Por Gustavo Abad
No es fácil hablar de la violencia,
sobre todo cuando las causas del espanto y la marea emocional no terminan de
aquietarse. Los violadores de Martha, el asesino de Diana, y la palabra imprudente
que, desde la máxima instancia del poder político, le puso nacionalidad a la
violencia nos dejaron con la incómoda sensación de que, por más que el lenguaje
todo lo puede, a veces parece que no.
Esos hechos –solo por hablar de los
más difundidos en las últimas semanas– coparon el interés público, sacaron a la
gente a las calles y saturaron de información las redes sociales. La marcha
convocada por los movimientos feministas en contra de la violencia y la
xenofobia, la tarde del 21 de enero, fue una de las más vigorosas respuestas a
tanta falta de respeto por la vida humana.
Para eso está el espacio público,
para el libre ejercicio de la palabra y del pensamiento. Para la acción
reveladora y, ojalá, reparadora de los males colectivos. Tanto en el espacio físico
de las calles, como en el mundo virtual de las redes sociales, cada quien, a su
manera, se solidarizó con las víctimas, reclamó justicia, condenó el
patriarcado y expresó su bien justificada indignación moral.
La violencia es la conducta donde
confluyen, de manera más intensa y compleja que en otras, los tres ámbitos
decisivos de la vida: lo público, lo político y lo privado. La convivencia social
se organiza en pos de la armonía –siempre relativa, siempre inconclusa– entre lo
público y lo privado, entre las decisiones individuales y los acuerdos
colectivos. Y todo se resuelve, para bien o para mal, en el campo de la política.
Se entiende entonces que la
violencia sea uno de los temas sobre los que más pedagogía –preventiva y
sancionadora– circula en los espacios públicos y políticos. Hay pedagogía en
las calles: pancartas, grafitis, consignas…; en las redes sociales: campañas,
historias, denuncias…; en las universidades: conferencias, tesis, publicaciones….
Algo parecido ocurre en la política: leyes, instituciones, sanciones... La violencia
parece ocupar ahora mismo casi todas las energías sociales.
No obstante, copados como están lo público
y lo político por el debate y la pedagogía contra la violencia, al mismo tiempo
parece que flaquean las voluntades para desterrarla del ámbito de lo privado. Es
ahí, en el terreno inexpugnable de lo íntimo y familiar, en el conflictivo
espacio de los micropoderes laborales, en las disputadas jerarquías académicas,
donde persiste y se recrea cada día la violencia.
En este tema no importa solo lo que
digamos en público, sino también lo que hagamos en privado. La incongruencia
entre el discurso público y la conducta privada invalidan la acción política. Y
tal desfase ocurre justamente ahí donde nadie nos ve. En el cómodo anonimato de
lo privado es donde muchos hallan la oportunidad de sacar a pasear a la bestia.
Modelos de esta incongruencia están
en todas partes: el mismo profesor o profesora que condena públicamente la
violencia usa su cátedra para ejercicios inconfesables de poder; la misma líder
feminista que inunda las redes sociales con argumentos contra el patriarcado arremete
contra una compañera de lucha por no parecerle suficientemente radical; los
mismos padres y madres que exigen respeto para sus hijos alientan a estos a tomarse
la vida como una competencia infinita contra los demás; el mismo jefe policial que
repudia la violencia delincuencial no pierde oportunidad de ejercer sobre la
tropa su cuota de violencia legal…
En agosto de 2010, la banda
narcoterrorista de los Zetas asesinó a 72 migrantes en una finca del Estado de
Tamaulipas, frontera entre México y Estados Unidos. Una ola de indignación
moral recorrió el continente. Las autoridades, la policía, los políticos, todos
condenaron la masacre pese a que sabían que esta ocurriría de un momento a otro
y no hicieron algo para evitarla. Solo estuvieron a la hora de las
condolencias.
El periodista Oscar Martínez, quien
llevaba para entonces varios años informando y alertando a las autoridades acerca
de los abusos, los crímenes y las violaciones que sufren los migrantes, se
rebeló contra la hipocresía oficial que prefería los lamentos a la prevención. Convencido
de que tanta palabrería duraría apenas lo que tarda en llegar otro crimen, se
despidió de todos los compungidos con una frase inapelable: “nos vemos en la
próxima masacre”.
En las condiciones actuales, si además
de salir a las calles y de saturar las redes sociales no paramos la violencia
–la propia, digo, no solo la del otro– en la vida privada, en la cotidianidad
de nuestros hogares y nuestros trabajos, mucho me temo que nuestras despedidas
adquieran la crudeza realista de Martínez: nos
vemos en el próximo femicidio.
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