Por Gustavo Abad
A partir de la matanza perpetrada por extremistas islámicos
contra los periodistas y caricaturistas del semanario francés Charlie Hebdo el
pasado 7 de enero, se han posicionado dos principales corrientes al respecto:
una de apoyo y solidaridad, que se resume en el frase “Yo soy Charlie”, y otra
que toma distancia y cuestiona a las víctimas, que se resume a su vez en la
frase “Yo no soy Charlie” e incluso en una más radical que dice “Abajo
Charlie”.
Vistas superficialmente, se trata de dos posiciones contrarias.
Pero si miramos su trasfondo filosófico, las dos confluyen en un mismo
principio: el de la libertad de expresión. Tanto los que proclaman “Yo soy
Charlie”, como los que refutan “Yo no soy Charlie”, se cobijan en el postulado
liberal de que toda persona tiene derecho a expresar libremente las propias
ideas sin por ello poner en riesgo su integridad y su vida. En otras palabras,
toda persona que se exprese a favor o en contra de Charlie lo hace bajo el
supuesto de que esa posición no le costará la vida.
La pregunta es: ¿acaso los periodistas y caricaturistas
asesinados no actuaban bajo el mismo principio por el cual nosotros ahora nos
pronunciamos a favor o en contra de lo que hacían y decían? La diferencia es
que a ellos sí les costó la vida decir lo que pensaban. No hay duda entonces de
que se ha impedido, mediante la violencia y la muerte, el ejercicio de un
derecho. Por ello me parece insostenible la posición de “Yo no soy Charlie” así
como la de “Abajo Charlie”, porque roza peligrosamente la idea de que hay una
justificación –aunque sea deleznable- para la matanza.
La representación, ya sabemos, es la construcción
simbólica del otro mediante el lenguaje y el discurso. Todo proceso de
representación consiste en atribuir al otro ciertas características físicas,
ciertos rasgos culturales, ciertas conductas psicológicas, cierto entorno
físico y geográfico, etc. En suma, la representación es la construcción de una
imagen mental del otro. Y toda relación social, política, cultural, etc., se
basa en esa imagen mental, en esa representación. Entonces: ¿cuál es la representación
que Charlie Hebdo hacía o hace del mundo islámico? Una observación y lectura de
sus mensajes nos permite decir que la revista estiraba los límites de esa
representación, que llevaba la sátira al extremo, que se movía a sus anchas en
los territorios de lo grotesco.
He mencionado intencionalmente la palabra límites para
plantear la siguiente pregunta: ¿cuáles son los límites de la representación?
Eso depende de otras preguntas, entre ellas: ¿cuáles son las condiciones en que
se produce la representación?. Y sobre todo: ¿quién es el objeto de la
representación? Es muy importante anotar que el objeto de la representación de
la revista, al menos en los últimos meses, no ha sido el mundo islámico a
secas, sino una facción armada y adicta a la violencia denominada “Estado
Islámico”, responsable del secuestro y la muerte de miles de personas.
En otras palabras, el objeto de esas caricaturas es una
milicia al margen de la ley, que ejerce el poder mediante el terror y las
decapitaciones. ¿Alguien ha logrado poner límites a la violencia de ese poder
ilegítimo? Sin embargo, el foco de la revista no estaba puesto solamente en estas
facciones armadas. Charle Hebdo ha caricaturizado también al presidente de
Francia, al de Rusia, al de Estados Unidos, al Papa…, es decir a los que
gobiernan el mundo. Y ya sabemos que los gobernantes son los sujetos
paradigmáticos del poder.
Entonces surge una nueva
pregunta: ¿existen límites para ejercer la crítica y la representación
del poder? ¿No será más bien al revés: que la fuerza de la comunicación
consiste precisamente en ponerle límites es al poder, de cualquier naturaleza
que este sea? Por ello, en casos como este, el señalamiento de los límites de
un caricaturista siempre será especulativo, del tipo “¿debió hacerlo o no?”. En
cambio, queda claro que el poder, sobre todo cuando se lo ejerce por la fuerza,
no respeta ni siquiera el último límite todo, que es la vida del otro.
El caso de Charlie Hebdo, se quiera o no, sirve como
horizonte para dimensionar y evaluar el conflicto de la libertad de expresión
en el Ecuador. Pocos días después del asesinato, el Gobierno ecuatoriano,
mediante la Secretaría de Comunicación y la Cancillería condenó el atentado. Incluso
el secretario de Comunicación, Fernando Alvarado, adoptó en su cuenta de twitter
el ícono y la leyenda de “Yo soy Charlie”. Sin embargo, en ningún momento el
gobierno se ha referido al hecho como un atentado contra la libertad de
expresión, y ha omitido decir que las víctimas eran periodistas y
caricaturistas.
Este olvido no parece ser casual. Más bien revela una
enorme contradicción. El mismo régimen que declara ante el mundo su solidaridad
con el semanario francés, tiene ya una prolongada historia de enjuiciamientos y
amenazas de encarcelamiento a periodistas y caricaturistas en el Ecuador. El
periodista Roberto Aguilar lo dice más claro que yo: “Si Charlie Hebdo se
publicara en el Ecuador, el correísmo simplemente no podría soportarlo.
Ciertamente sus dibujantes no serían asesinados, pero probablemente estarían
presos, pues lo que habitualmente publican en Francia, en el Ecuador correísta
puede ser objeto de persecución penal.”
Y con esto volvemos al problema de la representación. El poder
político tiene que ser extremadamente tolerante respecto de la manera cómo se
lo concibe y se lo representa, porque lo suyo es una delegación temporal de autoridad.
El gobernante no está ahí por una razón eugenésica u ontológica que le impida
desprenderse de esa condición.
En el Ecuador no tenemos un conflicto entre culturas sino
entre gobernantes y gobernados. El poder político, constituido en el Estado, se
encarga de que cumplamos nuestros deberes en todo momento porque le hemos
delegado esa capacidad. Por tanto, lo que nos queda a los ciudadanos es luchar
por nuestros derechos. Y esa lucha es desigual, porque el Estado tiene el
monopolio de la fuerza. No es igual a nosotros, no es como nuestro vecino, o nuestro compañero de clase.
En esa medida, el poder político tiene que reducir al
mínimo su capacidad de sentirse ofendido por las críticas y las
representaciones que hagamos de él los ciudadanos. Los enjuiciamientos a
periodistas y caricaturistas en el Ecuador siguen siendo un claro abuso de
autoridad. A eso sí hay que ponerle límites.
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