La lluvia y las multitudes tienen
mucho en común, pero lo principal es su sentido premonitorio. El anuncio de que
algo grande viene en camino. Eso parece ocurrir esta tarde del 19 de marzo en
el parque El Ejido, lugar de inicio de la marcha de las organizaciones sociales
contra el gobierno de Rafael Correa, bajo una tenaz lluvia quiteña.
Así como las nubes se cargan gota
a gota, la gente se junta cuerpo a cuerpo hasta que viene la descarga…
El grito de un estudiante con
mochila y bandera me saca de estas cavilaciones:
“¡Que llueva, qué chucha, Quito
está en la lucha…!”
Con esa pedagogía cualquiera
entiende.
Y la descarga -que es en lo que
estaba pensando- es portentosa. Más de treinta mil personas, empapadas pero resueltas,
emprenden la marcha por la Guayaquil hacia San Francisco para decirle al
régimen que no están dispuestas a aceptar la pulverización de la sociedad civil
como política de Estado.
Los carteles de papel se deshacen
bajo el temporal y las puntas de los paraguas se vuelven armas involuntarias
contra los ojos. Si la lluvia en soledad te bajonea, la lluvia en masa te activa.
El aguacero de este 19M no te aplaca, al contrario, te moviliza, te empuja
hacia adelante. La marcha ocupa al menos veinte cuadras rumbo al Centro
Histórico. La lluvia quiere igualar a todos bajo los ponchos de plástico, pero los
cánticos y los carteles hablan de razones diversas para protestar. Esta tarde
el cielo de la capital tiene tonalidades psíquicas.
Y ahí están los que no aceptan el
encarcelamiento de líderes comunitarios por oponerse a los proyectos de megaminería;
los que rechazan, por ofensiva y medieval, la prédica de la abstinencia como
política pública de salud sexual y reproductiva; los que no pueden permanecer
impávidos ante la persecución judicial a periodistas y caricaturistas críticos
al régimen; los que critican las enmiendas constitucionales como recurso
tramposo para implantar la reelección indefinida sin una consulta popular; los
que no quieren la destrucción del Yasuní en busca del petróleo que se llevarán
las empresas chinas…
La marcha va contra un largo
inventario de abusos de poder en los últimos años. La gente movilizada el 19M
quiere recuperar la calle como espacio de expresión política y no como un lugar
de riesgo frente al poder. Desde su propio lugar, cada manifestante libra una
lucha que es de todos a la vez: superar el miedo frente a un régimen que
castiga la disidencia.
Tres filas de policías tras una cerca
metálica obstruyen cada una de las entradas a la Plaza Grande, clausurada hace
ocho años como centro político por un gobierno alérgico a la protesta social. El
presidente de la República, para minimizar el valor de la marcha, se fue a
inaugurar obras en Imbabura. Huérfanos de su líder, los seguidores del régimen,
traídos a Quito la noche anterior, deambulan entumecidos bajo las goteras de
Carondelet. Ningún funcionario hace el ademán de acogerlos. Aquí nada se mueve
sin su voluntad.
La lluvia por fin se extingue cuando
el grueso de la manifestación llega a San Francisco. Un helicóptero sobrevuela
la plaza desbordada. El ruido de las aspas solo trae asociaciones catastróficas:
tres de esos bichos comprados en La India se han venido a pique en los últimos
años sin que el régimen haya aclarado las razones de tan sospechoso negocio.
Abajo, sobre el adoquín centenario, la gente
reclama un cauce para su inconformidad y no lo encuentra. Los liderazgos
sociales todavía no se recuperan del todo. Esto de que el Estado conciba a la
sociedad civil como su enemigo, tiene efectos devastadores. Entonces surge un
grito reprimido por años, un desahogo que evoca los tiempos de un país asomado
al abismo:
“¡Fuera, Correa, fuera…!”
Pepe Acacho, uno de los líderes
indígenas enjuiciados por el régimen, llama a tiempo a la sensatez: “La marcha
no es para tumbar a Correa, porque él solito se está tumbando…”, dice ante un
grupo de periodistas, y desactiva el argumento oficial según el cual toda
protesta es desestabilizadora. Aquí no hay conspiradores, lo que hay es un
gobierno que finge sordera.
El helicóptero desaparece como si
fuera una pieza anticuada. En su lugar aparece un dron. El escenario de pronto
se torna futurista. El aparatejo resume todo un imaginario de control. La
vigilancia tecnológica. La ciberinteligencia. Todos aquí están registrados. El poder
no dialoga, te vigila. Si el régimen tuviera un símbolo acorde con su filosofía,
éste sería un dron.
La multitud se vuelca hacia el
cerco policial que se ha reforzado. El juego de opuestos salta a la vista: los
cuerpos tiesos de los chapas versus los cuerpos libres de los manifestantes;
los escudos antimotines versus las banderas de la diversidad; lo rígido contra
lo que flamea. De este lado, una hora de cánticos frente a la tropa inmutable. Silencio
desde el lado del orden y la represión.
Un grupo de estudiantes detiene a
un tipo con una bomba Molotov a punto de soltarla. “¡Un infiltrado…!”, gritan,
que quiere dar motivo para la represión. Cuando le preguntan su nombre, el
hipotético agente finge borrachera. Los chicos le quitan su invento incendiario
y lo dejan libre. Cuando se olvidan de su presencia, el tipo se cambia de
camisa y se esfuma.
La lluvia reaparece y, como si fuera
una señal esperada, comienza el desalojo. El cerco policial avanza haciendo
sonar sus botas y escudos para causar el efecto sicológico de superioridad. El
mensaje es simple: la tropa te expulsa del espacio público para que entiendas
que el poder tiene la última palabra. Que te aguanta hasta que le da la gana y
después te aplasta.
La multitud, que no está para
jugarse estúpidamente el físico, sino para mostrar su dignidad, se dispersa al
ritmo que le imponen los dueños de los escudos y los toletes. La gente hoy ha
tomado las calles y ha dicho sin miedo lo que siente. Y regresa bajo la lluvia.
Como diría Juan Subira: bajo esa puta lluvia que no deja de golpear…
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