domingo, 12 de julio de 2009

Cuando faltan pensadores sobran publicistas

Por Gustavo Abad
Hace varias semanas que algunos medios privados le venden al público el espejismo de que la libertad de expresión en el Ecuador se encuentra amenazada porque, entre otras cosas, dicen que el gobierno controla 15 medios. Como si el poder económico no controlara lo mismo pero multiplicado por diez, por cien o por mil, según el espacio local, regional o mundial donde hagamos la comparación.

Pero nadie explica qué quieren decir con eso de controlar, y ahí comienza la distorsión, porque no hacen la diferencia entre lo que significan los medios bajo administración estatal (algunos de ellos como resultado de la incautación de bienes a los banqueros corruptos); los órganos de difusión oficial (impresos o audiovisuales producidos por entidades públicas); los medios estatales (que surgen de la decisión histórica de incluir a la información como un bien público y un derecho garantizado por el Estado); y los medios públicos (ese nivel ideal al que se supone deberían llegar los estatales luego de superar las taras heredadas de la cultura periodística impuesta por los privados).

El falso dilema consiste en plantear un tema de manera tramposa y muchos medios privados lo hacen cuando, por ejemplo, ponen en un mismo saco a El Ciudadano y El Telégrafo. El primero es un órgano de difusión y propaganda de las actividades del gobierno, que se emite desde la Presidencia de la República. Contiene mucha información pero nada de periodismo. El segundo es un medio de comunicación estatal que tiene la misión de convertirse en un medio público. Y para serlo no basta solo con hacer visible la diversidad social y cultural, sino facilitar su intervención política. Tampoco es suficiente ensayar otras narrativas, sino también otras prácticas periodísticas. Es necesario cambiar viejos esquemas de relación interna –como los que dan lugar a un jodido desequilibrio regional– que pueden resultar más explosivos que los mal intencionados ataques externos, por mencionar un problema latente.

En otras palabras, estar bajo administración del Estado no es lo mismo que ser estatal, y ser estatal no es lo mismo que ser público, y nada de eso es lo mismo que estar bajo control del gobierno, como afirman ciertos medios bajo control de los empresarios.

Por eso resulta chocante otro falso dilema, planteado esta vez por el gobierno, de creer que la única información confiable es la oficial. Esta semana salió de la congeladora una instancia que había quedado fuera de juego hace más de un año, la Secretaría de Comunicación que, según las primeras informaciones, tiene la misión de conformar un Consejo Político de Comunicación y una Agencia de Noticias Gubernamental. Ese no es el problema porque entre las atribuciones del gobierno está la de tener canales de información. El problema, mejor dicho, el peligro es que comience a ganar terreno la intención de muchos altos funcionarios de crear una maquinaria de propaganda oficial y tratar a toda costa de meter en ella a los medios que están en camino de ser públicos. No en vano por estos días zumban las consultas a periodistas que podrían estar dispuestos a hacerse cargo de esos medios con la condición de sumarse a semejante bodrio.

Al parecer hay funcionarios que no entienden la diferencia entre comunicación y publicidad. O quizá la entienden muy bien y por eso mismo se hacen los que no saben. La comunicación nos ayuda a reconocer nuestro lugar en el mundo mientras la publicidad nos conmina a responder a ciegas a los estímulos. La comunicación nos habilita como ciudadanos y la publicidad nos encasilla como consumidores. Si algunos medios privados confunden el control de su calidad informativa con un atentado a la libertad de expresión, algunos funcionarios confunden comunicación con propaganda. La comunicación sirve para buscar y proponer nuevas formas de vida. La publicidad sirve para ganar elecciones. El síntoma de que a un gobierno le faltan pensadores es cuando le sobran publicistas.
El Telégrafo 12-07-2009

sábado, 27 de junio de 2009

Ajuste de cuentas y otros vicios

Por Gustavo Abad
Sin más preámbulos, dos vicios periodísticos que cobran vigencia en estos días.

1. Ajuste de cuentas
Que los medios estatales desarrollen un proceso que los convierta en verdaderos medios públicos es una demanda social irrefutable. Por supuesto, ya que no solo operan con recursos de todos, sino que también manejan un bien de todos, como es la información. Exigir que estos medios pongan en práctica sistemas de transparencia y rendición de cuentas, no solo económicos sino de procedimientos internos, es parte de este proceso. Pero esa es una cosa, y otra muy distinta es la campaña de desprestigio a los medios públicos, especialmente contra El Telégrafo, emprendida por varios medios privados. Por ejemplo, el informe de un diario guayaquileño, basado en gran parte en una práctica muy arraigada en la cultura periodística, que todos los tratados de investigación recomiendan evitar, conocida como ajuste de cuentas.

En el Ecuador, muchas veces el periodismo de investigación −expresión mal usada pues, en rigor, toda forma de hacer periodismo exige un mínimo de investigación− comienza, no exclusiva pero sí mayoritariamente, en un ajuste de cuentas. La versión de alguien que se considera afectado por otra persona o institución siempre resulta oro en polvo para un investigador. El problema no está ahí, sino en otorgarle a esa versión el cien por ciento de credibilidad y publicarla sin contrastar con la de quien se pretende investigar. Eso descalifica la investigación y la convierte en mala intención.

Algunos medios privados acusan a los públicos de algo que ellos mismos practican. Varios reporteros de mi generación pueden dar cuenta de más de un editor o editora que consultaban durante horas a una poderosa embajada la conveniencia o no de publicar algo relacionado con el Plan Colombia o la Base de Manta, por si resultaba ofensivo para ese país. ¿Alguien ha investigado sobre esa manera de negociar un bien público como la información? Un principio fundamental de la investigación periodística es tener siempre puesto el ojo en el lugar del poder, no en el ajuste de cuentas. ¿Algún medio privado ha investigado o ha exigido transparencia a uno que, según la versión gubernamental, pertenece a empresas domiciliadas en paraísos fiscales solo con el fin de evadir impuestos en el Ecuador? Que sean transparentes los medios públicos, pero que comiencen por serlo los privados, porque de ellos proviene la cultura de la industria mediática dominante en este país.

2. “Instantaneísmo”
En la televisión existe una esquizofrenia llamada “en vivo y en directo”, ese impulso irreflexivo de ser los primeros en informar, de anotarse un “golpe” contra la competencia, como si para el público ver fuera igual a comprender. Alertados de que la muletilla ya resulta obsoleta, ahora los presentadores hablan de transmitir noticias “en tiempo real”, expresión más elegante, más eufemística también, pero una práctica igual de nociva para lo que se supone que es tarea del periodismo: buscar el significado de los hechos mediante una contextualización adecuada.

Ese inmediatismo del que pocos se salvan convierte al periodismo en “instantaneísmo”, o sea en el privilegio de las emociones y no de las reflexiones. Llegar primero es la consigna. Nosotros le mostramos la realidad y, si no la entiende, allá usted con su ignorancia, es el mensaje no dicho, pero asumido sin cuestionamientos en los medios televisivos. A la larga, esta doctrina efectista y utilitaria se vuelve contra esos mismos medios. Teleamazonas acaba de recibir una segunda sanción en pocas semanas, esta vez por haber transmitido la noticia de un supuesto centro clandestino de conteo de votos durante las elecciones de abril. Según el Conartel esa noticia contraviene la Ley de Radiodifusión y Televisión, que prohíbe transmitir información basada en supuestos. El argumento de un funcionario del canal confirma la cultura inmediatista: “No transmitimos la información basada en supuestos, era real lo que estaba pasando y eso se transmitió en vivo y en directo”.

Si dejamos por un rato de lado la consideración de que las entidades estatales no son las más calificadas para regular los contenidos de los medios o que el posible cierre de Teleamazonas sería una medida desmesurada, lo que en esencia pone al canal al borde de una tercera sanción es haber seguido el juego-negocio de la televisión, que consiste en convertir al periodismo en “instantaneísmo”.
El Telégrafo 28-06-2009

La sanción del público

Por Gustavo Abad
Casi todos los que se convocaron hace dos semanas frente al Consejo Nacional de Radio y Televisión (Conartel) son jóvenes de un colectivo llamado DiablUma, que se dedican al activismo cultural hace varios años. Estaban ahí para exigir a esa entidad de control que ratificara la sanción impuesta a Teleamazonas por transmitir imágenes de las corridas de toros en horario no autorizado durante el último aniversario de la fundación española de Quito, algo que ellos se niegan a celebrar con un argumento irrefutable: las masacres no se celebran.

Fueron precisamente los DiablUma junto con Protección de Animales Ecuador (PAE) las organizaciones que a fines del año pasado pidieron a la Defensoría del Pueblo que tomara medidas para proteger especialmente a los niños de las imágenes sangrientas de la llamada fiesta brava. La demanda pasó administrativamente hasta el Conartel, que emitió la resolución 5377 de noviembre de 2008 en la que prohíbe la transmisión de escenas de violencia y crueldad derivadas de las corridas de toros.

Dicho de otro modo, la sanción al autodenominado “lindo canal” no se origina en una retaliación del poder político por tratarse de un, también autodenominado, “medio crítico” sino en la acción de la sociedad civil organizada y movilizada en defensa de su derecho a contar con una televisión de mejor calidad. Ahí está la clave de este asunto. Por primera vez se logra una sanción real y efectiva a un medio, como resultado de una demanda de los consumidores que todos los días sufren mala televisión, porque hasta ahora algunos medios solo habían recibido sanciones morales de las audiencias.

Recordemos que hace cuatro años ese mismo canal recibió tal cantidad de críticas de los televidentes que se vio obligado a quitar de la programación una cosa llamada Jackass, uno de esos engendros de MTV en la cresta de la telebasura. No hubo ahí intervención estatal sino pura sanción ciudadana. Recordemos también que no fue el poder político el que rodeó el edificio de ese canal hasta obligar a sus reporteros a salir a las calles a informar lo que pasaba en ese abril cuando el país se deshizo de un coronel afiebrado. Fue el reclamo de la gente lo que los obligó a hacer su tarea aunque sea a regañadientes.

Pero volvamos al plantón frente al Conartel. Fue quizá la manifestación con mayor cobertura en torno a este tema. Llegaron todos los medios, todas las cámaras y los activistas enronquecieron de tanto hablar. Pero esa misma noche sus voces no aparecieron en casi ningún noticiero de televisión. Al contrario, la noticia dominante se refería a las manifestaciones de respaldo a Telemazonas. El cinismo se completó cuando, para ilustrar el montaje del apoyo masivo al canal, varios noticieros usaron la imagen de los que en la mañana pedían exactamente lo contrario: sanción. Al ver eso uno se pregunta ¿Ni siquiera el hecho de estar en el banquillo de los acusados aplaca en esos canales su impulso manipulador? ¿Alguno de los jóvenes, cuya imagen fue usada dolosamente, tiene oportunidad de reclamar? ¿Por qué ellos tienen que manifestarse en la calle mientras la pantalla queda para presentadores como Jorge Ortiz o Bernardo Abad, que en su reducido criterio se creen representantes de la libertad de expresión?

Entonces el tema del debate no son Los Simpson, ni Dragon Ball Z, como plantean los que le dibujan una mordaza al bobo de Homero en la revista Vanguardia. Sí es un tema de preocupación el hecho de que la regulación de los contenidos provenga de una entidad estatal como el Conartel, que está para administrar otros aspectos de la comunicación, menos los contenidos. Pero el tema central, el de valor histórico, que se juega en estos momentos es cómo garantizar que quien juzgue a los medios no sea un organismo oficial, sino social, comunitario, académico, cultural, etc., sobre la base de una proceso de lectura crítica que involucre principalmente a los usuarios. Los DiablUma ya están haciendo su parte y hay que enriquecer ese proceso.

El tema es la responsabilidad social de los medios, la demolición del mito de que tener un micrófono autoriza a ciertos presentadores a decir lo que les da la gana. El tema es construir otra relación con las audiencias. Y las audiencias, en el caso Teleamazonas, ya tienen su veredicto. Cuando Ortiz y compañía hicieron el sainete de sellarse la boca con esparadrapo, cientos de correos circularon con un deseo que es a la vez una sentencia: ojalá se quedaran así. Yo no diría tanto, aunque sí esperaría que le bajen los decibeles a su estridencia.
El Telégrafo 21-06-2009

sábado, 30 de mayo de 2009

El club de la pelea

Por Gustavo Abad
Trajinar varios años en los medios de comunicación enseña que lo que más circula por estos territorios son los mitos mal curados. Uno de ellos, que ni se cura ni se muere, es el de la neutralidad informativa, entre cuyos despojos todavía patalea el lugar común de que la buena información, para ser tal, solo tiene que cumplir con el binarismo mecánico de contar con las dos caras de la moneda: los promotores de una idea versus los detractores; el testimonio de la víctima versus la coartada del victimario; el oficialismo versus la oposición... Todo en un mismo plano aséptico y sin complicaciones. Y así, con ese simplón reparto de espacios, muchos medios creen pasar la prueba. El equilibrio siempre vale, pero no es tan simple ni tan mecánico, ni se relaciona sólo con el registro de los opuestos, sino con la lectura inteligente del contexto, de las relaciones de poder vigentes en ese momento, del lugar social de sus protagonistas, de sus cargas culturales.

Pero no solo los medios arrastran ese lastre que impide el fluir de las ideas. También el poder político parece mirar las cosas de la misma manera. Por ejemplo, la Secretaría de Transparencia de Gestión se halla empeñada en controlar el equilibrio informativo de los medios y usa para ello un método prehistórico que consiste en contar cuántos entrevistados cuestionan al gobierno y cuántos lo apoyan. Con esos datos esa dependencia decide qué medio hace bien su labor y cuál no. Como si todo el que critica estuviera en contra y todo el que concuerda estuviera a favor. No hay derecho, señores de la Secretaría, a empobrecer tanto el debate. Parece que, en lugar de ayudar a construir una conciencia crítica respecto de los medios, quisieran evitarla. Si piensan ayudar así, mejor no ayuden y no les regalen argumentos a los medios privados que están en campaña contra cualquier normativa para frenar sus privilegios. Para muchos de esos medios, cualquier intento de regulación de sus procedimientos, cualquier llamado a observar principios éticos significa una mordaza, un atentado a la libertad de expresión.

Los poderes político y mediático creen que ellos representan la única dimensión de lo público, como que no existieran otros circuitos sociales, otros espacios, como el de los ecologistas, los derechos humanos, los creadores artísticos, los jóvenes… donde toman forma los asuntos de interés público aunque no están dentro ni de la institucionalidad política ni de la maquinaria mediática. Empeñados en una batalla con hachas de piedra, medios y políticos parecen haber conformado una especie de club de la pelea, una dualidad reducida al enfrentamiento entre sí, como si el uno representara toda la política y el otro toda la comunicación. No hay para ellos otra dimensión de lo público que no sea la que los involucra directamente como en un juego de espejos y, si algún momento la reconocen, la miran con desprecio.

Ahora mismo existe una campaña mediática para distorsionar dos procesos gestados desde fuera de estos dos poderes. Ejemplo uno, el presentador de noticias de Teleamazonas, Bernardo Abad, aprovecha las imágenes de un operativo policial que muestran la detención de varios presuntos asaltantes para repetir la muletilla de que los derechos humanos solo defienden a delincuentes. Ejemplo dos, el entrevistador Félix Narváez, de Ecuavisa, invita al oficial Juan Zapata, el más mediático de los policías, para quejarse entre ambos de los ciclopaseos semanales en Quito bajo el argumento de que la ocupación de tantos uniformados en esta actividad recreativa, ambientalista y cultural los distrae de su misión de luchar contra la delincuencia. ¿Acaso cuando hay fútbol, conciertos, visitas de jefes de Estado, no montan operativos con miles de policías? Ahí nadie se queja. Lo vergonzoso es que en ambos casos los comentarios fachos no vienen de los policías sino de los periodistas.

Los errores del poder político tienen remedio porque hay muchas maneras de reclamar e impugnar lo que hacen los funcionarios públicos. En cambio los abusos del poder mediático no lo tienen todavía, a menos que exista alguna posibilidad de encontrar al cavernícola que parece les enseña periodismo a ciertos presentadores de televisión.
El Telégrafo 07-06-2009

sábado, 2 de mayo de 2009

Esos tipos no ven nada

Por Gustavo Abad
El hombre y su hija están en el centro de un semicírculo de gente golpeada por la tragedia. Ambos tienen cubiertos de lodo el rostro y las ropas. Una voluntaria de la Cruz Roja los mira impotente sin poder hacer nada, mientras una veintena de rostros dirigen su mirada sufrida hacia el padre, quien besa los ojos de su hija muerta…

La foto la tomó un tal Patrick Farrell y ganó con ella el Premio Pulitzer 2009 por su serie sobre las víctimas del huracán Ike y la tormenta Hannan, que asolaron Haití el año pasado y dejaron decenas de niños muertos porque las catástrofes tienen esa fatalidad de apuntarle a la vida de los niños.

Por alguna razón, que debe estar en el fondo de la insensibilidad humana, los trabajos ganadores de los grandes premios de fotografía, como el Pulitzer o el World Press Photo, corresponden a imágenes de dolor: madres desesperadas, cuerpos mutilados, niños… sobre todo niños muertos. Los fotógrafos que aspiran a esa consagración, emputecida por la exhibición del dolor ajeno, van por el mundo buscando los cuerpos sin vida de los niños. Los buscan con el ojo digital de su cámara, pero con el ojo enceguecido de su conciencia utilitaria.

A veces hay cosas que uno quisiera decir, pero alguien ya lo dijo de mejor manera. Entonces hay que hacerse a un lado y dejarlo decir.

“Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente cuando se han convertido en novelistas sentimentales y, desde su ancianidad, recuerdan los tiempos heroicos con las frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada…”

Gracias, Arcadi Espada, por expresar mejor que yo lo que intentaba decir.

Claro, tienen que estar ciegos para hacer su trabajo, porque si vieran más allá de lo que su fijación les permite, se les nublaría la vista y, nublada la vista, perdida la herramienta de trabajo.
Y no me vengan con que hay que mostrar el horror para no volverlo a cometer. Pretexto para fisgonear en el dolor de los demás. Peor con esa charlatanería pretendidamente intelectual de la estética de la violencia. Un niño muerto es un niño muerto. El dolor es infinito, pero sobre todo es íntimo, inviolable. ¿Se habrán preguntado los Patrick Farrell esos si el padre estaba dispuesto a que su dolor fuera exhibido junto con prisiones inmundas y trenes descarrillados, que también entran en el gusto de los famosos concursos?

Hace varios años, la periodista Alma Guillermoprieto, al hablar sobre lo que pasa cuando se usa el dolor ajeno sin observar obligaciones humanas, decía: “He visto fotógrafos muy machos que buscaban guerra y muertos durante años y hoy están en grupos de terapia. Es como si fueran veteranos de guerra sin los derechos emocionales que les concede la sociedad a los veteranos de guerra…”

Conozco un documental llamado War Photographer, sobre la vida de un tipo que se la pasaba del África a los Balcanes fotografiando la violencia y sus duelos en las aldeas más remotas. Se metía en cada casa donde le contaban que una madre estaba llorando al hijo que pisó una bomba. Decía estar cumpliendo su misión en el mundo, pero se declaraba incapaz de aceptar las hilachas de afecto que le quedaban desperdigadas cuando regresaba a algo que parecía ser su casa.

Esa manera robótica de objetivarlo todo, de hallar en cada víctima de la violencia un objeto de registro y no un sujeto de solidaridad es otra manera de violentarla, de negarle su humanidad. Si los Patrick Farrell que andan sueltos por ahí sintieran, como dice Arcadi Espada, la mínima implicación de una mirada, no podrían hacer su trabajo. No, esos tipos no ven nada.
El Telégrafo 03-05-2009

sábado, 25 de abril de 2009

Si la mala leche fuera delito...

Por Gustavo Abad
El hombre no puede sostenerse en pie. Intenta caminar pero vuelve a caer. A pocos metros, dos policías lo miran con atención pero no hacen nada.

-¿Qué pasa? –pregunta una mujer que camina por ahí y ha visto a esos mismos policías caerle a golpes al fulano hace pocos instantes.

- Nada, solo está desmayado por los gases que le echamos en la cara –contesta uno de los policías, como si hablara del clima.

- ¿Por qué hicieron eso?

- Es que el tipo estaba robando una bicicleta dentro de un condominio y, antes de eso, estaba asaltando a una señora.

- Bueno, pero por qué entonces no lo detienen – vuelve a preguntar la mujer, incrédula ante lo que mira y escucha.

- Porque ahora robar o asaltar ya no son delitos ¿acaso no ha visto las noticias? Además, la señora asaltada no estaba herida y, si no hay heridos, tampoco hay delito. Ya ve, no podemos hacer nada, sino darle su castigo nosotros mismos.

Los policías se van y el supuesto delincuente queda tendido por unos minutos sobre el césped de un parque al norte de Quito. Después se levanta y también desaparece. La granizada comienza a caer y todos los que vieron la escena corren a sus casas.

¿Quién les dijo a los policías que robar o asaltar ya no son delitos y, por tanto, no se castigan? ¿Así interpretan ellos las reformas al Código de Procedimiento Penal? Qué van a interpretar nada unos policías de barrio que se pasan la mayor parte del día mirando el fútbol y las telenovelas. La versión de que asaltar y robar está permitido la vieron en los noticieros de televisión y la leyeron en algunos periódicos, que se dedicaron en las últimas semanas a escandalizar sobre el tema con el mismo gusto con que un pirómano se regodea con el incendio que ha provocado.

Las reformas al Código de Procedimiento Penal han servido, una vez más, para que ciertos medios ejerzan uno de sus peores vicios, que es jugar con la información, llevar las interpretaciones al extremo de la irresponsabilidad y echar a rodar la falsa idea de que ahora los delincuentes tienen vía libre para el delito y la impunidad. Y mucha gente se lo cree, que es lo peor.

Las reformas que, en la parte que nos ocupa, básicamente establecen la diferencia entre hurto (sustracción sin violencia) y robo (despojamiento con violencia física o verbal) establecen diferentes sanciones para estas dos maneras de delinquir, pero en ningún caso las dejan de sancionar. El hurto, según estas reformas, se castiga con 5 a 7 días de prisión más la devolución del objeto, mientras que el robo se castiga con uno a tres años de prisión. De los casos de hurto se ocupan los comisarios y de los de robo se hacen cargo los jueces.

Si les creemos a los promotores de la reforma (la Fiscalía y la Subcomisión de lo Civil y Penal) esto permitirá descongestionar las cárceles del país y descargar el trabajo de los fiscales y jueces al trasladar la resolución de delitos simples a las comisarías de policía. ¿Se han preguntado esos medios si tal cosa es posible? ¿Han visitado las comisarías para comprobar cómo resuelven las denuncias? ¿Han consultado a los jueces y fiscales si esto ha aliviado su trabajo? ¿Han ofrecido al público una información de servicio respecto de cómo denunciar estos casos?

Nada de eso, porque el servicio público no es su negocio. Lo suyo es el escándalo. Mientras más alarma social puedan sembrar, mejor. Ya lo hicieron antes con otros temas. Cuando se planteó el debate sobre el aborto, vaticinaron que las ciudades amanecerían atestadas de fetos sangrantes. Con la captura de un ex funcionario presuntamente vinculado con el narcotráfico, dictaminaron que la narcopolítica se había tomado el país. Sobre los linchamientos urbanos, dijeron que obedecían a la justicia indígena.

Hay policías despistados que todavía resuelven sus obligaciones a patadas. Pero hay medios y periodistas que hacen lo mismo con las noticias. La distorsión y la mala leche informativa no constan en ninguna ley como delitos pero tienen efectos más devastadores que el de cualquier banda de delincuentes.
El Telégrafo 19-04-2009

domingo, 5 de abril de 2009

El acoso va por dentro

Por Gustavo Abad
Parece que el debate respecto de la relación entre medios y política va para largo. Mejor, porque mientras más se ventilen las ideas más claras las posiciones. La mía es que la relación histórica y natural entre política y comunicación ha mutado en un enfrentamiento instrumental entre el poder político y el poder mediático y que, en medio de semejante gresca, la primera damnificada es la información como bien público o, lo que es lo mismo, los asuntos públicos en su dimensión simbólica.

No sé si lo ha hecho bien o mal, si ha medido o no el efecto de sus palabras, pero es indudable que el estilo confrontador del presidente Correa le ha permitido posicionar en la gente una actitud de alerta, un creciente espíritu crítico respecto de la calidad de la información, monopolizada por los medios privados durante décadas. En ese sentido, el representante del poder político ha hecho más que lo que el conjunto de los medios ha estado dispuesto. Más que lo que la misma academia ha logrado por causa de su excesiva auto referencialidad. Repito, las formas y los mecanismos son materia de otra discusión.

Pero volvamos al tema de lo público. El enfrentamiento entre los poderes político y mediático en el Ecuador pasa también por la incorporación de la información como centro del debate sobre lo público, una demanda social a la que, curiosamente, se oponen los que, se supone, deberían estar más dispuestos, los medios de comunicación con abrumadora mayoría en manos privadas. La privatización del espacio público no se limita solo a la restricción del ingreso del ciudadano común a los llamados espacios regenerados ni al aprovechamiento de la obra pública en negocios particulares, sino al uso de la información y su significado en beneficio del interés privado.

De ahí surge el primer gran equívoco de este debate, que consiste en regar la idea de que el poder político está en contra de la prensa crítica e independiente, como sostiene la Sociedad Interamericana de Prensa y sus medios afiliados. Le sigue otra gran distorsión, según la cual, la libertad de expresión es un derecho solo de los medios y sus dueños, sin importar lo que pase con la libertad de expresión y, sobre todo, con el derecho a la información de toda la sociedad. ¿A qué llaman prensa crítica? La actitud crítica no consiste en dictaminar lo que está bien o mal, sino en proponer un modelo de interpretación coherente y creíble de la realidad.

¿Qué prensa quiere Correa?, se pregunta la revista Vanguardia. Qué nos importa la prensa que quiera Correa, digo yo. ¿Qué prensa estamos construyendo los periodistas, académicos y otros intelectuales con mayor o menor participación en los medios? Sería la pregunta más procedente. ¿Estamos preservando o despedazando un bien público? Una manera de respondernos sería indagar dónde reside la censura y donde se atenta más contra el derecho a la información, si en las esferas estatales o en los medios.

Un informe reciente del Observatorio de Medios de la Universidad de las Américas, sumillado por el investigador Fernando Checa, señala que las mayores amenazas al trabajo de los periodistas de medios escritos, radio y televisión no provienen del poder político sino de factores internos y externos relacionados con los propios medios. Según el informe, el 38% de 120 periodistas consultados afirma haber tenido que “sacrificar principios profesionales por temor a perder su trabajo”. La misma investigación señala también que el 44% de los periodistas se autocensura por presión de los dueños y directores, y que el 78% asegura que la mayor amenaza a su trabajo proviene de grupos de poder.

Detrás del falso dilema de una prensa crítica amenazada se oculta el secuestro de una enorme porción del espacio público, el de la información. Si hablamos de un acoso al trabajo periodístico, ese acoso va por dentro.
El Telégrafo 05-04-2009