miércoles, 9 de octubre de 2019

La aporía de un país bajo las bombas lacrimógenas


Por Gustavo Abad
Esto se veía venir, lo que no se podía anticipar era el cómo y el cuándo. Un gobierno como el de Lenín Moreno, que nació deslegitimado por fundadas sospechas de fraude en las elecciones de 2017, tenía que enfrentarse algún día con su mayor debilidad: ocupar el poder, pero carecer de autoridad.
Rota su complicidad de diez años con el correísmo, la banda delincuencial más grande que ha gobernado al Ecuador –el expresidente Correa está prófugo, el expresidente Glass sigue preso, mientras otros jefazos guardan arresto domiciliario o se refugian en paraderos desconocidos– Moreno no vio otra salida, para sostener su difuso plan de gobierno, que buscar el apoyo de la derecha empresarial, paradójicamente, la mayor beneficiada por el correísmo.
El discurso anticorrupción de Moreno al inició de su mandato le permitió comprar tiempo y mejorar considerablemente su capital simbólico para gobernar con relativa tranquilidad sus dos primeros años. Después se diluyó misteriosamente.
Fue entonces cuando sus nuevos aliados comenzaron a cobrarle su apoyo interesado. Los acuerdos con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, concretados a inicios de 2019, solo confirmaron el proyecto neoliberal del gobierno y crearon el estado de ánimo para la rebelión de diversos sectores sociales.
En este momento a nadie le interesa debatir acerca de la racionalidad técnica de las medidas económicas del pasado 30 de septiembre –eliminación del subsidio a los combustibles, flexibilización laboral, reducción de vacaciones y de sueldos, etc.– porque en la política no rige tanto la racionalidad como los imaginarios. Y en el Ecuador el imaginario asociado a la palabra paquetazo es el de la protesta callejera, las llantas quemadas, la represión policial, la indignación popular.
Ni Moreno ni sus ministros tuvieron la capacidad de entender esa dimensión de la política y mucho menos de imaginar medidas de compensación para atenuar el golpe que iban a asestar. Su error no es técnico sino político. Por eso repitieron el viejo libreto de anunciar el paquetazo como si nada y, al primer brote de inconformidad, responder con la declaración del estado excepción y una represión desmesurada, comparable solo con los días más atroces del correísmo.
Al fin y al cabo, Moreno es heredero de Correa, la cara complementaria de la misma moneda. No hay traición entre ellos ni divergencia de ideales, sino bronca por un mal reparto del negocio.
En el Ecuador vivimos una aporía en toda regla, una situación desesperante en la que, hagamos lo que hagamos, vamos a perder. El desprestigio del gobierno de Moreno podría hacer reflotar la figura de su antiguo jefe y eso buscan ahora mismo sus adeptos mediante la estrategia de generar violencia en las calles. Por eso es necesario identificar quién es quién en todo este estado de cosas demencial.

  1. El movimiento indígena recupera espacio y movilización
Golpeados por tantos años de represión y cooptación de sus dirigencias, desgarrados por luchas internas e infiltrados por oportunistas, los movimientos sociales han requerido en los últimos años más energías para sobrevivir que para liderar un camino hacia un país mejor.
De todos ellos, el movimiento indígena, el de mayor incidencia política desde el retorno a la democracia y también el más perseguido y reprimido por el correísmo, cuenta todavía con una base bien organizada, a juzgar por la capacidad de movilización de los últimos días.
Su presencia en las calles de Quito evoca los momentos de su mayor auge en la década de 1990 y primeros años 2000. De hecho, si alguna fuerza social va a resultar determinante en el desenlace –cualquiera que sea– de esta rebelión popular, es justamente la de las organizaciones indígenas.
No obstante, se trata de un actor con pronóstico reservado, con dirigencias todavía confusas, con mayor capacidad reactiva que programática. Una densa maraña de intereses cruzados impide aseverar con alguna certeza cuál será su derrotero.
Otros, como el ecologismo y el feminismo, que han ganado mucho espacio en los últimos años, no alcanzan todavía la incidencia que ojalá lleguen a tener pronto en la vida pública.
Mientras tanto, vivimos la aporía de un país obligado a mirarse a sí mismo en medio de una nube de bombas lacrimógenas.


  1. La estrategia del correísmo es el cinismo
Varios dirigentes del anterior gobierno quieren aprovechar esta ola de inconformidad popular para posicionar una falsa imagen de luchadores sociales. En estos días aparecen personajes como Virgilio Hernández, Gabriela Rivadeneira, Paola Pabón, entre otros, que quieren pasar como abanderados de la protesta.
Hace poco más de dos años, cuando detentaban el poder, condenaban cualquier manifestación en las calles. Para ellos, todo brote de rebeldía popular era sinónimo de terrorismo y desestabilización. Quienes ahora se quejan de la violenta represión del gobierno morenista, hace menos de tres años aplaudían los balazos del régimen correísta.
Cualquier persona honesta tiene dudas en la vida. Los correísta no las tienen. Su estrategia es el cinismo, ese salvoconducto psicológico que se compran algunos para ir por el mundo sin que les asome en la cara el menor rastro de vergüenza.

  

3.            A los choferes solo les importan los choferes

Intento rastrear en la historia de las luchas sociales algún acto de solidaridad de los choferes con otros sectores y no lo encuentro. A los señores del volante solo les importan sus propios intereses.
Durante el gobierno correísta, las principales organizaciones del transporte (buseros y taxistas) ejercieron como sus mejores aliadas. Participaron en las campañas electorales del oficialismo con gente y vehículos. Así obtuvieron exoneraciones de impuestos, subsidios para combustibles, reducción de las normas de seguridad, disminución de los controles en las carreteras y, lo peor de todo, impunidad para su conducta asesina en las calles y rutas del país con un promedio que supera los mil muertos cada año.
Los transportistas solo piensan en ellos. Una vez que obtienen sus beneficios particulares se olvidan de los demás. Dicen que luchan por el pueblo, pero lo maltratan todos los días en sus carros de la muerte.


  1. Varios medios privados se traicionan a sí mismos
Resistir durante diez años el asedio de un gobierno enemigo de los medios y del periodismo requiere valor e inteligencia. Dilapidar en pocos días ese capital simbólico ganado a fuerza de revelar la corrupción en las altas esferas del poder es una extremada torpeza. No puedo asegurar que todos, pero al menos Teleamazonas y Ecuavisa han dado muestras de ella.
El enfoque oficialista de sus informaciones es un retroceso en el terreno ganado en los últimos años por muchos medios y periodistas, que le ofrecieron al país pruebas innegables de la importancia social de su trabajo. Hablar en sus noticieros de los beneficios de la eliminación de impuestos a las computadoras mientras ignoran la represión policial y militar en las calles y comunidades los acerca al poder y los aleja de la sociedad.
Así, varios medios ofrecen en bandeja los argumentos que necesitan los detractores del periodismo para denostar de su función en la vida pública. Unos más, otros menos, esos medios reproducen en esta coyuntura lo que los medios públicos hicieron durante el gobierno anterior y el actual: informar desde la agenda del poder y no desde las demandas de la sociedad.

  1.  Las redes sociales y la interrogante del periodismo ciudadano
La premisa más difundida en este y en otros momentos de gran tensión política es que, a falta de una cobertura eficiente de los medios tradicionales, las redes sociales llenan ese vacío. Eso puede ser cierto, pero solo de manera parcial. No cabe duda de que las redes sociales ayudan a democratizar la información en la medida en que cualquier persona puede transmitir su propia versión de los hechos desde cualquier lugar sin pasar por el filtro de una edición. De acuerdo, pero así como nadie controla nada, nadie se hace cargo de nada.
Por cada información certera que circula por las redes sociales hay que descartar otra o más informaciones falsas –declaraciones inventadas, titulares modificados, fotos descontextualizadas, datos alterados, noticias de otros países, de otras épocas…etc.– que no ayudan a entender lo que pasa y solo aumentan la confusión.
Cuando alguien promovió la idea de periodismo ciudadano seguramente tenía buena intención, pero confundió información con periodismo que es como confundir comida con alimentación. El periodismo es un relato de lo social que se basa en la información y se ajusta a normas de verificación, contrastación, contextualización y narración especializadas. El periodismo es bueno cuando se ajusta al rigor informativo y malo cuando oculta lo que pasa o dice lo que no pasa. Y eso nada tiene que ver con que circule por los medios tradicionales o por las redes sociales.


Nupcias o cómo ser uno y todos a la vez



Por Gustavo Abad

Cuando Susan Sontag planteaba que la interpretación muchas veces es un acto de venganza del intelecto contra el arte, no quería negar el valor de las ideas, sino destacar la potencia de la forma en sí misma. Proponía así liberar a las obras de arte del pesado ropaje conceptual con que suelen recubrirlas los críticos y volver a la experiencia sensorial.
De todos modos, la experiencia general del espectador, ya sea desde la pura impresión sensorial del arte o desde la irresistible tentación de interpretarlo, deambula por un amplio e impredecible territorio en el que reside gran parte de su riqueza: el de las preguntas.
Quizá por ello, el coreógrafo francés Sylvain Huc imaginó una obra a partir de una sucesión de preguntas disparadoras acerca de la relación entre el individuo y el colectivo, entre el cuerpo personal y el de la multitud. Y procura responderlas en Nupcias, una creación colectiva que puso en escena recientemente con el elenco de la Compañía Nacional de Danza (CND) en varios escenarios de Quito.
¿Podemos renunciar a nuestra soberanía individual y encontrar otra fuerza para actuar?, se pregunta, entre otras cosas, el director. Y la respuesta –siempre provisional, siempre exploratoria– es una serie de movimientos con que los 17 bailarines materializan en el espacio físico del escenario el eterno dilema de ser uno y todos a la vez.
El cuerpo es la unidad mínima con que se manifiesta el ser humano en el mundo y las multitudes son su estado de máxima intensidad colectiva. Por eso, Nupcias puede ser descrita como un persistente viaje de ida y vuelta entre la autonomía personal y la subordinación grupal.
La vida contemporánea y, dentro de ella, un arte tan corporal como la danza, se organizan a partir del modo con que cada individuo establece las distancias y las cercanías con los demás. En otras palabras, es en el cuerpo donde se concentra la suma de expectativas entre uno y el resto: saber cuándo mostrarlo, cuándo ocultarlo, cuándo exponerlo, cuándo protegerlo…
En Nupcias, los bailarines de la CND ponen su cuerpo al servicio de esas preguntas, se colocan en el centro del experimento, y alcanzan un efecto evocador del funcionamiento social. El cuerpo, en este caso, se pone en evidencia como el elemento central de un juego permanente entre las fuerzas controladoras y los impulsos liberadores que rigen la vida.
La tradición racionalista ha alentado durante siglos la supremacía de lo individual sobre lo colectivo. El arte, y en este caso la danza, propone una ruptura de esta fórmula jerárquica. En el trabajo grupal, el cuerpo individual entabla infinitos intercambios con los demás. La energía de unos se transmite a otros y cada cuerpo se reafirma como vehículo de la experiencia.
Por eso, y volviendo a la idea provocadora de Sontag, se podría decir que en Nupcias no son los conceptos los que definen ni, mucho menos, justifican la obra, sino que son los cuerpos los que se autorizan a sí mismos y nos ayudan a los demás a entender el mundo o al menos la parte de mundo que nos toca.

jueves, 21 de febrero de 2019

Rehenes, el viaje incesante del periodismo de investigación


Por Gustavo Abad
Había un silencio premonitorio en los alrededores del cuartel de Policía de San Lorenzo esa noche del viernes 26 de enero de 2018. Los policías y los vecinos del barrio –normalmente bullicioso y festivo por la llegada del fin de semana– compartían ese estado de calma nerviosa de quienes intuyen que algo grave va a pasar. Y pasó. A la 01h32 del sábado 27 de enero, un coche bomba explotó contra la parte posterior del cuartel. La mezcla de nitrato de amonio, pentolita y diésel abrió un cráter de casi cinco metros de diámetro por uno de profundidad y causó destrozos en las casas hasta 300 metros a la redonda. De esa manera, despiadada y brutal, hacía su aparición alias “Guacho”, el jefe de la banda narcoterrorista que sería, más adelante, responsable de la muerte de cuatro militares, tres periodistas y dos civiles en uno de los momentos de mayor tensión y violencia en la frontera norte, en la última década.
Corrijo: la verdad es que “Guacho” ya no era un desconocido en ese instante. Varios meses atrás corría un ir y venir de mensajes, llamadas, informes y conversaciones reservadas entre mandos policiales, militares, investigadores, ministros y otras autoridades del poder político, que sabían de la existencia y las intenciones criminales de este personaje. Incluso, minutos antes de la explosión, investigadores del Departamento de Vigilancia Técnica Especializado (DVTE) pudieron interceptar los mensajes de la gente de “Guacho” y seguir, paso a paso, los preparativos del atentado. Lo que no pudieron fue evitarlo, porque estaban en Quito, a cientos de kilómetros, y ninguno de sus mensajes desesperados llegó a la Unidad de Gestión de Seguridad Interna (UGSI), encargada del seguimiento del caso. Entonces vino el estruendo, el olor a quemado, la destrucción y el despertar de un país al borde del horror.
Los párrafos anteriores son apenas una síntesis de uno de los pasajes más reveladores de un libro cargado de pasajes reveladores acerca del contexto de violencia en que se produjo el secuestro y asesinato de Javier, Paúl y Efraín, periodistas de El Comercio, cuyo primer aniversario está por cumplirse. El libro se titula Rehenes y sus autores son Arturo Torres y María Belén Arroyo, periodistas con larga experiencia en llevar hasta su punto más alto la premisa central del periodismo de investigación: contar lo que alguien, en algún lugar del poder, no quiere que se sepa. El texto de 280 páginas es, en mi criterio, uno de los trabajos más detallados que sobre este tema ha ofrecido el periodismo ecuatoriano. Aparte de un excelente relato informativo, es un valioso documento histórico y, como dicen los autores en el Epílogo, un modo de honrar el recuerdo y la memoria de quienes partieron a cumplir su trabajo y no regresaron.
Antes de continuar sobre el contenido de Rehenes, vale aclarar que no se debe confundir la investigación periodística con el periodismo de investigación, aunque la diferencia puede ser muy sutil en algunos casos. La primera es una práctica imprescindible del oficio para obtener información sobre cualquier tema. El segundo, en cambio, es la búsqueda de información acerca de temas que el poder, intencionalmente y con diversos métodos, quiere mantener ocultos. El libro de Arturo y María Belén se inscribe en el segundo grupo. Es periodismo de investigación de alto nivel porque en la mayoría de los hechos que narra permite entender cuál es el lugar y la acción del poder.
Dicho de otra manera, Rehenes también es un relato de la suma de acciones, errores y omisiones –intencionales o no– con que el poder político permitió que el crimen organizado convirtiera al Ecuador en su zona de operaciones. Y esa historia tiene, según los autores, varios momentos decisivos: los indicios no desmentidos de un supuesto aporte económico de las FARC a la campaña presidencial de Rafael Correa en 2006; la pasividad con que las fuerzas del orden vieron cómo crecía en la frontera el sistema de extorsión o “vacunas” de las bandas delincuenciales contra los campesinos y hacendados; el fiasco de los inservibles radares chinos, que costaron millones de dólares, pero nunca pudieron ser usados para vigilar la frontera; el infame papel que jugó durante el correísmo la entonces Secretaría Nacional de Inteligencia (Senain) que, en lugar de investigar a los grupos armados, se dedicó a vigilar y perseguir a políticos, periodistas, líderes sociales y otras voces críticas al gobierno; los intercambios de mensajes por watsapp entre el jefe de los secuestradores y un oficial de la policía; la decisión tardía de aceptar un canje que implicaba la liberación de los periodistas a cambio de tres hombres del círculo íntimo de “Guacho”, presos en la cárcel de Latacunga… Y muchos otros con los que cualquier lector de este libro puede hacer su propio ejercicio de relacionar unas cosas con otras.
Hay algo más que nos ofrece Rehenes y es la certeza de que en la búsqueda de la verdad el poder siempre, o casi siempre, opta por el silencio, y en la búsqueda de justicia el actor más confiable, el más cercano, es la sociedad civil organizada. Difícilmente el secretismo oficial con que el gobierno ha tratado de eludir su parte de responsabilidad en esta escalada de violencia hubiera podido romperse sin la persistencia de los familiares de las víctimas, de los organismos de derechos humanos, de las organizaciones de periodistas, de los abogados comprometidos con las causas sociales, de las marchas y plantones frente a Carondelet organizados por sus compañeros y amigos, de la presencia solidaria de los estudiantes ansiosos de entender qué futuro les espera en esta profesión de periodistas.
Este libro, como dicen sus autores, es un viaje que no termina aquí ni ahora, porque nada termina para el periodismo de investigación. La historia de la violencia no comienza ni termina con la foto de lo que, según la información oficial, es el cadáver de “Guacho” ultimado por un francotirador. Al contrario, esa foto genera más preguntas, porque el periodismo no es otra cosa que el ejercicio obstinado de la pregunta. Y la que queda latiendo en todo esto es: ¿cuánto silencio, cuantas historias ocultas subyacen detrás de esa foto de un hombre muerto?

Cuando nadie nos ve: la violencia inconfesable


Por Gustavo Abad
No es fácil hablar de la violencia, sobre todo cuando las causas del espanto y la marea emocional no terminan de aquietarse. Los violadores de Martha, el asesino de Diana, y la palabra imprudente que, desde la máxima instancia del poder político, le puso nacionalidad a la violencia nos dejaron con la incómoda sensación de que, por más que el lenguaje todo lo puede, a veces parece que no.
Esos hechos –solo por hablar de los más difundidos en las últimas semanas– coparon el interés público, sacaron a la gente a las calles y saturaron de información las redes sociales. La marcha convocada por los movimientos feministas en contra de la violencia y la xenofobia, la tarde del 21 de enero, fue una de las más vigorosas respuestas a tanta falta de respeto por la vida humana.
Para eso está el espacio público, para el libre ejercicio de la palabra y del pensamiento. Para la acción reveladora y, ojalá, reparadora de los males colectivos. Tanto en el espacio físico de las calles, como en el mundo virtual de las redes sociales, cada quien, a su manera, se solidarizó con las víctimas, reclamó justicia, condenó el patriarcado y expresó su bien justificada indignación moral.
La violencia es la conducta donde confluyen, de manera más intensa y compleja que en otras, los tres ámbitos decisivos de la vida: lo público, lo político y lo privado. La convivencia social se organiza en pos de la armonía –siempre relativa, siempre inconclusa– entre lo público y lo privado, entre las decisiones individuales y los acuerdos colectivos. Y todo se resuelve, para bien o para mal, en el campo de la política.
Se entiende entonces que la violencia sea uno de los temas sobre los que más pedagogía –preventiva y sancionadora– circula en los espacios públicos y políticos. Hay pedagogía en las calles: pancartas, grafitis, consignas…; en las redes sociales: campañas, historias, denuncias…; en las universidades: conferencias, tesis, publicaciones…. Algo parecido ocurre en la política: leyes, instituciones, sanciones... La violencia parece ocupar ahora mismo casi todas las energías sociales.
No obstante, copados como están lo público y lo político por el debate y la pedagogía contra la violencia, al mismo tiempo parece que flaquean las voluntades para desterrarla del ámbito de lo privado. Es ahí, en el terreno inexpugnable de lo íntimo y familiar, en el conflictivo espacio de los micropoderes laborales, en las disputadas jerarquías académicas, donde persiste y se recrea cada día la violencia.
En este tema no importa solo lo que digamos en público, sino también lo que hagamos en privado. La incongruencia entre el discurso público y la conducta privada invalidan la acción política. Y tal desfase ocurre justamente ahí donde nadie nos ve. En el cómodo anonimato de lo privado es donde muchos hallan la oportunidad de sacar a pasear a la bestia.
Modelos de esta incongruencia están en todas partes: el mismo profesor o profesora que condena públicamente la violencia usa su cátedra para ejercicios inconfesables de poder; la misma líder feminista que inunda las redes sociales con argumentos contra el patriarcado arremete contra una compañera de lucha por no parecerle suficientemente radical; los mismos padres y madres que exigen respeto para sus hijos alientan a estos a tomarse la vida como una competencia infinita contra los demás; el mismo jefe policial que repudia la violencia delincuencial no pierde oportunidad de ejercer sobre la tropa su cuota de violencia legal…
En agosto de 2010, la banda narcoterrorista de los Zetas asesinó a 72 migrantes en una finca del Estado de Tamaulipas, frontera entre México y Estados Unidos. Una ola de indignación moral recorrió el continente. Las autoridades, la policía, los políticos, todos condenaron la masacre pese a que sabían que esta ocurriría de un momento a otro y no hicieron algo para evitarla. Solo estuvieron a la hora de las condolencias.
El periodista Oscar Martínez, quien llevaba para entonces varios años informando y alertando a las autoridades acerca de los abusos, los crímenes y las violaciones que sufren los migrantes, se rebeló contra la hipocresía oficial que prefería los lamentos a la prevención. Convencido de que tanta palabrería duraría apenas lo que tarda en llegar otro crimen, se despidió de todos los compungidos con una frase inapelable: “nos vemos en la próxima masacre”.
En las condiciones actuales, si además de salir a las calles y de saturar las redes sociales no paramos la violencia –la propia, digo, no solo la del otro– en la vida privada, en la cotidianidad de nuestros hogares y nuestros trabajos, mucho me temo que nuestras despedidas adquieran la crudeza realista de Martínez: nos vemos en el próximo femicidio.


martes, 3 de abril de 2018

Nos faltan tres, que nadie duerma tranquilo


Por Gustavo Abad
El secuestro de un equipo periodístico de diario El Comercio, ocurrido el 26 de marzo cerca de la parroquia Mataje, en la frontera con Colombia, es seguramente el más grave de un sinnúmero de atentados contra el ejercicio del periodismo y el derecho a la comunicación en el Ecuador. Es, además, una evidencia del estado de vulnerabilidad de los periodistas, acentuado durante la última década.
Javier Ortega (reportero), Paúl Rivas (fotógrafo) y Efraín Segarra (conductor) estaban en esa zona para informar acerca de las condiciones de vida de sus habitantes, sometidos a la violencia que exhiben grupos armados irregulares a quienes las fuerzas de seguridad del Estado ecuatoriano no han podido controlar.
Precisamente, la versión oficial dice que los captores son disidentes de la desmovilizada guerrilla de las FARC, dedicados ahora al narcotráfico y otras formas delictivas.
Lo que no han explicado con suficiente claridad ni el presidente de la República, Lenín Moreno; ni el ministro del Interior, César Navas; ni el de Defensa, Patricio Zambrano, es por qué esos grupos crecieron y se fortalecieron tanto, al extremo de ser capaces de hacer volar parte de un cuartel policial en San Lorenzo, el 27 de enero, así como atacar a una patrulla del ejército, el 20 de marzo, y matar a tres de sus integrantes.
De las tibias declaraciones oficiales, se desprenden varias cosas: que los delirios ideológicos de Correa lo llevaron a desmantelar la capacidad operativa del ejército en esa frontera; que la chatarra de aeronaves que se compraron en el anterior gobierno, como los helicópteros Dhruv, impidió un eficiente patrullaje del sector; que los mandos militares más eficientes, que pudieron articular una estrategia coherente de control, fueron reemplazados por oficiales más interesados en trepar a costa de una peligrosa politización de las Fuerzas Armadas que en garantizar la seguridad externa, entre otras cosas.
De acuerdo, hay mucho de cierto en todo eso, pero solo refleja una parte del problema: las dificultades. Queda por despejar la otra: las facilidades que el anterior gobierno ofreció para la operación de esas bandas criminales en territorio ecuatoriano.
Una pregunta que no ha sido respondida es: ¿pueden las máximas autoridades actuales ofrecerle al país la certeza de que en el gobierno anterior, el de sus coidearios, no se abrieron las puertas para una peligrosa infiltración del narcotráfico en niveles estratégicos de las fuerzas del orden y de las instituciones políticas, jurídicas y administrativas del Estado? Y otra: ¿pueden decir esas mismas autoridades qué están dispuestas a hacer para sacar al país de ese estado de vulnerabilidad?
El secuestro de este equipo periodístico, si no se aclaran sus causas ni se sancionan a sus responsables, puede significar la entrada a un estado mucho más complicado de indefensión de los reporteros, fotógrafos, investigadores y otros trabajadores de prensa en el Ecuador. Un estado de vulnerabilidad que escaló más que nunca durante la década correísta a partir de un discurso condenatorio de esta profesión desde el poder político y de una Ley de Comunicación especialmente diseñada para sancionar el trabajo informativo cuando este se enfocaba en los actos de corrupción del gobierno.
Por eso, el gobierno de Moreno tiene la obligación de garantizar la liberación del equipo de El Comercio, así como el respeto a su vida. Un país donde se secuestran periodistas y las autoridades solo atinan a responder como inútiles compungidos se acerca peligrosamente al fracaso como sociedad. Un país en esas condiciones es el sueño del crimen organizado.
Que nadie duerma tranquilo mientras en la Plaza Grande se escuchen miles de voces cada noche: ¡Nos faltan tres, que vuelvan ya!

jueves, 27 de abril de 2017

Hacer preguntas cuando el poder condena las preguntas

Por Gustavo Abad

Cada vez que me siento con valor abro en cualquier página el libro Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich. Es un texto de una extraña y terrible belleza. Porque duele. Y duele porque recoge justamente las voces de las víctimas de la explosión de un reactor nuclear, el 26 de abril de 1986, en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia, que cubrió toda Europa con una nube radioactiva que no termina de esfumarse hasta ahora.

  En 2015 Alexievich fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura por su obra periodística. Esto es especialmente importante porque significa un reconocimiento mundial a la importancia del periodismo como relato. Otros escritores que también ejercieron el periodismo y obtuvieron el Nobel –García Márquez, Hemingway…– lo lograron por sus novelas antes que por sus reportajes. El triunfo de esta cronista es una cima del periodismo como tal.
Frente a la magnitud de la tragedia –cuenta Alexievich– las autoridades de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) ordenaron sellar el sitio, cubrirlo como se cubre una herida purulenta. Miles de soldados y trabajadores construyeron sobre el reactor partido un sarcófago de hormigón armado no solo para detener la radiación sino también para sepultar el recuerdo de los que allí estuvieron.
Alexievich entra y sale durante diez años de esa región agonizante. Pone su propio cuerpo al servicio de la experiencia, para vivirla y contarla. No pierde de vista los datos factuales: 485 aldeas abandonadas, destruidas, enterradas, muertas. La gente enferma de cáncer, deformada, deprimida, enloquecida.
Al poder no le gustan los testigos porque su obsesión es tener el control absoluto de todo. Y todo incluye también el control del relato. Por eso el juicio contra los responsables técnicos y políticos del desastre se realiza en un edificio abandonado de Chernóbil. Sin público, apenas con unos cuantos periodistas extranjeros que logran colarse. Mientras menos testigos, mientras menos voces disidentes, mejor para las cúpulas gobernantes.
El testimonio, como eficiente recurso periodístico, opera contra ese silencio, contra esa historia omitida. Respecto de la explosión misma se han escritos muchos reportajes, pero Alexievich esta vez no va en busca de una noticia, sino de lo que estas no alcanzan a decir. Va en busca de esos silencios prolongados en la vida cotidiana de las víctimas. Y esos silencios, dice ella, son la vida cotidiana del alma. Son la experiencia profunda del otro, digo yo.
Alexievich cuenta la historia de Vasili y Liudmila gracias a una práctica esencial del periodismo narrativo: saber escuchar. Él era un bombero que acudió a luchar contra el incendio del reactor y se contaminó. Ella solo pudo quedarse en casa esperando en bata de dormir a su esposo, que no regresó esa noche ni la siguiente. Semanas después, Liudmila tuvo que acompañar la agonía de Vasili en un hospital de Moscú. Ella estaba embarazada y, como no quiso separarse de su marido, la criatura chupó en el vientre toda la radiación. La madre siente que mató a su hija y que lo hizo por amor a su esposo, porque no fue capaz de contenerse frente a ese elemento radioactivo en que se había convertido el cuerpo de su compañero.
Alexievich escucha, parece que no hace más que escuchar. Después recrea las palabras, los énfasis, los silencios, incluso los balbuceos de esos hombres y mujeres. En el testimonio se juntan, más que en otras formas narrativas, la voz del protagonista y la escucha del cronista. Finalmente, hablan los dos.
En la antigua URSS –recuerda Alexievich– el poder había preparado a la población para la guerra, es decir, para un enemigo visible; sin embargo, el día menos pensado vino la radiación, un enemigo invisible. Y nadie supo lo que tenía que hacer. Los jerarcas del imperio soviético hicieron lo que les dictaban siete décadas de imaginario bélico: mandaron soldados, con fusil y bayoneta, a luchar contra las partículas de uranio, cesio y plutonio.
Entonces, cuando la realidad no corresponde a las ideas, hay que buscar respuestas en el lenguaje. Hay que volver a escuchar a las personas y entender en qué momento se perdió el vínculo entre los conceptos y las cosas.
Las voces que recupera Alexievich en el erial de Chernóbil nos permiten entender dos catástrofes: la social y la científica. Al mismo tiempo que colapsaba el bloque socialista, se incendiaba la central nuclear. Hay que saber encontrar los vínculos entre una cosa y otra. La gente se quedó frente a dos grandes vacíos: perdió la fe en la gran utopía social del siglo XX y también dejó de creer en la supuesta infalibilidad de la ciencia.
Cambia todo, pero las personas siguen ahí, dice la cronista. Miles de personas han pasado por Auschwitz, por los Gulag, por Chernóbil, por las Torres Gemelas, pero el ser humano sigue. Sus voces vienen del pasado, pero sirven para el futuro. El testimonio tiene un efecto comunicacional y político a la vez porque es una voz que interpela no solo al lector, como destinatario del mensaje, sino al sistema mismo y las relaciones de poder que lo sostienen.
En el Ecuador, un sector obstinado del periodismo –compuesto no solo por medios tradicionales, sino por colectivos, blogs personales, grupos de trabajo, asociaciones y otras iniciativas diversas– construye el testimonio de una época en que el poder político –al igual que en la antigua URSS– ha hecho los mayores esfuerzos por imponer un imaginario de guerra entre la población; un discurso oficial que supone que todo aquel que se atreve a dudar de la infalibilidad del poder es un enemigo público, un ser despreciable al que se debe aniquilar con toda la fuerza del aparato represivo y jurídico del Estado.
El más reciente testimonio de ello lo podemos dar quienes tuvimos que presenciar cómo los miembros de la Comisión Nacional Anticorrupción eran llevados al banquillo de los acusados por haber pedido a las autoridades que cumplan con su deber de garantizar que los contratos de las obras en el sector petrolero se ejecuten con transparencia. Esto molestó tanto al Contralor General del Estado, Carlos Pólit, quien planteó contra ellos un juicio por calumnias y pidió dos años de prisión para los acusados y, para él, cien mil dólares de indemnización por cada uno, es decir, novecientos mil para calmar sus nervios y engrosar su cartera.
El jueves 20 de abril la jueza Karen Matamoros falló a favor del acusador y condenó a los comisionados. Solo cuando la sentencia fue dictada, el funcionario anunció por intermedio de su abogado que desistía de la acusación por pedido del presidente electo Lenin Moreno. ¿Por qué no lo hizo antes? Todo indica que el mensaje que quería enviarle al país era: si soy capaz de lograr una condena para nueve respetables ciudadanos ecuatorianos, soy capaz de lograrlo contra cualquiera. Te acuso, te condeno y te perdono, pero la próxima vez no seré tan benevolente. La justicia ya no es un asunto de derechos sino de piedad cristiana, de almas compasivas a las que hay que agradecer.
En el Ecuador, el imaginario construido desde el poder político es el mismo que describe Alexievich en el contexto de la antigua URSS: la amenaza del enemigo. En las universidades estudian jóvenes de veinte años, que durante los últimos diez –la mitad de sus vidas, nada menos– han escuchado y, en muchos casos, aceptado el mensaje de que ser periodista equivale, más o menos, a ser delincuente, es decir, un peligro para la paz social. Cuesta mucho revertir esa idea. Aplíquese esa misma noción para los ecologistas, los líderes sociales, las organizaciones indígenas, los maestros, los estudiantes y otros sectores que no se alinean con el discurso oficial.
La Superintendencia de Comunicación se atribuye la potestad de determinar qué noticias deben o no publicar los medios e imponer sanciones a quienes no obedecen. Esa entidad acaba de multar a siete medios por no reproducir una noticia, sin contrastar, del diario argentino Página 12, acerca de presuntos negocios dudosos del candidato de la oposición. El poder se otorga a sí mismo la función de gran editor de la realidad. En este caso, también el presidente electo ha pedido retirar la sanción, pero no ha cuestionado su improcedencia jurídica. Ha puesto la compasión por sobre el derecho.
¿Cuáles deben ser, entonces, las preguntas y los relatos del periodismo ecuatoriano cuando un estilo de gobierno se va, pero se queda al mismo tiempo? En mi criterio, todos los que permitan revelar la acción del poder y sus efectos en la vida democrática. Y, sobre todo, los que permitan entender los procesos de resistencia y liberación desde la sociedad organizada.
La vida se construye en torno a relatos porque estos nos ayudan a encontrar nuestro lugar en el mundo. Frente al relato de la guerra, sabemos si nos corresponde tomar las armas o buscar la paz; frente al relato del desastre climático, decidimos cuidar la naturaleza o profundizar la depredación; frente al relato del racismo, unas veces lo combatimos y otras cambiamos nuestras propias conductas.
¿Y qué debemos hacer frente al relato que dice que quienes piensan distinto al poder son enemigos de la patria? La gran derrota de la humanidad, dice el escritor japonés Haruki Murakami, es no haber podido oponer en su debido tiempo un relato suficientemente fuerte contra el del nazismo y del fascismo. Puede pasar lo mismo ahora si no encontramos un relato que logre colocar los valores del humanismo y la democracia por sobre la intolerancia y la violencia basadas en la supuesta existencia de un enemigo público.
¿Qué puede hacer el periodismo frente a todo esto? Recuperar su esencia, entender que es muy poco lo que sabe y buscar respuestas a ese vacío. Narrar la realidad sabiendo que su propia voz solo adquiere sentido en relación con la voz del otro. La función esencial del periodismo es preguntar. Quiero decir, al periodismo le corresponde recuperar y potenciar la naturaleza interrogativa de la vida. Y tiene que hacerlo justamente ahora en un país como el Ecuador donde el poder político persigue y condena, más que cualquier otra cosa, el ejercicio de la pregunta.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Las enmiendas, paradoja y decadencia del correísmo

Por Gustavo Abad
Las enmiendas a la Constitución aprobadas por la Asamblea Nacional el pasado 3 de diciembre –justo cuando Quito comenzaba su baño anual de licor y de hispanismo bobo– pueden ser leídas de dos maneras principales: una, como la artimaña política que le faltaba al correísmo para acumular más poder y afianzar su dominio; y dos, como la prueba de su decadencia, la confirmación de su fracaso. A la luz de lo sucedido, prefiero la segunda, porque muestra la enorme paradoja que hay en todo esto.
El solo hecho de haber convertido al recinto legislativo en una fortaleza inexpugnable, cercada de vallas metálicas, custodiada por miles de policías con escudos, toletes y bombas lacrimógenas, dispuestos a reventarle la madre a cualquier manifestante, disipa cualquier duda sobre la conciencia vergonzante que arrastran los legisladores oficialistas en todos sus actos. Y eso ya es un fracaso político.
El mismo régimen que ha demostrado que le vale un tamarindo la Constitución cuando interfiere en su proyecto de modernización capitalista y autoritarismo estatal ahora quiere legitimar sus actos con una Constitución modificada para agregar más ficción a la que ya sobra en las leyes ecuatorianas. La paradoja afloró ese mismo día cuando la presidenta de la Asamblea, Gabriela Rivadeneira, dijo que las enmiendas servirán para “ampliar los derechos” mientras la policía detenía a decenas de personas –al siguiente día un juez condenó a 21 detenidos a 15 días de prisión– y dejaba un centenar de apaleados en las calles. Ellos seguramente recordarán el cariño con que el gobierno amplió sus derechos.
Está claro que la única ética que ha practicado el correísmo hasta ahora es la que le permite tener la razón a toda costa. Quiero decir: ¿acaso ha tomado en cuenta lo que manda la Constitución respecto de los derechos humanos, el medio ambiente, la administración de justicia, la seguridad social, la fiscalización, la comunicación…? Para que se entienda: ¿no son pruebas de total irrespeto a la Constitución los estudiantes encarcelados por expresarse en las calles, los comuneros perseguidos por oponerse a la minería, los jueces presionados a fallar a favor del régimen, la negación de las obligaciones estatales con los afiliados y jubilados de la seguridad social, el mutismo de los asambleístas frente a las denuncias de corrupción, los enjuiciamientos a medios y periodistas…? Entonces: ¿de dónde sacaron que había que enmendar la Constitución para que este país ganara en democracia y en libertades?
La Constitución –antes y después de las enmiendas– consagra, por ejemplo: el derecho a la resistencia, y la policía aplasta con sus carros antimotines cualquier manifestación de inconformidad en las calles; los derechos de la naturaleza, y estos se violan cada día en cada campamento chino que se levanta para profundizar la minería contaminante; el derecho a un juicio justo, y la culpabilidad o inocencia de las personas se dictan en las sabatinas; el derecho a una jubilación digna, y se desangran mediante artificios legales los fondos de pensiones y de cesantías de miles de trabajadores; el derecho a la fiscalización, y los legisladores ven pasar por sus narices un carnaval de negocios fraudulentos sin inmutarse; el derecho a informar y ser informados, y miles de solicitudes de información van a parar al tacho de basura de funcionarios mediocres mientras que los organismos oficiales de comunicación se dedican a enjuiciar a cada bloguero que los desnuda en su incompetencia.
Digo, si con el desmesurado aparato legal que maneja a su antojo, el correísmo no ha podido ni ha querido construir durante estos ocho años un medianamente creíble Estado de Derecho, ¿para qué usará las enmiendas justo ahora que prepara su retirada? ¿piensa que le ayudarán a recuperar la legitimidad que ha dilapidado por tanto tiempo? Todo esto me recuerda más el gesto del camorrista de karaoke que no se va del baile sin antes lanzar el último puñetazo para cubrir alevosamente su retirada.
Un momento, no por desesperado el gesto es menos dañino. Ya lo han dicho varios analistas: la enmienda número 2, que garantiza la reelección indefinida de las autoridades de elección popular, hábilmente calculada para entrar en vigencia en mayo de 2017, deja al líder máximo del correísmo fuera de las elecciones de ese año, pero facilita su retorno en 2021 como el salvador de la patria, aparentemente indemne de su responsabilidad en la crisis que le acaba de endosar al próximo gobierno. Al fin de cuentas, ese era el fin último de las enmiendas. El resto solo era parte del combo.
Todo lo que el régimen ha querido lo ha hecho sin necesidad de enmiendas. Recapitulemos: que las Fuerzas Armadas salgan a reprimir a los ciudadanos bajo el eufemismo de apoyar la “seguridad integral del Estado” (enmienda 4); que las iniciativas de consulta popular provenientes de la sociedad civil sean ignoradas cínicamente cuando la autoridad decida que alguien “abusa de esta acción” (enmienda 1); que la Contraloría pierda cada vez más su capacidad de fiscalización y no pueda evaluar las “gestiones” de los funcionarios (enmienda 5); que las políticas de comunicación emulen a las del franquismo al definir como “servicio público” a lo que es un derecho humano (enmienda 10)... Todo lo que las enmiendas ahora permiten, el régimen ya lo hacía por manipulación propia. La única diferencia es que ahora lo hará con una barnizada legal. La simulación es otro síntoma del fracaso.
A todo esto, la enmienda número 10, que define a la comunicación como un servicio público en contra de toda una trayectoria de pensamiento social y humanista que la define y la practica como un derecho humano es otra señal de fracaso. En este tema, el régimen actúa con la misma claridad que un gigante enceguecido. 
Lo que intenta el correísmo es cerrar el círculo del control administrativo de la palabra que hace rato viene ejerciendo mediante la Ley de Comunicación. La idea es que cada acto del habla que le resulte incómodo al poder pueda ser sancionado con un acto administrativo. Lo que no han pensado ni los funcionarios ni los intelectuales orgánicos que apoyan esta monstruosidad es cómo van a lograr ese control. ¿Cómo pretenden embotellar el viento?
En materia de comunicación, al régimen le pasa lo mismo que al emperador que narra Borges en su cuento “Del rigor en la ciencia”. Éste quería un mapa del imperio tan pero tan detallado, que los cartógrafos terminaron haciendo un mapa del mismo tamaño que el territorio. Después, convencidos de la inutilidad de su proyecto, lo abandonaron a los rigores de las lluvias y el viento.
Del mismo modo, la obsesión del correísmo de controlar el relato en todas sus manifestaciones, de criminalizar la opinión contraria, de no dejar una palabra sin contestar ni una noticia sin desmentir, de acumular medios públicos, incautados y estatales en torno a su aparato de propaganda, tiene el mismo destino de todas las obsesiones inútiles, los rigores del tiempo y del olvido.
Recordemos que todo el emporio mediático que el mafioso italiano Silvio Berlusconi tenía a su servicio cuando manejaba el poder político no pudo evitar que fueran descubiertos sus delitos y condenado por ello. Toda la prensa amarillista que el dictador peruano Alberto Fujimori controlaba no impidió que se descubriera su responsabilidad en las matanzas ordenadas por su gobierno.
Cuando el diario público El Telégrafo compra –en plena época de austeridad fiscal– las acciones de El Tiempo para lo que parece ser una expansión del periodismo oficialista en el sur del país, se olvida que el que más comunica no es el que más medios acumula, sino el que tiene algo que decir. Y el correísmo hace tiempo que perdió esa capacidad.
Que el derecho a la comunicación se transforme en un servicio público es otra muestra de fracaso y decadencia de un régimen que –de nuevo la paradoja–  lo que más ha hecho es destruir la filosofía de lo público.