viernes, 29 de enero de 2010

De los columnistas de El Telégrafo

Quito, 27 de enero de 2010

CARTA ABIERTA
Señores JUNTA DE ACCIONISTAS DE DIARIO EL TELÉGRAFO
Señores MIEMBROS DEL DIRECTORIO DE DIARIO EL TELÉGRAFO
C.C.: Rubén Montoya Vega, director de El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz, subdirectora

Gobierno, sociedad y medios públicos
La historia ecuatoriana, así como la de muchas sociedades contemporáneas, registra la importancia de los medios de comunicación y del periodismo como espacios de construcción del discurso y el debate públicos. Podemos decir que, a la par de la cultura política, responsable del modo de organización social, se ha desarrollado una cultura periodística, responsable del modo de entender las relaciones sociales.

En el Ecuador, la cultura periodística -cuyos elementos vertebradores son: propiedad, condiciones de producción y prioridades informativas de los medios- se ha desarrollado exclusivamente en el ámbito de los medios privados. Por ello, la creación de medios públicos ha sido una de las iniciativas más acertadas del actual Gobierno en la gran tarea de diversificar y democratizar la oferta informativa y devolver a ésta su condición de bien público.

No obstante, el desarrollo y consolidación de los medios públicos tienen como condición indispensable su independencia informativa respecto del poder político. Cualquier decisión o iniciativa que tienda a vincular a estos medios con actividades de promoción y difusión del gobierno de turno supondría un retroceso, no solo en la cultura periodística sino también en las posibilidades de democratización del espacio mediático en el país.

En las últimas semanas ha trascendido, por diversos espacios informativos, la intención de algunos funcionarios del Gobierno Nacional de crear un órgano de difusión oficial que, valga recordarlo, no es ni remotamente lo mismo que un medio público. En principio, ese no es el problema, puesto que el Gobierno está en su derecho de informar sobre su desempeño y el de sus funcionarios. El problema radica en que ese medio nacería, como lo han advertido varias fuentes, cobijado bajo la infraestructura de diario El Telégrafo. Esta cercanía de hecho entre un medio público y un órgano de difusión y propaganda oficial podría comprometer el proceso y afectar notablemente las posibilidades de consolidación de diario El Telégrafo como medio público.

De este modo, la sociedad recibiría un mensaje contradictorio sobre la naturaleza y los alcances del proyecto de medios públicos y podría interpretar que el mismo Gobierno que abrió la posibilidad de construir un espacio de discusión e información desde el interés de ciudadanos y ciudadanas, ahora pretende manejar y controlar esos mismos medios que contribuyó a crear. Adicionalmente, en el marco de la campaña instrumentada en contra de la regulación de la actividad de los medios de comunicación, este mensaje, con seguridad, será capitalizado a su conveniencia -es decir de modo perverso- por los medios privados.

Por ello, quienes colaboramos con El Telégrafo, desde una posición crítica e independiente del poder político, expresamos nuestra preocupación por este proyecto que, según información de dominio público, está próximo a concretarse. Expresamos, además, nuestro apoyo a la existencia y consolidación de medios públicos, como El Telégrafo, orientados a ofrecer información periodística al servicio del interés ciudadano antes que del gubernamental.

Firman 34 columnistas de diario El Telégrafo

César Paz y Miño
C.I. 170434509-7
Jorge Núñez
C.I. 020011241-5
Xavier Flores
C.I. 09-0897725-9
Lucrecia Maldonado
C.I. 170730727-6
Silvia Buendía
C.I. 091267845-5
Alicia Ortega
C.I. 090790716-6
Orlando Pérez
C.I. 170721072-8
José Antonio Figueroa
C.I. 171333770-5
Mariana Neira
C.I. 170822205-5
Ylonka Tillería
C.I. 170661548-9
Santiago Rosero
C.I. 171118048-7
Floresmilo Simbaña
C.I. 171166228-6
Mateo Martínez
C.I. 171256643-7
Alejandro Moreano
C.I. 170128825-8
Guillermo Bustos
C.I. 170038726-1
Gustavo Abad
C.I. 110275426-2
Pablo Ospina
C.I. 171113745-3
Hernán Reyes
C.I. 170557980-1
Mauro Cerbino
C.I. 171227804-1
Werner Vásquez
C.I. 171161163-0
Wladimir Sierra
C.I. 170786937-4
Hugo Jácome
C.I. 170887881-0
Amelia Ribadeneira
C.I. 171248331-0
Ángel Emilio Hidalgo
C.I. 091524022-0
Ricardo Cevallos Estrellas
C.I. 0909017600-0
Iván Sierra Hidalgo
C.I. 090493247-2
Juan Paz y Miño
C.I. 170308315-2
Guillaume Long
C.I. 171870875-1
Juan Carlos Morales
C.I. 100170710-6
Christian León
C.I. 1710164441
Erika Sylva
C.I. 1704180577
Padre Pedro Pierre
C.I. 1717234338
Gabriela Muñoz
C.I. 1710718899
Jeannine Zambrano
C.I. 0908913726

El Telégrafo

sábado, 23 de enero de 2010

Yasuní, valor real y simbólico

Por Gustavo Abad
Los medios tradicionales siempre han visto con desconfianza a los ecologistas. No olvidemos que el famoso oleoducto de crudos pesados (OCP) se construyó, a principios de esta década, con el apoyo de un gobierno obediente de los intereses empresariales y el de unos medios favorables al modelo extractivista de desarrollo. En un diario guayaquileño incluso se ordenó a ciertos periodistas vigilar y delatar a sus propios compañeros cuando estos dieran muestras de simpatizar con la causa ecologista.

En temas relacionados con el ambiente, los medios generalmente han actuado bajo una doble moral. En esas ambiguas secciones llamadas Sociedad suelen colocar toda la información pintoresca: que las maripositas por acá, que los arroyos cantarinos más allá, que los anfibios juguetones por ahí. En cambio, las secciones de Economía suelen estar llenas de datos sobre el mercado petrolero, los avances de las corporaciones, las nuevas técnicas de explotación y cosas por el estilo.

En su mayoría, los medios han abordado los temas del ambiente desde una visión paisajística. Anecdótica en muchos casos. Un atractivo visual para el encantamiento del mundo, como dirían algunos posmodernos. En otros casos, un incentivo para que los sedentarios superen la pereza del fin de semana. En cambio, los temas de economía siempre han representado el principio de realidad, el pragmatismo, las cifras reales, el espacio de las grandes decisiones.

Todo esto a propósito del enorme significado de la iniciativa Yasuní-ITT y los efectos de lo que ocurra en adelante con este proyecto, que parece estar al borde del fracaso o al inicio de una nueva etapa, según como se lo quiera mirar. La rabieta con la que el presidente Correa dinamitó uno de los proyectos más esperanzadores de este gobierno, al declarar que su equipo negociador había hecho una negociación vergonzosa, desató una cadena de reacciones, cuyo peso y valor simbólico resultan abrumadores por muchas razones.

Vayamos al inicio de todo esto. Cuando el gobierno presentó la iniciativa, en junio de 2007, la mayoría de los medios la reportó como otra más de las ideas utópicas de un gobierno con discurso revolucionario. Así, lo que pudo ser capitalizado como un gran proyecto nacional, como la punta de lanza de un compromiso mundial con el planeta, los medios lo relegaron a segundo plano, más atentos al escándalo político que sirviera a la oposición. Solo se acordaban del Yasuní cuando algún arrebato verbal del presidente Correa ponía en evidencia su ambigüedad sobre el tema y les daba la oportunidad de usarlo en su contra.

Ventajosamente y pese a esas dos actitudes calculadoras –la del presidente y la de los medios– respecto del Yasuní, éste nombre se ha convertido un símbolo de grandes proporciones. Tiene un enorme valor real, pero igual valor simbólico. De hecho, el éxito o fracaso de la iniciativa seguramente será el punto de quiebre, el momento a partir del cual el gobierno logre recuperar la confianza de la población sensible y de las organizaciones y colectivos comprometidos con la causa ambiental o termine de echárselos definitivamente en contra. Será la señal de cuál es la corriente vencedora en el movimiento que ocupa el poder.

Lo paradójico es que los que siempre han estado a favor de las políticas extractivistas, como los medios tradicionales y la derecha empresarial, ahora levantan la bandea ecologista. El ideólogo de un proyecto revolucionario está a punto de permitir que éste sea capitalizado en su contra como parte de las ofertas incumplidas. Pocas veces las brújulas de la política y de la comunicación han estado tan desquiciadas como ahora.

Si revisamos las noticias, la preocupación de los medios no es cómo salvar un área de casi un millón de hectáreas de bosque primario, reserva de oxígeno de las nuevas generaciones, hogar de pueblos no contactados, sino qué tan golpeado sale el gobierno de esta peripecia. Casi nadie se acuerda de que ahí no solo está en juego la popularidad del presidente, sino la vida de los últimos tagaeri y taromenane, esa cercana y distante comunidad original, que habita una de las zonas de mayor diversidad biológica del mundo. Ningún medio plantea el tema de la conservación como un recurso para enfrentar una crisis civilizatoria que amenaza con destruir el planeta. La concepción paisajística de la naturaleza, que domina en los medios, obstruye incluso la comprensión de la variable económica de un cambio de modelo de desarrollo.

Llegados a este punto, dejemos a un lado el desatino del gobierno y la cortedad de vista de los medios. Por respeto a la vida, por compromiso con la humanidad, por miedo a la historia, no se puede tocar el Yasuní. Como decía el viejo Blades hace ya varios años: de qué nos sirve tener inteligencia si no aprendemos usar la conciencia.
El Telégrafo, 24-01-2010

sábado, 9 de enero de 2010

El lugar de la comunicación

Por Gustavo Abad
Al inicio de esta semana, Alejandro Moreano planteó una máxima fundamental. Hay que poner la política en su sitio, dijo en este mismo diario. Se refería a que cualquier legislación tiene sentido en la medida en que garantiza la lucha social, el juego de los contrapesos, el ejercicio efectivo de la política en lugar del culto a la institucionalidad.

Voy a usufructuar la idea de Moreano y decir que también hay que poner la comunicación en su sitio. Me refiero a que el debate sobre la Ley de Comunicación no puede estar constreñido solo a la información mediatizada, que es importante pero no lo es todo, sino también a la participación activa de las los sectores sociales en la esfera pública, a garantizar la toma de la palabra de la gente antes que la defensa corporativa de las empresas de medios.

En otras palabras, revisar la profunda relación entre comunicación y política, porque no hay acto más político que la voluntad individual o colectiva de tomar la palabra, de consolidar una voz ante los demás, de legitimarse como narrador de la circunstancia propia. Otra cosa es el activismo político soterrado que hacen algunos medios privados y lo venden como información periodística. Tampoco nos confundamos con eso.

La dimensión política de la comunicación radica en su capacidad para interpelar, no solo al destinatario de un mensaje, sino al modo mismo de organización social y a las relaciones de poder que lo sostienen. La comunicación sirve para el autoreconocimiento, para tener conciencia de nosotros mismos. No hay posibilidades de acción política sin esos elementos como base.

Hay razones para pensar que cierto núcleo de funcionarios y publicistas no termina de entender esa relación. Por un lado, el resucitamiento del proyecto de los comités de defensa de la revolución. Por otro, los afanes de acrecentar la máquina de propaganda oficial al no lograr que los medios públicos se sometan a su agenda, como esperaban. Las garantías de la participación política no está en los CDR, así como las garantías de la veracidad informativa no está en los órganos de propaganda oficial.

A ver, aclaremos las cosas. Medios públicos sólo hay tres: El Telégrafo, Radio Pública y ECTV. Lo son porque se han constituido legalmente como tales y porque trabajan, con aciertos y errores, sobre proyectos periodísticos que procuran responder a esa condición. Son públicos y no oficiales. Por eso hay que exigirles independencia (defender el interés del país y no del gobierno), pluralidad (mostrar otras formas de vida), responsabilidad social (ética y buen oficio), inclusión (participación de los sectores sociales), pedagogía ciudadana (formación de públicos en derechos y deberes), entre otros valores.

Solo la mala intención de algunos medios privados pone en el mismo saco y confunde a los públicos con los incautados (como Gama TV o TC Televisión) y con los órganos de propaganda oficial (como El Ciudadano) que son cualquier cosa menos medios públicos. Es muy difícil encontrar en esos medios los valores periodísticos a los que sí aspiran los públicos. Lo que hay que exigir allí es cuentas claras a los responsables de su manejo institucional e informativo.

El déficit de comunicación política del gobierno, que impide que los sectores sociales se apropien de los proyectos que los benefician y que son muchos, no se soluciona creando órganos de propaganda oficial. Lo que no hace el diálogo no lo hacen los golpes de efecto. Así como la entrega de frecuencias a los pueblos indígenas no repara la ausencia de acuerdos con ese sector, el déficit de participación política no se soluciona mediantes comités de defensa de la revolución.

Si esos comités ayudan a confundir la participación cívica en un proyecto de gobierno con lo que es una militancia dogmática en una organización partidista, los órganos de propaganda confunden la información de interés público con la venta de un producto llamado gobierno.

Hay que devolverle a la comunicación su justo lugar en la política.
El Telégrafo 10-01-2010

lunes, 4 de enero de 2010

Un canal no marca el límite del debate

Por Gustavo Abad
La sanción a un medio de comunicación no es algo para celebrar por más que en ese medio se practique un periodismo de bajísima calidad. La reciente suspensión por 72 horas a Teleamazonas es lamentable, no porque ese medio tenga alguna autoridad para autodefinirse como defensor de la libertad de expresión, sino porque la sanción viene desde la autoridad estatal y porque ocurre en el momento de mayor tensión entre el gobierno y la mayoría de los medios privados. Entonces a muchos les viene fácil enturbiar las aguas para que nadie entienda nada.

Aquí no hay víctimas ni victimarios porque la Superintendencia de Telecomunicaciones procedió dentro de un marco legal vigente al que ningún medio había cuestionado antes sino cuando pudo volverse en su contra. Si tuviéramos una Ley de Comunicación reguladora de obligaciones y garante de derechos, quizá esto no habría pasado. Lo que sí hay es un estado de cosas confuso, que impide distinguir hasta dónde llegan las atribuciones legales y dónde comienza el cálculo político. Tampoco está claro hasta dónde llega la libertad de expresión y dónde comienza el abuso de algunos medios y periodistas respecto de ese derecho.

Entre el poder político y el poder mediático han secuestrado el debate y excluido al resto. La guerra informativa es despreciable cuando se origina en el Estado, pero es más repudiable cuando la practican los medios de comunicación al hacer activismo político no declarado. Y lo que hay aquí es una guerra informativa, una lucha por el control del relato y sus significados, en la que el poder político tiene tanta responsabilidad como el poder mediático. No se hagan las víctimas ninguno de los dos.

Si nos alejamos un momento del ruido generado por la sanción a Teleamazonas, quizá podamos entender mejor que lo ocurrido es solo uno de los efectos más visibles de ese estado de cosas, pero no el único ni el más lamentable. En mi criterio lo más grave hasta ahora es que la tensión entre medios privados y gobierno nos haya privado de una información y un debate confiables respecto de la Ley de Comunicación. En cuanto a la sanción, es condenable que esta sea tomada por la oposición como pretexto para echar al traste los acuerdos en torno a la Ley de Comunicación, como si ese canal marcara el límite del debate. Pero quizá lo más grave es que se posterga un debate urgente –siempre eludido por los dueños de los las empresas periodísticas–acerca de la responsabilidad social de los medios.

Recordemos que una primera sanción a ese canal ocurrió a mediados de este año a partir de una demanda planteada por dos organizaciones sociales. El colectivo cultural DiablUma y Protección de Animales Ecuador (PAE) impulsaron, con la ayuda de la Defensoría del Pueblo, una demanda para que ese canal fuera sancionado por transmitir imágenes de corridas de toros en horario no autorizado. La existencia de una sociedad movilizada en defensa de su derecho a una televisión de mejor calidad le dio mayor fuerza y legitimidad a la sanción.

Sin embargo, la segunda sanción –por la noticia de un supuesto centro clandestino del Consejo Nacional Electoral en Guayaquil– y la tercera –por la versión de una supuesta afectación a la pesca en la isla Puná debido a la exploración de gas– fueron impulsadas por el Estado. Eso justifica las dudas respecto de su legitimidad moral. Pero ¿quién la puede ostentar a estas alturas? No el Estado pero tampoco los medios privados. Ahí está lo lamentable del caso.

La sanción ocurre en un momento en que, por un lado, el gobierno tiene dificultades para conciliar su discurso social con sus prácticas y, por otro, cuando los medios privados están volcados al activismo político en lugar de garantizar al público una información confiable. El caso Teleamazonas no puede marcar el límite del debate, como algunos quisieran. El límite o, mejor dicho, el horizonte debe seguir siendo la construcción de una Ley de Comunicación basada en el consenso social.

Me resistía a usarlo, pero el lugar común de que en toda guerra –en este caso informativa– la primera víctima es la verdad, viene tratando de colarse desde la primera línea de esta columna y se ha ganado su derecho a quedarse.
El Telégrafo 04-01-2010

domingo, 20 de diciembre de 2009

Cuando hablan las corporaciones

Por Gustavo Abad
El debate en torno a la Ley de Comunicación muchas veces deja de ser un intercambio de ideas y se convierte en una disputa por tener la última palabra. Parecería que lo que está en juego no es el contenido mismo de una ley sino la autoridad para apoyar o denostar. Ventajosamente, las fuerzas políticas en la Asamblea dieron muestras, en los últimos días, de querer romper esa estrechez y aceptar un diálogo político más amplio.

No se puede decir lo mismo de la mayoría de medios privados, empeñados en obstruir el flujo de nuevas ideas, machacando sobre el lugar común de la “ley mordaza”... Esa actitud solo ratifica lo que muchos periodistas saben pero se niegan a admitir y es que las garantías de la democracia están en la política y no en la información mediatizada. Los actores políticos y sociales no crecen gracias a la visibilidad mediática por sí misma, sino que logran esa visibilidad cuando ganan fuerza política.

El problema es que las posiciones individuales de muchos periodistas son acalladas por los discursos corporativos. Me consta que no todos defienden a capa y espada a sus empresas. Es más, la mayoría tiene una relación de odio amor con sus empleadores, debido a las precarias condiciones de trabajo, al clima cargado de tensiones, a las conflictivas relaciones internas, entre otras causas. Sin embargo, el discurso corporativo los presenta como si fueran un solo cuerpo, como si todos estuvieran alineados con las posturas institucionales.

Hace pocos días El Universo puso a circular un cuadernillo que recoge la opinión de más de cien periodistas acerca del Proyecto de Ley de Comunicación. De acuerdo, buena idea la de que muchos opinen y se diversifiquen las voces. Sin embargo, más parece un esfuerzo por construir la ilusión de que los medios privados son espacios democráticos y participativos. Sin dudar de la validez de esas opiniones individuales, me pregunto ¿Las habrían tomado en cuenta si algunas de esas voces resultaban discordantes con las voces institucionales?

Sería interesante comprobar si la opinión de un buen número de reporteros –no columnistas– será tomada en cuenta, por ejemplo, cuando reclamen aspectos relacionados con las condiciones laborales, con los procesos de capacitación, con la toma de decisiones informativas. Por ahora, la fuerza dominante del discurso corporativo termina alineando a todos como si fueran uno solo en torno a la institución abarcadora.

El discurso corporativo anula la diversidad, oculta las discrepancias internas. Anulada la diversidad, nadie arriesga nada, porque una comprensible conducta humana es tener más miedo a quedarse solo que a equivocarse en masa. El discurso institucional reduce las voces críticas dentro de los medios. Conozco a periodistas muy críticos cuando están fuera y muy defensores cuando recuperan algún estatus dentro de esa institucionalidad en crisis.

Entonces hay que preguntarse qué significa hacer crítica de medios en estas condiciones. Primero, estar dispuesto a hacer inteligible todo este entramado de voces e intereses. Después, arriesgar una postura en momentos en que nadie quiere arriesgar nada. Construir una voz crítica respecto de los medios implica un esfuerzo por tomar distancia no solo de ciertas prácticas sino de ciertas tentaciones fáciles, como la de creer que la crítica se reduce a sentarse a cazar gazapos.

La crítica no significa pontificar sobre lo que está bien o mal sino proponer maneras de entender los hechos, construir modelos interpretativos de lo que pasa, elevar a conceptos lo que parece anecdótico.

La crítica se desarrolla cuando entendemos, por ejemplo, que lo que está en juego aquí es el control del relato. El poder mediático reacciona enceguecido cuando el poder político le disputa y a veces le arrebata la hegemonía como narrador de la realidad. La lucha por el control del relato, más que informativa, es política. Entonces una de las claves de todo esto radica en superar la versión periodística de la política y asumir la dimensión política del periodismo. Las corporaciones lo saben, pero se cuidan de admitirlo públicamente.
El Telégrafo 20-12-2009

sábado, 12 de diciembre de 2009

¡Más respeto tengan ellos!

Por Gustavo Abad
La ciudades amazónicas de Lago Agrio y Coca estaban desabastecidas, con las carreteras cerradas y paralizado el flujo de combustibles y alimentos. Era agosto de 2005 y los habitantes de esa región llevaban varios días de protesta con el fin de presionar al gobierno por una redistribución justa de las riquezas petroleras. Un equipo de un canal quiteño cubría las manifestaciones en Lago Agrio, cerca de una multitud que esperaba ver sus reclamos en algún medio nacional. Entonces aparece el presentador estrella del noticiero y, desde la comodidad del set de noticias en la capital, califica a los manifestantes como vándalos y terroristas.

Nunca se le ocurrió que sus palabras no solo criminalizaban el derecho a la protesta, sino que ponían en riesgo la integridad de su propio equipo, en ese momento rodeado de gente a punto de reaccionar violentamente al verse ofendida de esa manera. Aterrados, el camarógrafo, el asistente y la reportera rogaban que su jefe se callara. “Si lo tuviera enfrente lo callaría de otra manera”, me confesó luego el camarógrafo haciendo un gesto inequívoco con las manos. Hace pocos días, ese mismo presentador le abrió los micrófonos a Fabricio Correa y celebró con él sus prejuicios homofóbicos.

El ejercicio periodístico está lleno de episodios como este. Lo traigo aquí a propósito del debate sobre la responsabilidad ulterior, artículo 11 del Proyecto de Ley de Comunicación. Esperemos que el aplazamiento del debate permita ampliar y enriquecer su significado. La pobreza a la que lo redujeron los autores del proyecto ha permitido a muchos medios manipular hábilmente el concepto para decir que se trata de una censura previa o un intento de judicializar el periodismo.

La responsabilidad ulterior no es censura ni judicialización, sino la obligación de que medios y periodistas se hagan cargo de los efectos de lo que dicen o escriben. ¿Hubiera sido censura si el canal le ponía límites al presentador conociendo su escaso criterio? Claro que no, y además tenía la obligación de contratar a alguien mejor capacitado para ese trabajo. ¿Hubiera sido judicializar el periodismo si el insultador recibía una sanción, no digamos penal, pero sí profesional? Para nada, y además debía recibir un escarmiento moral, no solo por ofender a la población, sino por poner en riesgo la seguridad de sus compañeros.

En la redacción de un diario, un amigo periodista me decía que no es necesaria una Ley de Comunicación para que los medios observen su responsabilidad social, puesto que ya existen delitos tipificados como calumnia, injuria y otros. Su argumento: “Si yo mañana te acuso de ladrón en mi periódico, estás en todo el derecho de iniciarme un juicio”. ¡Gran cosa! Como si todo pudiera resolverse en los juzgados. No se trata de andar por la vida iniciando juicios contra todo el que irrespeta la dignidad de los demás. Se trata de establecer y hacer respetar unos procedimientos, unos parámetros que eviten que se publique una información no verificada y no contrastada. Se trata de que los medios y los periodistas adquieran mayor conciencia de su capacidad de causar daño.

Hace pocos meses, jugaban Ecuador versus Jamaica en el Giants Stadium de Nueva Jersey. Sale Jamaica a la cancha y el mejor comentario que se le ocurre a uno de los “referentes” del periodismo deportivo ecuatoriano es: “Aquí vienen los reggae boys”. Risitas cómplices de sus compañeros. Después, la cámara enfoca a los hinchas ecuatorianos en los graderíos, sonrientes por saludar a su equipo. El comentario del periodista es por demás ofensivo. “Sonríanse ahora, que ya los quiero ver a la salida, cuando los visite la migra”. En menos de dos minutos, el comentarista ofendió a los jugadores rivales, a los migrantes ecuatorianos y a la inteligencia del público. El mito de la autorregulación solo oculta la irresponsabilidad.

Hace varias semanas, una veintena de diarios y revistas proclaman “+RESPETO”. Pretenden convencernos de que cualquier Ley de Comunicación es un atentado a la libertad. El miércoles anterior, durante la concentración organizada por Carlos Vera “en defensa de la libertad”, en un emblemático parque de Quito, el animador vociferaba sus prejuicios xenófobos: “No más cubanos ni extranjeros indeseables en el Ecuador”. Vera ni siquiera hizo el ademán de pedirle a su compañero de tarima que bajara el tono. Varios asistentes al mitin del ex periodista, ahora aspirante a político, llevaban pancartas y camisetas que decían “No al matrimonio gay. Fuera homosexuales”. Con tal discurso xenófobo y homofóbico por delante, tienen la doble moral de exigir respeto.

¡Más respeto tengan ellos!

El Telégrafo 13-12-2009

sábado, 5 de diciembre de 2009

Claroscuros II

Por Gustavo Abad
El Ecuador no puede dejar de tener una Ley de Comunicación, porque la Constitución lo manda, y no puede tener una ley mordaza, porque la Constitución lo impide. Si los detractores de toda iniciativa de regulación del sector hubieran entendido este axioma desde el principio, las fuerzas políticas y los actores de la comunicación estarían debatiendo una ley garante de los derechos de todos y no tratando de echar a la basura un proyecto mal desarrollado desde su metodología hasta sus enunciados. Si algunos medios se hubieran dedicado a informar en lugar de hacer propaganda en contra de la regulación de sus privilegios, Rolando Panchana quizá no habría desarrollado una propuesta prohibitiva y César Montúfar quizá no habría llevado al límite la doctrina liberal de la información que, a nombre de las libertades, no reconoce las desigualdades. Lo que viene requiere otro nivel de debate en el que ojalá se escuche a otros actores de la comunicación, entre ellos, a los que curiosamente no han hablado en este caso, los periodistas de a pie, los reporteros que hacen investigación, los que honran el oficio en la calle, no los figurones de televisión que no aportan pero sí hacen ruido.

1. El Consejo de Comunicación e Información

Tal como está planteado (artículos del 76 al 88) este organismo difícilmente resultaría viable, no solo por la ambigüedad y la amplitud de sus funciones –que van desde la planificación, la vigilancia, la legislación, las recomendaciones hasta las sanciones– sino por lo enmarañado de su estructura ¿Cómo podría garantizar los derechos de comunicación e información un organismo ahogado en su propia densidad? Su estructura parece destinada a paralizarse a sí misma al concretarse de manera defectuosa debido a la cantidad de requisitos contradictorios para ser integrante de alguna de sus instancias. ¿Puede alguien con estudios de tercer nivel en comunicación no haber estado involucrado, aunque sea tangencialmente, en actividades informativas? El Pleno, el Presidente, la Secretaría Técnica, las Delegaciones, el Comité Consultivo no permiten visualizar un organismo ágil en la resolución de conflictos sino un nicho burocrático atravesado de intereses. Si no se logra pensar en otra instancia más potable para garantizar los derechos a informar y ser informados, quizá lo más coherente sea la institucionalización y fortalecimiento del Defensor del Público (artículos 90 al 93) con capacidad para auspiciar las demandas o actuar de oficio en los casos en que estos derechos hayan sido irrespetados o estén en peligro de serlo. Las veedurías y observatorios de medios serían sus instancias de apoyo desde la sociedad organizada.

2. Medios públicos, medios privados y condiciones de producción

La parte declarativa, que define tanto a los medios públicos (artículos del 51 al 58) como a los privados (artículos del 59 al 63) es bastante clara en cuanto a la naturaleza de unos y otros. Sin embargo, el proyecto no dice nada respecto de dos condiciones indispensables para el mejoramiento de la calidad del ejercicio informativo: la mayor participación de las audiencias y las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. En el Ecuador, la cultura periodística –propiedad de los medios, relaciones laborales, prioridades informativas– se ha construido desde los medios privados. Los medios públicos son una realidad inaugurada hace poco y en eso radica la posibilidad, no solo de diversificar la oferta, sino de plantear otros modos de producción de la información, otro tipo de relación interna entre sus periodistas, otras prioridades al planificar el trabajo y otra manera de dialogar con las audiencias. Eso ayudaría, por ejemplo, a que El Telégrafo deje de ser un diario guayaquileño y se convierta en un diario público nacional, entre otras cosas. Tanto medios públicos como privados deberían garantizar el funcionamiento de una instancia de debate ciudadano en torno a sus contenidos. Ya tenemos información, lo que falta es participación. Y faltan, sobre todo, garantías para el ejercicio periodístico, no en términos de acceso a la información, sino de condiciones de trabajo. No se ha dicho nada respecto de los reporteros “freelance”, que ganan por nota publicada y no por nota trabajada y mucho menos respecto de las condiciones de seguridad para su trabajo ¿Quién responde por la vida de estos trabajadores de prensa cuando viajan, por ejemplo, a las zonas de conflicto? De eso, nada dice el proyecto, porque –como ya lo mencioné al inicio– aquí han hablado muchos, pero no los reporteros de a pie.
El Telégrafo 06-12-2009