jueves, 21 de febrero de 2019

Rehenes, el viaje incesante del periodismo de investigación


Por Gustavo Abad
Había un silencio premonitorio en los alrededores del cuartel de Policía de San Lorenzo esa noche del viernes 26 de enero de 2018. Los policías y los vecinos del barrio –normalmente bullicioso y festivo por la llegada del fin de semana– compartían ese estado de calma nerviosa de quienes intuyen que algo grave va a pasar. Y pasó. A la 01h32 del sábado 27 de enero, un coche bomba explotó contra la parte posterior del cuartel. La mezcla de nitrato de amonio, pentolita y diésel abrió un cráter de casi cinco metros de diámetro por uno de profundidad y causó destrozos en las casas hasta 300 metros a la redonda. De esa manera, despiadada y brutal, hacía su aparición alias “Guacho”, el jefe de la banda narcoterrorista que sería, más adelante, responsable de la muerte de cuatro militares, tres periodistas y dos civiles en uno de los momentos de mayor tensión y violencia en la frontera norte, en la última década.
Corrijo: la verdad es que “Guacho” ya no era un desconocido en ese instante. Varios meses atrás corría un ir y venir de mensajes, llamadas, informes y conversaciones reservadas entre mandos policiales, militares, investigadores, ministros y otras autoridades del poder político, que sabían de la existencia y las intenciones criminales de este personaje. Incluso, minutos antes de la explosión, investigadores del Departamento de Vigilancia Técnica Especializado (DVTE) pudieron interceptar los mensajes de la gente de “Guacho” y seguir, paso a paso, los preparativos del atentado. Lo que no pudieron fue evitarlo, porque estaban en Quito, a cientos de kilómetros, y ninguno de sus mensajes desesperados llegó a la Unidad de Gestión de Seguridad Interna (UGSI), encargada del seguimiento del caso. Entonces vino el estruendo, el olor a quemado, la destrucción y el despertar de un país al borde del horror.
Los párrafos anteriores son apenas una síntesis de uno de los pasajes más reveladores de un libro cargado de pasajes reveladores acerca del contexto de violencia en que se produjo el secuestro y asesinato de Javier, Paúl y Efraín, periodistas de El Comercio, cuyo primer aniversario está por cumplirse. El libro se titula Rehenes y sus autores son Arturo Torres y María Belén Arroyo, periodistas con larga experiencia en llevar hasta su punto más alto la premisa central del periodismo de investigación: contar lo que alguien, en algún lugar del poder, no quiere que se sepa. El texto de 280 páginas es, en mi criterio, uno de los trabajos más detallados que sobre este tema ha ofrecido el periodismo ecuatoriano. Aparte de un excelente relato informativo, es un valioso documento histórico y, como dicen los autores en el Epílogo, un modo de honrar el recuerdo y la memoria de quienes partieron a cumplir su trabajo y no regresaron.
Antes de continuar sobre el contenido de Rehenes, vale aclarar que no se debe confundir la investigación periodística con el periodismo de investigación, aunque la diferencia puede ser muy sutil en algunos casos. La primera es una práctica imprescindible del oficio para obtener información sobre cualquier tema. El segundo, en cambio, es la búsqueda de información acerca de temas que el poder, intencionalmente y con diversos métodos, quiere mantener ocultos. El libro de Arturo y María Belén se inscribe en el segundo grupo. Es periodismo de investigación de alto nivel porque en la mayoría de los hechos que narra permite entender cuál es el lugar y la acción del poder.
Dicho de otra manera, Rehenes también es un relato de la suma de acciones, errores y omisiones –intencionales o no– con que el poder político permitió que el crimen organizado convirtiera al Ecuador en su zona de operaciones. Y esa historia tiene, según los autores, varios momentos decisivos: los indicios no desmentidos de un supuesto aporte económico de las FARC a la campaña presidencial de Rafael Correa en 2006; la pasividad con que las fuerzas del orden vieron cómo crecía en la frontera el sistema de extorsión o “vacunas” de las bandas delincuenciales contra los campesinos y hacendados; el fiasco de los inservibles radares chinos, que costaron millones de dólares, pero nunca pudieron ser usados para vigilar la frontera; el infame papel que jugó durante el correísmo la entonces Secretaría Nacional de Inteligencia (Senain) que, en lugar de investigar a los grupos armados, se dedicó a vigilar y perseguir a políticos, periodistas, líderes sociales y otras voces críticas al gobierno; los intercambios de mensajes por watsapp entre el jefe de los secuestradores y un oficial de la policía; la decisión tardía de aceptar un canje que implicaba la liberación de los periodistas a cambio de tres hombres del círculo íntimo de “Guacho”, presos en la cárcel de Latacunga… Y muchos otros con los que cualquier lector de este libro puede hacer su propio ejercicio de relacionar unas cosas con otras.
Hay algo más que nos ofrece Rehenes y es la certeza de que en la búsqueda de la verdad el poder siempre, o casi siempre, opta por el silencio, y en la búsqueda de justicia el actor más confiable, el más cercano, es la sociedad civil organizada. Difícilmente el secretismo oficial con que el gobierno ha tratado de eludir su parte de responsabilidad en esta escalada de violencia hubiera podido romperse sin la persistencia de los familiares de las víctimas, de los organismos de derechos humanos, de las organizaciones de periodistas, de los abogados comprometidos con las causas sociales, de las marchas y plantones frente a Carondelet organizados por sus compañeros y amigos, de la presencia solidaria de los estudiantes ansiosos de entender qué futuro les espera en esta profesión de periodistas.
Este libro, como dicen sus autores, es un viaje que no termina aquí ni ahora, porque nada termina para el periodismo de investigación. La historia de la violencia no comienza ni termina con la foto de lo que, según la información oficial, es el cadáver de “Guacho” ultimado por un francotirador. Al contrario, esa foto genera más preguntas, porque el periodismo no es otra cosa que el ejercicio obstinado de la pregunta. Y la que queda latiendo en todo esto es: ¿cuánto silencio, cuantas historias ocultas subyacen detrás de esa foto de un hombre muerto?

Cuando nadie nos ve: la violencia inconfesable


Por Gustavo Abad
No es fácil hablar de la violencia, sobre todo cuando las causas del espanto y la marea emocional no terminan de aquietarse. Los violadores de Martha, el asesino de Diana, y la palabra imprudente que, desde la máxima instancia del poder político, le puso nacionalidad a la violencia nos dejaron con la incómoda sensación de que, por más que el lenguaje todo lo puede, a veces parece que no.
Esos hechos –solo por hablar de los más difundidos en las últimas semanas– coparon el interés público, sacaron a la gente a las calles y saturaron de información las redes sociales. La marcha convocada por los movimientos feministas en contra de la violencia y la xenofobia, la tarde del 21 de enero, fue una de las más vigorosas respuestas a tanta falta de respeto por la vida humana.
Para eso está el espacio público, para el libre ejercicio de la palabra y del pensamiento. Para la acción reveladora y, ojalá, reparadora de los males colectivos. Tanto en el espacio físico de las calles, como en el mundo virtual de las redes sociales, cada quien, a su manera, se solidarizó con las víctimas, reclamó justicia, condenó el patriarcado y expresó su bien justificada indignación moral.
La violencia es la conducta donde confluyen, de manera más intensa y compleja que en otras, los tres ámbitos decisivos de la vida: lo público, lo político y lo privado. La convivencia social se organiza en pos de la armonía –siempre relativa, siempre inconclusa– entre lo público y lo privado, entre las decisiones individuales y los acuerdos colectivos. Y todo se resuelve, para bien o para mal, en el campo de la política.
Se entiende entonces que la violencia sea uno de los temas sobre los que más pedagogía –preventiva y sancionadora– circula en los espacios públicos y políticos. Hay pedagogía en las calles: pancartas, grafitis, consignas…; en las redes sociales: campañas, historias, denuncias…; en las universidades: conferencias, tesis, publicaciones…. Algo parecido ocurre en la política: leyes, instituciones, sanciones... La violencia parece ocupar ahora mismo casi todas las energías sociales.
No obstante, copados como están lo público y lo político por el debate y la pedagogía contra la violencia, al mismo tiempo parece que flaquean las voluntades para desterrarla del ámbito de lo privado. Es ahí, en el terreno inexpugnable de lo íntimo y familiar, en el conflictivo espacio de los micropoderes laborales, en las disputadas jerarquías académicas, donde persiste y se recrea cada día la violencia.
En este tema no importa solo lo que digamos en público, sino también lo que hagamos en privado. La incongruencia entre el discurso público y la conducta privada invalidan la acción política. Y tal desfase ocurre justamente ahí donde nadie nos ve. En el cómodo anonimato de lo privado es donde muchos hallan la oportunidad de sacar a pasear a la bestia.
Modelos de esta incongruencia están en todas partes: el mismo profesor o profesora que condena públicamente la violencia usa su cátedra para ejercicios inconfesables de poder; la misma líder feminista que inunda las redes sociales con argumentos contra el patriarcado arremete contra una compañera de lucha por no parecerle suficientemente radical; los mismos padres y madres que exigen respeto para sus hijos alientan a estos a tomarse la vida como una competencia infinita contra los demás; el mismo jefe policial que repudia la violencia delincuencial no pierde oportunidad de ejercer sobre la tropa su cuota de violencia legal…
En agosto de 2010, la banda narcoterrorista de los Zetas asesinó a 72 migrantes en una finca del Estado de Tamaulipas, frontera entre México y Estados Unidos. Una ola de indignación moral recorrió el continente. Las autoridades, la policía, los políticos, todos condenaron la masacre pese a que sabían que esta ocurriría de un momento a otro y no hicieron algo para evitarla. Solo estuvieron a la hora de las condolencias.
El periodista Oscar Martínez, quien llevaba para entonces varios años informando y alertando a las autoridades acerca de los abusos, los crímenes y las violaciones que sufren los migrantes, se rebeló contra la hipocresía oficial que prefería los lamentos a la prevención. Convencido de que tanta palabrería duraría apenas lo que tarda en llegar otro crimen, se despidió de todos los compungidos con una frase inapelable: “nos vemos en la próxima masacre”.
En las condiciones actuales, si además de salir a las calles y de saturar las redes sociales no paramos la violencia –la propia, digo, no solo la del otro– en la vida privada, en la cotidianidad de nuestros hogares y nuestros trabajos, mucho me temo que nuestras despedidas adquieran la crudeza realista de Martínez: nos vemos en el próximo femicidio.


martes, 3 de abril de 2018

Nos faltan tres, que nadie duerma tranquilo


Por Gustavo Abad
El secuestro de un equipo periodístico de diario El Comercio, ocurrido el 26 de marzo cerca de la parroquia Mataje, en la frontera con Colombia, es seguramente el más grave de un sinnúmero de atentados contra el ejercicio del periodismo y el derecho a la comunicación en el Ecuador. Es, además, una evidencia del estado de vulnerabilidad de los periodistas, acentuado durante la última década.
Javier Ortega (reportero), Paúl Rivas (fotógrafo) y Efraín Segarra (conductor) estaban en esa zona para informar acerca de las condiciones de vida de sus habitantes, sometidos a la violencia que exhiben grupos armados irregulares a quienes las fuerzas de seguridad del Estado ecuatoriano no han podido controlar.
Precisamente, la versión oficial dice que los captores son disidentes de la desmovilizada guerrilla de las FARC, dedicados ahora al narcotráfico y otras formas delictivas.
Lo que no han explicado con suficiente claridad ni el presidente de la República, Lenín Moreno; ni el ministro del Interior, César Navas; ni el de Defensa, Patricio Zambrano, es por qué esos grupos crecieron y se fortalecieron tanto, al extremo de ser capaces de hacer volar parte de un cuartel policial en San Lorenzo, el 27 de enero, así como atacar a una patrulla del ejército, el 20 de marzo, y matar a tres de sus integrantes.
De las tibias declaraciones oficiales, se desprenden varias cosas: que los delirios ideológicos de Correa lo llevaron a desmantelar la capacidad operativa del ejército en esa frontera; que la chatarra de aeronaves que se compraron en el anterior gobierno, como los helicópteros Dhruv, impidió un eficiente patrullaje del sector; que los mandos militares más eficientes, que pudieron articular una estrategia coherente de control, fueron reemplazados por oficiales más interesados en trepar a costa de una peligrosa politización de las Fuerzas Armadas que en garantizar la seguridad externa, entre otras cosas.
De acuerdo, hay mucho de cierto en todo eso, pero solo refleja una parte del problema: las dificultades. Queda por despejar la otra: las facilidades que el anterior gobierno ofreció para la operación de esas bandas criminales en territorio ecuatoriano.
Una pregunta que no ha sido respondida es: ¿pueden las máximas autoridades actuales ofrecerle al país la certeza de que en el gobierno anterior, el de sus coidearios, no se abrieron las puertas para una peligrosa infiltración del narcotráfico en niveles estratégicos de las fuerzas del orden y de las instituciones políticas, jurídicas y administrativas del Estado? Y otra: ¿pueden decir esas mismas autoridades qué están dispuestas a hacer para sacar al país de ese estado de vulnerabilidad?
El secuestro de este equipo periodístico, si no se aclaran sus causas ni se sancionan a sus responsables, puede significar la entrada a un estado mucho más complicado de indefensión de los reporteros, fotógrafos, investigadores y otros trabajadores de prensa en el Ecuador. Un estado de vulnerabilidad que escaló más que nunca durante la década correísta a partir de un discurso condenatorio de esta profesión desde el poder político y de una Ley de Comunicación especialmente diseñada para sancionar el trabajo informativo cuando este se enfocaba en los actos de corrupción del gobierno.
Por eso, el gobierno de Moreno tiene la obligación de garantizar la liberación del equipo de El Comercio, así como el respeto a su vida. Un país donde se secuestran periodistas y las autoridades solo atinan a responder como inútiles compungidos se acerca peligrosamente al fracaso como sociedad. Un país en esas condiciones es el sueño del crimen organizado.
Que nadie duerma tranquilo mientras en la Plaza Grande se escuchen miles de voces cada noche: ¡Nos faltan tres, que vuelvan ya!

jueves, 27 de abril de 2017

Hacer preguntas cuando el poder condena las preguntas

Por Gustavo Abad

Cada vez que me siento con valor abro en cualquier página el libro Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich. Es un texto de una extraña y terrible belleza. Porque duele. Y duele porque recoge justamente las voces de las víctimas de la explosión de un reactor nuclear, el 26 de abril de 1986, en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia, que cubrió toda Europa con una nube radioactiva que no termina de esfumarse hasta ahora.

  En 2015 Alexievich fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura por su obra periodística. Esto es especialmente importante porque significa un reconocimiento mundial a la importancia del periodismo como relato. Otros escritores que también ejercieron el periodismo y obtuvieron el Nobel –García Márquez, Hemingway…– lo lograron por sus novelas antes que por sus reportajes. El triunfo de esta cronista es una cima del periodismo como tal.
Frente a la magnitud de la tragedia –cuenta Alexievich– las autoridades de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) ordenaron sellar el sitio, cubrirlo como se cubre una herida purulenta. Miles de soldados y trabajadores construyeron sobre el reactor partido un sarcófago de hormigón armado no solo para detener la radiación sino también para sepultar el recuerdo de los que allí estuvieron.
Alexievich entra y sale durante diez años de esa región agonizante. Pone su propio cuerpo al servicio de la experiencia, para vivirla y contarla. No pierde de vista los datos factuales: 485 aldeas abandonadas, destruidas, enterradas, muertas. La gente enferma de cáncer, deformada, deprimida, enloquecida.
Al poder no le gustan los testigos porque su obsesión es tener el control absoluto de todo. Y todo incluye también el control del relato. Por eso el juicio contra los responsables técnicos y políticos del desastre se realiza en un edificio abandonado de Chernóbil. Sin público, apenas con unos cuantos periodistas extranjeros que logran colarse. Mientras menos testigos, mientras menos voces disidentes, mejor para las cúpulas gobernantes.
El testimonio, como eficiente recurso periodístico, opera contra ese silencio, contra esa historia omitida. Respecto de la explosión misma se han escritos muchos reportajes, pero Alexievich esta vez no va en busca de una noticia, sino de lo que estas no alcanzan a decir. Va en busca de esos silencios prolongados en la vida cotidiana de las víctimas. Y esos silencios, dice ella, son la vida cotidiana del alma. Son la experiencia profunda del otro, digo yo.
Alexievich cuenta la historia de Vasili y Liudmila gracias a una práctica esencial del periodismo narrativo: saber escuchar. Él era un bombero que acudió a luchar contra el incendio del reactor y se contaminó. Ella solo pudo quedarse en casa esperando en bata de dormir a su esposo, que no regresó esa noche ni la siguiente. Semanas después, Liudmila tuvo que acompañar la agonía de Vasili en un hospital de Moscú. Ella estaba embarazada y, como no quiso separarse de su marido, la criatura chupó en el vientre toda la radiación. La madre siente que mató a su hija y que lo hizo por amor a su esposo, porque no fue capaz de contenerse frente a ese elemento radioactivo en que se había convertido el cuerpo de su compañero.
Alexievich escucha, parece que no hace más que escuchar. Después recrea las palabras, los énfasis, los silencios, incluso los balbuceos de esos hombres y mujeres. En el testimonio se juntan, más que en otras formas narrativas, la voz del protagonista y la escucha del cronista. Finalmente, hablan los dos.
En la antigua URSS –recuerda Alexievich– el poder había preparado a la población para la guerra, es decir, para un enemigo visible; sin embargo, el día menos pensado vino la radiación, un enemigo invisible. Y nadie supo lo que tenía que hacer. Los jerarcas del imperio soviético hicieron lo que les dictaban siete décadas de imaginario bélico: mandaron soldados, con fusil y bayoneta, a luchar contra las partículas de uranio, cesio y plutonio.
Entonces, cuando la realidad no corresponde a las ideas, hay que buscar respuestas en el lenguaje. Hay que volver a escuchar a las personas y entender en qué momento se perdió el vínculo entre los conceptos y las cosas.
Las voces que recupera Alexievich en el erial de Chernóbil nos permiten entender dos catástrofes: la social y la científica. Al mismo tiempo que colapsaba el bloque socialista, se incendiaba la central nuclear. Hay que saber encontrar los vínculos entre una cosa y otra. La gente se quedó frente a dos grandes vacíos: perdió la fe en la gran utopía social del siglo XX y también dejó de creer en la supuesta infalibilidad de la ciencia.
Cambia todo, pero las personas siguen ahí, dice la cronista. Miles de personas han pasado por Auschwitz, por los Gulag, por Chernóbil, por las Torres Gemelas, pero el ser humano sigue. Sus voces vienen del pasado, pero sirven para el futuro. El testimonio tiene un efecto comunicacional y político a la vez porque es una voz que interpela no solo al lector, como destinatario del mensaje, sino al sistema mismo y las relaciones de poder que lo sostienen.
En el Ecuador, un sector obstinado del periodismo –compuesto no solo por medios tradicionales, sino por colectivos, blogs personales, grupos de trabajo, asociaciones y otras iniciativas diversas– construye el testimonio de una época en que el poder político –al igual que en la antigua URSS– ha hecho los mayores esfuerzos por imponer un imaginario de guerra entre la población; un discurso oficial que supone que todo aquel que se atreve a dudar de la infalibilidad del poder es un enemigo público, un ser despreciable al que se debe aniquilar con toda la fuerza del aparato represivo y jurídico del Estado.
El más reciente testimonio de ello lo podemos dar quienes tuvimos que presenciar cómo los miembros de la Comisión Nacional Anticorrupción eran llevados al banquillo de los acusados por haber pedido a las autoridades que cumplan con su deber de garantizar que los contratos de las obras en el sector petrolero se ejecuten con transparencia. Esto molestó tanto al Contralor General del Estado, Carlos Pólit, quien planteó contra ellos un juicio por calumnias y pidió dos años de prisión para los acusados y, para él, cien mil dólares de indemnización por cada uno, es decir, novecientos mil para calmar sus nervios y engrosar su cartera.
El jueves 20 de abril la jueza Karen Matamoros falló a favor del acusador y condenó a los comisionados. Solo cuando la sentencia fue dictada, el funcionario anunció por intermedio de su abogado que desistía de la acusación por pedido del presidente electo Lenin Moreno. ¿Por qué no lo hizo antes? Todo indica que el mensaje que quería enviarle al país era: si soy capaz de lograr una condena para nueve respetables ciudadanos ecuatorianos, soy capaz de lograrlo contra cualquiera. Te acuso, te condeno y te perdono, pero la próxima vez no seré tan benevolente. La justicia ya no es un asunto de derechos sino de piedad cristiana, de almas compasivas a las que hay que agradecer.
En el Ecuador, el imaginario construido desde el poder político es el mismo que describe Alexievich en el contexto de la antigua URSS: la amenaza del enemigo. En las universidades estudian jóvenes de veinte años, que durante los últimos diez –la mitad de sus vidas, nada menos– han escuchado y, en muchos casos, aceptado el mensaje de que ser periodista equivale, más o menos, a ser delincuente, es decir, un peligro para la paz social. Cuesta mucho revertir esa idea. Aplíquese esa misma noción para los ecologistas, los líderes sociales, las organizaciones indígenas, los maestros, los estudiantes y otros sectores que no se alinean con el discurso oficial.
La Superintendencia de Comunicación se atribuye la potestad de determinar qué noticias deben o no publicar los medios e imponer sanciones a quienes no obedecen. Esa entidad acaba de multar a siete medios por no reproducir una noticia, sin contrastar, del diario argentino Página 12, acerca de presuntos negocios dudosos del candidato de la oposición. El poder se otorga a sí mismo la función de gran editor de la realidad. En este caso, también el presidente electo ha pedido retirar la sanción, pero no ha cuestionado su improcedencia jurídica. Ha puesto la compasión por sobre el derecho.
¿Cuáles deben ser, entonces, las preguntas y los relatos del periodismo ecuatoriano cuando un estilo de gobierno se va, pero se queda al mismo tiempo? En mi criterio, todos los que permitan revelar la acción del poder y sus efectos en la vida democrática. Y, sobre todo, los que permitan entender los procesos de resistencia y liberación desde la sociedad organizada.
La vida se construye en torno a relatos porque estos nos ayudan a encontrar nuestro lugar en el mundo. Frente al relato de la guerra, sabemos si nos corresponde tomar las armas o buscar la paz; frente al relato del desastre climático, decidimos cuidar la naturaleza o profundizar la depredación; frente al relato del racismo, unas veces lo combatimos y otras cambiamos nuestras propias conductas.
¿Y qué debemos hacer frente al relato que dice que quienes piensan distinto al poder son enemigos de la patria? La gran derrota de la humanidad, dice el escritor japonés Haruki Murakami, es no haber podido oponer en su debido tiempo un relato suficientemente fuerte contra el del nazismo y del fascismo. Puede pasar lo mismo ahora si no encontramos un relato que logre colocar los valores del humanismo y la democracia por sobre la intolerancia y la violencia basadas en la supuesta existencia de un enemigo público.
¿Qué puede hacer el periodismo frente a todo esto? Recuperar su esencia, entender que es muy poco lo que sabe y buscar respuestas a ese vacío. Narrar la realidad sabiendo que su propia voz solo adquiere sentido en relación con la voz del otro. La función esencial del periodismo es preguntar. Quiero decir, al periodismo le corresponde recuperar y potenciar la naturaleza interrogativa de la vida. Y tiene que hacerlo justamente ahora en un país como el Ecuador donde el poder político persigue y condena, más que cualquier otra cosa, el ejercicio de la pregunta.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Las enmiendas, paradoja y decadencia del correísmo

Por Gustavo Abad
Las enmiendas a la Constitución aprobadas por la Asamblea Nacional el pasado 3 de diciembre –justo cuando Quito comenzaba su baño anual de licor y de hispanismo bobo– pueden ser leídas de dos maneras principales: una, como la artimaña política que le faltaba al correísmo para acumular más poder y afianzar su dominio; y dos, como la prueba de su decadencia, la confirmación de su fracaso. A la luz de lo sucedido, prefiero la segunda, porque muestra la enorme paradoja que hay en todo esto.
El solo hecho de haber convertido al recinto legislativo en una fortaleza inexpugnable, cercada de vallas metálicas, custodiada por miles de policías con escudos, toletes y bombas lacrimógenas, dispuestos a reventarle la madre a cualquier manifestante, disipa cualquier duda sobre la conciencia vergonzante que arrastran los legisladores oficialistas en todos sus actos. Y eso ya es un fracaso político.
El mismo régimen que ha demostrado que le vale un tamarindo la Constitución cuando interfiere en su proyecto de modernización capitalista y autoritarismo estatal ahora quiere legitimar sus actos con una Constitución modificada para agregar más ficción a la que ya sobra en las leyes ecuatorianas. La paradoja afloró ese mismo día cuando la presidenta de la Asamblea, Gabriela Rivadeneira, dijo que las enmiendas servirán para “ampliar los derechos” mientras la policía detenía a decenas de personas –al siguiente día un juez condenó a 21 detenidos a 15 días de prisión– y dejaba un centenar de apaleados en las calles. Ellos seguramente recordarán el cariño con que el gobierno amplió sus derechos.
Está claro que la única ética que ha practicado el correísmo hasta ahora es la que le permite tener la razón a toda costa. Quiero decir: ¿acaso ha tomado en cuenta lo que manda la Constitución respecto de los derechos humanos, el medio ambiente, la administración de justicia, la seguridad social, la fiscalización, la comunicación…? Para que se entienda: ¿no son pruebas de total irrespeto a la Constitución los estudiantes encarcelados por expresarse en las calles, los comuneros perseguidos por oponerse a la minería, los jueces presionados a fallar a favor del régimen, la negación de las obligaciones estatales con los afiliados y jubilados de la seguridad social, el mutismo de los asambleístas frente a las denuncias de corrupción, los enjuiciamientos a medios y periodistas…? Entonces: ¿de dónde sacaron que había que enmendar la Constitución para que este país ganara en democracia y en libertades?
La Constitución –antes y después de las enmiendas– consagra, por ejemplo: el derecho a la resistencia, y la policía aplasta con sus carros antimotines cualquier manifestación de inconformidad en las calles; los derechos de la naturaleza, y estos se violan cada día en cada campamento chino que se levanta para profundizar la minería contaminante; el derecho a un juicio justo, y la culpabilidad o inocencia de las personas se dictan en las sabatinas; el derecho a una jubilación digna, y se desangran mediante artificios legales los fondos de pensiones y de cesantías de miles de trabajadores; el derecho a la fiscalización, y los legisladores ven pasar por sus narices un carnaval de negocios fraudulentos sin inmutarse; el derecho a informar y ser informados, y miles de solicitudes de información van a parar al tacho de basura de funcionarios mediocres mientras que los organismos oficiales de comunicación se dedican a enjuiciar a cada bloguero que los desnuda en su incompetencia.
Digo, si con el desmesurado aparato legal que maneja a su antojo, el correísmo no ha podido ni ha querido construir durante estos ocho años un medianamente creíble Estado de Derecho, ¿para qué usará las enmiendas justo ahora que prepara su retirada? ¿piensa que le ayudarán a recuperar la legitimidad que ha dilapidado por tanto tiempo? Todo esto me recuerda más el gesto del camorrista de karaoke que no se va del baile sin antes lanzar el último puñetazo para cubrir alevosamente su retirada.
Un momento, no por desesperado el gesto es menos dañino. Ya lo han dicho varios analistas: la enmienda número 2, que garantiza la reelección indefinida de las autoridades de elección popular, hábilmente calculada para entrar en vigencia en mayo de 2017, deja al líder máximo del correísmo fuera de las elecciones de ese año, pero facilita su retorno en 2021 como el salvador de la patria, aparentemente indemne de su responsabilidad en la crisis que le acaba de endosar al próximo gobierno. Al fin de cuentas, ese era el fin último de las enmiendas. El resto solo era parte del combo.
Todo lo que el régimen ha querido lo ha hecho sin necesidad de enmiendas. Recapitulemos: que las Fuerzas Armadas salgan a reprimir a los ciudadanos bajo el eufemismo de apoyar la “seguridad integral del Estado” (enmienda 4); que las iniciativas de consulta popular provenientes de la sociedad civil sean ignoradas cínicamente cuando la autoridad decida que alguien “abusa de esta acción” (enmienda 1); que la Contraloría pierda cada vez más su capacidad de fiscalización y no pueda evaluar las “gestiones” de los funcionarios (enmienda 5); que las políticas de comunicación emulen a las del franquismo al definir como “servicio público” a lo que es un derecho humano (enmienda 10)... Todo lo que las enmiendas ahora permiten, el régimen ya lo hacía por manipulación propia. La única diferencia es que ahora lo hará con una barnizada legal. La simulación es otro síntoma del fracaso.
A todo esto, la enmienda número 10, que define a la comunicación como un servicio público en contra de toda una trayectoria de pensamiento social y humanista que la define y la practica como un derecho humano es otra señal de fracaso. En este tema, el régimen actúa con la misma claridad que un gigante enceguecido. 
Lo que intenta el correísmo es cerrar el círculo del control administrativo de la palabra que hace rato viene ejerciendo mediante la Ley de Comunicación. La idea es que cada acto del habla que le resulte incómodo al poder pueda ser sancionado con un acto administrativo. Lo que no han pensado ni los funcionarios ni los intelectuales orgánicos que apoyan esta monstruosidad es cómo van a lograr ese control. ¿Cómo pretenden embotellar el viento?
En materia de comunicación, al régimen le pasa lo mismo que al emperador que narra Borges en su cuento “Del rigor en la ciencia”. Éste quería un mapa del imperio tan pero tan detallado, que los cartógrafos terminaron haciendo un mapa del mismo tamaño que el territorio. Después, convencidos de la inutilidad de su proyecto, lo abandonaron a los rigores de las lluvias y el viento.
Del mismo modo, la obsesión del correísmo de controlar el relato en todas sus manifestaciones, de criminalizar la opinión contraria, de no dejar una palabra sin contestar ni una noticia sin desmentir, de acumular medios públicos, incautados y estatales en torno a su aparato de propaganda, tiene el mismo destino de todas las obsesiones inútiles, los rigores del tiempo y del olvido.
Recordemos que todo el emporio mediático que el mafioso italiano Silvio Berlusconi tenía a su servicio cuando manejaba el poder político no pudo evitar que fueran descubiertos sus delitos y condenado por ello. Toda la prensa amarillista que el dictador peruano Alberto Fujimori controlaba no impidió que se descubriera su responsabilidad en las matanzas ordenadas por su gobierno.
Cuando el diario público El Telégrafo compra –en plena época de austeridad fiscal– las acciones de El Tiempo para lo que parece ser una expansión del periodismo oficialista en el sur del país, se olvida que el que más comunica no es el que más medios acumula, sino el que tiene algo que decir. Y el correísmo hace tiempo que perdió esa capacidad.
Que el derecho a la comunicación se transforme en un servicio público es otra muestra de fracaso y decadencia de un régimen que –de nuevo la paradoja–  lo que más ha hecho es destruir la filosofía de lo público. 

martes, 15 de septiembre de 2015

El miedo, el cinismo y un enemigo del pueblo

Por Gustavo Abad
Veintiocho años después de asesinar a Trotski clavándole un piolet en el cráneo, Ramón Mercader, convertido ya en un incómodo protegido de la entonces Unión Soviética, se cita en un bar de Moscú con su antiguo mentor, Leonid Eitingon, un agente de inteligencia que en su juventud lo preparó física y sicológicamente para el crimen.
En ese encuentro de asesinos jubilados, Mercader le cuenta a Eitingon que lo más duro de sus veinte años de prisión en México fue haber descubierto que él sólo había sido una pieza manipulada para cometer un crimen de odio planeado por Stalin. Le habían inoculado el odio para que le resultara más fácil matar –irónicamente– en defensa del proletariado mundial y del hombre nuevo.
–Lo más difícil de todos esos años fue saber esas verdades y tener la seguridad de que, a pesar de los engaños, no podía hablar –dice Mercader.
–¿Sabes por qué? Porque en el fondo somos unos cínicos. Pero, sobre todo, somos unos cobardes. Siempre hemos tenido miedo y lo que nos ha movido no es la fe, como nos decíamos todos los días, sino el miedo –responde Eitingon con una sonrisa congelada a medio camino.
Este es quizá una de los diálogos más patéticos de los muchos que ofrece El hombre que amaba a los perros, la novela que Leonardo Padura escribió basado en una investigación rigurosa acerca del asesinato de Trotski, la vida de su asesino y la manera cómo se pervirtió la gran utopía del siglo XX.
El aporte de la novela histórica, ya se sabe, no está en la verificación empírica de los hechos, sino en su capacidad evaluadora del pasado, capaz de producir una conciencia de la historia, de activar una zona del pensamiento al que generalmente no llegan los secos registros documentales.
Miedo y cinismo, en orden y proporciones intercambiables, aparecen allí como los principales motores psíquicos con que el poder –una vez que la corrupción interna amenaza con llevarlo a su propia descomposición– se asegura el control de la voluntad de las personas, el manejo turbio de los ideales y el aniquilamiento físico o moral de sus críticos.
La novela de Padura nos traslada inevitablemente a lo que ocurre en el Ecuador bajo dominio del correísmo. Siempre habrá algún brujo que diga que son tiempos, países y personajes distintos. Nada más cierto, pero nada más trivial también. El ejercicio del poder, el sistema de valores, las conductas sociales que promueve el correísmo, aunque difieran en cierta retórica, evocan esos fantasmas totalitarios que la historia y la literatura no pueden y no deben olvidar.
Por miedo fallan en el Ecuador los jueces a favor del régimen sin importar si con ello vulneran los derechos ciudadanos. Un breve inventario: las sentencias condenatorias contra los diez de Luluncoto; contra los veedores del caso Fabricio Correa; contra el ecologista Xavier Ramírez; contra el dirigente indígena Pepe Acacho; contra los estudiantes del colegio Central Técnico; contra los del Mejía... Agregue usted los suyos.
De cinismo se revisten las autoridades obsecuentes para justificar sus atropellos con argumentos jurídicos deleznables: la disolución de la fundación ecologista Pacha Mama por realizar activismo político, como si el ecologismo no fuera una postura política; las sanciones contra El Universo y La Hora por resistirse a publicar la verdad oficial (o mentira institucionalizada) en nombre del derecho a la réplica; el truco de las enmiendas a la Constitución para garantizar la reelección indefinida; la suspensión de la visa a la académica Manuela Picq después de una golpiza policial para, según el informe, protegerla de los violentos; los intentos de llevar a juicio al caricaturista Bonil y al periodista Roberto Aguilar por mirar la realidad con ojo crítico; el actual proceso de disolución de Fundamedios por difundir opiniones políticas en las redes sociales (no difundirlas también es un acto político y nadie sanciona el silencio).
Sin embargo, el miedo y el cinismo no tendrían efectos devastadores si no estuvieran asistidos por una racionalidad jurídica, diseñada a la medida para ponerle ropaje legal al abuso. La Ley de Comunicación, el Decreto 16, el Código Integral Penal son apenas los engendros legales más visibles de esa máquina de prohibir y castigar en que ha devenido la llamada revolución ciudadana.
El correísmo, más que un movimiento político, parece una creencia religiosa. Y el pensamiento religioso es contradictorio y trágico porque ofrece todo pero a cambio exige todo. Ofrece la gloria eterna a cambio del sometimiento absoluto. Durante los últimos ocho años, el correísmo le ha planteado al país una fórmula religiosa: para llegar a un mundo de luz y progreso, primero hay que vivir una época de oscuridad y violencia. En otras palabras: nuestro gran proyecto de modernización capitalista –hace rato abandonó el eslogan de socialismo del siglo XXI– solo es posible mediante la persecución y silenciamiento de aquellos a quienes nuestro dedo acusador señale como enemigos.
Un enemigo del pueblo es, justamente, la obra de teatro en que la sociedad ecuatoriana puede verse reflejada. Hace muchos años que el teatro en este país –neutralizado por una pretendida asepsia ideológica– no se presentaba como una posibilidad de reflexión política. La obra original de Henrik Ibsen, dirigida por Christoph Baumann y adaptada por Roberto Aguilar, es una necesaria puesta al día de una tradición de teatro político, una línea siempre perturbadora para el mundo del orden y la obediencia que promueve el poder.
La función del arte es poner la mirada y los otros sentidos en esos lugares de la realidad y la experiencia humana que van a contracorriente de los discursos dominantes. La mirada de Un enemigo del pueblo nos sitúa en nuestro tiempo para percibir no las luces, sino la oscuridad. Para el poder totalitario –tanto que reclama para sí mismo el derecho a la resistencia y se arrepiente de haberlo “concedido” a la sociedad– todo aquel que ejerce un pensamiento distinto, que mira en lo profundo y no en lo superficial, que denuncia la corrupción o reclama sus derechos, es un enemigo del pueblo.
“Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible…”, dice Borges en el cuento Tema del traidor y del héroe. En el Ecuador del correísmo se podría  pensar que la realidad está copiando a la novela y al teatro.
Los movimientos sociales organizados anuncian una marcha para este miércoles 16 de septiembre. Nuevamente me niego a aceptar la versión oficial de que es para desestabilizar al gobierno y hacerle el juego a la derecha –el correísmo bastante lo ha hecho ya–. La marcha es contra el miedo y el cinismo. Este miércoles, para deleite de muchos tecnócratas, académicos, periodistas, escritores que se han puesto al servicio del régimen, miles de manifestantes serán declarados enemigos del pueblo. 

viernes, 8 de mayo de 2015

La pelea en el lenguaje, cuando el poder se noquea a sí mismo

Por Gustavo Abad
Por qué será que cuando Bonil ironiza todo el mundo lo entiende, pero cuando Correa ironiza todos se rasgan las vestiduras, se preguntaba con fingida ingenuidad una escritora adepta al régimen, a propósito del lamentable “Heil Hitler” que soltó el mandatario en su cuenta de twitter para desafiar a quienes encuentran –con justicia o no– similitudes entre el correísmo y el fascismo. Porque hay una gran diferencia entre la ironía y el cinismo, diría yo para ayudar a esta señora a ubicarse un poco. La ironía es un producto de la inteligencia, el cinismo es un rasgo de la prepotencia. Una escritora, si conoce bien su oficio, debería saberlo.
El saludo nazi, como mensaje de un presidente latinoamericano, por más que quiera maquillarlo tardíamente, no logra el efecto irónico porque la carga oprobiosa de tal expresión supera cualquier juego del lenguaje. No se puede hacer malabarismo con tacos de dinamita. Tampoco se puede atribuir esa clase de exabruptos al temperamento de quien los pronuncia. Más bien se puede ver allí, reflejada en el lenguaje, la actitud de quien idealiza un proyecto totalitario, al que no le basta con dominar su propio discurso, sino que quiere también apropiarse del discurso del otro.
No es novedad que la principal estrategia del correísmo en sus ocho años de gobierno ha sido tomar el control del relato social. La disputa inicial con los medios privados –que tuvo cierto sentido cuando la llamada revolución ciudadana parecía un proyecto democrático– resultó ser, a la larga, el punto de partida para una batalla en todos los frentes donde se pone en juego el modo de nombrar las cosas. Montado sobre un desmesurado aparato de propaganda –al menos una veintena de medios estatales, al servicio del discurso oficial–; una poderosa herramienta jurídica –la Ley de Comunicación que, en lugar de ampliar los derechos, restringe las libertades–; un sistema de vigilancia en la red –los llamados troll center, unidades clandestinas de ataque contra cualquier posición disidente–; un fantoche institucional –la Supercom y el Cordicom, dedicados a juzgar no solo lo que se publica sino también lo que no se publica–, el correísmo parecía estar ganando la batalla.
Tan seguro estaba el oficialismo de haber alcanzado el control total del relato, que comenzó a maltratar la sustancia misma de todo relato: el lenguaje. El único régimen que se autodenomina de izquierda pero toma decisiones que ya las hubiera querido tomar la derecha pensó que tal engaño no era suficiente y se propuso demostrar que el que domina todo también puede dominar el lenguaje y reventarlo a su antojo. Así, le pareció que podía llamar cambio de la matriz productiva a la profundización del modelo extractivista, petrolero y minero; acusar de terroristas a quienes se oponen a la minería contaminante; calificar de reforma de la justicia a la cooptación de jueces condescendientes; sostener que vivimos en un estado laico pero diseñar las leyes según las convicciones religiosas de su líder; proclamar que está en contra de la violencia sexual y aprobar un Código Penal según el cual ninguna mujer violada puede abortar a menos que tenga una deficiencia mental o esté dispuesta a ir a la cárcel; jurar que está en contra de la reelección indefinida y promover enmiendas a la Constitución para garantizar su continuidad en el poder; decir que la negativa del Estado a reconocer la deuda con la Seguridad Social es para proteger el futuro de los jubilados; proclamar que el IESS no es de los afiliados; acusar de discriminación a los periodistas que critican a un asambleísta inepto…
En fin, como el mitómano que se cree su propia ficción, el correísmo se creyó que dominar todos los poderes del Estado lo autorizaba también a corromper el lenguaje y ponerlo a su servicio. Pensó que podía llamar periodismo al activismo oficialista que practican los medios públicos. El correísmo retorció a tal punto el uso de las palabras que no se dio cuenta cuándo las vació de sentido. Y ya nada significa lo que alguna vez dijo que significaba.
Como esos terrenos que se quedan inútiles después de muchos años sometidos al monocultivo y a los pesticidas, así el discurso oficial ha erosionado las palabras después de ocho años de un monólogo descalificador. Su lenguaje es pobre y repetitivo: “nosotros somos más”, “prohibido olvidar”, “los mismos de siempre”, “mediocres”, “corruptos”, “tirapiedras”, “enemigos de la revolución”. Qué aridez y qué cansancio. Como la pornografía –sexo explícito sin juego de seducción–, el discurso oficial –insulto primario sin imaginación–, parece más un brebaje emocional para los necios.
En el documental “When we were kings” (Cuando fuimos reyes), de Leon Gast, acerca del famoso combate entre Mohamed Alí y George Foreman en Kinshasa (1974), se puede ver cómo el aparentemente obtuso mundo del boxeo ofrece lecciones memorables de inteligencia estratégica. Alí, consciente de que el poderío físico de Foreman lo superaba, hizo lo que nadie esperaba. En lugar de bailar, como había prometido, se replegó sobre las cuerdas y dejó que su rival lo castigara a placer. De vez en cuando –según el emocionante relato de Norman Mailer–, levantaba la cabeza y decía: “me decepcionas George, no pegas tan fuerte como yo pensaba”. Y el otro se ponía loco de rabia. Al cabo de cinco asaltos, Foreman estaba exhausto. Sin pensarlo, se había noqueado a sí mismo. Entonces Alí supo que era su momento. Salió de las cuerdas y liquidó a su adversario con una rápida combinación. En el último segundo, se abstuvo de lanzar un golpe que tenía preparado, quizá para no arruinar –dice el mismo Mailer– la estética del gigante que caía.
Al correísmo parece sucederle lo mismo en la arena política ecuatoriana. Se ha noqueado a sí mismo. Ha pegado a tantos y con tanta furia, que se ha quedado sin fuerzas. Por eso, cualquier persona con capacidad de indignación levanta el dedo medio o baja los pulgares –hace poco lo hizo un adolescente– cuando pasa la caravana presidencial. Entonces el poder se vuelve loco. Acostumbrado a mandar y sancionar, no puede aceptar el mensaje detrás del gesto: “me decepcionas, no eres lo que dices, no te puedo respetar”.
Cuando el poder aniquila el debate jurídico mediante el control del legislativo; cuando coarta al ejercicio de los derechos mediante un sistema de justicia sometido a su conveniencia; cuando restringe la libertad de información mediante amenazas y enjuiciamientos a medios y periodistas, siente que puede controlar todo, incluso el sentido de las palabras. Se olvida que la palabra es un producto de la cultura y la cultura es la memoria colectiva de los pueblos. Se olvida que el lenguaje es el campo de la cultura donde ningún opresor ha podido vencer. Cuando un caricaturista ironiza, nos dice que hay múltiples maneras de ver el mundo. El poder está convencido de que solo hay una, la suya. Cuando un escritor cuestiona, revela que hay un pensamiento detrás del mensaje. El poder nos dice que detrás del suyo hay una máquina infalible. El artista tiene la imaginación para interpretar. El poder, las leyes para castigar.
Después de la matanza de Tlatelolco, en México (1968), el gobierno del PRI quiso imponer la versión oficial de que el Estado había sofocado un brote subversivo y que los estudiantes, en su confusión, se habían matado entre sí. Sin embargo, escritores y periodistas como Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes y otros se encargaron de mantener vivo el relato de que aquello había sido un crimen de Estado. Fue una lucha de varias décadas para mantener viva una memoria. Ahora, no cabe duda de que fue el entonces presidente, Díaz Ordaz, el que ordenó apretar el gatillo. Frente a un partido que controlaba la justicia, el parlamento y los medios, los escritores optaron por dar la batalla en el campo del lenguaje y la cultura, el único espacio donde el pensador se enfrenta con el dominador y lo vence.
En el Ecuador, el correísmo tiene un selecto grupo de académicos, historiadores, escritores y periodistas dispuesto a construir para el futuro la versión de que la llamada revolución ciudadana fue un proyecto político transformador. Me pregunto, por ejemplo: ¿podrán negar quién ordenó la explotación petrolera en el Yasuní sin detenerse ante el peligro que eso supone para la vida de los pueblos aislados que allí habitan? Todo indica, más bien, que esta aventura solo pasará a la historia como el proyecto megalómano que alguna vez quiso imponernos un puñado de mentes alucinadas.