lunes, 28 de abril de 2008

Galpones

Por Gustavo Abad
El galpón es el espacio del desecho, del hacinamiento, de todo lo que sobra porque no tiene un lugar determinado en el mundo. El galpón es el ícono de la cultura industrial, el sitio de la materia prima y del trabajo arrollador de la maquinaria, mejor dicho, es un no lugar, un espacio negado para la existencia.
Por alguna razón, por algún proceso que está entre la exclusión social y el repliegue que esta genera, esas horrendas estructuras de bloque y latón terminan acogiendo a una buena parte de la cultura contestataria, devienen en ícono underground y resulta que su encanto y atractivo van asociados precisamente con su sordidez.
Quizá por ello los dueños de la discoteca que ardió hace una semana y dejó 14 cuerpos en el piso asfixiados y calcinados no encontraron mejor idea que llamarla Factory, para dotarla, por la fuerza del nombre, de un aura corrosiva y, a su manera, seductora. El galpón industrial muta así en espacio rebelde, qué tal.
Los que esa tarde asistían al concierto de música gótica, de alguna manera ritualizaban su exclusión, probablemente sintiendo que su lugar en el mundo era una decisión totalmente suya, quizá sin saber que también estaban ahí como resultado de la obsesión con la que el sistema categoriza a los individuos, para desterrar o encerrar, según el caso, a los que no se rigen por sus normas. A los góticos esta vez les correspondió el encierro, aunque muchos no lo hubieran escogido, de haber tenido la oportunidad.
La cultura dominante tiene como fetiches el orden y la corrección. El grupo Maná –por citar uno que estuvo hace poco en Quito y nos permite establecer contrastes– pertenece al mundo de lo correcto: desenfadados pero educaditos, ecologistas pero no activistas radicales, dicen no creer en los políticos pero solo al final del concierto para que nada enturbie el show. Maná vive en el reino de lo seguro y previsible.
La contracultura tiende, en gran medida, a la incertidumbre. Los góticos, los punk y otras culturas urbanas transitan mucho por esos territorios inestables que, al estar fuera del canon establecido, generan sus propias normas, sus propios ritos de angustia, sus propios clamores de impotencia. En este caso fatal, su propio fuego, que termina consumiendo también la vida de 14 muchachos.
Hay mucho en estas atmósferas culturales que oscila entre la convicción y el performance, entre el reconocimiento de lo que se es y la imagen de lo que se quiere ser. Y todo ello demanda una puesta en escena basada en la ruptura, que al principio todo lo niega, pero llegado a su límite, todo lo afirma. Por eso el galpón, por eso el encierro. El fuego y la muerte vinieron después.
Ahí está otra dimensión de la seguridad pública, que rebasa la prédica del poder sobre más policías y más alarmas. Una dimensión poco explorada e incómoda para las autoridades y la cultura del orden y la corrección, porque implica conocer al otro, adentrarse en su mundo, lo cual no significa asomarse con prejuicio, como lo han hecho las cámaras de televisión en estos días, a husmear en el modo de vida gótico para sacar moralejas que enseñen a vivir.
Encender una bengala en un lugar inflamable y lleno de gente es una estupidez. Pero creer, como propone el diario El Universo en un editorial, que todo se evitaría con “orientación y consejo profesional”, para que los jóvenes aprendan “otros valores en la vida”, es anacrónico y moralista, porque significa pensar que el otro es más bueno cuando se parece más a uno, que la sociedad redentora debe enrumbar a los supuestos descarriados. Así se originan y se alientan todas las exclusiones.

El Telégrafo 27-04-08

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