descartar otra o más informaciones falsas –declaraciones inventadas, titulares modificados, fotos descontextualizadas, datos alterados, noticias de otros países, de otras épocas…etc.– que no ayudan a entender lo que pasa y solo aumentan la confusión.
Cuando alguien promovió la idea de periodismo ciudadano seguramente tenía buena intención, pero confundió información con periodismo que es como confundir comida con alimentación. El periodismo es un relato de lo social que se basa en la información y se ajusta a normas de verificación, contrastación, contextualización y narración especializadas. El periodismo es bueno cuando se ajusta al rigor informativo y malo cuando oculta lo que pasa o dice lo que no pasa. Y eso nada tiene que ver con que circule por los medios tradicionales o por las redes sociales.


Nupcias o cómo ser uno y todos a la vez



Por Gustavo Abad

Cuando Susan Sontag planteaba que la interpretación muchas veces es un acto de venganza del intelecto contra el arte, no quería negar el valor de las ideas, sino destacar la potencia de la forma en sí misma. Proponía así liberar a las obras de arte del pesado ropaje conceptual con que suelen recubrirlas los críticos y volver a la experiencia sensorial.
De todos modos, la experiencia general del espectador, ya sea desde la pura impresión sensorial del arte o desde la irresistible tentación de interpretarlo, deambula por un amplio e impredecible territorio en el que reside gran parte de su riqueza: el de las preguntas.
Quizá por ello, el coreógrafo francés Sylvain Huc imaginó una obra a partir de una sucesión de preguntas disparadoras acerca de la relación entre el individuo y el colectivo, entre el cuerpo personal y el de la multitud. Y procura responderlas en Nupcias, una creación colectiva que puso en escena recientemente con el elenco de la Compañía Nacional de Danza (CND) en varios escenarios de Quito.
¿Podemos renunciar a nuestra soberanía individual y encontrar otra fuerza para actuar?, se pregunta, entre otras cosas, el director. Y la respuesta –siempre provisional, siempre exploratoria– es una serie de movimientos con que los 17 bailarines materializan en el espacio físico del escenario el eterno dilema de ser uno y todos a la vez.
El cuerpo es la unidad mínima con que se manifiesta el ser humano en el mundo y las multitudes son su estado de máxima intensidad colectiva. Por eso, Nupcias puede ser descrita como un persistente viaje de ida y vuelta entre la autonomía personal y la subordinación grupal.
La vida contemporánea y, dentro de ella, un arte tan corporal como la danza, se organizan a partir del modo con que cada individuo establece las distancias y las cercanías con los demás. En otras palabras, es en el cuerpo donde se concentra la suma de expectativas entre uno y el resto: saber cuándo mostrarlo, cuándo ocultarlo, cuándo exponerlo, cuándo protegerlo…
En Nupcias, los bailarines de la CND ponen su cuerpo al servicio de esas preguntas, se colocan en el centro del experimento, y alcanzan un efecto evocador del funcionamiento social. El cuerpo, en este caso, se pone en evidencia como el elemento central de un juego permanente entre las fuerzas controladoras y los impulsos liberadores que rigen la vida.
La tradición racionalista ha alentado durante siglos la supremacía de lo individual sobre lo colectivo. El arte, y en este caso la danza, propone una ruptura de esta fórmula jerárquica. En el trabajo grupal, el cuerpo individual entabla infinitos intercambios con los demás. La energía de unos se transmite a otros y cada cuerpo se reafirma como vehículo de la experiencia.
Por eso, y volviendo a la idea provocadora de Sontag, se podría decir que en Nupcias no son los conceptos los que definen ni, mucho menos, justifican la obra, sino que son los cuerpos los que se autorizan a sí mismos y nos ayudan a los demás a entender el mundo o al menos la parte de mundo que nos toca.

jueves, 21 de febrero de 2019

Rehenes, el viaje incesante del periodismo de investigación


Por Gustavo Abad
Había un silencio premonitorio en los alrededores del cuartel de Policía de San Lorenzo esa noche del viernes 26 de enero de 2018. Los policías y los vecinos del barrio –normalmente bullicioso y festivo por la llegada del fin de semana– compartían ese estado de calma nerviosa de quienes intuyen que algo grave va a pasar. Y pasó. A la 01h32 del sábado 27 de enero, un coche bomba explotó contra la parte posterior del cuartel. La mezcla de nitrato de amonio, pentolita y diésel abrió un cráter de casi cinco metros de diámetro por uno de profundidad y causó destrozos en las casas hasta 300 metros a la redonda. De esa manera, despiadada y brutal, hacía su aparición alias “Guacho”, el jefe de la banda narcoterrorista que sería, más adelante, responsable de la muerte de cuatro militares, tres periodistas y dos civiles en uno de los momentos de mayor tensión y violencia en la frontera norte, en la última década.
Corrijo: la verdad es que “Guacho” ya no era un desconocido en ese instante. Varios meses atrás corría un ir y venir de mensajes, llamadas, informes y conversaciones reservadas entre mandos policiales, militares, investigadores, ministros y otras autoridades del poder político, que sabían de la existencia y las intenciones criminales de este personaje. Incluso, minutos antes de la explosión, investigadores del Departamento de Vigilancia Técnica Especializado (DVTE) pudieron interceptar los mensajes de la gente de “Guacho” y seguir, paso a paso, los preparativos del atentado. Lo que no pudieron fue evitarlo, porque estaban en Quito, a cientos de kilómetros, y ninguno de sus mensajes desesperados llegó a la Unidad de Gestión de Seguridad Interna (UGSI), encargada del seguimiento del caso. Entonces vino el estruendo, el olor a quemado, la destrucción y el despertar de un país al borde del horror.
Los párrafos anteriores son apenas una síntesis de uno de los pasajes más reveladores de un libro cargado de pasajes reveladores acerca del contexto de violencia en que se produjo el secuestro y asesinato de Javier, Paúl y Efraín, periodistas de El Comercio, cuyo primer aniversario está por cumplirse. El libro se titula Rehenes y sus autores son Arturo Torres y María Belén Arroyo, periodistas con larga experiencia en llevar hasta su punto más alto la premisa central del periodismo de investigación: contar lo que alguien, en algún lugar del poder, no quiere que se sepa. El texto de 280 páginas es, en mi criterio, uno de los trabajos más detallados que sobre este tema ha ofrecido el periodismo ecuatoriano. Aparte de un excelente relato informativo, es un valioso documento histórico y, como dicen los autores en el Epílogo, un modo de honrar el recuerdo y la memoria de quienes partieron a cumplir su trabajo y no regresaron.
Antes de continuar sobre el contenido de Rehenes, vale aclarar que no se debe confundir la investigación periodística con el periodismo de investigación, aunque la diferencia puede ser muy sutil en algunos casos. La primera es una práctica imprescindible del oficio para obtener información sobre cualquier tema. El segundo, en cambio, es la búsqueda de información acerca de temas que el poder, intencionalmente y con diversos métodos, quiere mantener ocultos. El libro de Arturo y María Belén se inscribe en el segundo grupo. Es periodismo de investigación de alto nivel porque en la mayoría de los hechos que narra permite entender cuál es el lugar y la acción del poder.
Dicho de otra manera, Rehenes también es un relato de la suma de acciones, errores y omisiones –intencionales o no– con que el poder político permitió que el crimen organizado convirtiera al Ecuador en su zona de operaciones. Y esa historia tiene, según los autores, varios momentos decisivos: los indicios no desmentidos de un supuesto aporte económico de las FARC a la campaña presidencial de Rafael Correa en 2006; la pasividad con que las fuerzas del orden vieron cómo crecía en la frontera el sistema de extorsión o “vacunas” de las bandas delincuenciales contra los campesinos y hacendados; el fiasco de los inservibles radares chinos, que costaron millones de dólares, pero nunca pudieron ser usados para vigilar la frontera; el infame papel que jugó durante el correísmo la entonces Secretaría Nacional de Inteligencia (Senain) que, en lugar de investigar a los grupos armados, se dedicó a vigilar y perseguir a políticos, periodistas, líderes sociales y otras voces críticas al gobierno; los intercambios de mensajes por watsapp entre el jefe de los secuestradores y un oficial de la policía; la decisión tardía de aceptar un canje que implicaba la liberación de los periodistas a cambio de tres hombres del círculo íntimo de “Guacho”, presos en la cárcel de Latacunga… Y muchos otros con los que cualquier lector de este libro puede hacer su propio ejercicio de relacionar unas cosas con otras.
Hay algo más que nos ofrece Rehenes y es la certeza de que en la búsqueda de la verdad el poder siempre, o casi siempre, opta por el silencio, y en la búsqueda de justicia el actor más confiable, el más cercano, es la sociedad civil organizada. Difícilmente el secretismo oficial con que el gobierno ha tratado de eludir su parte de responsabilidad en esta escalada de violencia hubiera podido romperse sin la persistencia de los familiares de las víctimas, de los organismos de derechos humanos, de las organizaciones de periodistas, de los abogados comprometidos con las causas sociales, de las marchas y plantones frente a Carondelet organizados por sus compañeros y amigos, de la presencia solidaria de los estudiantes ansiosos de entender qué futuro les espera en esta profesión de periodistas.
Este libro, como dicen sus autores, es un viaje que no termina aquí ni ahora, porque nada termina para el periodismo de investigación. La historia de la violencia no comienza ni termina con la foto de lo que, según la información oficial, es el cadáver de “Guacho” ultimado por un francotirador. Al contrario, esa foto genera más preguntas, porque el periodismo no es otra cosa que el ejercicio obstinado de la pregunta. Y la que queda latiendo en todo esto es: ¿cuánto silencio, cuantas historias ocultas subyacen detrás de esa foto de un hombre muerto?

Cuando nadie nos ve: la violencia inconfesable


Por Gustavo Abad
No es fácil hablar de la violencia, sobre todo cuando las causas del espanto y la marea emocional no terminan de aquietarse. Los violadores de Martha, el asesino de Diana, y la palabra imprudente que, desde la máxima instancia del poder político, le puso nacionalidad a la violencia nos dejaron con la incómoda sensación de que, por más que el lenguaje todo lo puede, a veces parece que no.
Esos hechos –solo por hablar de los más difundidos en las últimas semanas– coparon el interés público, sacaron a la gente a las calles y saturaron de información las redes sociales. La marcha convocada por los movimientos feministas en contra de la violencia y la xenofobia, la tarde del 21 de enero, fue una de las más vigorosas respuestas a tanta falta de respeto por la vida humana.
Para eso está el espacio público, para el libre ejercicio de la palabra y del pensamiento. Para la acción reveladora y, ojalá, reparadora de los males colectivos. Tanto en el espacio físico de las calles, como en el mundo virtual de las redes sociales, cada quien, a su manera, se solidarizó con las víctimas, reclamó justicia, condenó el patriarcado y expresó su bien justificada indignación moral.
La violencia es la conducta donde confluyen, de manera más intensa y compleja que en otras, los tres ámbitos decisivos de la vida: lo público, lo político y lo privado. La convivencia social se organiza en pos de la armonía –siempre relativa, siempre inconclusa– entre lo público y lo privado, entre las decisiones individuales y los acuerdos colectivos. Y todo se resuelve, para bien o para mal, en el campo de la política.
Se entiende entonces que la violencia sea uno de los temas sobre los que más pedagogía –preventiva y sancionadora– circula en los espacios públicos y políticos. Hay pedagogía en las calles: pancartas, grafitis, consignas…; en las redes sociales: campañas, historias, denuncias…; en las universidades: conferencias, tesis, publicaciones…. Algo parecido ocurre en la política: leyes, instituciones, sanciones... La violencia parece ocupar ahora mismo casi todas las energías sociales.
No obstante, copados como están lo público y lo político por el debate y la pedagogía contra la violencia, al mismo tiempo parece que flaquean las voluntades para desterrarla del ámbito de lo privado. Es ahí, en el terreno inexpugnable de lo íntimo y familiar, en el conflictivo espacio de los micropoderes laborales, en las disputadas jerarquías académicas, donde persiste y se recrea cada día la violencia.
En este tema no importa solo lo que digamos en público, sino también lo que hagamos en privado. La incongruencia entre el discurso público y la conducta privada invalidan la acción política. Y tal desfase ocurre justamente ahí donde nadie nos ve. En el cómodo anonimato de lo privado es donde muchos hallan la oportunidad de sacar a pasear a la bestia.
Modelos de esta incongruencia están en todas partes: el mismo profesor o profesora que condena públicamente la violencia usa su cátedra para ejercicios inconfesables de poder; la misma líder feminista que inunda las redes sociales con argumentos contra el patriarcado arremete contra una compañera de lucha por no parecerle suficientemente radical; los mismos padres y madres que exigen respeto para sus hijos alientan a estos a tomarse la vida como una competencia infinita contra los demás; el mismo jefe policial que repudia la violencia delincuencial no pierde oportunidad de ejercer sobre la tropa su cuota de violencia legal…
En agosto de 2010, la banda narcoterrorista de los Zetas asesinó a 72 migrantes en una finca del Estado de Tamaulipas, frontera entre México y Estados Unidos. Una ola de indignación moral recorrió el continente. Las autoridades, la policía, los políticos, todos condenaron la masacre pese a que sabían que esta ocurriría de un momento a otro y no hicieron algo para evitarla. Solo estuvieron a la hora de las condolencias.
El periodista Oscar Martínez, quien llevaba para entonces varios años informando y alertando a las autoridades acerca de los abusos, los crímenes y las violaciones que sufren los migrantes, se rebeló contra la hipocresía oficial que prefería los lamentos a la prevención. Convencido de que tanta palabrería duraría apenas lo que tarda en llegar otro crimen, se despidió de todos los compungidos con una frase inapelable: “nos vemos en la próxima masacre”.
En las condiciones actuales, si además de salir a las calles y de saturar las redes sociales no paramos la violencia –la propia, digo, no solo la del otro– en la vida privada, en la cotidianidad de nuestros hogares y nuestros trabajos, mucho me temo que nuestras despedidas adquieran la crudeza realista de Martínez: nos vemos en el próximo femicidio.


martes, 3 de abril de 2018

Nos faltan tres, que nadie duerma tranquilo


Por Gustavo Abad
El secuestro de un equipo periodístico de diario El Comercio, ocurrido el 26 de marzo cerca de la parroquia Mataje, en la frontera con Colombia, es seguramente el más grave de un sinnúmero de atentados contra el ejercicio del periodismo y el derecho a la comunicación en el Ecuador. Es, además, una evidencia del estado de vulnerabilidad de los periodistas, acentuado durante la última década.
Javier Ortega (reportero), Paúl Rivas (fotógrafo) y Efraín Segarra (conductor) estaban en esa zona para informar acerca de las condiciones de vida de sus habitantes, sometidos a la violencia que exhiben grupos armados irregulares a quienes las fuerzas de seguridad del Estado ecuatoriano no han podido controlar.
Precisamente, la versión oficial dice que los captores son disidentes de la desmovilizada guerrilla de las FARC, dedicados ahora al narcotráfico y otras formas delictivas.
Lo que no han explicado con suficiente claridad ni el presidente de la República, Lenín Moreno; ni el ministro del Interior, César Navas; ni el de Defensa, Patricio Zambrano, es por qué esos grupos crecieron y se fortalecieron tanto, al extremo de ser capaces de hacer volar parte de un cuartel policial en San Lorenzo, el 27 de enero, así como atacar a una patrulla del ejército, el 20 de marzo, y matar a tres de sus integrantes.
De las tibias declaraciones oficiales, se desprenden varias cosas: que los delirios ideológicos de Correa lo llevaron a desmantelar la capacidad operativa del ejército en esa frontera; que la chatarra de aeronaves que se compraron en el anterior gobierno, como los helicópteros Dhruv, impidió un eficiente patrullaje del sector; que los mandos militares más eficientes, que pudieron articular una estrategia coherente de control, fueron reemplazados por oficiales más interesados en trepar a costa de una peligrosa politización de las Fuerzas Armadas que en garantizar la seguridad externa, entre otras cosas.
De acuerdo, hay mucho de cierto en todo eso, pero solo refleja una parte del problema: las dificultades. Queda por despejar la otra: las facilidades que el anterior gobierno ofreció para la operación de esas bandas criminales en territorio ecuatoriano.
Una pregunta que no ha sido respondida es: ¿pueden las máximas autoridades actuales ofrecerle al país la certeza de que en el gobierno anterior, el de sus coidearios, no se abrieron las puertas para una peligrosa infiltración del narcotráfico en niveles estratégicos de las fuerzas del orden y de las instituciones políticas, jurídicas y administrativas del Estado? Y otra: ¿pueden decir esas mismas autoridades qué están dispuestas a hacer para sacar al país de ese estado de vulnerabilidad?
El secuestro de este equipo periodístico, si no se aclaran sus causas ni se sancionan a sus responsables, puede significar la entrada a un estado mucho más complicado de indefensión de los reporteros, fotógrafos, investigadores y otros trabajadores de prensa en el Ecuador. Un estado de vulnerabilidad que escaló más que nunca durante la década correísta a partir de un discurso condenatorio de esta profesión desde el poder político y de una Ley de Comunicación especialmente diseñada para sancionar el trabajo informativo cuando este se enfocaba en los actos de corrupción del gobierno.
Por eso, el gobierno de Moreno tiene la obligación de garantizar la liberación del equipo de El Comercio, así como el respeto a su vida. Un país donde se secuestran periodistas y las autoridades solo atinan a responder como inútiles compungidos se acerca peligrosamente al fracaso como sociedad. Un país en esas condiciones es el sueño del crimen organizado.
Que nadie duerma tranquilo mientras en la Plaza Grande se escuchen miles de voces cada noche: ¡Nos faltan tres, que vuelvan ya!