Por Gustavo Abad
Al inicio de esta semana, Alejandro Moreano planteó una máxima fundamental. Hay que poner la política en su sitio, dijo en este mismo diario. Se refería a que cualquier legislación tiene sentido en la medida en que garantiza la lucha social, el juego de los contrapesos, el ejercicio efectivo de la política en lugar del culto a la institucionalidad.
Voy a usufructuar la idea de Moreano y decir que también hay que poner la comunicación en su sitio. Me refiero a que el debate sobre la Ley de Comunicación no puede estar constreñido solo a la información mediatizada, que es importante pero no lo es todo, sino también a la participación activa de las los sectores sociales en la esfera pública, a garantizar la toma de la palabra de la gente antes que la defensa corporativa de las empresas de medios.
En otras palabras, revisar la profunda relación entre comunicación y política, porque no hay acto más político que la voluntad individual o colectiva de tomar la palabra, de consolidar una voz ante los demás, de legitimarse como narrador de la circunstancia propia. Otra cosa es el activismo político soterrado que hacen algunos medios privados y lo venden como información periodística. Tampoco nos confundamos con eso.
La dimensión política de la comunicación radica en su capacidad para interpelar, no solo al destinatario de un mensaje, sino al modo mismo de organización social y a las relaciones de poder que lo sostienen. La comunicación sirve para el autoreconocimiento, para tener conciencia de nosotros mismos. No hay posibilidades de acción política sin esos elementos como base.
Hay razones para pensar que cierto núcleo de funcionarios y publicistas no termina de entender esa relación. Por un lado, el resucitamiento del proyecto de los comités de defensa de la revolución. Por otro, los afanes de acrecentar la máquina de propaganda oficial al no lograr que los medios públicos se sometan a su agenda, como esperaban. Las garantías de la participación política no está en los CDR, así como las garantías de la veracidad informativa no está en los órganos de propaganda oficial.
A ver, aclaremos las cosas. Medios públicos sólo hay tres: El Telégrafo, Radio Pública y ECTV. Lo son porque se han constituido legalmente como tales y porque trabajan, con aciertos y errores, sobre proyectos periodísticos que procuran responder a esa condición. Son públicos y no oficiales. Por eso hay que exigirles independencia (defender el interés del país y no del gobierno), pluralidad (mostrar otras formas de vida), responsabilidad social (ética y buen oficio), inclusión (participación de los sectores sociales), pedagogía ciudadana (formación de públicos en derechos y deberes), entre otros valores.
Solo la mala intención de algunos medios privados pone en el mismo saco y confunde a los públicos con los incautados (como Gama TV o TC Televisión) y con los órganos de propaganda oficial (como El Ciudadano) que son cualquier cosa menos medios públicos. Es muy difícil encontrar en esos medios los valores periodísticos a los que sí aspiran los públicos. Lo que hay que exigir allí es cuentas claras a los responsables de su manejo institucional e informativo.
El déficit de comunicación política del gobierno, que impide que los sectores sociales se apropien de los proyectos que los benefician y que son muchos, no se soluciona creando órganos de propaganda oficial. Lo que no hace el diálogo no lo hacen los golpes de efecto. Así como la entrega de frecuencias a los pueblos indígenas no repara la ausencia de acuerdos con ese sector, el déficit de participación política no se soluciona mediantes comités de defensa de la revolución.
Si esos comités ayudan a confundir la participación cívica en un proyecto de gobierno con lo que es una militancia dogmática en una organización partidista, los órganos de propaganda confunden la información de interés público con la venta de un producto llamado gobierno.
Hay que devolverle a la comunicación su justo lugar en la política.
El Telégrafo 10-01-2010
sábado, 9 de enero de 2010
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