Por Gustavo Abad
El
secuestro de un equipo periodístico de diario El Comercio, ocurrido el 26 de marzo cerca de la parroquia Mataje,
en la frontera con Colombia, es seguramente el más grave de un sinnúmero de atentados
contra el ejercicio del periodismo y el derecho a la comunicación en el
Ecuador. Es, además, una evidencia del estado de vulnerabilidad de los
periodistas, acentuado durante la última década.
Javier
Ortega (reportero), Paúl Rivas (fotógrafo) y Efraín Segarra (conductor) estaban
en esa zona para informar acerca de las condiciones de vida de sus habitantes,
sometidos a la violencia que exhiben grupos armados irregulares a quienes las
fuerzas de seguridad del Estado ecuatoriano no han podido controlar.
Precisamente,
la versión oficial dice que los captores son disidentes de la desmovilizada
guerrilla de las FARC, dedicados ahora al narcotráfico y otras formas
delictivas.
Lo
que no han explicado con suficiente claridad ni el presidente de la República,
Lenín Moreno; ni el ministro del Interior, César Navas; ni el de Defensa,
Patricio Zambrano, es por qué esos grupos crecieron y se fortalecieron tanto,
al extremo de ser capaces de hacer volar parte de un cuartel policial en San
Lorenzo, el 27 de enero, así como atacar a una patrulla del ejército, el 20 de
marzo, y matar a tres de sus integrantes.
De
las tibias declaraciones oficiales, se desprenden varias cosas: que los
delirios ideológicos de Correa lo llevaron a desmantelar la capacidad operativa
del ejército en esa frontera; que la chatarra de aeronaves que se compraron en
el anterior gobierno, como los helicópteros Dhruv, impidió un eficiente
patrullaje del sector; que los mandos militares más eficientes, que pudieron
articular una estrategia coherente de control, fueron reemplazados por
oficiales más interesados en trepar a costa de una peligrosa politización de
las Fuerzas Armadas que en garantizar la seguridad externa, entre otras cosas.
De
acuerdo, hay mucho de cierto en todo eso, pero solo refleja una parte del
problema: las dificultades. Queda por despejar la otra: las facilidades que el
anterior gobierno ofreció para la operación de esas bandas criminales en
territorio ecuatoriano.
Una
pregunta que no ha sido respondida es: ¿pueden las máximas autoridades actuales
ofrecerle al país la certeza de que en el gobierno anterior, el de sus
coidearios, no se abrieron las puertas para una peligrosa infiltración del
narcotráfico en niveles estratégicos de las fuerzas del orden y de las instituciones
políticas, jurídicas y administrativas del Estado? Y otra: ¿pueden decir esas
mismas autoridades qué están dispuestas a hacer para sacar al país de ese
estado de vulnerabilidad?
El
secuestro de este equipo periodístico, si no se aclaran sus causas ni se
sancionan a sus responsables, puede significar la entrada a un estado mucho más
complicado de indefensión de los reporteros, fotógrafos, investigadores y otros
trabajadores de prensa en el Ecuador. Un estado de vulnerabilidad que escaló
más que nunca durante la década correísta a partir de un discurso condenatorio de
esta profesión desde el poder político y de una Ley de Comunicación
especialmente diseñada para sancionar el trabajo informativo cuando este se enfocaba
en los actos de corrupción del gobierno.
Por
eso, el gobierno de Moreno tiene la obligación de garantizar la liberación del
equipo de El Comercio, así como el
respeto a su vida. Un país donde se secuestran periodistas y las autoridades
solo atinan a responder como inútiles compungidos se acerca peligrosamente al
fracaso como sociedad. Un país en esas condiciones es el sueño del crimen
organizado.
Que
nadie duerma tranquilo mientras en la Plaza Grande se escuchen miles de voces
cada noche: ¡Nos faltan tres, que vuelvan ya!
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