sábado, 12 de diciembre de 2009

¡Más respeto tengan ellos!

Por Gustavo Abad
La ciudades amazónicas de Lago Agrio y Coca estaban desabastecidas, con las carreteras cerradas y paralizado el flujo de combustibles y alimentos. Era agosto de 2005 y los habitantes de esa región llevaban varios días de protesta con el fin de presionar al gobierno por una redistribución justa de las riquezas petroleras. Un equipo de un canal quiteño cubría las manifestaciones en Lago Agrio, cerca de una multitud que esperaba ver sus reclamos en algún medio nacional. Entonces aparece el presentador estrella del noticiero y, desde la comodidad del set de noticias en la capital, califica a los manifestantes como vándalos y terroristas.

Nunca se le ocurrió que sus palabras no solo criminalizaban el derecho a la protesta, sino que ponían en riesgo la integridad de su propio equipo, en ese momento rodeado de gente a punto de reaccionar violentamente al verse ofendida de esa manera. Aterrados, el camarógrafo, el asistente y la reportera rogaban que su jefe se callara. “Si lo tuviera enfrente lo callaría de otra manera”, me confesó luego el camarógrafo haciendo un gesto inequívoco con las manos. Hace pocos días, ese mismo presentador le abrió los micrófonos a Fabricio Correa y celebró con él sus prejuicios homofóbicos.

El ejercicio periodístico está lleno de episodios como este. Lo traigo aquí a propósito del debate sobre la responsabilidad ulterior, artículo 11 del Proyecto de Ley de Comunicación. Esperemos que el aplazamiento del debate permita ampliar y enriquecer su significado. La pobreza a la que lo redujeron los autores del proyecto ha permitido a muchos medios manipular hábilmente el concepto para decir que se trata de una censura previa o un intento de judicializar el periodismo.

La responsabilidad ulterior no es censura ni judicialización, sino la obligación de que medios y periodistas se hagan cargo de los efectos de lo que dicen o escriben. ¿Hubiera sido censura si el canal le ponía límites al presentador conociendo su escaso criterio? Claro que no, y además tenía la obligación de contratar a alguien mejor capacitado para ese trabajo. ¿Hubiera sido judicializar el periodismo si el insultador recibía una sanción, no digamos penal, pero sí profesional? Para nada, y además debía recibir un escarmiento moral, no solo por ofender a la población, sino por poner en riesgo la seguridad de sus compañeros.

En la redacción de un diario, un amigo periodista me decía que no es necesaria una Ley de Comunicación para que los medios observen su responsabilidad social, puesto que ya existen delitos tipificados como calumnia, injuria y otros. Su argumento: “Si yo mañana te acuso de ladrón en mi periódico, estás en todo el derecho de iniciarme un juicio”. ¡Gran cosa! Como si todo pudiera resolverse en los juzgados. No se trata de andar por la vida iniciando juicios contra todo el que irrespeta la dignidad de los demás. Se trata de establecer y hacer respetar unos procedimientos, unos parámetros que eviten que se publique una información no verificada y no contrastada. Se trata de que los medios y los periodistas adquieran mayor conciencia de su capacidad de causar daño.

Hace pocos meses, jugaban Ecuador versus Jamaica en el Giants Stadium de Nueva Jersey. Sale Jamaica a la cancha y el mejor comentario que se le ocurre a uno de los “referentes” del periodismo deportivo ecuatoriano es: “Aquí vienen los reggae boys”. Risitas cómplices de sus compañeros. Después, la cámara enfoca a los hinchas ecuatorianos en los graderíos, sonrientes por saludar a su equipo. El comentario del periodista es por demás ofensivo. “Sonríanse ahora, que ya los quiero ver a la salida, cuando los visite la migra”. En menos de dos minutos, el comentarista ofendió a los jugadores rivales, a los migrantes ecuatorianos y a la inteligencia del público. El mito de la autorregulación solo oculta la irresponsabilidad.

Hace varias semanas, una veintena de diarios y revistas proclaman “+RESPETO”. Pretenden convencernos de que cualquier Ley de Comunicación es un atentado a la libertad. El miércoles anterior, durante la concentración organizada por Carlos Vera “en defensa de la libertad”, en un emblemático parque de Quito, el animador vociferaba sus prejuicios xenófobos: “No más cubanos ni extranjeros indeseables en el Ecuador”. Vera ni siquiera hizo el ademán de pedirle a su compañero de tarima que bajara el tono. Varios asistentes al mitin del ex periodista, ahora aspirante a político, llevaban pancartas y camisetas que decían “No al matrimonio gay. Fuera homosexuales”. Con tal discurso xenófobo y homofóbico por delante, tienen la doble moral de exigir respeto.

¡Más respeto tengan ellos!

El Telégrafo 13-12-2009

sábado, 5 de diciembre de 2009

Claroscuros II

Por Gustavo Abad
El Ecuador no puede dejar de tener una Ley de Comunicación, porque la Constitución lo manda, y no puede tener una ley mordaza, porque la Constitución lo impide. Si los detractores de toda iniciativa de regulación del sector hubieran entendido este axioma desde el principio, las fuerzas políticas y los actores de la comunicación estarían debatiendo una ley garante de los derechos de todos y no tratando de echar a la basura un proyecto mal desarrollado desde su metodología hasta sus enunciados. Si algunos medios se hubieran dedicado a informar en lugar de hacer propaganda en contra de la regulación de sus privilegios, Rolando Panchana quizá no habría desarrollado una propuesta prohibitiva y César Montúfar quizá no habría llevado al límite la doctrina liberal de la información que, a nombre de las libertades, no reconoce las desigualdades. Lo que viene requiere otro nivel de debate en el que ojalá se escuche a otros actores de la comunicación, entre ellos, a los que curiosamente no han hablado en este caso, los periodistas de a pie, los reporteros que hacen investigación, los que honran el oficio en la calle, no los figurones de televisión que no aportan pero sí hacen ruido.

1. El Consejo de Comunicación e Información

Tal como está planteado (artículos del 76 al 88) este organismo difícilmente resultaría viable, no solo por la ambigüedad y la amplitud de sus funciones –que van desde la planificación, la vigilancia, la legislación, las recomendaciones hasta las sanciones– sino por lo enmarañado de su estructura ¿Cómo podría garantizar los derechos de comunicación e información un organismo ahogado en su propia densidad? Su estructura parece destinada a paralizarse a sí misma al concretarse de manera defectuosa debido a la cantidad de requisitos contradictorios para ser integrante de alguna de sus instancias. ¿Puede alguien con estudios de tercer nivel en comunicación no haber estado involucrado, aunque sea tangencialmente, en actividades informativas? El Pleno, el Presidente, la Secretaría Técnica, las Delegaciones, el Comité Consultivo no permiten visualizar un organismo ágil en la resolución de conflictos sino un nicho burocrático atravesado de intereses. Si no se logra pensar en otra instancia más potable para garantizar los derechos a informar y ser informados, quizá lo más coherente sea la institucionalización y fortalecimiento del Defensor del Público (artículos 90 al 93) con capacidad para auspiciar las demandas o actuar de oficio en los casos en que estos derechos hayan sido irrespetados o estén en peligro de serlo. Las veedurías y observatorios de medios serían sus instancias de apoyo desde la sociedad organizada.

2. Medios públicos, medios privados y condiciones de producción

La parte declarativa, que define tanto a los medios públicos (artículos del 51 al 58) como a los privados (artículos del 59 al 63) es bastante clara en cuanto a la naturaleza de unos y otros. Sin embargo, el proyecto no dice nada respecto de dos condiciones indispensables para el mejoramiento de la calidad del ejercicio informativo: la mayor participación de las audiencias y las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. En el Ecuador, la cultura periodística –propiedad de los medios, relaciones laborales, prioridades informativas– se ha construido desde los medios privados. Los medios públicos son una realidad inaugurada hace poco y en eso radica la posibilidad, no solo de diversificar la oferta, sino de plantear otros modos de producción de la información, otro tipo de relación interna entre sus periodistas, otras prioridades al planificar el trabajo y otra manera de dialogar con las audiencias. Eso ayudaría, por ejemplo, a que El Telégrafo deje de ser un diario guayaquileño y se convierta en un diario público nacional, entre otras cosas. Tanto medios públicos como privados deberían garantizar el funcionamiento de una instancia de debate ciudadano en torno a sus contenidos. Ya tenemos información, lo que falta es participación. Y faltan, sobre todo, garantías para el ejercicio periodístico, no en términos de acceso a la información, sino de condiciones de trabajo. No se ha dicho nada respecto de los reporteros “freelance”, que ganan por nota publicada y no por nota trabajada y mucho menos respecto de las condiciones de seguridad para su trabajo ¿Quién responde por la vida de estos trabajadores de prensa cuando viajan, por ejemplo, a las zonas de conflicto? De eso, nada dice el proyecto, porque –como ya lo mencioné al inicio– aquí han hablado muchos, pero no los reporteros de a pie.
El Telégrafo 06-12-2009

sábado, 28 de noviembre de 2009

Claroscuros

Por Gustavo Abad
Detrás de la afirmación de que la mejor ley es la que no existe hay una carga de cinismo. Los que la pronuncian generalmente lo hacen desde el convencimiento de su propia invulnerabilidad, de su capacidad para resolver los conflictos desde algún tipo de poder o de relaciones de poder que los favorece. Pero al negar una ley idealizan otra, la del más fuerte, que se basa precisamente en la ausencia de normas. El debate político respecto de la Ley de Comunicación puede tomar dos rumbos a estas alturas. Por un lado, desbaratar la falacia de quienes pretenden mandar al tacho de basura, junto con el proyecto de ley, la posibilidad de regulación del sector. Por otro, ofrecerles argumentos a los detractores si se mantienen algunos planteamientos tal como están en el proyecto. Los errores pueden enmendarse, pero también existe el riesgo de que todo vuelva a cero. Todo depende de cuánto se discutan los numerosos claroscuros del proyecto. Como no se puede plantear todos en una sola columna, lo haré de manera progresiva, comenzando por los siguientes:

1. El Sistema de Comunicación Social
La palabra sistema, por su propia definición, nos remite a un principio ordenador, a un conjunto de cosas relacionadas entre sí con una finalidad pragmática. Pero ¿qué significa con relación a la comunicación? Si nos regimos por la definición de sistema ¿tendremos un conjunto de cosas, personas, instituciones, normas, relacionadas entre sí para lograr un mismo objetivo comunicacional? Entonces pasamos a otro nivel de interrogación en el cual la pregunta es ¿en torno a qué objetivo común se debería articular un sistema de comunicación? Por la manera en que está expresado en el proyecto (artículo 72) ¿hay que entender este sistema como una abstracción o como un conjunto real de personas e instituciones articuladas? Me cuesta pensar que todos los actores de la comunicación –individuales y colectivos, jurídicos y naturales, estatales y privados– deban o puedan someterse a un sistema. ¿Se refieren a que el Estado proponga políticas públicas de comunicación para garantizar el acceso democrático a la información? Supongamos que acerté, pero para eso no se necesita un sistema, sino planes coherentes y negociados socialmente que, a la larga, podrían funcionar como un todo articulado, pero una cosa es que las prácticas deseables produzcan un sistema y otra creer que la creación de un sistema mediante una ley produzca esas prácticas.

2. Los profesionales en comunicación y periodismo
Según el proyecto “Las direcciones editoriales y la elaboración de la noticia en los medios deberán estar a cargo solo de periodistas profesionales o comunicadores sociales titulados. Estos requisitos aplican para medios privados, públicos y comunitarios” (artículo 50) Al parecer, los asambleístas consideran que la idoneidad de quienes ejercen el periodismo informativo está garantizada solo por la posesión de un título. Digo, y sin desconocer la gran importancia de estudiar comunicación y periodismo, la competencia para realizar el trabajo informativo también está en el acceso a unas herramientas, unas destrezas y unos conocimientos, independientemente del título académico. Hay periodistas graduados de las facultades de comunicación con notorias deficiencias para observar, procesar y transmitir el significado de los acontecimientos mediante un uso correcto del lenguaje. De igual manera, hay periodistas que provienen de la sociología, la economía, la historia, el derecho y que, al haber adquirido la destreza técnica y la solvencia intelectual necesarias, ejercen con calidad el periodismo informativo. Ya que hablamos de políticas públicas de comunicación, sería más provechoso reforzar y ampliar el derecho a la profesionalización –que ya consta en el Artículo 24 y que no es lo mismo que titulación– no solo de los periodistas que provienen de otras ramas de las ciencias sociales, sino de los que han pasado por las facultades de comunicación. Así se fortalecería el ejercicio periodístico mediante las buenas prácticas y no mediante la limitada reivindicación gremialista.
El Telégrafo 29-11-2009

sábado, 14 de noviembre de 2009

Bisutería

Por Gustavo Abad
Esta historia se la contaron alguna vez a Carlos Monsiváis y él, a su vez, la contaba en la revista Gatopardo, que ya no llega más por estos barrios. El tema es que en un pueblo de México, a punto de comenzar la Semana Santa, los devotos trataban de convencer al alcalde y al cura de cambiar los clásicos villanos por otros más reconocibles por las nuevas generaciones. En pocas, querían sustituir a los centuriones, soldados y fariseos por el Pingüino de Batman, Lex Luthor de Supermán o Darth Vader de la Guerra de las Galaxias. Esos sí, decían los feligreses, unos villanos de verdad…

Me acordé de esta historia al mirar hace poco el programa “¿Quién quiere ser millonario?” El presentador le pregunta al concursante ¿Cuál de estos personajes es enemigo de Batman…? Correcto, El Joker. Después ¿Cuál de estos escritores es autor de “El Chulla Romero y Flores”…? Silencio, el tipo no tiene la menor idea. Luego del corte ¿En la novela de Ecuavisa, el rostro es de…? Correcto, de Analía. Después ¿Cuál de estos personajes lideró una revolución en el Alto Perú…? Nada, los héroes indígenas son esoterismo para el concursante.

A ver, cuidado con sugerir que debemos desterrar la banalidad de nuestras vidas. No nos pongamos pesados, porque no se trata de tanquearse solo cosas trascendentales, ni meterse películas intelectuales como quien se mete vacunas. Pero tampoco hay que dejar de asombrarnos de cómo la gente anda por el mundo cargada de una experiencia mediática que supera, no solo el mito religioso del que habla Monsiváis, sino la experiencia real y cotidiana. El mundo no es lo que es sino lo que los medios dicen que es. Por eso un presentador de televisión se lanzó hace poco un furibundo discurso en defensa de una familia de ojos saltones que vive en Springfield pero, llegado el caso, no supo qué pueblos habitan en el corazón del Yasuní.

Me explico, la aceleración de la experiencia mediática consiste en el reemplazo de los lenguajes naturales de la política, del arte, de la ciencia, de lo que sea, por los códigos mediáticos, especialmente audiovisuales, para que puedan circular y lograr un efecto. Por ejemplo, los canales hacen un gran despliegue de la celebración por los veinte años de la caída del Muro de Berlín, un acontecimiento político que sacudió la historia contemporánea, pero ¿qué ideas nos han acercado para comprender la dimensión histórica de aquello? Ninguna, solo fuegos artificiales, fotos del recuerdo, imágenes emocionales.

“No habrá revolución es el fin de la utopía, que viva la bisutería” parodiaba por esos mismos años un lúcido Joaquín Sabina, a contracorriente del discurso globalizante de que el mundo había abierto las puertas a la libertad. Para la mayoría de medios, especialmente de televisión, recordar ya no es reflexionar y entender un acontecimiento, sino evocar y celebrar una imagen.

Las imágenes del muro derribado aceleran la experiencia mediática, pero la experiencia real dice que después se construyeron y se siguen construyendo muros cien veces más grandes e infranqueables entre México y Estados Unidos, entre Israel y Palestina y, en la dimensión urbana, los muros con los que la gente se amuralla en sus casas por miedo a la delincuencia. Para el relato emocional de la televisión esos muros no cuentan, no son símbolos de violencia. La televisión no distingue entre los fuegos artificiales sobre los escombros del Muro de Berlín y los destellos de los misiles que destrozan Irak. Los transmite por igual, como luces de libertad.

Quizá deberíamos dejar de buscar en la televisión una racionalidad política que no tiene y entender que sus códigos no son conceptuales sino emocionales, es decir, no responden a las preocupaciones históricas sino a las exigencias del infoentretenimiento. Entonces no nos creeríamos el cuento de que Juanes tiene alguna idea política equiparable a las comerciales o de que Calle 13 ha superado la genitalidad del reggaetón. No, ellos vienen de la industria del espectáculo, y no hay lío con eso, pero sus performances políticos son apenas movimientos calculados para causar un efecto, para vender una ilusión de rebeldía en un mundo donde la experiencia mediática supera de largo a la experiencia real.
El Telégrafo 15-11-2009

lunes, 2 de noviembre de 2009

No es periodismo, es propaganda

Por Gustavo Abad
“Lo conoces porque pudimos informarte” decía el primer eslogan mesiánico con el que El Comercio comenzaba hace un mes su campaña en contra de la existencia de una Ley de Comunicación en el Ecuador. “No hemos callado” continuaba con esa autodefinición heroica adoptada por la prensa más conservadora de este país para negarse a la regulación de su negocio. “En todas partes la prensa incomoda” es ahora la muletilla que encabeza las páginas dedicadas a convencer al público de que la mejor ley es la que no existe.

Entre informar y convencer hay una distancia enorme, la misma que separa el periodismo de la propaganda. El Comercio ha hecho en pocas semanas lo que durante más de un siglo ha censurado o se lo ha endilgado a otros, al menos en la retórica hueca de la objetividad: convertir al periodismo en propaganda. Dicho de otra manera, ha dado un gran paso a favor de esa corriente que arrastra a los medios hace varios años y los ha llevado a perder demasiado terreno y legitimidad como voz pública, por obra de sus prácticas informativas y empresariales.

Si por lo menos ese diario advirtiera claramente que su decisión ha sido tomar partido en contra de la regulación, se lo agradeceríamos. Pero venir con ese cuento, disfrazado de información, de que la prensa independiente está en peligro porque se quiere regular el negocio de la información mediatizada es una manera de retorcer el sentido de los hechos de una manera, digámoslo con diccionario en mano, desvergonzada.

Cada vez hay mayor conciencia de que la esfera pública no se reduce a los medios, sino que está conformada por actores sociales y políticos. Por eso, no es en los medios donde debemos buscar las garantías de la democracia, sino en la política. También es evidente que los medios son privilegiados actores de la vida política y que la sociedad no los va a crucificar por reconocerlo. Al contrario, sería visto como un gran avance el que diarios como El Comercio, El Universo y otros mastodontes extraviados se presentaran abiertamente en la Asamblea Nacional e hicieran una exposición fundamentada acerca de qué aspectos de los proyectos de ley los incomodan. Sería para el aplauso que plantearan legítima y abiertamente su posición en la arena política y no acudieran al truco de hacer propaganda y venderla como información periodística.

Hace poco, uno de los más conocidos editorialistas de El Comercio aseguraba que los grandes males del periodismo obedecían a lo que él llamaba “periodismo militante”. Se refería a una corriente supuestamente comprometida con ciertos sectores sociales o ideologías revolucionarias, apenas un fantasma en la historia del periodismo ecuatoriano, dominado por los medios privados. Quizá algún rato ese articulista nos pueda decir algo respecto del periodismo que sí milita a favor de las empresas mediáticas y al que, siguiendo su lógica denominativa, podríamos llamar “periodismo empresarial”. Digo, como sugerencia nada más.

“El kirchnerismo impuso una Ley de Medios con dedicatoria” publicó el jueves de esta semana El Comercio, con toda la tinta cargada a desacreditar la Ley de Medios en Argentina, uno de cuyos méritos es restar los privilegios de los grandes monopolios mediáticos, cuyo máximo exponente es el Grupo Clarín, con alrededor de treinta medios bajo su control, según la Red Nacional de Medios Alternativos de ese país. Romper el monopolio es romper la potestad de un grupo empresarial de decirle a toda una sociedad cómo debe pensar desde la política hasta el fútbol.

Por eso, entre las condiciones indispensables para mejorar la calidad del periodismo y garantizar el derecho a la información, en el Ecuador y en todas partes, están la lucha contra el monopolio, la desvinculación de los medios respecto de los grupos de poder, la mayor participación ciudadana en los procesos informativos, las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. Cualquier Ley de Comunicación que garantice algunos de esos aspectos será nociva para los empresarios mediáticos. Se entiende entonces por qué no dudan en sacrificar el periodismo por la propaganda.
El Telégrafo 01-11-2009

sábado, 17 de octubre de 2009

Ciudad, comunicación y violencia

Por Gustavo Abad
Sobre la avenida Amazonas, al norte de Quito, justo en el tramo que separa las avenidas Orellana y Eloy Alfaro, hay un corredor de unos 300 metros de largo, una suerte de andarivel estrecho, con un muro de un lado y una baranda del otro. Es el paso obligado de cientos de ciclistas y caminantes en esta ciudad que sufre de histeria automovilística.

Debido a su curvatura, desde un extremo no se alcanza a ver el otro. Una persona solo se hace visible cuando está a la mitad del trayecto, en ese punto donde la entrada es tan inalcanzable como la salida. Pero el asunto se complica porque, según dicen, hay por ahí un par de maleantes que aguardan el momento para caer sobre los desprevenidos.

Silvana tiene 22 años, estudia biología y es militante del movimiento ciclista en la capital. A sus oídos, igual que a los míos, ha llegado esa y otras historias más acerca del corredor aquel. Lo mismo le contaron a Paúl, un informático de la Politécnica, que en los cinco últimos años se ha subido a los buses solo en casos de extrema necesidad. Lo último que le dijeron es que los ladrones saben oler una laptop en la mochila.

Así se construye el miedo en la ciudad. A un espacio desolado le asignamos un relato de horror. A un individuo extraño lo asociamos con una conducta monstruosa. Así, la ciudad donde vivimos y amamos se convierte en el lugar donde nos arriesgamos y sufrimos. Entonces la ciudad no es solo un espacio físico, sino también un gran relato de miedo, alimentado por el discurso de las autoridades, los medios y el pequeño cuento que nos hacemos todos los días entre vecinos del barrio y compañeros de oficina.

Silvana lo sabe y, por eso mismo, decidió seguir usando el corredor todos los días rumbo a la universidad o al vivero donde hace sus prácticas. “Es que no me voy a paralizar y tampoco me voy a comprar un carro por eso”, dice cuando le pregunto sobre el tema. Paúl tampoco se detiene y está dispuesto pasar tantas veces como sean necesarias por este y otros lugares con mala fama. Justo el día de nuestra conversación iba a una reunión convocada por el grupo Andando en Bici Carajo (ABC) para protestar por la masacre que cometen en esta ciudad los conductores de autos contra los ciclistas. Ellos tienen clara una idea y es no dejarse intimidar ni por los discursos de horror ni por la agresividad de los conductores.

Pendientes de la Ley de Comunicación, o del giro que debe dar la publicidad del Gobierno luego de la última protesta indígena, casi nadie se detiene a pensar en esas otras formas de comunicación y de información, que son los relatos con los que nos llenamos de miedo todos los días. Pendientes del auge delincuencial con el que los noticieros nos amargan el desayuno, no reaccionamos ante esta otra dimensión de la violencia que ejercen los buseros, los taxistas y otros conductores indolentes sobre los ciclistas, por el solo hecho de asumir la ciudad como un espacio de todos.

Según datos policiales, entre enero y agosto de este año, 122 ciclistas sufrieron accidentes en las calles, y 124 en el mismo período del año pasado. ¿Por qué no declara el Gobierno un Estado de Excepción contra semejante violencia, que en el último mes cobró las vidas de Pablo Lazzarini y Hugo Ortiz? ¿Por qué los medios se preocupan solo del aumento del secuestro exprés y no de los ciclistas asesinados por la brutalidad de los conductores? Porque en la lógica del sistema la inseguridad solo viene de afuera, de las márgenes, y la única noción de violencia que reconoce es la delincuencial.

El conductor, en cambio, está integrado al sistema. Su prepotencia está emparentada con la clase de violencia que sostiene el modo de vida dominante, el avasallamiento del fuerte contra el débil. De alguna manera, el conductor abusivo ejecuta lo que la sociedad excluyente siempre está dispuesta a hacer con los que le sobran y le resultan molestos.

Para el conductor, la ciudad es el espacio de reafirmación personal. Para el ciclista es el escenario de la solidaridad, de la recuperación civil y ecológica del espacio público. Cada quien usa la ciudad según el mapa que se ha hecho de ella. Por eso, la ciudad no es solo un espacio físico, sino también una imagen mental formada por la suma de todas las informaciones que consumimos todos los días.
El Telégrafo 18-10-2009

sábado, 26 de septiembre de 2009

Cláusula de conciencia

Por Gustavo Abad
A estas alturas, decir que la información es un bien público sujeto a regulación no es una novedad mediática sino una premisa política. Entonces hay que sacarle provecho a ese avance conceptual y entender que la Ley de Comunicación será el resultado sustancial del debate político y no un evento accidental de la información periodística.

Los únicos que no lo han entendido son los medios tradicionales, que han acudido a la estrategia de enturbiar las aguas y crear fantasmas respecto de un supuesto ataque a la libertad de expresión. Imposibilitados de aceptar que no son el único escenario de la deliberación pública, sino sus más privilegiados actores, esos medios se niegan a la existencia de una ley que, además de otorgarles derechos, los obligue a cumplir deberes.

El Comercio, por ejemplo, ha publicado durante esta semana una serie de artículos sobre temas de gran impacto social, bajo el lema “Los conoces porque pudimos informarte”, como si haber informado de aquello hubiera sido un favor de su parte y no su obligación. ¿Acaso cree El Comercio que hubiera podido dejar de informar sobre los casos Restrepo, Fybeca, tráfico de armas, crisis bancaria, entre otros, y seguir llamándose medio de comunicación? ¿Por qué no hacen El Comercio y El Universo un recuento de todos los temas sobre los que, pudiendo informar, no lo hicieron? Les puedo mandar una ayuda memoria. Reivindicar como un mérito especial lo que no es más que el cumplimiento del deber, francamente resulta delirante, además de tramposo. Si no fuera lamentable, sería cómico.

Pero a lo que iba es que los tres proyectos en estudio, promovidos por Rolando Panchana (oficialista), César Montúfar (oposición), y el Foro de la Comunicación, contienen propuestas, para ser debatidas y perfeccionadas, sobre temas claves como la distribución de frecuencias, el antimonopolio, la responsabilidad social, las veedurías, y otros. No obstante, perdura en ellos la tensa dualidad poder político versus poder mediático, como escenarios principales de lo público, una suerte de club de la pelea.

Quizá por ello no se ha entendido la importancia de otros aspectos, como el de la defensa de los valores éticos de los trabajadores de prensa. Lo más cercano es la cláusula de conciencia (proyecto de Panchana, art. 10; proyecto del Foro, art. 108), que ya consta en normativas anteriores, pero no se la ha tratado como una cuestión de ética pública. Hasta ahora, la cláusula de conciencia se ha reducido al derecho de los periodistas a mantener la reserva de sus fuentes, pero no se la ha utilizado para proteger a los reporteros cuando su libertad de expresión y su derecho al trabajo son amenazados por los propios medios, abrumadoramente en manos privadas.

Que el poder político ejerce presiones sobre el trabajo periodístico es innegable, pero en el caso ecuatoriano resulta mínimo o, como dicen los abogados, “peccata minuta” comparado con las presiones y el control interno ejercido por los directores, dueños y mandos administrativos sobre el trabajo de los reporteros, fotógrafos y otros trabajadores de prensa. Los medios tradicionales en el Ecuador están a una distancia infinita de ser el paraíso de la libertad de expresión que aseguran ser.

Los casos de periodistas amedrentados por el poder político no representan ni el comienzo de las decenas de periodistas obligados a renunciar por no estar de acuerdo con la censura, las precarias condiciones laborales y, sobre todo, por no allanarse a ejecutar órdenes reñidas con su ética profesional y con la dignidad del trabajo. Una larga lista de disidentes de esos medios lo corrobora. Lo que pasa es que a nadie lo censuran en público ni por escrito. Basta meterlo en la “congeladora” un par de meses para que el individuo escoja la renuncia como su única vía de liberación.

La única opción que han tenido hasta ahora los periodistas censurados, explotados e irrespetados, ha sido la inmolación, la disidencia. ¿Ante qué instancia han podido acudir o qué ley han podido invocar para reclamar su derecho a la libertad de expresión y al trabajo? Muchos llevan años en el desempleo ¿Quién les restituye a esos periodistas su integridad, su valoración individual y social, demolida al quebrarse el nexo entre sus ideales y su práctica profesional?
El uso efectivo de la cláusula de conciencia es un camino, tímido e inexplorado todavía, pero camino al fin, para restaurar la dignidad del trabajo periodístico, pulverizada por los que se dicen defensores de la libertad de expresión.
El Telégrafo o4-10-2009