lunes, 22 de febrero de 2021

El CNE y su densa oscuridad

Por Gustavo Abad

Este martes llegará a Quito una numerosa marcha de apoyo al candidato presidencial Yaku Pérez y sus demandas de transparencia en los resultados de las elecciones del pasado 7 de febrero. Miles de personas han caminado durante una semana cerca de 700 kilómetros desde Loja hasta la capital de la República para exigir al Consejo Nacional Electoral (CNE), entre otras cosas, la reapertura de las urnas y el recuento de los votos. Mientras tanto, ese organismo proclamó en la madrugada del domingo 21 de febrero, cuando el país dormía su más profundo sueño, los resultados que colocan en primer lugar al correísta Andrés Aráuz, una ficha del progresismo autoritario; seguido por el banquero Guillermo Lasso, de la derecha neoliberal; y en tercer lugar a Yaku Pérez, ecologista, defensor del agua, activista antiminero y representante del movimiento indígena ecuatoriano.

Durante las últimas semanas, Yaku y las organizaciones sociales que lo apoyan han denunciado un conjunto de errores e inconsistencias en el proceso electoral (ausencia de las actas originales, cifras que no cuadran, actas sin firmas de los responsables…) que les permiten sospechar que se ha cometido un fraude electoral para dejar al candidato de Pachakutik fuera de la segunda vuelta o balotaje el próximo 11 de abril.

Frente a ello, el CNE no ha ofrecido una respuesta técnica ni una explicación plausible, sino retórica: “actuamos con transparencia” ha repetido su presidenta y lo han coreado sus consejeros. Aquí es cuando el sentido de la realidad se desplaza desde el terreno material y tangible de los hechos –no hay algo más concreto que una solicitud de reapertura de las urnas y recuento de los votos– al lugar oscuro y resbaloso de los tecnicismos –instructivos, resoluciones, informes– con que la autoridad electoral ha dilatado sus decisiones y profundizado la ya inmensa desconfianza ciudadana en las instituciones del Estado.

Ahora es cuando resulta más urgente recuperar el nombre y el sentido de las cosas; preguntarnos qué implica un fraude o, al menos, una conducta fraudulenta. Hay que entender que un fraude en este contexto no se limita a la maniobra física o electrónica de quitar o poner votos a un candidato para perjudicar a otro. El fraude –incluso si no se llegara a comprobar técnicamente el engaño– adquiere cuerpo justamente en ese entramado de hechos poco claros sumados a la escasa voluntad de que se aclaren. El fraude, en su sentido más amplio, no tiene que ver solo con el cometimiento de un engaño –o el intento de cometerlo– sino también con el ocultamiento de este.

Cuando una persona o institución actúa de modo que afecta la confianza y la fe públicas comete fraude pues este también consiste en los niveles de incertidumbre y de sospecha que deja en la sociedad el proceder de esa persona o institución.

Hasta ahora, son demasiadas las dudas e interrogantes que deja este proceso: ¿por qué la presidenta del CNE anunció los resultados de un conteo rápido, según el cual Yaku ocupaba el segundo lugar, solo para ser desmentida pocos minutos después por un consejero de ese organismo? Si contaron el 97% de los votos en un solo día ¿por qué se tomaron dos semanas para el 3% restante? ¿Por qué el CNE avaló el 12 de febrero un acuerdo entre los candidatos para abrir el 100% de las urnas en la provincia del Guayas y el 50% en otras 16 provincias y después lo enredó en una maraña burocrática que impidió su ejecución? ¿Por qué un consejero abandonó la sesión del pleno del CNE cuando se necesitaba su voto para dar paso al recuento acordado días atrás entre los candidatos? ¿Por qué una consejera se fue de vacaciones en el último y más crucial momento del proceso?...

Son tan densos los niveles de oscuridad con que se ha manejado este proceso, que la Defensoría del Pueblo ha enviado un exhorto al CNE para que “permita el acceso público al ciento por ciento de las actas de escrutinio de las juntas receptoras del voto, así como para que se atiendan todos los recursos a los que haya lugar, de manera que se garantice la transparencia del proceso electoral”. El CNE tiene en los próximos días la oportunidad de atender esas demandas. Si no lo hace, estará negando la posibilidad de confirmar o desmentir las sospechas. Y con ello se acercará peligrosamente a la primera definición de fraude que consta en el diccionario de la RAE: “Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete”.

Hay que volver a nombrar las cosas por su nombre precisamente ahora cuando la cultura política se ha vuelto adicta a retorcer los significados. Hace pocos días, el alcalde de Quito, Jorge Yunda, dijo que para él era una “presea” el grillete electrónico que porta en su tobillo por disposición de un juez que lo implicó en un presunto fraude en la compra de pruebas para la detección del covid19. Recordemos que Yunda es un simpatizante de aquella mafia que gobernó al Ecuador durante una década y que llamaba revolución a lo que no era otra cosa que el asalto a los dineros públicos; terroristas, a los estudiantes que protestaban en las calles, así como a los indígenas y ecologistas que defendían la naturaleza; y ahora llama perseguidos políticos a los jefes del crimen organizado que guardan prisión por sus delitos… Esa banda está a punto de volver al poder.

El último pronunciamiento del CNE dice que, una vez proclamados los resultados, procesará todas las impugnaciones. Así, colocará las denuncias en el terreno kafkiano de los procesos administrativos. Cualquiera que sea el resultado, la autoridad electoral no podrá despejar las sospechas sobre su actuación. Ni su presidenta ni sus consejeros han podido ni querido entender la enorme diferencia que existe entre cumplir un proceso y hacer justicia.

 

domingo, 10 de mayo de 2020

La educación en la sociedad del cansancio

Por Gustavo Abad

 Una escena de la vida académica actual:

El profesor se instala a las siete de la mañana frente al computador. No desayuna todavía porque el horario lo obliga a escoger entre el sueño y la alimentación. Apenas toma un café cargado para despertarse bien y siente que el ardor del estómago, perceptible hace ya varios meses, ha vencido las defensas del cuerpo y ahora amenaza su psiquis. Abre el aula virtual para conectarse con ochenta y cinco estudiantes semidormidos que, al igual que él, cumplen el rol que el sistema educativo les ha asignado en este libreto del teletrabajo y la teleducación.

¡Clik!

Las pantallas de Zoom, Moodle, Teams, Skype, WatsApp, Jitsi meet… danzan antes sus ojos. Durante el resto del día abrirá el chat, contestará preguntas, asignará tareas, revisará trabajos, pasará a la teleconferencia, a la tutoría virtual, al foro programado… Cada tanto, perderá la conexión a internet porque su proveedor es CNT, algo a lo que nunca le dio importancia, porque tampoco pensó que un día tendría que usar sus propios equipos y recursos para dar clases, asistir a reuniones en línea, enviar informes, coordinar talleres, subir calificaciones y permanecer clavado frente a la pantalla en una jornada de trabajo que no termina sino hasta las diez de la noche.

La comida se quema y el puto perro que no para de ladrar…

Pienso en este personaje, compuesto con la suma de las partes de muchos que comparten la misma situación y, a la larga, representan uno solo: el profesor medio de un colegio o universidad en estos momentos. Lo pienso y lo sufro también, porque vivo en algunas de sus partes y porque algunas de sus partes viven en mí. Y más ahora, cuando vamos por los cincuenta y cinco días de encierro forzado y el gobierno se empeña en darle una nueva vuelta de tuerca a la precarización del sistema educativo en el Ecuador.

El Consejo de Educación Superior (CES) aprobó al pasado 7 de mayo una norma según la cual los profesores titulares de las universidades públicas tienen que impartir hasta 26 horas de clases semanales y manejar cursos de hasta 100 estudiantes por aula (virtual, valga la aclaración) y distribuir las 14 horas restantes en preparación de clases, calificación de exámenes, gestión administrativa, proyectos de investigación, escritura de artículos, tutorías, informes y una cadena de obligaciones, en las que no consta el alimento de la lectura, el estudio ni la reflexión acerca del propio trabajo de educar.

El profesor universitario, según esta norma, pasa a ser una máquina de rendimiento a tiempo completo. Una máquina sonámbula de rendimiento, añadiría yo. Ser docente ahora implica vivir en un estado permanente de atención dispersa y superficial, absorbido por las pantallas y los dispositivos de la vida mediada por el computador y la red. El telesclavismo del siglo XXI se ha puesto en marcha. En la primera línea de los subyugados están los docentes y, detrás de ellos, miles de estudiantes obligados a conformarse con lo que caiga de la trituradora.

En su obra La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han llama precisamente “sujetos de rendimiento” a los individuos sometidos, más allá de su resistencia psíquica y corporal, a las exigencias productivas del régimen capitalista. El filósofo surcoreano encuentra una analogía entre el mito clásico de Prometeo –quien sufre todos los días los picotazos de un águila que le desgarra las entrañas como castigo por haber robado el fuego a los dioses– y la vida del sujeto contemporáneo –obligado a vivir cada día el autocastigo físico y mental en pos del rendimiento–. Mientras el primero lucha contra un enemigo exterior –el águila y la furia de los dioses–, el segundo se enfrenta, además, consigo mismo y contribuye con su dosis de fatiga a sostener la sociedad del cansancio.

La pandemia desatada por el coronavirus permite actualizar esta figura para entender lo que pasa. La sociedad del rendimiento y el cansancio no es un invento de ahora, pero el brote y descontrol de la enfermedad ha ofrecido a los gobernantes el argumento perfecto para acentuar las políticas de sobreexplotación en lugar de conducir al estado y a la sociedad a unas políticas de redistribución.

Y aquí se manifiesta de nuevo el doble uso de las tecnologías: la liberación y el control. Por un lado, las tecnologías ayudan a democratizar la información, a mejorar los intercambios culturales, a poner la vida en su gran complejidad al alcance de todos. Por otro, facilitan el rastreo y la vigilancia digital, la ampliación de la jornada de trabajo, la irrupción del mundo laboral en el mundo familiar y exponen la vida íntima a un altísimo nivel de invasión.

Lo que ocurre con la educación viene ocurriendo hace rato con la salud y el periodismo, solo para citar tres sectores muy visibles. A los reporteros les queda poco tiempo para entender lo que ocurre, porque están obligados a tomar fotos, escribir notas, hacer videos, reportarse en tiempo real para el canal o la radio del gran medio y, además, postear a cada minuto en las redes sociales. En medio de esta pandemia, periodistas, profesores, médicos y miles de profesionales precarizados, cuando no han sido despedidos, han visto cómo sus vidas se sumergen, cada día más, en la sociedad del rendimiento y el cansancio.

Sin embargo, no se trata solo de un deterioro de la vida en términos personales. Se trata de un deterioro de la noción de lo público en su sentido más amplio. Aclaremos esto. Hay una tendencia a confundir lo público solamente con lo estatal, o con lo visible, o con lo publicable. Lo anterior, en efecto, forma parte de lo público, pero no lo abarca todo. Lo público significa todo asunto, lugar o actividad en que la autonomía personal entra en contacto y, generalmente, en conflicto con los acuerdos colectivos expresados en las leyes. El puente que une lo privado con lo público es la política.

Cuando un médico, un profesor, un periodista, cualquier profesional, se ve obligado a poner en riesgo su salud física y mental para cumplir con su trabajo, no estamos frente a un asunto personal, sino frente a un problema de interés público. La pandemia ha puesto en evidencia el debilitamiento de lo público en el Ecuador. El desmantelamiento del sistema de salud contribuyó, tanto como el virus mismo, a la muerte de miles de personas. El desfinanciamiento del sistema de educación puede dejar en los próximos meses a miles de docentes sin empleo y a otros miles de estudiantes sin oportunidades. 

El gobierno aprovecha la pandemia –en cuyo combate, sin duda, todos debemos participar– para violar la Constitución y el Estado de Derecho. En otras palabras, destruye lo público y nos empuja hacia la sociedad del cansancio, al estrés colectivo, a eso que algunos llaman el infarto del alma.

 

domingo, 12 de abril de 2020

Las multitudes sitiadas


Por Gustavo Abad

Una de las grandes paradojas de esta cuarentena –ya van 28 días y no se divisa el final– es que hemos comprobado, con mayor claridad que en otros momentos de la historia, el irrompible vínculo entre el individuo y la multitud. El aislamiento nos muestra en cada mínima acción el efecto de las conductas individuales en el entramado colectivo. Una simple decisión personal, como la de usar o no la mascarilla para salir a la tienda, puede tener efectos beneficiosos o destructores en la vida de los otros.
El modo en que cada familia y cada persona han asumido este encierro forzado ofrece muchas pistas acerca de cuáles podrían ser los principales comportamientos sociales cuando la pandemia termine.
Al inicio de la crisis, las preocupaciones, al menos de un sector que pudo quedarse en casa sin mayores apremios, se concentraron en dos: cómo llenar la despensa de comestibles y medicinas; y cómo no morir de aburrimiento en la quietud de la vida estancada. La preocupación por el sector informal, que no podía paralizarse –porque su economía precaria, sustentada en el ingreso diario, no se lo permitía– vino después, casi como un error de guion que pocos advirtieron a tiempo.
La actitud personal frente a un problema colectivo, sobre todo en épocas de crisis, es determinante en el resultado final. Mientras las calles se quedan vacías y la vida en los espacios públicos tradicionales se reduce al mínimo, la vida en internet y en las redes sociales adquiere una intensidad nunca vista. Mientras más recluidas se encuentran las personas, mayor es su necesidad de interacción, de contacto –aunque sea mediado por la tecnología– con los demás.
Las fotos de unas ciudades de cielo despejado, libres de automóviles y de esmog, crean la ilusión de que el mundo se ha detenido, de que el planeta respira aliviado. Los videos de osos, venados y cóndores que, libres de la presencia humana, recuperan lo que siempre fue suyo, hacen soñar con un mundo que revive gracias a la tregua que le ha dado, aunque de manera obligada, la especie más depredadora.
Me pregunto si, una vez superada la pandemia, estaremos dispuestos a vivir de otra manera o, por el contrario, dejaremos pasar esta oportunidad de enmendar nuestra forma de vida. Y ahí es donde se activa la relación entre individuo y multitud, entre autonomía personal y necesidad social.
La quietud en la que el virus nos ha sumergido en estos días es ilusoria. Si comparamos, por un lado, el número de horas dedicadas a internet, a las redes sociales, a las compras en línea, a las reuniones virtuales, al teletrabajo y una infinidad de actividades en red; y por otro, el tiempo dedicado a la lectura reposada, al diálogo intrafamiliar, al cultivo de un huerto urbano aunque sea en macetas y otras tareas menos vertiginosas –que no son un privilegio de clase, como afirman algunos, sino una actitud vital de querer hacerlo– es indudable la supremacía de las primeras.
El mundo, en su dimensión económica y desarrollista, no se ha detenido, apenas ha aminorado la marcha. La vida, en su dimensión cultural y psicológica, tampoco ha parado. Los gobernantes no están pensando en cómo cambiar los modelos productivos a favor de la conservación, sino en cómo poner a funcionar nuevamente la maquinaria para recuperar el tiempo perdido. Los pensadores, que advierten del peligro de volver al ritmo de producción y consumo anteriores, ocupan un espacio marginal en el torrente de información en línea.
Millones de personas conectadas en busca de entretenimiento para sobrellevar la dura prueba que la vida les ha puesto –la de encontrarse consigo mismas– no parecen terreno fértil para un pensamiento renovador. La sociedad del espectáculo incluso ha presentado, como en un juego de apuestas, la tesis optimista de Slavoj Zizek –de que el virus le ha asestado un golpe mortal al capitalismo– versus la pesimista de Byung-Chul Han –de que el virus, más bien, ha fortalecido el aislamiento y el control social– y sus adeptos solo se preguntan quién ganará.  
La pregunta, creo yo, que corresponde a estos momentos es cómo desarrollar en el plano personal una actitud frente a los tiempos que se avecinan. O nos tomamos la pandemia como una contingencia que tenemos que superar para continuar con el modo de vida –de máxima producción y consumo– o la tomamos como un llamado de alerta mundial a construir otro –con menos explotación y más distribución– que prolongue la vida en el planeta. La decisión es personal, pero el efecto es colectivo. En ese sentido, las tecnologías son una herramienta poderosa para la transformación social.
Si las multitudes físicas de las calles, los estadios, los mercados han devenido en ecosistemas peligrosos para la salud, las multitudes virtuales pueden llegar a ser igual de nocivas para la reflexión y el entendimiento. La cantidad de noticias falsas, rencillas políticas, prejuicios raciales, nacionalismos anacrónicos que inundan las redes sociales destruyen la psiquis. Cada acción irresponsable en el mundo virtual genera una energía destructiva en el mundo material y tangible.
Sin embargo, desde otros campos de esa misma sociedad –conectada y fragmentada a la vez– resurge la solidaridad, el sentido comunitario. Un grupo de mujeres esmeraldeñas fabrica en dos días más de mil mascarillas para cubrir un barrio entero y varios hospitales; decenas de camionetas llenas de ramas de eucalipto y papas bajan desde las comunidades de Chimborazo para auxiliar a los habitantes de Guayaquil; un ganadero de Saraguro reparte doscientos litros de leche entre las familias que no pueden salir a trabajar; una organización de profesores de la Universidad Central distribuye mascarillas y guantes a los médicos abandonados por el Estado…
El soporte emocional para superar el confinamiento no depende de la cantidad de canales habilitados por la televisión de cable. La vocación por la vida está en la llamada de un vecino a otro para saber si amaneció bien esta mañana. La pandemia no será menos dañina por la cantidad de películas que podamos ver en Netflix. La batalla contra el virus se gana cuando compartimos una canasta de alimentos con una familia a la que le hace falta y así evitamos que se exponga para conseguirla. Dicho de otro modo, la sanación –personal y colectiva– no está en la fuga hacia afuera que nos proporciona el entretenimiento y la industria del espectáculo, sino en el viaje hacia adentro que nos aporta la conciencia de lo que estamos viviendo.
La energía de la resistencia contra este y los próximos virus se basa en esa mínima transformación individual, en esa potencia viva y, sobre todo, en esa apuesta por el futuro capaz de alcanzar su máxima intensidad en las multitudes sitiadas de nuestro tiempo.

domingo, 22 de marzo de 2020

El Tiempo, viejo tirano


Por Gustavo Abad
Antes de esta pandemia de coronavirus que nos obliga a permanecer en nuestras casas, el tiempo parecía estar organizado de manera pragmática. Horarios, cronogramas, semestres, horas de entrada y de salida… Todo aquello a lo que conocemos como el devenir daba la impresión de poder ser controlado, medido, en suma, moldeado según nuestros deseos. Hoy, durante el séptimo día de confinamiento, cuando decido escribir esta columna, esa noción matemática y productivista del tiempo comienza a diluirse.
El tiempo ahora, en la redescubierta experiencia del encierro y del encuentro con uno mismo, parece volverse inasible, volátil, reacio a someterse a esas pequeñas y mezquinas jaulas de cronometría que sirven para organizar la vida ordinaria. El tiempo, como puedo sentirlo en el silencio de este mediodía, bajo este azul profundo de un domingo soleado en Quito, ha recobrado su inconmensurable dominio sobre las cosas.
Las palabras “antes” y “después”, que solemos usarlas para los hitos más pedestres de nuestras vidas, adquieren en estos días una dimensión pocas veces concientizada en lo que hasta hace poco denominábamos la “normalidad”. Hay que ver en nuestros propios ojos la sombra de nostalgia y de culpa cuando queremos hacernos cargo del pasado y decimos cosas como: “de no haber destruido tanto el planeta…” o “si nos hubiéramos detenido a tiempo”. Hay que ver, así mismo, el gesto mal disimulado de incertidumbre y de miedo cuando nos preguntamos, de cara al futuro: “¿y si no salimos de esta…?” o “¿aprenderemos a vivir de otra manera cuando esto pase?”.
Varados en nuestro encierro físico, nos asalta la inquietud metafísica de ocupar un punto que parece ser la mitad de todo y de nada a la vez, el punto medio del infinito, y no sabemos si nos corresponde evocar un tiempo pasado del que siempre hemos dicho “nunca fue mejor” o imaginar un tiempo futuro del que hemos repetido “nunca se sabe”.
El tiempo hasta ahora estaba degradado, sometido a la servidumbre de la ilusión productivista, del embrujo desarrollista, desde la programación de los trenes hasta el plazo fijo de los bancos, desde la reserva del boleto de los aviones hasta la fecha de caducidad del yogur. Pero en estos días ha recuperado su sitial. Ha vuelto a tener nombre propio. Es el gran personaje de estos días aciagos y hay que nombrarlo así: el Tiempo, con mayúscula.
Entonces, el Tiempo se ha echado sobre nosotros y nos envuelve con esa sustancia fina y transparente, sin bordes ni texturas, sin peso ni densidad, de la que yo me imagino que está hecho. No sabemos cuánto durará esto. Estamos a mereced del Tiempo como lo hemos estado siempre sin mayor conciencia de estarlo.
La única tabla de salvación a la que podemos asirnos en medio de tanta desorientación es la memoria, esa obstinada reserva de conciencia de nosotros mismos a la que acudimos, de vez en cuando, en busca de alguna respuesta.
El Tiempo, señor de todos los archivos, maestro de todas las escrituras, dueño de todos los relatos, nos mira con desdén cuando intentamos –insignificantes de nosotros– encontrar una explicación a todo esto. Las guerras, las pestes, las hambrunas, las sequías, las inundaciones… Todo nos ha pasado sin que aprendiéramos nada.
El Tiempo, amo de todos los mundos, ya no se parece en nada al viejecito bondadoso de barba blanca, calva pronunciada y clepsidra en mano que nos mostraba, en unas láminas de cartulina, mi profesora de segundo grado. El Tiempo reaparece en estos días como un anciano, sí, pero de mirada fría y penetrante en cuyo fondo no quedan ni rastros de compasión.
Es que el Tiempo lo ha visto todo y nada lo asusta porque, a su edad, ya está curado de todos los miedos. Ha visto cómo la humanidad se viene matando a sí misma desde épocas remotas de las que casi nadie se acuerda, pero el Tiempo sí, porque en aquella tarde en medio del desierto, cuando se consumó el primer crimen de un ser humano sobre otro, el Tiempo ya era viejo.
Por eso desprecia los ridículos intentos de las generaciones de momificarlo en los museos, de estacionarlo en los archivos, de domesticarlo en los horarios. Al Tiempo no le hacen gracia los cuentos ladinos de los historiadores y apenas se conduele de los arqueólogos. Le repugna el cronómetro que marca la muerte y resurrección de las acciones en las bolsas de valores.
El Tiempo sabe que, desde nuestro primer día sobre la tierra, no hemos parado de matarnos unos a otros. Ha visto transformarse el mundo, separarse los continentes, secarse los lagos, inundarse los valles, crecer las selvas, morir las selvas, formarse los glaciares, derretirse los glaciares, pero los seres humanos no han cambiado.
Hubo épocas buenas en las que el Tiempo se sintió ilusionado, tuvo la tentación de aplaudir: el fuego, la rueda, las semillas, la escritura, el libro, el canto, la música, los cuentos, la pintura, los barcos, el cine, el amor, el fútbol, la hamaca… Pero también de las otras: las Termópilas, las Cruzadas, el sitio de Constantinopla, la invasión de América, la caída de Tenochtitlán, Crimea, las dos guerras mundiales, Hiroshima, Auschwitz, los gulags, Ruanda, los Balcanes, las Torres Gemelas…
Todo lo ha visto el Tiempo. Por eso, ya nada lo conmueve. El Tiempo parece querer vengarse de tantas y tantas veces que nos ha viso cometer el mismo error y repetirlo sin aprender.
Frente a sus ojos han pasado la peste negra, las viruelas, el cólera, la fiebre amarilla, las gripes –española, rusa, japonesa–, el sida, la gripe porcina, el ébola, el SARS, el cólera otra vez, el ébola otra vez, y ahora… Por eso el Tiempo mira todo con indiferencia, con un frío desprecio hacia las gentes de todas las edades.
Nosotros, mientras tanto, nos morimos de miedo. Pensamos que somos los primeros y los últimos en vivir una cuarentena, que nuestra experiencia es única, que a los adolescentes no los matará el virus sino el aburrimiento, que el teletrabajo es nuestro mayor sacrificio por el bien de la humanidad. Y el Tiempo, que ha visto morir a millones por causa de la infinita maldad de la especie, ya no tiene paciencia para contemplar nuestro drama.
El Tiempo, viejo tirano, se encontraba distraído esta mañana de domingo, derrochando las pocas horas de sol y de hermoso cielo quiteño que puedo atrapar desde el balcón de mi casa. Y pensé –iluso de mí– que la respuesta a todo esto había que dejársela al Tiempo. Pero el anciano no dijo nada.
Al principio pensé que su mutismo se debía a que nos quería torturar con la idea de que tendremos que pasar así, en condición de sobrevivientes, los próximos ¿diez? ¿veinte? ¿cincuenta años? en un estado de sitio que ya no será la excepción sino la rutina.
Me quedé esperando a ver si reaccionaba, pero se mantuvo en silencio. Ahora estoy seguro que ni el mismo Tiempo sabe cuándo será el fin de esta carrera de locos. 

martes, 21 de enero de 2020

Literatura que cuenta


Por Gustavo Abad
Un buen escritor no es el que escribe más. Todo lo contrario, un buen escritor es a quien escribir le cuesta mucho más que a los demás. La definición no es mía, sino de Leila Guerriero. Bueno, tampoco es suya, porque en realidad ella dijo que Javier Cercas dijo que fue un editor alemán quien dijo eso… Y debe ser cierto, porque hasta llegar a estas páginas ha pasado por muchas bocas, por muchos préstamos, y no ha perdido su sencillez ni su claridad aforística.
Entonces una tarde de estas, en que el verano quiteño no termina de irse ni el invierno termina de llegar, comienzo a leer un precioso libro titulado Literatura que cuenta y en sus 231 páginas solo puedo encontrar un coro de voces que confirman la definición arriba citada. Yo solo agregaría que un buen escritor es también aquel que le muestra al lector las angustias de su oficio, que no le oculta las vértebras torcidas de su esfuerzo, que le abre las puertas a las cocinas de su escritura.
Este libro se compone de diez entrevistas a igual número de escritores de literatura sin ficción, como se dice ahora, o de periodismo narrativo, como se ha dicho por mucho tiempo y a mí me parece más acertado. Su autor, el periodista y catedrático español Juan Cruz Ruiz, nos acerca no solo al mundo personal y narrativo de los mejores cronistas hispanoamericanos, sino que también nos ofrece una lección del arte de entrevistar, de la habilidad para estimular la inteligencia del otro mediante el diálogo y obtener de allí una revelación, un dato inesperado, un detalle oculto de su personalidad.
Otro gran exponente de este género, el argentino Jorge Halperín, dice que una entrevista es buena cuando ha conseguido un delicado equilibrio entre información, testimonio y opinión. El mérito de Cruz Ruiz es doble porque logra ese equilibrio con unos escritores que, aunque se han destacado más como cronistas y novelistas, también son unos sagaces entrevistadores y saben a lo que se meten cuando aceptan una.
Por este juego entre dos mentes pasan tipos admirables como el mexicano Juan Villoro, quien cree que su amor por la narración y la lengua española se debe en gran parte a su experiencia de niño en un colegio alemán, donde el español era la lengua proscrita, por tanto, la lengua de la libertad, la que se hablaba en el recreo, que es la cumbre de la libertad de todo escolar. O sea, sin recreo no habría Villoro. Pero tampoco habría Villoro sin los narradores deportivos de su infancia, que eran capaces de reinventar cualquier partido mediocre y convertirlo en la guerra de Troya, como los recuerda ahora.
Más adelante, Martín Caparrós cuenta que en sus inicios como reportero tuvo como jefe nada menos que a Rodolfo Walsh. Sin embargo, no puede decir que aprendiera mucho del autor de Operación masacre porque este estaba tan concentrado en su propio trabajo, tan obsesionado con la exactitud del dato, con la frase adecuada, que no tenía tiempo de revisar el trabajo de los demás. Pero cualquiera que lea esa obra fundacional entenderá que toda la enseñanza de su autor está concentrada ahí. Eso lo entendió Caparrós después, cuando escribió una crónica en la que demostraba que por cada policía muerto en enfrentamientos armados morían treinta y tres delincuentes. La historia se publicó sin firma y los lectores pensaban que la había escrito Walsh.
Como son diez los entrevistados y no se puede hablar de todos porque la escritura también es un ejercicio de selección, que a veces puede ser doloroso e injusto, voy a consignar aquí algunas de las otras voces de este diálogo diverso, como Jorge Fernández, Héctor Abad Faciolince, Josefina Licitra, Manuel Vicent, y para que el lector haga su parte también.
Hay diálogos a modo de confesión, como el que ofrece Elena Poniatowska, protagonista y testigo de otros tiempos del periodismo, de otra ética, de otra estética. Desde la autoridad de sus 87 años, Poniatowska recuerda la época en que se convirtió en una cronista peligrosa luego de La noche de Tlatelolco. Cada día se estacionaba frente a su casa un carro policial para vigilarla y ella bajaba muchas veces a ofrecerles café a sus ocupantes, que le agradecían porque se dormían de cansancio.
Para terminar este comentario, vale otra indagación acerca de la inagotable relación entre literatura y periodismo. Alberto Salcedo Ramos sostiene, y lo recalca en esta entrevista, que ya es hora de dejar de usar la palabra literatura como sinónimo de ficción solamente. Cuando algún lector entusiasmado le pregunta: “¿cuándo vas a dar el salto a la literatura?”, el cronista colombiano contesta: “pero si yo hago literatura, colega, solo que no es literatura de ficción”.
En lo personal, me quedo con la explicación del español Juan José Millás. Lo cito para no traicionarlo: “el periodismo me ha dado tanto, no ya en el sentido de que ha ocupado mi tiempo y me ha permitido vivir de ello –que también– sino que con el periodismo he experimentado mucho y gran parte de esos experimentos los he llevado luego a mi literatura. Mi literatura sería distinta y sin duda peor sin mi periodismo. Y mi periodismo no tendría las virtudes que tiene sin mi literatura. Son dos territorios que se han enriquecido mutuamente, es como si me dijeras: ¿imaginas tu vida sin una pierna? No, son las dos las que me han llevado a un sitio, no puedo imaginar mi vida sin el periodismo, mientras esté activo, de un modo u otro haré periodismo”.

Cruz Ruiz, Juan. 2016. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.231 páginas

miércoles, 9 de octubre de 2019

La aporía de un país bajo las bombas lacrimógenas


Por Gustavo Abad
Esto se veía venir, lo que no se podía anticipar era el cómo y el cuándo. Un gobierno como el de Lenín Moreno, que nació deslegitimado por fundadas sospechas de fraude en las elecciones de 2017, tenía que enfrentarse algún día con su mayor debilidad: ocupar el poder, pero carecer de autoridad.
Rota su complicidad de diez años con el correísmo, la banda delincuencial más grande que ha gobernado al Ecuador –el expresidente Correa está prófugo, el expresidente Glass sigue preso, mientras otros jefazos guardan arresto domiciliario o se refugian en paraderos desconocidos– Moreno no vio otra salida, para sostener su difuso plan de gobierno, que buscar el apoyo de la derecha empresarial, paradójicamente, la mayor beneficiada por el correísmo.
El discurso anticorrupción de Moreno al inició de su mandato le permitió comprar tiempo y mejorar considerablemente su capital simbólico para gobernar con relativa tranquilidad sus dos primeros años. Después se diluyó misteriosamente.
Fue entonces cuando sus nuevos aliados comenzaron a cobrarle su apoyo interesado. Los acuerdos con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, concretados a inicios de 2019, solo confirmaron el proyecto neoliberal del gobierno y crearon el estado de ánimo para la rebelión de diversos sectores sociales.
En este momento a nadie le interesa debatir acerca de la racionalidad técnica de las medidas económicas del pasado 30 de septiembre –eliminación del subsidio a los combustibles, flexibilización laboral, reducción de vacaciones y de sueldos, etc.– porque en la política no rige tanto la racionalidad como los imaginarios. Y en el Ecuador el imaginario asociado a la palabra paquetazo es el de la protesta callejera, las llantas quemadas, la represión policial, la indignación popular.
Ni Moreno ni sus ministros tuvieron la capacidad de entender esa dimensión de la política y mucho menos de imaginar medidas de compensación para atenuar el golpe que iban a asestar. Su error no es técnico sino político. Por eso repitieron el viejo libreto de anunciar el paquetazo como si nada y, al primer brote de inconformidad, responder con la declaración del estado excepción y una represión desmesurada, comparable solo con los días más atroces del correísmo.
Al fin y al cabo, Moreno es heredero de Correa, la cara complementaria de la misma moneda. No hay traición entre ellos ni divergencia de ideales, sino bronca por un mal reparto del negocio.
En el Ecuador vivimos una aporía en toda regla, una situación desesperante en la que, hagamos lo que hagamos, vamos a perder. El desprestigio del gobierno de Moreno podría hacer reflotar la figura de su antiguo jefe y eso buscan ahora mismo sus adeptos mediante la estrategia de generar violencia en las calles. Por eso es necesario identificar quién es quién en todo este estado de cosas demencial.

  1. El movimiento indígena recupera espacio y movilización
Golpeados por tantos años de represión y cooptación de sus dirigencias, desgarrados por luchas internas e infiltrados por oportunistas, los movimientos sociales han requerido en los últimos años más energías para sobrevivir que para liderar un camino hacia un país mejor.
De todos ellos, el movimiento indígena, el de mayor incidencia política desde el retorno a la democracia y también el más perseguido y reprimido por el correísmo, cuenta todavía con una base bien organizada, a juzgar por la capacidad de movilización de los últimos días.
Su presencia en las calles de Quito evoca los momentos de su mayor auge en la década de 1990 y primeros años 2000. De hecho, si alguna fuerza social va a resultar determinante en el desenlace –cualquiera que sea– de esta rebelión popular, es justamente la de las organizaciones indígenas.
No obstante, se trata de un actor con pronóstico reservado, con dirigencias todavía confusas, con mayor capacidad reactiva que programática. Una densa maraña de intereses cruzados impide aseverar con alguna certeza cuál será su derrotero.
Otros, como el ecologismo y el feminismo, que han ganado mucho espacio en los últimos años, no alcanzan todavía la incidencia que ojalá lleguen a tener pronto en la vida pública.
Mientras tanto, vivimos la aporía de un país obligado a mirarse a sí mismo en medio de una nube de bombas lacrimógenas.


  1. La estrategia del correísmo es el cinismo
Varios dirigentes del anterior gobierno quieren aprovechar esta ola de inconformidad popular para posicionar una falsa imagen de luchadores sociales. En estos días aparecen personajes como Virgilio Hernández, Gabriela Rivadeneira, Paola Pabón, entre otros, que quieren pasar como abanderados de la protesta.
Hace poco más de dos años, cuando detentaban el poder, condenaban cualquier manifestación en las calles. Para ellos, todo brote de rebeldía popular era sinónimo de terrorismo y desestabilización. Quienes ahora se quejan de la violenta represión del gobierno morenista, hace menos de tres años aplaudían los balazos del régimen correísta.
Cualquier persona honesta tiene dudas en la vida. Los correísta no las tienen. Su estrategia es el cinismo, ese salvoconducto psicológico que se compran algunos para ir por el mundo sin que les asome en la cara el menor rastro de vergüenza.

  

3.            A los choferes solo les importan los choferes

Intento rastrear en la historia de las luchas sociales algún acto de solidaridad de los choferes con otros sectores y no lo encuentro. A los señores del volante solo les importan sus propios intereses.
Durante el gobierno correísta, las principales organizaciones del transporte (buseros y taxistas) ejercieron como sus mejores aliadas. Participaron en las campañas electorales del oficialismo con gente y vehículos. Así obtuvieron exoneraciones de impuestos, subsidios para combustibles, reducción de las normas de seguridad, disminución de los controles en las carreteras y, lo peor de todo, impunidad para su conducta asesina en las calles y rutas del país con un promedio que supera los mil muertos cada año.
Los transportistas solo piensan en ellos. Una vez que obtienen sus beneficios particulares se olvidan de los demás. Dicen que luchan por el pueblo, pero lo maltratan todos los días en sus carros de la muerte.


  1. Varios medios privados se traicionan a sí mismos
Resistir durante diez años el asedio de un gobierno enemigo de los medios y del periodismo requiere valor e inteligencia. Dilapidar en pocos días ese capital simbólico ganado a fuerza de revelar la corrupción en las altas esferas del poder es una extremada torpeza. No puedo asegurar que todos, pero al menos Teleamazonas y Ecuavisa han dado muestras de ella.
El enfoque oficialista de sus informaciones es un retroceso en el terreno ganado en los últimos años por muchos medios y periodistas, que le ofrecieron al país pruebas innegables de la importancia social de su trabajo. Hablar en sus noticieros de los beneficios de la eliminación de impuestos a las computadoras mientras ignoran la represión policial y militar en las calles y comunidades los acerca al poder y los aleja de la sociedad.
Así, varios medios ofrecen en bandeja los argumentos que necesitan los detractores del periodismo para denostar de su función en la vida pública. Unos más, otros menos, esos medios reproducen en esta coyuntura lo que los medios públicos hicieron durante el gobierno anterior y el actual: informar desde la agenda del poder y no desde las demandas de la sociedad.

  1.  Las redes sociales y la interrogante del periodismo ciudadano
La premisa más difundida en este y en otros momentos de gran tensión política es que, a falta de una cobertura eficiente de los medios tradicionales, las redes sociales llenan ese vacío. Eso puede ser cierto, pero solo de manera parcial. No cabe duda de que las redes sociales ayudan a democratizar la información en la medida en que cualquier persona puede transmitir su propia versión de los hechos desde cualquier lugar sin pasar por el filtro de una edición. De acuerdo, pero así como nadie controla nada, nadie se hace cargo de nada.
Por cada información certera que circula por las redes sociales hay que descartar otra o más informaciones falsas –declaraciones inventadas, titulares modificados, fotos descontextualizadas, datos alterados, noticias de otros países, de otras épocas…etc.– que no ayudan a entender lo que pasa y solo aumentan la confusión.
Cuando alguien promovió la idea de periodismo ciudadano seguramente tenía buena intención, pero confundió información con periodismo que es como confundir comida con alimentación. El periodismo es un relato de lo social que se basa en la información y se ajusta a normas de verificación, contrastación, contextualización y narración especializadas. El periodismo es bueno cuando se ajusta al rigor informativo y malo cuando oculta lo que pasa o dice lo que no pasa. Y eso nada tiene que ver con que circule por los medios tradicionales o por las redes sociales.


Nupcias o cómo ser uno y todos a la vez



Por Gustavo Abad

Cuando Susan Sontag planteaba que la interpretación muchas veces es un acto de venganza del intelecto contra el arte, no quería negar el valor de las ideas, sino destacar la potencia de la forma en sí misma. Proponía así liberar a las obras de arte del pesado ropaje conceptual con que suelen recubrirlas los críticos y volver a la experiencia sensorial.
De todos modos, la experiencia general del espectador, ya sea desde la pura impresión sensorial del arte o desde la irresistible tentación de interpretarlo, deambula por un amplio e impredecible territorio en el que reside gran parte de su riqueza: el de las preguntas.
Quizá por ello, el coreógrafo francés Sylvain Huc imaginó una obra a partir de una sucesión de preguntas disparadoras acerca de la relación entre el individuo y el colectivo, entre el cuerpo personal y el de la multitud. Y procura responderlas en Nupcias, una creación colectiva que puso en escena recientemente con el elenco de la Compañía Nacional de Danza (CND) en varios escenarios de Quito.
¿Podemos renunciar a nuestra soberanía individual y encontrar otra fuerza para actuar?, se pregunta, entre otras cosas, el director. Y la respuesta –siempre provisional, siempre exploratoria– es una serie de movimientos con que los 17 bailarines materializan en el espacio físico del escenario el eterno dilema de ser uno y todos a la vez.
El cuerpo es la unidad mínima con que se manifiesta el ser humano en el mundo y las multitudes son su estado de máxima intensidad colectiva. Por eso, Nupcias puede ser descrita como un persistente viaje de ida y vuelta entre la autonomía personal y la subordinación grupal.
La vida contemporánea y, dentro de ella, un arte tan corporal como la danza, se organizan a partir del modo con que cada individuo establece las distancias y las cercanías con los demás. En otras palabras, es en el cuerpo donde se concentra la suma de expectativas entre uno y el resto: saber cuándo mostrarlo, cuándo ocultarlo, cuándo exponerlo, cuándo protegerlo…
En Nupcias, los bailarines de la CND ponen su cuerpo al servicio de esas preguntas, se colocan en el centro del experimento, y alcanzan un efecto evocador del funcionamiento social. El cuerpo, en este caso, se pone en evidencia como el elemento central de un juego permanente entre las fuerzas controladoras y los impulsos liberadores que rigen la vida.
La tradición racionalista ha alentado durante siglos la supremacía de lo individual sobre lo colectivo. El arte, y en este caso la danza, propone una ruptura de esta fórmula jerárquica. En el trabajo grupal, el cuerpo individual entabla infinitos intercambios con los demás. La energía de unos se transmite a otros y cada cuerpo se reafirma como vehículo de la experiencia.
Por eso, y volviendo a la idea provocadora de Sontag, se podría decir que en Nupcias no son los conceptos los que definen ni, mucho menos, justifican la obra, sino que son los cuerpos los que se autorizan a sí mismos y nos ayudan a los demás a entender el mundo o al menos la parte de mundo que nos toca.