Por Gustavo Abad
Antes de esta pandemia
de coronavirus que nos obliga a permanecer en nuestras casas, el tiempo parecía
estar organizado de manera pragmática. Horarios, cronogramas, semestres, horas
de entrada y de salida… Todo aquello a lo que conocemos como el devenir daba la
impresión de poder ser controlado, medido, en suma, moldeado según nuestros
deseos. Hoy, durante el séptimo día de confinamiento, cuando decido escribir
esta columna, esa noción matemática y productivista del tiempo comienza a diluirse.
El tiempo ahora, en la
redescubierta experiencia del encierro y del encuentro con uno mismo, parece volverse
inasible, volátil, reacio a someterse a esas pequeñas y mezquinas jaulas de
cronometría que sirven para organizar la vida ordinaria. El tiempo, como puedo
sentirlo en el silencio de este mediodía, bajo este azul profundo de un domingo
soleado en Quito, ha recobrado su inconmensurable dominio sobre las cosas.
Las palabras “antes” y
“después”, que solemos usarlas para los hitos más pedestres de nuestras vidas,
adquieren en estos días una dimensión pocas veces concientizada en lo que hasta
hace poco denominábamos la “normalidad”. Hay que ver en nuestros propios ojos
la sombra de nostalgia y de culpa cuando queremos hacernos cargo del pasado y
decimos cosas como: “de no haber destruido tanto el planeta…” o “si nos
hubiéramos detenido a tiempo”. Hay que ver, así mismo, el gesto mal disimulado
de incertidumbre y de miedo cuando nos preguntamos, de cara al futuro: “¿y si
no salimos de esta…?” o “¿aprenderemos a vivir de otra manera cuando esto
pase?”.
Varados en nuestro
encierro físico, nos asalta la inquietud metafísica de ocupar un punto que parece
ser la mitad de todo y de nada a la vez, el punto medio del infinito, y no
sabemos si nos corresponde evocar un tiempo pasado del que siempre hemos dicho
“nunca fue mejor” o imaginar un tiempo futuro del que hemos repetido “nunca se sabe”.
El tiempo hasta ahora
estaba degradado, sometido a la servidumbre de la ilusión productivista, del
embrujo desarrollista, desde la programación de los trenes hasta el plazo fijo
de los bancos, desde la reserva del boleto de los aviones hasta la fecha de caducidad
del yogur. Pero en estos días ha recuperado su sitial. Ha vuelto a tener nombre
propio. Es el gran personaje de estos días aciagos y hay que nombrarlo así: el
Tiempo, con mayúscula.
Entonces, el Tiempo se
ha echado sobre nosotros y nos envuelve con esa sustancia fina y transparente,
sin bordes ni texturas, sin peso ni densidad, de la que yo me imagino que está
hecho. No sabemos cuánto durará esto. Estamos a mereced del Tiempo como lo
hemos estado siempre sin mayor conciencia de estarlo.
La única tabla de
salvación a la que podemos asirnos en medio de tanta desorientación es la
memoria, esa obstinada reserva de conciencia de nosotros mismos a la que
acudimos, de vez en cuando, en busca de alguna respuesta.
El Tiempo, señor de
todos los archivos, maestro de todas las escrituras, dueño de todos los
relatos, nos mira con desdén cuando intentamos –insignificantes de nosotros–
encontrar una explicación a todo esto. Las guerras, las pestes, las hambrunas,
las sequías, las inundaciones… Todo nos ha pasado sin que aprendiéramos nada.
El Tiempo, amo de todos
los mundos, ya no se parece en nada al viejecito bondadoso de barba blanca, calva
pronunciada y clepsidra en mano que nos mostraba, en unas láminas de cartulina,
mi profesora de segundo grado. El Tiempo reaparece en estos días como un
anciano, sí, pero de mirada fría y penetrante en cuyo fondo no quedan ni
rastros de compasión.
Es que el Tiempo lo ha
visto todo y nada lo asusta porque, a su edad, ya está curado de todos los
miedos. Ha visto cómo la humanidad se viene matando a sí misma desde épocas
remotas de las que casi nadie se acuerda, pero el Tiempo sí, porque en aquella
tarde en medio del desierto, cuando se consumó el primer crimen de un ser
humano sobre otro, el Tiempo ya era viejo.
Por eso desprecia los
ridículos intentos de las generaciones de momificarlo en los museos, de
estacionarlo en los archivos, de domesticarlo en los horarios. Al Tiempo no le
hacen gracia los cuentos ladinos de los historiadores y apenas se conduele de
los arqueólogos. Le repugna el cronómetro que marca la muerte y resurrección de
las acciones en las bolsas de valores.
El Tiempo sabe que,
desde nuestro primer día sobre la tierra, no hemos parado de matarnos unos a
otros. Ha visto transformarse el mundo, separarse los continentes, secarse los
lagos, inundarse los valles, crecer las selvas, morir las selvas, formarse los
glaciares, derretirse los glaciares, pero los seres humanos no han cambiado.
Hubo épocas buenas en
las que el Tiempo se sintió ilusionado, tuvo la tentación de aplaudir: el
fuego, la rueda, las semillas, la escritura, el libro, el canto, la música, los
cuentos, la pintura, los barcos, el cine, el amor, el fútbol, la hamaca… Pero
también de las otras: las Termópilas, las Cruzadas, el sitio de Constantinopla,
la invasión de América, la caída de Tenochtitlán, Crimea, las dos guerras
mundiales, Hiroshima, Auschwitz, los gulags, Ruanda, los Balcanes, las Torres
Gemelas…
Todo lo ha visto el Tiempo.
Por eso, ya nada lo conmueve. El Tiempo parece querer vengarse de tantas y
tantas veces que nos ha viso cometer el mismo error y repetirlo sin aprender.
Frente a sus ojos han
pasado la peste negra, las viruelas, el cólera, la fiebre amarilla, las gripes
–española, rusa, japonesa–, el sida, la gripe porcina, el ébola, el SARS, el
cólera otra vez, el ébola otra vez, y ahora… Por eso el Tiempo mira todo con indiferencia,
con un frío desprecio hacia las gentes de todas las edades.
Nosotros, mientras
tanto, nos morimos de miedo. Pensamos que somos los primeros y los últimos en
vivir una cuarentena, que nuestra experiencia es única, que a los adolescentes
no los matará el virus sino el aburrimiento, que el teletrabajo es nuestro
mayor sacrificio por el bien de la humanidad. Y el Tiempo, que ha visto morir a
millones por causa de la infinita maldad de la especie, ya no tiene paciencia
para contemplar nuestro drama.
El Tiempo, viejo tirano,
se encontraba distraído esta mañana de domingo, derrochando las pocas horas de
sol y de hermoso cielo quiteño que puedo atrapar desde el balcón de mi casa. Y
pensé –iluso de mí– que la respuesta a todo esto había que dejársela al Tiempo.
Pero el anciano no dijo nada.
Al principio pensé que
su mutismo se debía a que nos quería torturar con la idea de que tendremos que
pasar así, en condición de sobrevivientes, los próximos ¿diez? ¿veinte?
¿cincuenta años? en un estado de sitio que ya no será la excepción sino la
rutina.
Me quedé esperando a
ver si reaccionaba, pero se mantuvo en silencio. Ahora estoy seguro que ni el
mismo Tiempo sabe cuándo será el fin de esta carrera de locos.
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