Por Gustavo Abad
El galpón es el espacio del desecho, del hacinamiento, de todo lo que sobra porque no tiene un lugar determinado en el mundo. El galpón es el ícono de la cultura industrial, el sitio de la materia prima y del trabajo arrollador de la maquinaria, mejor dicho, es un no lugar, un espacio negado para la existencia.
Por alguna razón, por algún proceso que está entre la exclusión social y el repliegue que esta genera, esas horrendas estructuras de bloque y latón terminan acogiendo a una buena parte de la cultura contestataria, devienen en ícono underground y resulta que su encanto y atractivo van asociados precisamente con su sordidez.
Quizá por ello los dueños de la discoteca que ardió hace una semana y dejó 14 cuerpos en el piso asfixiados y calcinados no encontraron mejor idea que llamarla Factory, para dotarla, por la fuerza del nombre, de un aura corrosiva y, a su manera, seductora. El galpón industrial muta así en espacio rebelde, qué tal.
Los que esa tarde asistían al concierto de música gótica, de alguna manera ritualizaban su exclusión, probablemente sintiendo que su lugar en el mundo era una decisión totalmente suya, quizá sin saber que también estaban ahí como resultado de la obsesión con la que el sistema categoriza a los individuos, para desterrar o encerrar, según el caso, a los que no se rigen por sus normas. A los góticos esta vez les correspondió el encierro, aunque muchos no lo hubieran escogido, de haber tenido la oportunidad.
La cultura dominante tiene como fetiches el orden y la corrección. El grupo Maná –por citar uno que estuvo hace poco en Quito y nos permite establecer contrastes– pertenece al mundo de lo correcto: desenfadados pero educaditos, ecologistas pero no activistas radicales, dicen no creer en los políticos pero solo al final del concierto para que nada enturbie el show. Maná vive en el reino de lo seguro y previsible.
La contracultura tiende, en gran medida, a la incertidumbre. Los góticos, los punk y otras culturas urbanas transitan mucho por esos territorios inestables que, al estar fuera del canon establecido, generan sus propias normas, sus propios ritos de angustia, sus propios clamores de impotencia. En este caso fatal, su propio fuego, que termina consumiendo también la vida de 14 muchachos.
Hay mucho en estas atmósferas culturales que oscila entre la convicción y el performance, entre el reconocimiento de lo que se es y la imagen de lo que se quiere ser. Y todo ello demanda una puesta en escena basada en la ruptura, que al principio todo lo niega, pero llegado a su límite, todo lo afirma. Por eso el galpón, por eso el encierro. El fuego y la muerte vinieron después.
Ahí está otra dimensión de la seguridad pública, que rebasa la prédica del poder sobre más policías y más alarmas. Una dimensión poco explorada e incómoda para las autoridades y la cultura del orden y la corrección, porque implica conocer al otro, adentrarse en su mundo, lo cual no significa asomarse con prejuicio, como lo han hecho las cámaras de televisión en estos días, a husmear en el modo de vida gótico para sacar moralejas que enseñen a vivir.
Encender una bengala en un lugar inflamable y lleno de gente es una estupidez. Pero creer, como propone el diario El Universo en un editorial, que todo se evitaría con “orientación y consejo profesional”, para que los jóvenes aprendan “otros valores en la vida”, es anacrónico y moralista, porque significa pensar que el otro es más bueno cuando se parece más a uno, que la sociedad redentora debe enrumbar a los supuestos descarriados. Así se originan y se alientan todas las exclusiones.
El Telégrafo 27-04-08
lunes, 28 de abril de 2008
lunes, 21 de abril de 2008
Memoria e imaginación para retratatar a los asesinos
Por Gustavo Abad
Miércoles y estiércoles se llama la excelente novela de Diego Cornejo Menacho, que viene a recordarnos el asesinato de dos hermanos adolescentes –aunque no menciona sus nombres, casi todos sabemos quienes murieron y fueron desaparecidos en una laguna hace 20 años– a manos de la policía con la complicidad del poder.
La obra de Cornejo –periodista de larga trayectoria, ahora dedicado a la literatura– sigue la huella de la realidad empírica, pero con licencias literarias y buenos tramos de ficción, con los cuales el escritor elude magistralmente al periodista en beneficio de la fluidez y la riqueza expresiva de su relato.
Más que volver sobre un pasado doloroso, el autor destapa su generosidad literaria al construir una narrativa que, en su mayor parte, transita por la sicología individual de los principales protagonistas: la subteniente homicida, los oficiales cómplices, la madre y su psiquis hecha añicos, el padre y su dolor casi autista…
¿De cuántas maneras se puede construir la memoria? Me pregunto mientras avanzo en la lectura y me interno en esos monólogos y esas introspecciones que el autor deja al final de cada capítulo como para resumir el perfil desesperado de los protagonistas.
La diferencia entre el cronista y el narrador consiste en que el primero va principalmente en busca del dato, de la referencia y la información que deje constancia de algo. El narrador, en cambio, va en busca del lenguaje, de la conciencia y de la memoria para construir significados.
En este caso, Cornejo ejerce con solvencia el oficio de narrador.
La memoria no necesita exhibir cifras ni fechas ni otras marcas para ser válida. La memoria se construye sobre todo a partir de un pacto de credibilidad entre el narrador y el oyente, entre el escritor y el lector, según sea el caso. Tu me cuentas y yo te creo, o viceversa, es el acuerdo implícito entre ambos.
Cornejo plantea ese pacto desde el inicio. Yo le creo.
Miércoles y estiércoles se llama la excelente novela de Diego Cornejo Menacho, que viene a recordarnos el asesinato de dos hermanos adolescentes –aunque no menciona sus nombres, casi todos sabemos quienes murieron y fueron desaparecidos en una laguna hace 20 años– a manos de la policía con la complicidad del poder.
La obra de Cornejo –periodista de larga trayectoria, ahora dedicado a la literatura– sigue la huella de la realidad empírica, pero con licencias literarias y buenos tramos de ficción, con los cuales el escritor elude magistralmente al periodista en beneficio de la fluidez y la riqueza expresiva de su relato.
Más que volver sobre un pasado doloroso, el autor destapa su generosidad literaria al construir una narrativa que, en su mayor parte, transita por la sicología individual de los principales protagonistas: la subteniente homicida, los oficiales cómplices, la madre y su psiquis hecha añicos, el padre y su dolor casi autista…
¿De cuántas maneras se puede construir la memoria? Me pregunto mientras avanzo en la lectura y me interno en esos monólogos y esas introspecciones que el autor deja al final de cada capítulo como para resumir el perfil desesperado de los protagonistas.
La diferencia entre el cronista y el narrador consiste en que el primero va principalmente en busca del dato, de la referencia y la información que deje constancia de algo. El narrador, en cambio, va en busca del lenguaje, de la conciencia y de la memoria para construir significados.
En este caso, Cornejo ejerce con solvencia el oficio de narrador.
La memoria no necesita exhibir cifras ni fechas ni otras marcas para ser válida. La memoria se construye sobre todo a partir de un pacto de credibilidad entre el narrador y el oyente, entre el escritor y el lector, según sea el caso. Tu me cuentas y yo te creo, o viceversa, es el acuerdo implícito entre ambos.
Cornejo plantea ese pacto desde el inicio. Yo le creo.
Mundos paralelos
Por Gustavo Abad
Una de las noticias más difundidas por los medios de comunicación en las últimas semanas ha sido un supuesto “malestar” en las Fuerzas Armadas, como efecto de la recriminación que recibieron por parte del presidente Rafael Correa, debido a la falta de claridad en las labores de inteligencia y, sobre todo, por el nombramiento de Javier Ponce, un crítico frontal de la institución militar, como ministro de Defensa.
Sin embargo, la misma cúpula de las FF.AA. emitió un comunicado público en el que recalca su condición de entidad subordinada al poder político. ¿Por qué entonces el supuesto “malestar” sigue copando la agenda de los medios? Porque en la mayoría de los casos, éstos construyen hechos donde solo existe un enorme vacío.
Aclaremos, cuando algunos medios sobredimensionan la importancia de los acontecimientos, construyen mitos difíciles de derrumbar. El mito que han ayudado a levantar y sostener durante mucho tiempo es que la sociedad ecuatoriana se divide en civiles y militares, como si fueran dos sectores con igual peso y autoridad, y como que los segundos fueran garantes de la estabilidad política, cuando en realidad son subordinados a las determinaciones que tome la sociedad civil en ese aspecto.
Cierto es que la decadencia de los actores políticos de los últimos años ha propiciado que los militares decidan en tiempos de crisis la continuidad o caída de los gobiernos. Pero una cosa es reconocerlo y otra cosa es perpetuar ese mito colectivo respecto de los militares al convertir en parte dominante de la agenda informativa el estado de ánimo de unos cuantos oficiales, ni siquiera de la institución como tal.
¿No sería más útil que los medios indagaran e informaran en qué consiste el plan de reestructuración y transparencia en las FFAA que propone el ministro de Defensa y, a partir de entonces, propiciaran el debate y las críticas necesarias?
¿No sería mejor conocer cómo funciona la institución militar, cuáles son sus empresas y sus inversiones, sus reglamentos internos, cuál es su nivel de solvencia en cuanto a la seguridad nacional y otras cosas importantes?
Pero no, ahí está en los titulares la palabreja “malestar”, sustantivo abstracto convertido, por efecto de la divulgación mediática, en un hecho que se supone debería preocuparnos a todos, tanto como la condición de poeta e intelectual –que muchos medios destacan como un problema en lugar de un mérito– del ministro Ponce, con lo cual siembran desconfianza en la autoridad civil y apuntalan el imaginario de unas FF.AA. intocables.
Quizá esta sólo sea la parte más visible, en este momento, de una tendencia cada vez más fuerte en la que los asuntos de interés público ya no se resuelven en sus espacios naturales o convencionalmente aceptados, sino en los medios, como si el mundo real tuviera que someterse al mundo narrado por éstos.
Por eso los dueños de la fábrica Pinto decidieron que la mejor manera de demostrar su inconformidad con la eliminación de las tercerizadoras era armar un “reality show” con el despido masivo de trabajadoras frente a las cámaras, conocedores del valor que la televisión otorga al drama y al espectáculo, aunque casi nunca puede explicarlos.
Por eso también la euforia por un video en el que el fallecido jefe guerrillero “Raúl Reyes” envía un saludo al presidente Rafael Correa, difundido como prueba definitiva de los vínculos del gobierno ecuatoriano con las FARC, cuando solo es un elemento más en la tarea investigativa que todo medio debería plantearse y el gobierno facilitar.
A todo esto ¿algún medio o autoridad ha visitado la frontera norte pasado el impacto del bombardeo del ejército colombiano al campamento de las FARC? Si miramos las agendas informativas, ya no parece necesario, porque toda la disputa por el control del significado de lo que allí ocurrió está en ese mundo paralelo al real, el de los medios.
El Telégrafo 20-04-08
Una de las noticias más difundidas por los medios de comunicación en las últimas semanas ha sido un supuesto “malestar” en las Fuerzas Armadas, como efecto de la recriminación que recibieron por parte del presidente Rafael Correa, debido a la falta de claridad en las labores de inteligencia y, sobre todo, por el nombramiento de Javier Ponce, un crítico frontal de la institución militar, como ministro de Defensa.
Sin embargo, la misma cúpula de las FF.AA. emitió un comunicado público en el que recalca su condición de entidad subordinada al poder político. ¿Por qué entonces el supuesto “malestar” sigue copando la agenda de los medios? Porque en la mayoría de los casos, éstos construyen hechos donde solo existe un enorme vacío.
Aclaremos, cuando algunos medios sobredimensionan la importancia de los acontecimientos, construyen mitos difíciles de derrumbar. El mito que han ayudado a levantar y sostener durante mucho tiempo es que la sociedad ecuatoriana se divide en civiles y militares, como si fueran dos sectores con igual peso y autoridad, y como que los segundos fueran garantes de la estabilidad política, cuando en realidad son subordinados a las determinaciones que tome la sociedad civil en ese aspecto.
Cierto es que la decadencia de los actores políticos de los últimos años ha propiciado que los militares decidan en tiempos de crisis la continuidad o caída de los gobiernos. Pero una cosa es reconocerlo y otra cosa es perpetuar ese mito colectivo respecto de los militares al convertir en parte dominante de la agenda informativa el estado de ánimo de unos cuantos oficiales, ni siquiera de la institución como tal.
¿No sería más útil que los medios indagaran e informaran en qué consiste el plan de reestructuración y transparencia en las FFAA que propone el ministro de Defensa y, a partir de entonces, propiciaran el debate y las críticas necesarias?
¿No sería mejor conocer cómo funciona la institución militar, cuáles son sus empresas y sus inversiones, sus reglamentos internos, cuál es su nivel de solvencia en cuanto a la seguridad nacional y otras cosas importantes?
Pero no, ahí está en los titulares la palabreja “malestar”, sustantivo abstracto convertido, por efecto de la divulgación mediática, en un hecho que se supone debería preocuparnos a todos, tanto como la condición de poeta e intelectual –que muchos medios destacan como un problema en lugar de un mérito– del ministro Ponce, con lo cual siembran desconfianza en la autoridad civil y apuntalan el imaginario de unas FF.AA. intocables.
Quizá esta sólo sea la parte más visible, en este momento, de una tendencia cada vez más fuerte en la que los asuntos de interés público ya no se resuelven en sus espacios naturales o convencionalmente aceptados, sino en los medios, como si el mundo real tuviera que someterse al mundo narrado por éstos.
Por eso los dueños de la fábrica Pinto decidieron que la mejor manera de demostrar su inconformidad con la eliminación de las tercerizadoras era armar un “reality show” con el despido masivo de trabajadoras frente a las cámaras, conocedores del valor que la televisión otorga al drama y al espectáculo, aunque casi nunca puede explicarlos.
Por eso también la euforia por un video en el que el fallecido jefe guerrillero “Raúl Reyes” envía un saludo al presidente Rafael Correa, difundido como prueba definitiva de los vínculos del gobierno ecuatoriano con las FARC, cuando solo es un elemento más en la tarea investigativa que todo medio debería plantearse y el gobierno facilitar.
A todo esto ¿algún medio o autoridad ha visitado la frontera norte pasado el impacto del bombardeo del ejército colombiano al campamento de las FARC? Si miramos las agendas informativas, ya no parece necesario, porque toda la disputa por el control del significado de lo que allí ocurrió está en ese mundo paralelo al real, el de los medios.
El Telégrafo 20-04-08
domingo, 13 de abril de 2008
Melodrama y violencia informativa
Por Gustavo Abad
La actual confrontación entre el poder político y el poder mediático en el Ecuador alienta diversas lecturas, entre ellas, la de su estructura dramática. Cierto, porque si descartamos momentáneamente las posiciones ideológicas, lo que queda en el fondo es un drama en todo su sentido, con rasgos predominantes del melodrama.
Lo esencial de un drama es el conflicto entre los personajes y, por añadidura, el conflicto de éstos consigo mismos. Entonces ¿cuál es la relación conflictiva entre nuestros dos personajes? El antagonismo exacerbado. El poder mediático y el poder político no tienen posibilidad de reconciliación. Se presentan como enemigos naturales en una lucha en la cual la sobrevivencia del uno depende de la negación del otro.
La fuerza que mueve a los personajes del melodrama es total e inapelable. Todo se justifica en nombre de un gran ideal. En el melodrama tradicional, el sufrimiento de la víctima sirve para ganarse al espectador y mostrarle lo que es correcto no solo para él sino para todo el mundo. En ese sentido, nuestros dos personajes siguen una fórmula melodramática. Cada uno se sitúa como víctima del otro.
Y desde esa condición de víctimas, acuden a una serie de herramientas arcaicas: la descalificación, el escándalo, la violencia verbal. Cada uno ensaya a placer una de las más cotizadas simplezas de la comunicación: el lugar común, esa estructura endurecida que impide el flujo del lenguaje y las ideas.
Veamos algunos de los lugares comunes lanzados en las últimas refriegas entre estos dos poderes en pugna. “Traidores a la patria”, por un lado, “Aliados de las FARC”, por otro, solo para mencionar la coyuntura reciente, marcada no solo por violencia armada, sino por la violencia informativa.
Me pregunto ¿qué significa todo este cruce de acusaciones? Nada, porque el lugar común no es más que una enorme piedra en el desarrollo del pensamiento, una represa que impide la reflexión y nos devuelve a ese estado primigenio de falsa seguridad mediante la organización esquemática del mundo entre víctimas y victimarios, buenos y malos, revolucionarios y reaccionarios, precisamente de lo que se acusan mutuamente el poder político y el poder mediático en el Ecuador.
El poder político se coloca el escudo de la dignidad y la espada de la justicia y emprende una cruzada épica contra los medios de comunicación. Los centinelas de los medios dan la alarma y levantan la barricada de la libertad de expresión para defender el castillo inexpugnable de la democracia y se autoproclaman sus defensores absolutos dispuestos a repeler el ataque con todas las armas a su alcance.
Redoble de tambores y toques de trompeta.
Para que el drama se desarrolle, los personajes necesitan evolucionar, y el factor de evolución son las circunstancias que los rodean, los estímulos y mensajes que les llegan desde el contexto en que se desenvuelven. En el Ecuador, tanto el poder político como el mediático reciben cada día cientos de estímulos para evolucionar, pero no lo hacen.
No hay tregua ni posibilidad de un armisticio, porque cuando los personajes se abanderan de los más altos ideales, no pueden mostrar debilidad. Entonces el conflicto se prolonga hasta el infinito, porque si algo caracteriza al melodrama es la imposibilidad de encontrar salida.
El melodrama, como producto de la emoción exacerbada por ambas partes, se consume en sí mismo y se ahoga en su propio mar de lágrimas o de sangre. En este caso, de violencia verbal e informativa.
El Telégrafo 13-04-08
La actual confrontación entre el poder político y el poder mediático en el Ecuador alienta diversas lecturas, entre ellas, la de su estructura dramática. Cierto, porque si descartamos momentáneamente las posiciones ideológicas, lo que queda en el fondo es un drama en todo su sentido, con rasgos predominantes del melodrama.
Lo esencial de un drama es el conflicto entre los personajes y, por añadidura, el conflicto de éstos consigo mismos. Entonces ¿cuál es la relación conflictiva entre nuestros dos personajes? El antagonismo exacerbado. El poder mediático y el poder político no tienen posibilidad de reconciliación. Se presentan como enemigos naturales en una lucha en la cual la sobrevivencia del uno depende de la negación del otro.
La fuerza que mueve a los personajes del melodrama es total e inapelable. Todo se justifica en nombre de un gran ideal. En el melodrama tradicional, el sufrimiento de la víctima sirve para ganarse al espectador y mostrarle lo que es correcto no solo para él sino para todo el mundo. En ese sentido, nuestros dos personajes siguen una fórmula melodramática. Cada uno se sitúa como víctima del otro.
Y desde esa condición de víctimas, acuden a una serie de herramientas arcaicas: la descalificación, el escándalo, la violencia verbal. Cada uno ensaya a placer una de las más cotizadas simplezas de la comunicación: el lugar común, esa estructura endurecida que impide el flujo del lenguaje y las ideas.
Veamos algunos de los lugares comunes lanzados en las últimas refriegas entre estos dos poderes en pugna. “Traidores a la patria”, por un lado, “Aliados de las FARC”, por otro, solo para mencionar la coyuntura reciente, marcada no solo por violencia armada, sino por la violencia informativa.
Me pregunto ¿qué significa todo este cruce de acusaciones? Nada, porque el lugar común no es más que una enorme piedra en el desarrollo del pensamiento, una represa que impide la reflexión y nos devuelve a ese estado primigenio de falsa seguridad mediante la organización esquemática del mundo entre víctimas y victimarios, buenos y malos, revolucionarios y reaccionarios, precisamente de lo que se acusan mutuamente el poder político y el poder mediático en el Ecuador.
El poder político se coloca el escudo de la dignidad y la espada de la justicia y emprende una cruzada épica contra los medios de comunicación. Los centinelas de los medios dan la alarma y levantan la barricada de la libertad de expresión para defender el castillo inexpugnable de la democracia y se autoproclaman sus defensores absolutos dispuestos a repeler el ataque con todas las armas a su alcance.
Redoble de tambores y toques de trompeta.
Para que el drama se desarrolle, los personajes necesitan evolucionar, y el factor de evolución son las circunstancias que los rodean, los estímulos y mensajes que les llegan desde el contexto en que se desenvuelven. En el Ecuador, tanto el poder político como el mediático reciben cada día cientos de estímulos para evolucionar, pero no lo hacen.
No hay tregua ni posibilidad de un armisticio, porque cuando los personajes se abanderan de los más altos ideales, no pueden mostrar debilidad. Entonces el conflicto se prolonga hasta el infinito, porque si algo caracteriza al melodrama es la imposibilidad de encontrar salida.
El melodrama, como producto de la emoción exacerbada por ambas partes, se consume en sí mismo y se ahoga en su propio mar de lágrimas o de sangre. En este caso, de violencia verbal e informativa.
El Telégrafo 13-04-08
lunes, 7 de abril de 2008
Medios públicos
Por Gustavo Abad
Según una definición clásica, el periodismo es una actividad de servicio público que se basa en la búsqueda y difusión de información veraz y oportuna. De acuerdo, pero yo le añadiría que también es una actividad de intervención política, social y cultural a partir de la lectura e interpretación de los acontecimientos y su significado histórico.
En ambos casos, el interés de los medios de comunicación, se supone, está orientado a los asuntos de interés común a la mayoría de los miembros de una sociedad.
El problema surge cuando existen demasiadas señales de que el grueso de los medios de comunicación que se sostienen en una estructura y unos capitales privados no siempre apuntan hacia el interés común o, por lo menos, lo hacen de manera sesgada a favor de los intereses particulares.
Entonces cobra sentido la oposición entre medios públicos y privados, bajo la premisa de que los primeros, al contar con recursos estatales y autogestionados, están libres de las presiones del capital privado, por lo tanto pueden ejercer un periodismo con mayor rigurosidad y, sobre todo, mayor credibilidad, tan venida a menos en los privados.
El Ecuador tiene la oportunidad histórica de comprobarlo al iniciar una experiencia inédita con dos medios públicos: El Telégrafo (que ya circula con nuevos formato y propuesta periodística desde el 17 de marzo) y Ecuador TV (que se encuentra en etapa de prueba y abrirá sus transmisiones regulares el 14 de abril), lo cual por sí mismo es un paso enorme y significativo en el anhelo de contar con un periodismo más preocupado del interés ciudadano y las demandas sociales, que del espectáculo y el infoentretenimiento que tienen casa permanente en un gran número de medios privados.
Los medios públicos se someten entonces a un escrutinio y a una vigilancia por parte de la población que, en mi criterio, podría evaluarlos sobre la base de las siguientes preguntas: ¿Defienden el interés público antes que el gubernamental? ¿Ejercen pedagogía ciudadana en deberes y derechos? ¿Hacen visibles otras formas de vida? ¿Ofrecen información de coyuntura, de análisis y servicios? ¿Nos ayudan a tomar decisiones sobre nuestras vidas? ¿Observan las prácticas del buen oficio?, entre otras que el lector quiera agregar según su experiencia, feliz o infeliz, con los medios privados tradicionales.
Esa evaluación, en un razonable plazo, nos ayudará a saber si el Estado aprovecha o desperdicia una oportunidad histórica. Una evaluación que mida la mayor o menor empatía que estos medios logren generar con las audiencias, así como la importancia de los temas que consigan incluir en la agenda y el debate públicos.
La revista Vanguardia ya hizo un primer análisis sobre El Telégrafo y dijo que carece de una portada y un diseño vendedores en el mercado. Me pregunto ¿esos son los únicos parámetros de evaluación de un proyecto histórico? Cierto es que la presentación cuenta y que este diario podría mejorar, por ejemplo, en la calidad de su impresión, para captar anunciantes, pues un medio público no puede negarse a la publicidad comercial.
Sin embargo, creo que su valor y su atractivo hay que buscarlos en otros aspectos, como los nuevos enfoques y narrativas de lo social o las nuevas voces y rostros que este medio pueda hacer visibles. En suma, el proyecto de un medio público es una alternativa frente a la sospecha y la desconfianza que los medios privados han logrado sembrar respecto de sí mismos en la mayoría de la población, una rebelión de las audiencias que no se esconde con el diseño, ni los efectos, ni la pirotecnia del mercado.
El Telégrafo 06-04-08
Según una definición clásica, el periodismo es una actividad de servicio público que se basa en la búsqueda y difusión de información veraz y oportuna. De acuerdo, pero yo le añadiría que también es una actividad de intervención política, social y cultural a partir de la lectura e interpretación de los acontecimientos y su significado histórico.
En ambos casos, el interés de los medios de comunicación, se supone, está orientado a los asuntos de interés común a la mayoría de los miembros de una sociedad.
El problema surge cuando existen demasiadas señales de que el grueso de los medios de comunicación que se sostienen en una estructura y unos capitales privados no siempre apuntan hacia el interés común o, por lo menos, lo hacen de manera sesgada a favor de los intereses particulares.
Entonces cobra sentido la oposición entre medios públicos y privados, bajo la premisa de que los primeros, al contar con recursos estatales y autogestionados, están libres de las presiones del capital privado, por lo tanto pueden ejercer un periodismo con mayor rigurosidad y, sobre todo, mayor credibilidad, tan venida a menos en los privados.
El Ecuador tiene la oportunidad histórica de comprobarlo al iniciar una experiencia inédita con dos medios públicos: El Telégrafo (que ya circula con nuevos formato y propuesta periodística desde el 17 de marzo) y Ecuador TV (que se encuentra en etapa de prueba y abrirá sus transmisiones regulares el 14 de abril), lo cual por sí mismo es un paso enorme y significativo en el anhelo de contar con un periodismo más preocupado del interés ciudadano y las demandas sociales, que del espectáculo y el infoentretenimiento que tienen casa permanente en un gran número de medios privados.
Los medios públicos se someten entonces a un escrutinio y a una vigilancia por parte de la población que, en mi criterio, podría evaluarlos sobre la base de las siguientes preguntas: ¿Defienden el interés público antes que el gubernamental? ¿Ejercen pedagogía ciudadana en deberes y derechos? ¿Hacen visibles otras formas de vida? ¿Ofrecen información de coyuntura, de análisis y servicios? ¿Nos ayudan a tomar decisiones sobre nuestras vidas? ¿Observan las prácticas del buen oficio?, entre otras que el lector quiera agregar según su experiencia, feliz o infeliz, con los medios privados tradicionales.
Esa evaluación, en un razonable plazo, nos ayudará a saber si el Estado aprovecha o desperdicia una oportunidad histórica. Una evaluación que mida la mayor o menor empatía que estos medios logren generar con las audiencias, así como la importancia de los temas que consigan incluir en la agenda y el debate públicos.
La revista Vanguardia ya hizo un primer análisis sobre El Telégrafo y dijo que carece de una portada y un diseño vendedores en el mercado. Me pregunto ¿esos son los únicos parámetros de evaluación de un proyecto histórico? Cierto es que la presentación cuenta y que este diario podría mejorar, por ejemplo, en la calidad de su impresión, para captar anunciantes, pues un medio público no puede negarse a la publicidad comercial.
Sin embargo, creo que su valor y su atractivo hay que buscarlos en otros aspectos, como los nuevos enfoques y narrativas de lo social o las nuevas voces y rostros que este medio pueda hacer visibles. En suma, el proyecto de un medio público es una alternativa frente a la sospecha y la desconfianza que los medios privados han logrado sembrar respecto de sí mismos en la mayoría de la población, una rebelión de las audiencias que no se esconde con el diseño, ni los efectos, ni la pirotecnia del mercado.
El Telégrafo 06-04-08
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