Por Gustavo Abad
Súbitamente, como tocados por una revelación o por un destello de lucidez, algunos medios ecuatorianos descubren que los jóvenes son capaces de tomar posición política, generar discurso crítico y desafiar al poder. Y es cierto, los jóvenes son capaces de eso y de mucho más, y merecen todos los espacios y toda la visibilidad que por mucho tiempo se les ha negado. Lo sospechoso es que esos medios vienen a descubrirlo justamente ahora, en un grupo de estudiantes de la Universidad Católica de Guayaquil y, precisamente, en el que está en contra del proyecto de nueva Constitución.
En otras circunstancias, los jóvenes no son para los medios más que un gran mercado por conquistar, como lo demuestran las páginas destinadas a ellos en ciertos diarios, así como muchos programas de televisión y de radio, donde la imagen que se construye de los que andan por los veinte es la de una bola de consumidores seducidos por la moda, los “gadgets”, la farra y el “facebook”. Casi nunca aparecen ahí los jóvenes en su dimensión política, ni en su fuerza movilizadora, que sí la tienen y es mucha.
Por eso la sobreexposición mediática de los activistas por el No en esa universidad privada tiene un tufillo oportunista por parte de los medios. Ya sabemos que la relación entre los poderes político y mediático en el último año y medio ha sido emocional y melodramática. Cada uno ha procurado situarse como víctima del otro. No es extraño entonces que el eje narrativo de las noticias sobre el enfrentamiento entre estudiantes simpatizantes y detractores del proyecto constitucional sean las imágenes violentas de heridos y asfixiados. O sea, la emoción exacerbada. Los jóvenes son los nuevos fetiches de unos medios y unos partidos de oposición que, pasado el efecto electoral de esta riña, difícilmente volverán a ocuparse de ellos o, si lo hacen, será en su función de obnubilados “emos” en los centros comerciales, o de “gamers” hiperactivos.
Los medios y los partidos tradicionales saben encontrar caballos de batalla en cada coyuntura, puntas de lanza, que ahora usan y mañana desechan como si nada. Hace un año, cuando el presidente Correa se refirió fuera de tono a la gordura de una periodista cuyas preguntas le resultaron incómodas, los medios se declararon defensores de todos los gorditos que en el mundo han sido. Durante la semana posterior al incidente, se llenaron de noticias y comentarios que rechazaban la ofensa presidencial. Pero al mismo tiempo, esos mismos medios duplicaban la cantidad de notas y anuncios publicitarios destinados a convencer a la gente de que el camino a la felicidad depende de la dieta, el gimnasio y la liposucción, y de que en el mundo no caben ni gorditos ni glotones. O sea, defienden y condenan según la conveniencia.
Los medios reconstruyen simbólicamente la realidad para, se supone, buscar y proponer un sentido de lo que ocurre. Pero en la actual coyuntura, una de las más intensas en la historia política ecuatoriana, los medios asumen su trabajo desde el impulso emocional. Por eso a los jóvenes que hacen campaña por el No en la Católica de Guayaquil los asocian con “movimientos políticos universitarios”, mientras a los que apoyan el Sí en la avenida de Los Shyris de Quito los identifican con “desorden y basura”, como consta en un titular del diario La Hora.
Los jóvenes les importan a los medios en la medida en que puedan aportar con imágenes escandalosas. Los que murieron en el incendio de la discoteca Factory ocuparon primera plana por lo siniestro de las llamas y la rareza subcultural. Los de la Católica están en los medios no porque estos hayan valorado sus procesos organizativos ni su deliberación política, sino por su cuota de golpes y de sangre, eso sí, mientras todo ello ayude a fortalecer el No al proyecto de nueva Constitución.
El Telégrafo 31-08-2008
sábado, 30 de agosto de 2008
domingo, 24 de agosto de 2008
Pornomiseria
Por Gustavo Abad
Era diciembre de 1993 y era la redacción de un diario quiteño, cuando desde el módulo de los reporteros de sucesos salió el sonido carrasposo de la radio que captaba la frecuencia de la Policía, gracias a lo cual los cronistas llegaban al sitio de las desgracias antes que las ambulancias. En uno de esos diálogos entrecortados que tienen los policías por radio, uno de ellos le explicaba a otro que sus colegas de Guayaquil no habían podido impedir que un periodista de televisión y su camarógrafo irrumpieran en la sala donde se realizaba la autopsia al cuerpo de un famoso futbolista fallecido hacía pocas horas en un accidente de tránsito.
Entonces alguien encendió por reflejo la televisión y, en efecto, ahí estaba el inefable periodista deportivo, exaltado y jadeante, mientras relataba como una hazaña el haber logrado en la morgue las primeras imágenes de la intimidad violada de quien hasta entonces había sido, además de un ídolo deportivo, un honrado ciudadano ecuatoriano, cuya muerte, la necrofilia televisiva reducía a un espectáculo denigrante.
Las cosas no han cambiado mucho desde entonces respecto del uso que hacen algunos medios de las imágenes dolorosas de las víctimas de accidentes o crímenes. En el mejor de los casos, difuminan los rostros de las víctimas como una concesión piadosa. Por eso la decisión gubernamental de prohibir la difusión de ese tipo de imágenes, no puede ser tomada como un intento de limitar el trabajo periodístico ni de esconder la dimensión de la inseguridad pública, como lo interpretan especialmente en los noticieros de televisión, sino como una reacción ante esas malas prácticas periodísticas y una contribución a la salud mental de la población.
Pero esa es solo una de las diversas caras del problema. Hay otras menos visibles, como la relacionada con su aplicación y regulación en casos específicos. La medida oficial señala que la Policía impedirá que los periodistas u otras personas hagan fotos o filmen los cuerpos de los fallecidos o heridos, lo cual deja una interrogante: ¿y si se trata de víctimas de abuso policial, donde el registro de la posición, de ciertas marcas o de ciertas huellas en el entorno pueden ayudar a llevar a los responsables ante la justicia? Recordemos que en enero de 2007 un grafitero fue asesinado por tres policías en el norte de Quito y los culpables siempre trataron de borrar las huellas del crimen.
Entonces el debate no puede quedarse solo en el tema del registro y la publicación, sino en las intenciones y el uso final de esas imágenes. La única justificación para mirar el dolor de los demás sería la posibilidad de contribuir con algo para remediarlo. Un debate y una aclaración que nos quedan debiendo los gestores de la prohibición.
Pero los medios que impugnan la medida no están pensando precisamente en una probable utilidad social de alguna de esas imágenes, sino en su explotación como material de programas basados en la exhibición del cuerpo mutilado, enfermo, viejo, deforme, degradado, para construir eso que algunos han bautizado acertadamente como pornomiseria y que tanto se practica en la televisión, disfrazada de ayuda social.
Justo cuando escribo estas reflexiones aparece en la pantalla de Canal Uno el cuerpo herido e infectado de un joven negro, sobreviviente de un enfrentamiento entre pandillas en un barrio marginal de Guayaquil. La cámara lo recorre con minuciosidad enfermiza, se ceba con cada detalle del cuerpo herido, mientras la -¿se le puede llamar periodista?- conocida como la “reportera del drama” le ofrece consejos morales pero nada dice de las condiciones de vida de los jóvenes de esos barrios ni de las causas de la violencia.
Todo derecho humano debería comenzar por el cuerpo, que es nuestra única y esencial propiedad. La exhibición del cuerpo mutilado roba la dignidad y niega la humanidad de las víctimas. Eso ya justifica la prohibición. Queda pendiente su regulación.
El Telégrafo 24-08-2008
Era diciembre de 1993 y era la redacción de un diario quiteño, cuando desde el módulo de los reporteros de sucesos salió el sonido carrasposo de la radio que captaba la frecuencia de la Policía, gracias a lo cual los cronistas llegaban al sitio de las desgracias antes que las ambulancias. En uno de esos diálogos entrecortados que tienen los policías por radio, uno de ellos le explicaba a otro que sus colegas de Guayaquil no habían podido impedir que un periodista de televisión y su camarógrafo irrumpieran en la sala donde se realizaba la autopsia al cuerpo de un famoso futbolista fallecido hacía pocas horas en un accidente de tránsito.
Entonces alguien encendió por reflejo la televisión y, en efecto, ahí estaba el inefable periodista deportivo, exaltado y jadeante, mientras relataba como una hazaña el haber logrado en la morgue las primeras imágenes de la intimidad violada de quien hasta entonces había sido, además de un ídolo deportivo, un honrado ciudadano ecuatoriano, cuya muerte, la necrofilia televisiva reducía a un espectáculo denigrante.
Las cosas no han cambiado mucho desde entonces respecto del uso que hacen algunos medios de las imágenes dolorosas de las víctimas de accidentes o crímenes. En el mejor de los casos, difuminan los rostros de las víctimas como una concesión piadosa. Por eso la decisión gubernamental de prohibir la difusión de ese tipo de imágenes, no puede ser tomada como un intento de limitar el trabajo periodístico ni de esconder la dimensión de la inseguridad pública, como lo interpretan especialmente en los noticieros de televisión, sino como una reacción ante esas malas prácticas periodísticas y una contribución a la salud mental de la población.
Pero esa es solo una de las diversas caras del problema. Hay otras menos visibles, como la relacionada con su aplicación y regulación en casos específicos. La medida oficial señala que la Policía impedirá que los periodistas u otras personas hagan fotos o filmen los cuerpos de los fallecidos o heridos, lo cual deja una interrogante: ¿y si se trata de víctimas de abuso policial, donde el registro de la posición, de ciertas marcas o de ciertas huellas en el entorno pueden ayudar a llevar a los responsables ante la justicia? Recordemos que en enero de 2007 un grafitero fue asesinado por tres policías en el norte de Quito y los culpables siempre trataron de borrar las huellas del crimen.
Entonces el debate no puede quedarse solo en el tema del registro y la publicación, sino en las intenciones y el uso final de esas imágenes. La única justificación para mirar el dolor de los demás sería la posibilidad de contribuir con algo para remediarlo. Un debate y una aclaración que nos quedan debiendo los gestores de la prohibición.
Pero los medios que impugnan la medida no están pensando precisamente en una probable utilidad social de alguna de esas imágenes, sino en su explotación como material de programas basados en la exhibición del cuerpo mutilado, enfermo, viejo, deforme, degradado, para construir eso que algunos han bautizado acertadamente como pornomiseria y que tanto se practica en la televisión, disfrazada de ayuda social.
Justo cuando escribo estas reflexiones aparece en la pantalla de Canal Uno el cuerpo herido e infectado de un joven negro, sobreviviente de un enfrentamiento entre pandillas en un barrio marginal de Guayaquil. La cámara lo recorre con minuciosidad enfermiza, se ceba con cada detalle del cuerpo herido, mientras la -¿se le puede llamar periodista?- conocida como la “reportera del drama” le ofrece consejos morales pero nada dice de las condiciones de vida de los jóvenes de esos barrios ni de las causas de la violencia.
Todo derecho humano debería comenzar por el cuerpo, que es nuestra única y esencial propiedad. La exhibición del cuerpo mutilado roba la dignidad y niega la humanidad de las víctimas. Eso ya justifica la prohibición. Queda pendiente su regulación.
El Telégrafo 24-08-2008
domingo, 17 de agosto de 2008
Territorio en disputa
Por Gustavo Abad
Oscar es un taxista de Buenos Aires que se gana la vida conduciendo un carro que no es suyo y por lo cual apenas gana lo necesario para no matar de hambre a su familia, aunque a veces está a punto de hacerlo. Pero, además del sentido de sobrevivencia, a Oscar lo mueve también el de rebelión contra algo que pasa como natural para la mayoría de la gente, la ocupación asfixiante de la ciudad por la publicidad comercial mediante vallas que saturan el espacio público y los sentidos de los transeúntes.En el excelente documental que lleva el nombre de su protagonista, se ve a Oscar acometer sobre las gigantescas vallas para adornar con barbas de talibán los delicados rostros de las modelos de maquillaje, o reventar globos llenos de pintura roja sobre los afiches de las figuras del espectáculo, o convertir los celulares en máscaras antigás debido la paranoia antiterrorista. En sus memorables intervenciones sobre los íconos publicitarios, a Oscar no le tiembla el pulso a la hora de dibujar una prolongación fálica en los carteles de algunos productos o de algunos políticos.Oscar ejerce lo que los estudiosos llaman “resignificación” de los mensajes, y que en la calle llamaríamos “dale con la misma”, que no es otra cosa que apropiarse de los símbolos impuestos por cualquier poder o pensamiento dominante, y cambiarles el sentido por otros más acordes con la propia realidad y con las propias experiencias de la gente. “No al aborto”, le hace decir Oscar a una mujer que sostiene con una mano una metralleta y con otra una bandeja llena de perritos dálmatas. “La ciudad es un campo de batalla visual”, dice el taxista mientras regresa a casa sin un peso en el bolsillo pero feliz por haber pintado cuatro afiches.La ciudad es un terreno en disputa entre lo público y lo privado, diría yo para completar la idea y volver los ojos a nuestro medio, a propósito de las tensiones entre la Policía Nacional y las empresas de seguridad privada debido a los operativos de control iniciados por la primera para controlar que las segundas no se desborden en unas ciudades como Quito y Guayaquil donde lo privado no para de comerse a lo público. La ciudad es el escenario de confrontación entre fuerzas dominantes y conductas disidentes, como ocurre entre la fascista prohibición de besos en el Malecón guayaquileño y el desacato liberador de quienes lo siguen haciendo pese a las normas disciplinarias impuestas en un lugar público donde lucran empresas privadas.Volviendo a nuestro personaje, Oscar no se rebela sólo contra la privatización del espacio público, sino también contra la pasividad de la población frente a ello. Si el mercado es capaz de invadir nuestras calles para vendernos un modo de vida, nosotros también podemos apropiarnos de esos espacios con nuestros pensamientos, se puede resumir del activismo del taxista bonaerense. En la ciudad lo público y lo privado miden sus fuerzas, como a la entrada de los bancos, donde los guardias obligan al cliente a abrir su maleta, con lo cual le ponen el membrete de sospechoso y se lo terminan de sellar adentro cuando lo obligan a quitarse la gorra, las gafas y el celular, con el pretexto de la seguridad. Qué tal si comenzáramos a rebelarnos contra ese orden, a cambiarle su sentido, y los clientes también comenzáramos a pedir a los ejecutivos y a los dueños de los bancos que abran sus portafolios antes de confiarles nuestro dinero. Después de todo, el más grande atraco bancario en la historia del país no lo hicieron precisamente unos asaltantes con pasamontañas. Sería fantástico si uno de estos días el glamuroso Malecón guayaquileño se llenara de mil, dos mil, qué sé yo… diez mil parejas besándose apasionadamente.
El Telégrafo 17-08-2008
Oscar es un taxista de Buenos Aires que se gana la vida conduciendo un carro que no es suyo y por lo cual apenas gana lo necesario para no matar de hambre a su familia, aunque a veces está a punto de hacerlo. Pero, además del sentido de sobrevivencia, a Oscar lo mueve también el de rebelión contra algo que pasa como natural para la mayoría de la gente, la ocupación asfixiante de la ciudad por la publicidad comercial mediante vallas que saturan el espacio público y los sentidos de los transeúntes.En el excelente documental que lleva el nombre de su protagonista, se ve a Oscar acometer sobre las gigantescas vallas para adornar con barbas de talibán los delicados rostros de las modelos de maquillaje, o reventar globos llenos de pintura roja sobre los afiches de las figuras del espectáculo, o convertir los celulares en máscaras antigás debido la paranoia antiterrorista. En sus memorables intervenciones sobre los íconos publicitarios, a Oscar no le tiembla el pulso a la hora de dibujar una prolongación fálica en los carteles de algunos productos o de algunos políticos.Oscar ejerce lo que los estudiosos llaman “resignificación” de los mensajes, y que en la calle llamaríamos “dale con la misma”, que no es otra cosa que apropiarse de los símbolos impuestos por cualquier poder o pensamiento dominante, y cambiarles el sentido por otros más acordes con la propia realidad y con las propias experiencias de la gente. “No al aborto”, le hace decir Oscar a una mujer que sostiene con una mano una metralleta y con otra una bandeja llena de perritos dálmatas. “La ciudad es un campo de batalla visual”, dice el taxista mientras regresa a casa sin un peso en el bolsillo pero feliz por haber pintado cuatro afiches.La ciudad es un terreno en disputa entre lo público y lo privado, diría yo para completar la idea y volver los ojos a nuestro medio, a propósito de las tensiones entre la Policía Nacional y las empresas de seguridad privada debido a los operativos de control iniciados por la primera para controlar que las segundas no se desborden en unas ciudades como Quito y Guayaquil donde lo privado no para de comerse a lo público. La ciudad es el escenario de confrontación entre fuerzas dominantes y conductas disidentes, como ocurre entre la fascista prohibición de besos en el Malecón guayaquileño y el desacato liberador de quienes lo siguen haciendo pese a las normas disciplinarias impuestas en un lugar público donde lucran empresas privadas.Volviendo a nuestro personaje, Oscar no se rebela sólo contra la privatización del espacio público, sino también contra la pasividad de la población frente a ello. Si el mercado es capaz de invadir nuestras calles para vendernos un modo de vida, nosotros también podemos apropiarnos de esos espacios con nuestros pensamientos, se puede resumir del activismo del taxista bonaerense. En la ciudad lo público y lo privado miden sus fuerzas, como a la entrada de los bancos, donde los guardias obligan al cliente a abrir su maleta, con lo cual le ponen el membrete de sospechoso y se lo terminan de sellar adentro cuando lo obligan a quitarse la gorra, las gafas y el celular, con el pretexto de la seguridad. Qué tal si comenzáramos a rebelarnos contra ese orden, a cambiarle su sentido, y los clientes también comenzáramos a pedir a los ejecutivos y a los dueños de los bancos que abran sus portafolios antes de confiarles nuestro dinero. Después de todo, el más grande atraco bancario en la historia del país no lo hicieron precisamente unos asaltantes con pasamontañas. Sería fantástico si uno de estos días el glamuroso Malecón guayaquileño se llenara de mil, dos mil, qué sé yo… diez mil parejas besándose apasionadamente.
El Telégrafo 17-08-2008
Los cazadores
Por Gustavo Abad
El cazador se despierta y concentra sus sentidos en examinar el ambiente. Quisiera quedarse inmóvil, contemplar el movimiento de las nubes y sentir el paso lento de las horas. Pero no puede, porque su vida depende de sus arrestos y su sentido de ubicación. Tiene que calcular la distancia, la dirección del viento, consultar el estado de sus armas y su propia fuerza. Pero lo más importante para él es descubrir cuánto antes la dirección de la manada y adelantarse a cualquier cambio de rumbo si no quiere regresar con las manos vacías o morir aplastado por la estampida.
El cazador primitivo y nómada no está más en la escena del mundo. No obstante, la sociedad contemporánea, saturada, sobreestimulada y censurada, irónicamente, por exceso de información, construye las condiciones para que la orientación de las personas dependa de su instinto y su habilidad para rastrear y olfatear la ruta de ese monstruo de mil cabezas llamado opinión pública, esa fuerza poderosa que lo mismo puede correr incontenible hacia un abismo como detenerse en seco y emprenderla en sentido contrario.
Ubicarse en el lugar preciso para, cuando llegue el momento, lanzarse en pos de la corriente dominante, como un reflejo de defensa, parece ser la idea del ciudadano promedio, convertido por efecto de los datos y los discursos fragmentados, en el cazador de nuestro tiempo. Sin territorio fijo ni ideas claras respecto de los múltiples debates públicos, un gran número de votantes en el próximo referéndum, resuelve su dilema mediante un arcaísmo: lo que digan y hagan los demás.
Me subo a un taxi en el norte de Quito y escucho que la radio retransmite un noticiero de televisión. El taxista nota mi interés y pregunta: “¿Y usted va por el Sí o por el No?”. Le respondo que por el Sí, que esta posibilidad no se puede desperdiciar, e inmediatamente le devuelvo la inquietud. “¿Y usted?”. El hombre me hace una seña para que escuche el noticiero. “Chuta, no sé qué mismo será bueno. Esperemos a ver qué dicen las noticias más adelante”. Como el cazador primitivo, el del volante no toma una decisión por sí mismo. Se la pasa olfateando el ambiente y la dirección de aquella masa informe, que se expande y se contrae, a la que los actores políticos y los medios de comunicación llaman opinión pública.
La opinión pública merece tanto respeto como abulia, porque contiene todas las verdades y todas las falsedades al mismo tiempo. Es una conveniente ficción que lo mismo puede servir para vigilar al poder como para controlar a la población. Por eso los políticos y los medios tratan de adjudicarle unas formas y unas dimensiones reales. Y lo hacen mediante encuestas, sondeos, mensajes, llamadas, y otros artificios, sobre temas que se supone forman parte de la sensibilidad del público.
Todos tratan de dominar al animal esquivo de la opinión pública y conducirlo a su propio redil con la ayuda de símbolos exaltados. El poder político le muestra su proyecto de cambio; el mediático su libertad de expresión; el religioso, su moralismo retrógrado; el económico, su libre mercado. Todos con su argumento y también con su trampa. Después, cada uno coloca sus propios rótulos en el camino. Con este porcentaje, siga adelante; con este otro, deténgase y piénselo dos veces; con este nuevo, hágase a un lado porque lo que usted piensa ya no importa…
El cazador de nuestro tiempo mira pasar el tropel y calcula. Sabe que cuando llegue el momento saltará sobre el carro ganador porque su experiencia le dice que no hay alegría más grande que la de sumarse a una multitud que ha hecho callar a otras, y así escapar de la pesadilla de quedarse solo, porque en el fondo esta nueva especie de cazadores le teme más a la soledad que al acierto o al error en masa.
El Telégrafo 10-08-2008
El cazador se despierta y concentra sus sentidos en examinar el ambiente. Quisiera quedarse inmóvil, contemplar el movimiento de las nubes y sentir el paso lento de las horas. Pero no puede, porque su vida depende de sus arrestos y su sentido de ubicación. Tiene que calcular la distancia, la dirección del viento, consultar el estado de sus armas y su propia fuerza. Pero lo más importante para él es descubrir cuánto antes la dirección de la manada y adelantarse a cualquier cambio de rumbo si no quiere regresar con las manos vacías o morir aplastado por la estampida.
El cazador primitivo y nómada no está más en la escena del mundo. No obstante, la sociedad contemporánea, saturada, sobreestimulada y censurada, irónicamente, por exceso de información, construye las condiciones para que la orientación de las personas dependa de su instinto y su habilidad para rastrear y olfatear la ruta de ese monstruo de mil cabezas llamado opinión pública, esa fuerza poderosa que lo mismo puede correr incontenible hacia un abismo como detenerse en seco y emprenderla en sentido contrario.
Ubicarse en el lugar preciso para, cuando llegue el momento, lanzarse en pos de la corriente dominante, como un reflejo de defensa, parece ser la idea del ciudadano promedio, convertido por efecto de los datos y los discursos fragmentados, en el cazador de nuestro tiempo. Sin territorio fijo ni ideas claras respecto de los múltiples debates públicos, un gran número de votantes en el próximo referéndum, resuelve su dilema mediante un arcaísmo: lo que digan y hagan los demás.
Me subo a un taxi en el norte de Quito y escucho que la radio retransmite un noticiero de televisión. El taxista nota mi interés y pregunta: “¿Y usted va por el Sí o por el No?”. Le respondo que por el Sí, que esta posibilidad no se puede desperdiciar, e inmediatamente le devuelvo la inquietud. “¿Y usted?”. El hombre me hace una seña para que escuche el noticiero. “Chuta, no sé qué mismo será bueno. Esperemos a ver qué dicen las noticias más adelante”. Como el cazador primitivo, el del volante no toma una decisión por sí mismo. Se la pasa olfateando el ambiente y la dirección de aquella masa informe, que se expande y se contrae, a la que los actores políticos y los medios de comunicación llaman opinión pública.
La opinión pública merece tanto respeto como abulia, porque contiene todas las verdades y todas las falsedades al mismo tiempo. Es una conveniente ficción que lo mismo puede servir para vigilar al poder como para controlar a la población. Por eso los políticos y los medios tratan de adjudicarle unas formas y unas dimensiones reales. Y lo hacen mediante encuestas, sondeos, mensajes, llamadas, y otros artificios, sobre temas que se supone forman parte de la sensibilidad del público.
Todos tratan de dominar al animal esquivo de la opinión pública y conducirlo a su propio redil con la ayuda de símbolos exaltados. El poder político le muestra su proyecto de cambio; el mediático su libertad de expresión; el religioso, su moralismo retrógrado; el económico, su libre mercado. Todos con su argumento y también con su trampa. Después, cada uno coloca sus propios rótulos en el camino. Con este porcentaje, siga adelante; con este otro, deténgase y piénselo dos veces; con este nuevo, hágase a un lado porque lo que usted piensa ya no importa…
El cazador de nuestro tiempo mira pasar el tropel y calcula. Sabe que cuando llegue el momento saltará sobre el carro ganador porque su experiencia le dice que no hay alegría más grande que la de sumarse a una multitud que ha hecho callar a otras, y así escapar de la pesadilla de quedarse solo, porque en el fondo esta nueva especie de cazadores le teme más a la soledad que al acierto o al error en masa.
El Telégrafo 10-08-2008
Catequesis y espejismos
Por Gustavo Abad
No tienen hijos pero sí un discurso de abanderados de la familia tradicional. No practican el sexo pero sí aleccionan a los demás cuándo es bueno y cuándo es malo hacerlo. Los jerarcas de la Iglesia Católica en el Ecuador afirman no tener preferencias políticas, pero usan el léxico político para cuestionar el proyecto de nueva Constitución, al que califican de “estatista”. Luego vuelven a su retórica eclesiástica y anuncian una “catequesis” para instruir a los devotos sobre las “incompatibilidades” entre lo redactado en Montecristi y la fe cristiana. Más claro que si se colocaran un NO fosforescente sobre las sotanas.Los prelados insisten en que el proyecto de nueva Constitución promueve el aborto y atenta contra la familia. La mayoría de los medios solo difunden esas afirmaciones sin preguntar ¿en qué parte promueve el aborto? o ¿contra qué tipo de familia atenta? Al parecer, para la cúpula religiosa y para algunos medios no existe otra familia que la de papá, mamá e hijos, en una casita con jardín y un perro junto al sofá.Si tanto se preocupan por la familia, ¿por qué no hacen catequesis contra la programación violenta de la televisión en horario infantil? o ¿por qué no defienden a las adolescentes expulsadas de los colegios cuando están embarazadas? o ¿qué hacen por las familias entre cuyos miembros existen enfermos de sida porque el fundamentalismo religioso prohíbe el uso de preservativos?No parecen haberse enterado de que las leyes son mejores cuando se crean de acuerdo con la evolución de las costumbres y se adaptan a ellas. Los homosexuales agredidos y hasta asesinados en una sociedad machista y homofóbica también tienen familia y no se ha visto a los príncipes de la iglesia iniciar una catequesis contra tanta intolerancia.Oficialmente la campaña por el voto positivo o negativo en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución comienza el 13 de agosto. Mientras tanto, se supone que los actores políticos y los medios de comunicación promoverán el conocimiento, la comprensión y el debate acerca de su contenido. Difícil confiar en ello cuando el poder político, el económico, y ahora el religioso, no pierden oportunidad de promocionar, directa o indirectamente, el voto en uno u otro sentido, y los medios solo actúan de manera reactiva, con lo cual parece que el resultado no se decidirá en el terreno del juego limpio electoral sino en un verdadero campo de batalla en permanente tensión entre lo público y lo privado, un territorio inestable al que los medios llaman de manera eufemística “opinión pública sobre temas sensibles”.La opinión pública no existe, decía Pierre Bourdieu, al referirse a aquello que los medios venden como tal y que no son más que efectos, como cuando los canales hacen encuestas con las que montan el espejismo de que un porcentaje de la población está a favor o en contra de algo, sin importar cómo obtuvieron la respuesta.Uno de los espejismos construidos por los medios en las últimas semanas es sugerir que toda la población católica votará en contra del proyecto de nueva Constitución solo porque los jerarcas la cuestionan. ¿Han consultado sobre el tema a los curas de base que trabajan con familias pobres o a los chicos y chicas que inician su vida sexual?Al leer los 444 artículos propuestos queda claro que la decisión pasa también por temas como el de las bases militares, la comunicación y la información, el trabajo y la seguridad social, los derechos de los consumidores, la justicia indígena, los recursos estratégicos, la organización territorial, la salud y el uso de drogas, y muchos más. No obstante, si revisamos los periódicos y los noticieros de los últimos días, parece que todo se redujera al aborto, la familia, y a lo que digan los voceros de la Iglesia, mezclado con el ruido de aquello que los medios llaman “opinión pública”.
El Telégrafo 03-08-2008
No tienen hijos pero sí un discurso de abanderados de la familia tradicional. No practican el sexo pero sí aleccionan a los demás cuándo es bueno y cuándo es malo hacerlo. Los jerarcas de la Iglesia Católica en el Ecuador afirman no tener preferencias políticas, pero usan el léxico político para cuestionar el proyecto de nueva Constitución, al que califican de “estatista”. Luego vuelven a su retórica eclesiástica y anuncian una “catequesis” para instruir a los devotos sobre las “incompatibilidades” entre lo redactado en Montecristi y la fe cristiana. Más claro que si se colocaran un NO fosforescente sobre las sotanas.Los prelados insisten en que el proyecto de nueva Constitución promueve el aborto y atenta contra la familia. La mayoría de los medios solo difunden esas afirmaciones sin preguntar ¿en qué parte promueve el aborto? o ¿contra qué tipo de familia atenta? Al parecer, para la cúpula religiosa y para algunos medios no existe otra familia que la de papá, mamá e hijos, en una casita con jardín y un perro junto al sofá.Si tanto se preocupan por la familia, ¿por qué no hacen catequesis contra la programación violenta de la televisión en horario infantil? o ¿por qué no defienden a las adolescentes expulsadas de los colegios cuando están embarazadas? o ¿qué hacen por las familias entre cuyos miembros existen enfermos de sida porque el fundamentalismo religioso prohíbe el uso de preservativos?No parecen haberse enterado de que las leyes son mejores cuando se crean de acuerdo con la evolución de las costumbres y se adaptan a ellas. Los homosexuales agredidos y hasta asesinados en una sociedad machista y homofóbica también tienen familia y no se ha visto a los príncipes de la iglesia iniciar una catequesis contra tanta intolerancia.Oficialmente la campaña por el voto positivo o negativo en el referéndum aprobatorio de la nueva Constitución comienza el 13 de agosto. Mientras tanto, se supone que los actores políticos y los medios de comunicación promoverán el conocimiento, la comprensión y el debate acerca de su contenido. Difícil confiar en ello cuando el poder político, el económico, y ahora el religioso, no pierden oportunidad de promocionar, directa o indirectamente, el voto en uno u otro sentido, y los medios solo actúan de manera reactiva, con lo cual parece que el resultado no se decidirá en el terreno del juego limpio electoral sino en un verdadero campo de batalla en permanente tensión entre lo público y lo privado, un territorio inestable al que los medios llaman de manera eufemística “opinión pública sobre temas sensibles”.La opinión pública no existe, decía Pierre Bourdieu, al referirse a aquello que los medios venden como tal y que no son más que efectos, como cuando los canales hacen encuestas con las que montan el espejismo de que un porcentaje de la población está a favor o en contra de algo, sin importar cómo obtuvieron la respuesta.Uno de los espejismos construidos por los medios en las últimas semanas es sugerir que toda la población católica votará en contra del proyecto de nueva Constitución solo porque los jerarcas la cuestionan. ¿Han consultado sobre el tema a los curas de base que trabajan con familias pobres o a los chicos y chicas que inician su vida sexual?Al leer los 444 artículos propuestos queda claro que la decisión pasa también por temas como el de las bases militares, la comunicación y la información, el trabajo y la seguridad social, los derechos de los consumidores, la justicia indígena, los recursos estratégicos, la organización territorial, la salud y el uso de drogas, y muchos más. No obstante, si revisamos los periódicos y los noticieros de los últimos días, parece que todo se redujera al aborto, la familia, y a lo que digan los voceros de la Iglesia, mezclado con el ruido de aquello que los medios llaman “opinión pública”.
El Telégrafo 03-08-2008
viernes, 8 de agosto de 2008
Vade retro
Por Gustavo Abad
Los medios de comunicación en el banquillo era algo que no se había visto en el Ecuador hasta hace pocos años, pese a las corrientes de pensamiento que venían impugnando desde mucho antes sus discursos y sus prácticas en todo el mundo.
La aparición en algunos diarios de espacios para el análisis y la reflexión acerca de este tema fue recibida con entusiasmo por un amplio sector que, de diversas maneras, entendía que el periodismo, al ser parte del discurso público, tenía que someterse también a la vigilancia y al debate públicos.
Con ello, algunos medios daban muestras de una cierta voluntad de autocrítica, legitimada por el hecho de que esos espacios estaban a cargo de periodistas profesionales y no de académicos, a quienes se mira con recelo tanto en las redacciones como en los estudios de televisión y otros ambientes mediáticos. Pero ya habrá otro momento para hablar de la desconfianza mutua entre periodistas y académicos.
Por ahora, lo que interesa es tomar nota de la suerte de esos espacios críticos que, poco a poco, han sido eliminados o reducidos a su mínima expresión Los testimonios de varios periodistas que vivieron ese proceso dicen que la censura –ese peligroso fantasma al que tanto aseguran temer los voceros de ciertos medios y que se lo endilgan solamente al poder político– en realidad se ejerce de manera persistente dentro de las mismas empresas mediáticas.
Es inevitable sospechar de este vade retro en contra de la autocrítica. El diario El Comercio, que fue pionero en la crítica, especialmente a los programas de televisión, hace rato no genera reflexión sobre los medios y solo dedica los domingos un comentario sobre periodismo internacional. El diario Hoy, que algún momento también tuvo periodistas dedicados a esa tarea, eliminó esos espacios y se quedó solo con la columna del Defensor del Lector, que recoge denuncias y las procesa. Hace poco renunció el periodista que estaba a cargo de la página de medios en El Universo e hizo públicas sus razones, entre las cuales, asegura haber sido objeto de censura y de no contar con las condiciones para ejercer su trabajo con libertad y respecto. Incluso la televisión, donde poco se reflexiona sobre lo que se hace, hizo alguna vez su aporte con un programa en Teleamazonas, donde se planteaban temas relacionados con las buenas o malas prácticas periodísticas. Eso también desapareció.
¿El pensamiento crítico sobre los medios se volvió demasiado incómodo a la hora de escoger entre libertad de expresión y libertad de mercado? ¿Mantener esos espacios impugnadores era ofrecer ventaja ante un poder político que ha sabido capitalizar a su favor el descontento popular respecto de partidos políticos y medios tradicionales? ¿Resulta peligroso tener voces disidentes en su interior justo ahora cuando lo más conveniente es acudir al espíritu de cuerpo?
Yo diría que en un campo con demasiados intereses cruzados como el mediático, el bajo perfil de la autocrítica obedece a todo lo anotado. Hay medios que exigen transparencia pero no la practican en su interior. Un ejemplo: hace pocos meses, un funcionario de una entidad cultural quiteña fue despedido por denunciar irregularidades por parte de los directivos, lo cual ameritó una intervención de las autoridades de control. Un diario cortó la publicación de una serie de reportajes sobre el tema y una revista se hizo de la vista gorda por ser auspiciante de esa entidad. La doble moral consiste en sostener públicamente una cosa y hacer en privado lo contrario.
El Telégrafo 27-07-08
Los medios de comunicación en el banquillo era algo que no se había visto en el Ecuador hasta hace pocos años, pese a las corrientes de pensamiento que venían impugnando desde mucho antes sus discursos y sus prácticas en todo el mundo.
La aparición en algunos diarios de espacios para el análisis y la reflexión acerca de este tema fue recibida con entusiasmo por un amplio sector que, de diversas maneras, entendía que el periodismo, al ser parte del discurso público, tenía que someterse también a la vigilancia y al debate públicos.
Con ello, algunos medios daban muestras de una cierta voluntad de autocrítica, legitimada por el hecho de que esos espacios estaban a cargo de periodistas profesionales y no de académicos, a quienes se mira con recelo tanto en las redacciones como en los estudios de televisión y otros ambientes mediáticos. Pero ya habrá otro momento para hablar de la desconfianza mutua entre periodistas y académicos.
Por ahora, lo que interesa es tomar nota de la suerte de esos espacios críticos que, poco a poco, han sido eliminados o reducidos a su mínima expresión Los testimonios de varios periodistas que vivieron ese proceso dicen que la censura –ese peligroso fantasma al que tanto aseguran temer los voceros de ciertos medios y que se lo endilgan solamente al poder político– en realidad se ejerce de manera persistente dentro de las mismas empresas mediáticas.
Es inevitable sospechar de este vade retro en contra de la autocrítica. El diario El Comercio, que fue pionero en la crítica, especialmente a los programas de televisión, hace rato no genera reflexión sobre los medios y solo dedica los domingos un comentario sobre periodismo internacional. El diario Hoy, que algún momento también tuvo periodistas dedicados a esa tarea, eliminó esos espacios y se quedó solo con la columna del Defensor del Lector, que recoge denuncias y las procesa. Hace poco renunció el periodista que estaba a cargo de la página de medios en El Universo e hizo públicas sus razones, entre las cuales, asegura haber sido objeto de censura y de no contar con las condiciones para ejercer su trabajo con libertad y respecto. Incluso la televisión, donde poco se reflexiona sobre lo que se hace, hizo alguna vez su aporte con un programa en Teleamazonas, donde se planteaban temas relacionados con las buenas o malas prácticas periodísticas. Eso también desapareció.
¿El pensamiento crítico sobre los medios se volvió demasiado incómodo a la hora de escoger entre libertad de expresión y libertad de mercado? ¿Mantener esos espacios impugnadores era ofrecer ventaja ante un poder político que ha sabido capitalizar a su favor el descontento popular respecto de partidos políticos y medios tradicionales? ¿Resulta peligroso tener voces disidentes en su interior justo ahora cuando lo más conveniente es acudir al espíritu de cuerpo?
Yo diría que en un campo con demasiados intereses cruzados como el mediático, el bajo perfil de la autocrítica obedece a todo lo anotado. Hay medios que exigen transparencia pero no la practican en su interior. Un ejemplo: hace pocos meses, un funcionario de una entidad cultural quiteña fue despedido por denunciar irregularidades por parte de los directivos, lo cual ameritó una intervención de las autoridades de control. Un diario cortó la publicación de una serie de reportajes sobre el tema y una revista se hizo de la vista gorda por ser auspiciante de esa entidad. La doble moral consiste en sostener públicamente una cosa y hacer en privado lo contrario.
El Telégrafo 27-07-08
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