domingo, 22 de marzo de 2015

Bajo la lluvia

Por Gustavo Abad
La lluvia y las multitudes tienen mucho en común, pero lo principal es su sentido premonitorio. El anuncio de que algo grande viene en camino. Eso parece ocurrir esta tarde del 19 de marzo en el parque El Ejido, lugar de inicio de la marcha de las organizaciones sociales contra el gobierno de Rafael Correa, bajo una tenaz lluvia quiteña.

Así como las nubes se cargan gota a gota, la gente se junta cuerpo a cuerpo hasta que viene la descarga…

El grito de un estudiante con mochila y bandera me saca de estas cavilaciones:

“¡Que llueva, qué chucha, Quito está en la lucha…!”

Con esa pedagogía cualquiera entiende.

Y la descarga -que es en lo que estaba pensando- es portentosa. Más de treinta mil personas, empapadas pero resueltas, emprenden la marcha por la Guayaquil hacia San Francisco para decirle al régimen que no están dispuestas a aceptar la pulverización de la sociedad civil como política de Estado.

Los carteles de papel se deshacen bajo el temporal y las puntas de los paraguas se vuelven armas involuntarias contra los ojos. Si la lluvia en soledad te bajonea, la lluvia en masa te activa. El aguacero de este 19M no te aplaca, al contrario, te moviliza, te empuja hacia adelante. La marcha ocupa al menos veinte cuadras rumbo al Centro Histórico. La lluvia quiere igualar a todos bajo los ponchos de plástico, pero los cánticos y los carteles hablan de razones diversas para protestar. Esta tarde el cielo de la capital tiene tonalidades psíquicas.

Y ahí están los que no aceptan el encarcelamiento de líderes comunitarios por oponerse a los proyectos de megaminería; los que rechazan, por ofensiva y medieval, la prédica de la abstinencia como política pública de salud sexual y reproductiva; los que no pueden permanecer impávidos ante la persecución judicial a periodistas y caricaturistas críticos al régimen; los que critican las enmiendas constitucionales como recurso tramposo para implantar la reelección indefinida sin una consulta popular; los que no quieren la destrucción del Yasuní en busca del petróleo que se llevarán las empresas chinas…

La marcha va contra un largo inventario de abusos de poder en los últimos años. La gente movilizada el 19M quiere recuperar la calle como espacio de expresión política y no como un lugar de riesgo frente al poder. Desde su propio lugar, cada manifestante libra una lucha que es de todos a la vez: superar el miedo frente a un régimen que castiga la disidencia.

Tres filas de policías tras una cerca metálica obstruyen cada una de las entradas a la Plaza Grande, clausurada hace ocho años como centro político por un gobierno alérgico a la protesta social. El presidente de la República, para minimizar el valor de la marcha, se fue a inaugurar obras en Imbabura. Huérfanos de su líder, los seguidores del régimen, traídos a Quito la noche anterior, deambulan entumecidos bajo las goteras de Carondelet. Ningún funcionario hace el ademán de acogerlos. Aquí nada se mueve sin su voluntad.

La lluvia por fin se extingue cuando el grueso de la manifestación llega a San Francisco. Un helicóptero sobrevuela la plaza desbordada. El ruido de las aspas solo trae asociaciones catastróficas: tres de esos bichos comprados en La India se han venido a pique en los últimos años sin que el régimen haya aclarado las razones de tan sospechoso negocio.

 Abajo, sobre el adoquín centenario, la gente reclama un cauce para su inconformidad y no lo encuentra. Los liderazgos sociales todavía no se recuperan del todo. Esto de que el Estado conciba a la sociedad civil como su enemigo, tiene efectos devastadores. Entonces surge un grito reprimido por años, un desahogo que evoca los tiempos de un país asomado al abismo:

“¡Fuera, Correa, fuera…!”

Pepe Acacho, uno de los líderes indígenas enjuiciados por el régimen, llama a tiempo a la sensatez: “La marcha no es para tumbar a Correa, porque él solito se está tumbando…”, dice ante un grupo de periodistas, y desactiva el argumento oficial según el cual toda protesta es desestabilizadora. Aquí no hay conspiradores, lo que hay es un gobierno que finge sordera.

El helicóptero desaparece como si fuera una pieza anticuada. En su lugar aparece un dron. El escenario de pronto se torna futurista. El aparatejo resume todo un imaginario de control. La vigilancia tecnológica. La ciberinteligencia. Todos aquí están registrados. El poder no dialoga, te vigila. Si el régimen tuviera un símbolo acorde con su filosofía, éste sería un dron.

La multitud se vuelca hacia el cerco policial que se ha reforzado. El juego de opuestos salta a la vista: los cuerpos tiesos de los chapas versus los cuerpos libres de los manifestantes; los escudos antimotines versus las banderas de la diversidad; lo rígido contra lo que flamea. De este lado, una hora de cánticos frente a la tropa inmutable. Silencio desde el lado del orden y la represión.

Un grupo de estudiantes detiene a un tipo con una bomba Molotov a punto de soltarla. “¡Un infiltrado…!”, gritan, que quiere dar motivo para la represión. Cuando le preguntan su nombre, el hipotético agente finge borrachera. Los chicos le quitan su invento incendiario y lo dejan libre. Cuando se olvidan de su presencia, el tipo se cambia de camisa y se esfuma.

La lluvia reaparece y, como si fuera una señal esperada, comienza el desalojo. El cerco policial avanza haciendo sonar sus botas y escudos para causar el efecto sicológico de superioridad. El mensaje es simple: la tropa te expulsa del espacio público para que entiendas que el poder tiene la última palabra. Que te aguanta hasta que le da la gana y después te aplasta.


La multitud, que no está para jugarse estúpidamente el físico, sino para mostrar su dignidad, se dispersa al ritmo que le imponen los dueños de los escudos y los toletes. La gente hoy ha tomado las calles y ha dicho sin miedo lo que siente. Y regresa bajo la lluvia. Como diría Juan Subira: bajo esa puta lluvia que no deja de golpear…

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