viernes, 8 de mayo de 2015

La pelea en el lenguaje, cuando el poder se noquea a sí mismo

Por Gustavo Abad
Por qué será que cuando Bonil ironiza todo el mundo lo entiende, pero cuando Correa ironiza todos se rasgan las vestiduras, se preguntaba con fingida ingenuidad una escritora adepta al régimen, a propósito del lamentable “Heil Hitler” que soltó el mandatario en su cuenta de twitter para desafiar a quienes encuentran –con justicia o no– similitudes entre el correísmo y el fascismo. Porque hay una gran diferencia entre la ironía y el cinismo, diría yo para ayudar a esta señora a ubicarse un poco. La ironía es un producto de la inteligencia, el cinismo es un rasgo de la prepotencia. Una escritora, si conoce bien su oficio, debería saberlo.
El saludo nazi, como mensaje de un presidente latinoamericano, por más que quiera maquillarlo tardíamente, no logra el efecto irónico porque la carga oprobiosa de tal expresión supera cualquier juego del lenguaje. No se puede hacer malabarismo con tacos de dinamita. Tampoco se puede atribuir esa clase de exabruptos al temperamento de quien los pronuncia. Más bien se puede ver allí, reflejada en el lenguaje, la actitud de quien idealiza un proyecto totalitario, al que no le basta con dominar su propio discurso, sino que quiere también apropiarse del discurso del otro.
No es novedad que la principal estrategia del correísmo en sus ocho años de gobierno ha sido tomar el control del relato social. La disputa inicial con los medios privados –que tuvo cierto sentido cuando la llamada revolución ciudadana parecía un proyecto democrático– resultó ser, a la larga, el punto de partida para una batalla en todos los frentes donde se pone en juego el modo de nombrar las cosas. Montado sobre un desmesurado aparato de propaganda –al menos una veintena de medios estatales, al servicio del discurso oficial–; una poderosa herramienta jurídica –la Ley de Comunicación que, en lugar de ampliar los derechos, restringe las libertades–; un sistema de vigilancia en la red –los llamados troll center, unidades clandestinas de ataque contra cualquier posición disidente–; un fantoche institucional –la Supercom y el Cordicom, dedicados a juzgar no solo lo que se publica sino también lo que no se publica–, el correísmo parecía estar ganando la batalla.
Tan seguro estaba el oficialismo de haber alcanzado el control total del relato, que comenzó a maltratar la sustancia misma de todo relato: el lenguaje. El único régimen que se autodenomina de izquierda pero toma decisiones que ya las hubiera querido tomar la derecha pensó que tal engaño no era suficiente y se propuso demostrar que el que domina todo también puede dominar el lenguaje y reventarlo a su antojo. Así, le pareció que podía llamar cambio de la matriz productiva a la profundización del modelo extractivista, petrolero y minero; acusar de terroristas a quienes se oponen a la minería contaminante; calificar de reforma de la justicia a la cooptación de jueces condescendientes; sostener que vivimos en un estado laico pero diseñar las leyes según las convicciones religiosas de su líder; proclamar que está en contra de la violencia sexual y aprobar un Código Penal según el cual ninguna mujer violada puede abortar a menos que tenga una deficiencia mental o esté dispuesta a ir a la cárcel; jurar que está en contra de la reelección indefinida y promover enmiendas a la Constitución para garantizar su continuidad en el poder; decir que la negativa del Estado a reconocer la deuda con la Seguridad Social es para proteger el futuro de los jubilados; proclamar que el IESS no es de los afiliados; acusar de discriminación a los periodistas que critican a un asambleísta inepto…
En fin, como el mitómano que se cree su propia ficción, el correísmo se creyó que dominar todos los poderes del Estado lo autorizaba también a corromper el lenguaje y ponerlo a su servicio. Pensó que podía llamar periodismo al activismo oficialista que practican los medios públicos. El correísmo retorció a tal punto el uso de las palabras que no se dio cuenta cuándo las vació de sentido. Y ya nada significa lo que alguna vez dijo que significaba.
Como esos terrenos que se quedan inútiles después de muchos años sometidos al monocultivo y a los pesticidas, así el discurso oficial ha erosionado las palabras después de ocho años de un monólogo descalificador. Su lenguaje es pobre y repetitivo: “nosotros somos más”, “prohibido olvidar”, “los mismos de siempre”, “mediocres”, “corruptos”, “tirapiedras”, “enemigos de la revolución”. Qué aridez y qué cansancio. Como la pornografía –sexo explícito sin juego de seducción–, el discurso oficial –insulto primario sin imaginación–, parece más un brebaje emocional para los necios.
En el documental “When we were kings” (Cuando fuimos reyes), de Leon Gast, acerca del famoso combate entre Mohamed Alí y George Foreman en Kinshasa (1974), se puede ver cómo el aparentemente obtuso mundo del boxeo ofrece lecciones memorables de inteligencia estratégica. Alí, consciente de que el poderío físico de Foreman lo superaba, hizo lo que nadie esperaba. En lugar de bailar, como había prometido, se replegó sobre las cuerdas y dejó que su rival lo castigara a placer. De vez en cuando –según el emocionante relato de Norman Mailer–, levantaba la cabeza y decía: “me decepcionas George, no pegas tan fuerte como yo pensaba”. Y el otro se ponía loco de rabia. Al cabo de cinco asaltos, Foreman estaba exhausto. Sin pensarlo, se había noqueado a sí mismo. Entonces Alí supo que era su momento. Salió de las cuerdas y liquidó a su adversario con una rápida combinación. En el último segundo, se abstuvo de lanzar un golpe que tenía preparado, quizá para no arruinar –dice el mismo Mailer– la estética del gigante que caía.
Al correísmo parece sucederle lo mismo en la arena política ecuatoriana. Se ha noqueado a sí mismo. Ha pegado a tantos y con tanta furia, que se ha quedado sin fuerzas. Por eso, cualquier persona con capacidad de indignación levanta el dedo medio o baja los pulgares –hace poco lo hizo un adolescente– cuando pasa la caravana presidencial. Entonces el poder se vuelve loco. Acostumbrado a mandar y sancionar, no puede aceptar el mensaje detrás del gesto: “me decepcionas, no eres lo que dices, no te puedo respetar”.
Cuando el poder aniquila el debate jurídico mediante el control del legislativo; cuando coarta al ejercicio de los derechos mediante un sistema de justicia sometido a su conveniencia; cuando restringe la libertad de información mediante amenazas y enjuiciamientos a medios y periodistas, siente que puede controlar todo, incluso el sentido de las palabras. Se olvida que la palabra es un producto de la cultura y la cultura es la memoria colectiva de los pueblos. Se olvida que el lenguaje es el campo de la cultura donde ningún opresor ha podido vencer. Cuando un caricaturista ironiza, nos dice que hay múltiples maneras de ver el mundo. El poder está convencido de que solo hay una, la suya. Cuando un escritor cuestiona, revela que hay un pensamiento detrás del mensaje. El poder nos dice que detrás del suyo hay una máquina infalible. El artista tiene la imaginación para interpretar. El poder, las leyes para castigar.
Después de la matanza de Tlatelolco, en México (1968), el gobierno del PRI quiso imponer la versión oficial de que el Estado había sofocado un brote subversivo y que los estudiantes, en su confusión, se habían matado entre sí. Sin embargo, escritores y periodistas como Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes y otros se encargaron de mantener vivo el relato de que aquello había sido un crimen de Estado. Fue una lucha de varias décadas para mantener viva una memoria. Ahora, no cabe duda de que fue el entonces presidente, Díaz Ordaz, el que ordenó apretar el gatillo. Frente a un partido que controlaba la justicia, el parlamento y los medios, los escritores optaron por dar la batalla en el campo del lenguaje y la cultura, el único espacio donde el pensador se enfrenta con el dominador y lo vence.
En el Ecuador, el correísmo tiene un selecto grupo de académicos, historiadores, escritores y periodistas dispuesto a construir para el futuro la versión de que la llamada revolución ciudadana fue un proyecto político transformador. Me pregunto, por ejemplo: ¿podrán negar quién ordenó la explotación petrolera en el Yasuní sin detenerse ante el peligro que eso supone para la vida de los pueblos aislados que allí habitan? Todo indica, más bien, que esta aventura solo pasará a la historia como el proyecto megalómano que alguna vez quiso imponernos un puñado de mentes alucinadas.

domingo, 22 de marzo de 2015

Bajo la lluvia

Por Gustavo Abad
La lluvia y las multitudes tienen mucho en común, pero lo principal es su sentido premonitorio. El anuncio de que algo grande viene en camino. Eso parece ocurrir esta tarde del 19 de marzo en el parque El Ejido, lugar de inicio de la marcha de las organizaciones sociales contra el gobierno de Rafael Correa, bajo una tenaz lluvia quiteña.

Así como las nubes se cargan gota a gota, la gente se junta cuerpo a cuerpo hasta que viene la descarga…

El grito de un estudiante con mochila y bandera me saca de estas cavilaciones:

“¡Que llueva, qué chucha, Quito está en la lucha…!”

Con esa pedagogía cualquiera entiende.

Y la descarga -que es en lo que estaba pensando- es portentosa. Más de treinta mil personas, empapadas pero resueltas, emprenden la marcha por la Guayaquil hacia San Francisco para decirle al régimen que no están dispuestas a aceptar la pulverización de la sociedad civil como política de Estado.

Los carteles de papel se deshacen bajo el temporal y las puntas de los paraguas se vuelven armas involuntarias contra los ojos. Si la lluvia en soledad te bajonea, la lluvia en masa te activa. El aguacero de este 19M no te aplaca, al contrario, te moviliza, te empuja hacia adelante. La marcha ocupa al menos veinte cuadras rumbo al Centro Histórico. La lluvia quiere igualar a todos bajo los ponchos de plástico, pero los cánticos y los carteles hablan de razones diversas para protestar. Esta tarde el cielo de la capital tiene tonalidades psíquicas.

Y ahí están los que no aceptan el encarcelamiento de líderes comunitarios por oponerse a los proyectos de megaminería; los que rechazan, por ofensiva y medieval, la prédica de la abstinencia como política pública de salud sexual y reproductiva; los que no pueden permanecer impávidos ante la persecución judicial a periodistas y caricaturistas críticos al régimen; los que critican las enmiendas constitucionales como recurso tramposo para implantar la reelección indefinida sin una consulta popular; los que no quieren la destrucción del Yasuní en busca del petróleo que se llevarán las empresas chinas…

La marcha va contra un largo inventario de abusos de poder en los últimos años. La gente movilizada el 19M quiere recuperar la calle como espacio de expresión política y no como un lugar de riesgo frente al poder. Desde su propio lugar, cada manifestante libra una lucha que es de todos a la vez: superar el miedo frente a un régimen que castiga la disidencia.

Tres filas de policías tras una cerca metálica obstruyen cada una de las entradas a la Plaza Grande, clausurada hace ocho años como centro político por un gobierno alérgico a la protesta social. El presidente de la República, para minimizar el valor de la marcha, se fue a inaugurar obras en Imbabura. Huérfanos de su líder, los seguidores del régimen, traídos a Quito la noche anterior, deambulan entumecidos bajo las goteras de Carondelet. Ningún funcionario hace el ademán de acogerlos. Aquí nada se mueve sin su voluntad.

La lluvia por fin se extingue cuando el grueso de la manifestación llega a San Francisco. Un helicóptero sobrevuela la plaza desbordada. El ruido de las aspas solo trae asociaciones catastróficas: tres de esos bichos comprados en La India se han venido a pique en los últimos años sin que el régimen haya aclarado las razones de tan sospechoso negocio.

 Abajo, sobre el adoquín centenario, la gente reclama un cauce para su inconformidad y no lo encuentra. Los liderazgos sociales todavía no se recuperan del todo. Esto de que el Estado conciba a la sociedad civil como su enemigo, tiene efectos devastadores. Entonces surge un grito reprimido por años, un desahogo que evoca los tiempos de un país asomado al abismo:

“¡Fuera, Correa, fuera…!”

Pepe Acacho, uno de los líderes indígenas enjuiciados por el régimen, llama a tiempo a la sensatez: “La marcha no es para tumbar a Correa, porque él solito se está tumbando…”, dice ante un grupo de periodistas, y desactiva el argumento oficial según el cual toda protesta es desestabilizadora. Aquí no hay conspiradores, lo que hay es un gobierno que finge sordera.

El helicóptero desaparece como si fuera una pieza anticuada. En su lugar aparece un dron. El escenario de pronto se torna futurista. El aparatejo resume todo un imaginario de control. La vigilancia tecnológica. La ciberinteligencia. Todos aquí están registrados. El poder no dialoga, te vigila. Si el régimen tuviera un símbolo acorde con su filosofía, éste sería un dron.

La multitud se vuelca hacia el cerco policial que se ha reforzado. El juego de opuestos salta a la vista: los cuerpos tiesos de los chapas versus los cuerpos libres de los manifestantes; los escudos antimotines versus las banderas de la diversidad; lo rígido contra lo que flamea. De este lado, una hora de cánticos frente a la tropa inmutable. Silencio desde el lado del orden y la represión.

Un grupo de estudiantes detiene a un tipo con una bomba Molotov a punto de soltarla. “¡Un infiltrado…!”, gritan, que quiere dar motivo para la represión. Cuando le preguntan su nombre, el hipotético agente finge borrachera. Los chicos le quitan su invento incendiario y lo dejan libre. Cuando se olvidan de su presencia, el tipo se cambia de camisa y se esfuma.

La lluvia reaparece y, como si fuera una señal esperada, comienza el desalojo. El cerco policial avanza haciendo sonar sus botas y escudos para causar el efecto sicológico de superioridad. El mensaje es simple: la tropa te expulsa del espacio público para que entiendas que el poder tiene la última palabra. Que te aguanta hasta que le da la gana y después te aplasta.


La multitud, que no está para jugarse estúpidamente el físico, sino para mostrar su dignidad, se dispersa al ritmo que le imponen los dueños de los escudos y los toletes. La gente hoy ha tomado las calles y ha dicho sin miedo lo que siente. Y regresa bajo la lluvia. Como diría Juan Subira: bajo esa puta lluvia que no deja de golpear…

domingo, 15 de febrero de 2015

Y el culpable del racismo en el Ecuador se llama…

Por Gustavo Abad
La Supercom y el Cordicom, los dos organismos de control de la comunicación en el Ecuador, han hecho lo que ningún juez haría sin que se lo tomara por chiflado. Los burócratas de la primera, basados en un informe de los burócratas del segundo, acaban de sancionar al caricaturista Xavier Bonilla “Bonil” y al diario El Universo bajo el argumento de haber cometido “discriminación indirecta” contra el “colectivo social afro-ecuatoriano” en una viñeta humorística. Lo asombroso es que en ninguna parte los sancionados aluden a dicho colectivo.

Pasado el primer espanto, uno se pregunta: ¿en qué consiste la discriminación indirecta?, ¿significa que esos juzgadores pueden leer las segundas, terceras o cuartas intenciones del presunto discriminador? Las faltas, las infracciones, los delitos, etc., se cometen o no se cometen. Lo que existe son varios niveles de participación y este no es el caso. Más bien parece una cantinflada jurídica para ocultar la inclinación con que actúan esos organismos a favor del oficialismo. ¿Alguien puede imaginarse un mundo donde se sancionen los actos fallidos: robo “indirecto”, estafa “indirecta”, secuestro “indirecto”…?

Aunque el tema es harto conocido, vale la pena recordar los hechos. El 5 de agosto de 2014, Bonil publicó una fotocaricatura respecto de una penosa intervención del asambleísta Agustín Delgado en el legislativo. Allí, el ex futbolista profesional y ahora legislador del oficialismo demostró tener serias dificultades para leer un texto y, por tanto, para desempeñar una función para la que se requiere al menos un nivel aceptable de dominio del lenguaje escrito.

La bancada oficialista y los simpatizantes del régimen reaccionaron en contra del caricaturista y lo acusaron de racismo, pese a que Bonil en ninguna parte había hecho alusión a la etnia, ni al color de piel, ni al origen socioeconómico del asambleísta, sino a su lamentable actuación como funcionario público. Si a los aspirantes a un cargo de ventanilla se les exige solvencia en la lectura y escritura, ¿por qué un legislador debería estar exonerado de esa responsabilidad?, ¿acaso se le confiaría el pilotaje de un avión a alguien que no supiera reconocer los controles del aparato?, ¿la Selección Nacional de Fútbol mandaría a la cancha a alguien que no pudiera dominar el balón?...

Ahora, El Universo deberá presentar una “disculpa pública a los colectivos afro-ecuatorianos” durante siete días consecutivos, y Bonil recibirá una amonestación por escrito “previniéndole de la obligación de corregir y mejorar sus prácticas”. Para justificar su decisión, la Supercom se atiene al argumento de la parte acusadora que dice: “a través del tiempo y por distintas causas, los pueblos afros del Ecuador se han sentido discriminados socialmente en toda la estructura colectiva desde el fundamento del Estado ecuatoriano”.

Nada más cierto y nadie lo niega. Pero nada más falso que vender la ilusión de que se hace justicia histórica cargando sobre un diario y un caricaturista la responsabilidad por todo el racismo y la discriminación acumulados por la sociedad ecuatoriana a lo largo de su historia. Si lo vemos bien, el racismo aquí está en la mirada de los que defienden a Delgado y acusan al caricaturista, porque ahí donde Bonil vio a un asambleísta con dificultades para leer y desempeñar un cargo por el que gana más de 6.000 dólares mensuales, la Supercom y el Cordicom vieron a un negro pobre y discriminado.

El paternalismo con que los defensores del asambleísta lo han tratado es más discriminador que cualquier crítica. Y es más ofensivo, porque lo representa como un ser desvalido que por su condición étnica no puede ser criticado. Una pieza antropológica que se rompe si la tocan.

No obstante, lo cuestionable de todo esto, además de la sanción injusta, es el antecedente jurídico que construye. En lugar de hacer justicia, se alienta el ejercicio irresponsable de un cargo público. En adelante, cualquier funcionario podrá alegar descriminación indirecta de cualquier tipo cuando se ponga en evidencia su falta de preparación para el cargo. Ya me imagino a un médico, a un ministro, a un docente cuestionado por un mal ejercicio de su actividad, escudado en su origen étnico o socioeconómico para ocultar su ineptitud.

Visto con ironía, aquí no hay error, porque cuando se quiere causar daño y se lo causa, no hay error. Lo que hay es mala leche. Más bien, la resolución es coherente con la mentalidad de los servidores de un régimen que se atribuye ser el inventor de todo: la felicidad, la soberanía, la dignidad, la justicia, el desarrollo, las carreteras, la revolución… Todo lo que ha estado aquí hace cientos de años, ellos creen que se lo inventaron hace ocho, incluida la lucha contra el racismo.

Cuando alguien haga una caricatura de esos burócratas por su incapacidad para distinguir entre el humor político y el racismo histórico, nada raro sería que lo acusen de discriminación indirecta a los pobres de entendimiento.


domingo, 18 de enero de 2015

Charlie Hebdo: el problema de la representación y los límites del poder

Por Gustavo Abad
A partir de la matanza perpetrada por extremistas islámicos contra los periodistas y caricaturistas del semanario francés Charlie Hebdo el pasado 7 de enero, se han posicionado dos principales corrientes al respecto: una de apoyo y solidaridad, que se resume en el frase “Yo soy Charlie”, y otra que toma distancia y cuestiona a las víctimas, que se resume a su vez en la frase “Yo no soy Charlie” e incluso en una más radical que dice “Abajo Charlie”.

Vistas superficialmente, se trata de dos posiciones contrarias. Pero si miramos su trasfondo filosófico, las dos confluyen en un mismo principio: el de la libertad de expresión. Tanto los que proclaman “Yo soy Charlie”, como los que refutan “Yo no soy Charlie”, se cobijan en el postulado liberal de que toda persona tiene derecho a expresar libremente las propias ideas sin por ello poner en riesgo su integridad y su vida. En otras palabras, toda persona que se exprese a favor o en contra de Charlie lo hace bajo el supuesto de que esa posición no le costará la vida.

La pregunta es: ¿acaso los periodistas y caricaturistas asesinados no actuaban bajo el mismo principio por el cual nosotros ahora nos pronunciamos a favor o en contra de lo que hacían y decían? La diferencia es que a ellos sí les costó la vida decir lo que pensaban. No hay duda entonces de que se ha impedido, mediante la violencia y la muerte, el ejercicio de un derecho. Por ello me parece insostenible la posición de “Yo no soy Charlie” así como la de “Abajo Charlie”, porque roza peligrosamente la idea de que hay una justificación –aunque sea deleznable- para la matanza.

La representación, ya sabemos, es la construcción simbólica del otro mediante el lenguaje y el discurso. Todo proceso de representación consiste en atribuir al otro ciertas características físicas, ciertos rasgos culturales, ciertas conductas psicológicas, cierto entorno físico y geográfico, etc. En suma, la representación es la construcción de una imagen mental del otro. Y toda relación social, política, cultural, etc., se basa en esa imagen mental, en esa representación. Entonces: ¿cuál es la representación que Charlie Hebdo hacía o hace del mundo islámico? Una observación y lectura de sus mensajes nos permite decir que la revista estiraba los límites de esa representación, que llevaba la sátira al extremo, que se movía a sus anchas en los territorios de lo grotesco.

He mencionado intencionalmente la palabra límites para plantear la siguiente pregunta: ¿cuáles son los límites de la representación? Eso depende de otras preguntas, entre ellas: ¿cuáles son las condiciones en que se produce la representación?. Y sobre todo: ¿quién es el objeto de la representación? Es muy importante anotar que el objeto de la representación de la revista, al menos en los últimos meses, no ha sido el mundo islámico a secas, sino una facción armada y adicta a la violencia denominada “Estado Islámico”, responsable del secuestro y la muerte de miles de personas.

En otras palabras, el objeto de esas caricaturas es una milicia al margen de la ley, que ejerce el poder mediante el terror y las decapitaciones. ¿Alguien ha logrado poner límites a la violencia de ese poder ilegítimo? Sin embargo, el foco de la revista no estaba puesto solamente en estas facciones armadas. Charle Hebdo ha caricaturizado también al presidente de Francia, al de Rusia, al de Estados Unidos, al Papa…, es decir a los que gobiernan el mundo. Y ya sabemos que los gobernantes son los sujetos paradigmáticos del poder.

Entonces surge una nueva  pregunta: ¿existen límites para ejercer la crítica y la representación del poder? ¿No será más bien al revés: que la fuerza de la comunicación consiste precisamente en ponerle límites es al poder, de cualquier naturaleza que este sea? Por ello, en casos como este, el señalamiento de los límites de un caricaturista siempre será especulativo, del tipo “¿debió hacerlo o no?”. En cambio, queda claro que el poder, sobre todo cuando se lo ejerce por la fuerza, no respeta ni siquiera el último límite todo, que es la vida del otro.

El caso de Charlie Hebdo, se quiera o no, sirve como horizonte para dimensionar y evaluar el conflicto de la libertad de expresión en el Ecuador. Pocos días después del asesinato, el Gobierno ecuatoriano, mediante la Secretaría de Comunicación y la Cancillería condenó el atentado. Incluso el secretario de Comunicación, Fernando Alvarado, adoptó en su cuenta de twitter el ícono y la leyenda de “Yo soy Charlie”. Sin embargo, en ningún momento el gobierno se ha referido al hecho como un atentado contra la libertad de expresión, y ha omitido decir que las víctimas eran periodistas y caricaturistas.

Este olvido no parece ser casual. Más bien revela una enorme contradicción. El mismo régimen que declara ante el mundo su solidaridad con el semanario francés, tiene ya una prolongada historia de enjuiciamientos y amenazas de encarcelamiento a periodistas y caricaturistas en el Ecuador. El periodista Roberto Aguilar lo dice más claro que yo: “Si Charlie Hebdo se publicara en el Ecuador, el correísmo simplemente no podría soportarlo. Ciertamente sus dibujantes no serían asesinados, pero probablemente estarían presos, pues lo que habitualmente publican en Francia, en el Ecuador correísta puede ser objeto de persecución penal.”

Y con esto volvemos al problema de la representación. El poder político tiene que ser extremadamente tolerante respecto de la manera cómo se lo concibe y se lo representa, porque lo suyo es una delegación temporal de autoridad. El gobernante no está ahí por una razón eugenésica u ontológica que le impida desprenderse de esa condición.

En el Ecuador no tenemos un conflicto entre culturas sino entre gobernantes y gobernados. El poder político, constituido en el Estado, se encarga de que cumplamos nuestros deberes en todo momento porque le hemos delegado esa capacidad. Por tanto, lo que nos queda a los ciudadanos es luchar por nuestros derechos. Y esa lucha es desigual, porque el Estado tiene el monopolio de la fuerza. No es igual a nosotros, no es como nuestro vecino,  o nuestro compañero de clase.

En esa medida, el poder político tiene que reducir al mínimo su capacidad de sentirse ofendido por las críticas y las representaciones que hagamos de él los ciudadanos. Los enjuiciamientos a periodistas y caricaturistas en el Ecuador siguen siendo un claro abuso de autoridad. A eso sí hay que ponerle límites.



sábado, 15 de noviembre de 2014

La CUPRE y el síndrome bipolar

Por Gustavo Abad

Hace como un año anduvo por el Ecuador un estafador mexicano que se embolsó  miles de dólares gracias a su habilidad para inventar ficciones al gusto de los funcionarios de la llamada revolución ciudadana. Durante varios meses, el tipo se paseó por los salones del oficialismo, con el membrete de “filósofo de izquierda”, que lo maquillaba de autoridad intelectual para plantear cosas que habrían hecho sonrojar a un admirador del franquismo. Dijo, entre otras sandeces, que en este país había que crear una “fiscalía de medios”, que las facultades de comunicación debían formar “soldaditos de la revolución” y que era urgente engordar el Código Penal con un nuevo delito: “periodismo delincuencial”. Con esos filósofos de izquierda no hace falta la derecha.

Después se supo que este personaje abandonó el país por la puerta trasera, incapaz de entregar los informes, los papers y otros productos por los que tan bien había facturado. Los funcionarios, que antes parecían levitar con las palabras del pretendido filósofo, guardaron luego un silencio tan parecido a la complicidad que solo un especialista podría reconocer la diferencia.

En un régimen donde faltan pensadores y sobran publicistas, las visitas de estos aventureros llegan a tener efectos demoledores para la libertad de pensamiento. Quizá por ello se pretenden hacer enmiendas constitucionales para incluir a la comunicación como un servicio público, en contra de toda una tradición de pensamiento social y humanista que la ha definido y ejercido como un derecho. Ahora resulta que esa cualidad humana -demasiado humana, diría Nietzsche- que nos sirve para reconocer nuestro lugar en el mundo, que nos ayuda a vivir, amar, soñar y crear, se reduce a un trámite de ventanilla como la luz y el teléfono. Vaya manera de entender lo público.

Hago estas reflexiones cuando está a punto de comenzar en Guayaquil la II Cumbre de Periodismo Responsable (CUPRE) convocada por el oficialismo. Por la experiencia de la cumbre anterior, hay pocas esperanzas de que esta no sea otro efecto publicitario para reforzar la visión oficial respecto de la comunicación y el periodismo. La CUPRE parece haber sido diseñada para poner a prueba a la psicología con un caso de trastorno bipolar. El mismo régimen que desprecia a los movimientos sociales y que controla una veintena de medios dedicados al antiperiodismo quiere dar lecciones de periodismo responsable. Es, más o menos, como si un carnicero convocara a un congreso vegetariano. Como si un ballenero japonés llamara a la conservación de la fauna marina.

Para hablar de periodismo responsable, primero hay que recuperar una filosofía de lo público muy venida a menos en los últimos años. En el Ecuador, el oficialismo ha impuesto una noción de lo público reducida a lo estatal y, la mayoría de las veces, a lo gubernamental. Recuperar una filosofía de lo público significa abandonar esas tendencias reduccionistas y pensar en posibilidades expansivas de la deliberación y el debate. El periodismo responsable es el que parte de la identificación de las demandas sociales y va en busca de las respuestas políticas. En ese sentido, la interpelación al poder es uno de sus deberes ineludibles.

Se trata entonces de hacer periodismo público, que no obtiene su nombre por el medio en que se practica sino por el modo de concebir y desarrollar la práctica informativa. Y esto vale tanto para los medios privados, estatales, como para los colectivos que comienzan a fortalecer procesos informativos en red, donde parece que el periodismo podría encontrar su nueva casa.

El periodismo responsable defiende el interés público y no el corporativo, estatal o privado, en concordancia con el principio de independencia, algo que muchos pretenden encerrar en el museo de las ideas. Es el que ofrece una pedagogía en deberes y derechos para la formación de públicos activos y no solo espectadores. Un periodismo responsable se ocupa de hacer visibles otras formas de vida, de entender el valor de la diversidad en contra de las doctrinas que buscan la uniformidad. Con ello, facilita la participación política de los sectores sociales, su inclusión. El efecto social de esta filosofía periodística en ningún caso es la militancia ciega en un proyecto tutelado desde el Estado, sino todo lo contrario: es la ampliación de las condiciones para ejercer el pensamiento crítico que permita precisamente interpelar al poder. Y sospechar de sus rituales.

Por eso resulta paradójico que se pretenda fundar el periodismo responsable desde las cumbres oficialistas. Salvo raras individualidades, cuya honestidad intelectual queda opacada por el discurso dominante, las voces privilegiadas en la CUPRE miran para otro lado cuando los medios estatales reproducen los mismos vicios de los que acusan a los privados; en otros casos se dedican a ponerle ropaje legal al abuso; y en otros hacen gimnasia conceptual para que las arbitrariedades del poder calcen en las teorías.

Aunque no han dado señales de querer hacerlo, les corresponde a los Sierra, Mastrini, Becerra, García, Ayestaran y otros expositores revertir esa tendencia. Si no lo hacen, la CUPRE solo será una nueva puesta en escena de lo que pudo haber sido y no fue.


jueves, 30 de octubre de 2014

La edición de la memoria

Por Gustavo Abad 

En junio de 1959, decenas de jóvenes fueron asesinados por las fuerzas del orden en Guayaquil cuando protestaban contra el gobierno de Camilo Ponce. No hay un dato exacto, pero los registros de prensa señalan que el gobierno reconoció la muerte de 16 personas, aunque algunos testimonios sostienen que fueron muchas más. Esta matanza ha sido recuperada para la memoria ecuatoriana y latinoamericana en el documental “La muerte de Jaime Roldós”, de Manolo Sarmiento y Lisandra Rivera, recientes ganadores del Premio Gabriel García Márquez de periodismo.

Quizá la cadena de hechos perturbadores que ofrece el documental –la hipótesis de un complot internacional para acabar con la vida de Roldós- opaca el testimonio, no menos perturbador, del recordado productor Gabriel Tramontana, quien documentó con su cámara de cine la matanza. En el epílogo del filme, Tramontana le cuenta a Sarmiento que todas las imágenes de esa terrible noche guayaquileña se las entregó al presidente Ponce para que éste hiciera con ellas lo que más le conviniera. Obviamente, desaparecieron.

Según el razonamiento de Tramontana, lo suyo fue un acto de lealtad debido a que “el hombre estaba haciendo las cosas”. Se refiere a la obra pública de ese entonces: puentes, carreteras, represas. “El progreso del país”, termina diciendo Tramontana, quien murió antes de realizar su proyecto de convertir su enorme archivo fílmico en una película sobre la historia del Ecuador en la que –a juzgar por sus palabras- estaba dispuesto a destacar el avance material en lugar de la riqueza cultural y la complejidad social y política de este país.

Nos detenemos con mis alumnos de periodismo en este punto del documental para reflexionar cómo el discurso del progreso, del desarrollo material, de la racionalidad técnica se usa, con mayor frecuencia de lo que pensamos, como justificación de la violencia y del abuso de poder. Tramontana, estoy seguro, era un buen tipo –su esmero por conservar un patrimonio fílmico solo puede ser el de un hombre bueno-, pero sabía lo que se debía mostrar de esa historia y lo que convenía ocultar. En otras palabras, sabía editar la memoria.

En muchos sentidos, el Ecuador actual asiste a un proceso de edición de la memoria. El discurso oficial ha instalado con bastante éxito en el imaginario colectivo la idea de que su proyecto modernizador y capitalista justifica todas las arbitrariedades que el gobierno comete y puede cometer contra la vida democrática y contra los derechos de las personas. La idea de que la razón instrumental debe imponerse por sobre la razón histórica para alcanzar el progreso es la savia que recorre todo el discurso oficial. Y con esa idea procura borrar toda manifestación que lo cuestione. Toda señal de inconformidad social tiene que ser aplacada. Todo pensamiento disidente tiene que ser silenciado. Un alto dirigente propone incluso unificar el saludo.

De esa manera, el gobierno insiste en vendernos un falso dilema: el desarrollo no es posible sin la vulneración de derechos. Y esa proposición tramposa es la base de una cadena mayor de falsedades: las metas de crecimiento solo son posibles mediante la destrucción de la organización social; la transformación del país será más expedita si se elimina el pensamiento crítico; cualquier duda sobre la infalibilidad del proyecto que nos gobierna equivale a insurrección, y manifestarla en las calles es un acto desestabilizador.

 Cada vez resulta más claro que siete años de propaganda gubernamental logran mayores efectos en la conciencia colectiva que cualquier sistema filosófico. La angustia de Walter Benjamin ante el avance del fascismo en la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial provenía de mirar cómo ese proyecto totalitario se presentaba ante la gente como algo históricamente ineludible. Salvando las distancias y los tiempos, no tanto las intenciones, en el Ecuador el aparato de propaganda gubernamental está orientado a profundizar la noción de que un estado autoritario no solo es necesario sino inevitable.

En esa tarea, el gobierno ha logrado posicionar en el debate cotidiano un ícono del desarrollo: las carreteras. En cualquier charla, si alguien cuestiona la injerencia del ejecutivo en la justicia, no falta quien refute: ¡pero mira en cambio lo bien que están las carreteras!; si otro se queja por la represión contra los movimientos sociales, habrá alguno que replique: ¿pero acaso no has visto las nuevas carreteras?; y si alguien más no se resigna a la impunidad frente a la corrupción, seguramente obtendrá como respuesta: ¡pero nadie ha hecho tantas carreteras!...

 Las carreteras, convertidas en un lugar común, una piedra que obstruye el fluir del pensamiento, un necio argumento a favor del abuso.

La edición de la memoria, tal como la practica el poder político, consiste en narrarse a sí mismo como la luz que irrumpe en un mundo de tinieblas, una mano organizadora del caos. El discurso oficial edita la memoria a favor de una modernización capitalista que ahoga la diversidad cultural, política y social. En otras palabras, el gobierno edita la memoria para borrar la huella de las luchas sociales, para anular su capacidad de acción y palabra, para negarle al otro su condición humana.

martes, 16 de septiembre de 2014

¿Por qué no controlan también el horóscopo?

Por Gustavo Abad 

A estas alturas resulta extraño que el correísmo no haya descubierto todavía los beneficios de la astrología para su proyecto político. El horóscopo es uno de los pocos lugares de la fantasía que le falta poner a su servicio en la pelea contra todo aquello que, desde la teoría conspirativa del poder, huele a insurrección.

Si ya ha descubierto el impulso sedicioso de levantar el dedo medio cuando pasa el presidente; la amenaza de las caricaturas para la paz social; la inclinación terrorista de los estudiantes; la vocación conspiradora de los ecologistas… Digo, si el correísmo es capaz de hallar enemigos hasta en las empanadas de verde, ¿por qué no controla también el horóscopo?

Les doy un dato a los profetas del buen vivir: Goebbels, el jefe de propaganda nazi, usaba las páginas de astrología de los periódicos para influir en la opinión pública. Lo advirtió poco antes de morir el escritor argentino Roberto Arlt y lo confirmó en su testimonio de ancianidad Albert Speer, uno de los arquitectos al servicio de ese proyecto demencial. En esos horóscopos manipulados, decía Speer, se hablaba de valles que había que atravesar, de enemigos que enfrentar, pero también de líderes a los que había que seguir… 

Nada podía quedar fuera de su control. 

¿Por qué no imita el correísmo esa estrategia tan acorde con su proyecto megalómano? Los funcionarios de la Secom, la Supercom, el Cordicom, que se disputan los modos de agradar al Supremo, tendrían una gran oportunidad de lucirse enjuiciando a cada astrólogo, cartomántico, adivino o lo que fuera, cuando sus predicciones no se ajustaran a la doctrina del buen vivir. 

Por ejemplo, ahí donde el horóscopo dijera: “se avecinan tiempos difíciles…” el aparato de propaganda oficialista podría obligar a una rectificación y agregar “por fortuna tenemos a Rafael…”. Ahí donde el ensueño de una pitonisa dijera “prepárese para afrontar problemas…” podrían obligar a que se cambie por “avanzamos patria…” y cosas así… ¡Qué tal! 

Si el correísmo ya ha descubierto la tendencia criminal de los periodistas; el peligro de los derechos humanos; la perversión de las utilidades de los trabajadores; el brote desestabilizador del ahorro de los profesores… Digo nuevamente, si el correísmo es capaz de armar un ejército de trolls para denigrar las opiniones contrarias; de enriquecer a una empresa española para que haga de gendarme en internet; de movilizar a miles de personas, “voluntariamente obligadas”, para anular las marchas de los movimientos sociales, ¿por qué no descubren las ventajas que les traería una agencia de regulación y control de la astrología? Si ya lo intentaron con la cultura y casi lo logran… 

La relación entre política y astrología tiene grandes episodios en la historia latinoamericana. Una de las figuras más influyentes del peronismo en Argentina era un practicante del esoterismo llamado José López Rega, apodado el Brujo. Desde su chifladura y a la sombra del caudillo, el Brujo fue capaz de organizar una gavilla de criminales llamada Triple A, dedicada a perseguir y asesinar a los que consideraba enemigos del peronismo. 

Digo, porque tengo esa manía de verbalizar los pensamientos, si ya tienen una “secretaría de la felicidad”, dirigida por un aficionado al espiritualismo, que por 12 millones de dólares hará que todos nuestros sueños se cumplan, ¿por qué son tan modestos? ¿no les parece que hay que pensar en grande? 

El horóscopo, señores, también puede ser revolucionario… Vayan por él. Quizá en ese último reducto de la fantasía el correísmo tenga algún futuro.