Por Gustavo Abad
Los medios y la academia son vecinos distantes. Ambos son espacios de producción y circulación de ideas, pero tienen pocos nexos entre sí. Los intelectuales creen que los periodistas son irreflexivos y los periodistas que los intelectuales son abstractos. Los lenguajes y los formatos de unos y otros chocan así como sus prioridades. Hay quienes trabajan en los dos campos, pero son la absoluta minoría, un nexo demasiado débil, aunque algunos sueñan que podría crecer. Roberto Follari, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Cuyo (Mendoza-Argentina), dialoga sobre los claroscuros de la relación entre dos sectores que trabajan, cada uno a su manera, sobre las ideas.
¿Por qué los intelectuales no tienen una fuerte voz pública?
En gran parte, porque el mundo académico es muy cómodo. Tiene una temporalidad a mediano plazo, si se compara con la de los políticos o los empresarios, para quienes las cosas son para ayer. Entonces, salir de esa comodidad al roce público, donde uno se somete a que la gente lo reconozca y que esté en contra, resulta incómodo.
¿Cómo lograr que la producción intelectual se difunda y, sobre todo, se entienda?
Se me ocurren dos vías: una, la mediática, porque el intelectual no puede estar alejado de los medios, sino aprender su lenguaje, que no es el académico. En una cátedra me tomo hora y media para explicar un autor. Si quiero hacer eso en televisión, a los 15 segundos me expulsan. Los medios no son la academia, por ello exigen argumentación breve y hay que hacerlo. La mayoría de mis colegas se niegan y tienen desprecio por los medios. El mismo Pierre Bourdieu planteaba exigirles al medio que respete las reglas del intelectual, pero eso lo pueden hacer unos pocos.
¿Y la otra vía?
La presencia de los intelectuales en los movimientos sociales, en la política, pero también en los grupos sociales, en los de opinión. No necesariamente en un partido político. Yo he estado en partidos políticos y me he dado cuenta de que, en esos casos, la voz del intelectual se achica, porque representa solo una fracción de lo universal que encarna el intelectual. Resulta que, cuando mi compromiso aumenta, mi audiencia disminuye. Entonces, hay un grado de paradoja entre el compromiso político del intelectual y su presencia en la opinión pública.
Entre los políticos, los intelectuales y los medios ¿quién lidera la interpretación de la realidad?
Los medios, fuerte y mayoritariamente. Al respecto, es curioso que la gente crea que un medio estatal no dice la verdad o que está parcializado a favor del gobierno, y que los medios privados no representan a un sector sino a la verdad. Esta paradoja obedece a que la mayoría de la población tiene la ingenuidad de pensar que los medios son una expresión de la realidad y no de la posición de sus dueños y periodistas. De todas maneras, la gente no cree todo lo que dicen. De hecho (el presidente de Venezuela) Chávez ha podido con toda la campaña de los medios en su contra. Pero que erosionan, sí erosionan.
¿Pueden conciliarse los intelectuales y los medios cuando en estos últimos hay un gran componente emocional?
Curiosamente, los medios achacan a los gobiernos de izquierda el ser emocionales, pasionales, y estar apegados al liderazgo único. Eso dicen de líderes como Kirchner y Chávez, que apelarían a la emoción y no al pensamiento y la razón. Yo creo que la razón histórica se hace de pasión, en un proceso de lucha, de vida, y no en una dimensión abstracta. Ahora, es cierto que la televisión, por ejemplo, deja muy poco lugar a la reflexión, a la sistematicidad.Yo diría que, más que emoción, es pura estimulación. Una especie de insistencia, de estímulo, que la población no alcanza a elaborar ni pensar. Hay poco espacio para el pensamiento. Los intelectuales no podemos romper eso y, más bien, debemos buscar más intervención en los medios para poner una cuota de pensar y decir algo movilizador.
¿Y qué opción le queda al público?
Yo creo que los observatorios de medios son vitales. Hay que trabajar con la población en el aprendizaje de la recepción, para que la gente se eduque en aprender lo que los medios le dicen.Pero hay observatorios que no tienen uso social ni mediático porque se limitan a dictaminar…Esos no sirven para nada, porque no cumplen su función. En mi provincia (Mendoza, situada en el centro oeste de Argentina) hay un observatorio al que lo conocen los cinco que están ahí, pero ni siquiera sé si han escrito algo. El Estado debería fomentar observatorios, donde los responsables sean elegidos por las universidades, que estén por encima de la durabilidad y legitimidad de un gobierno particular. Podría ser que un diario estatal periódicamente emita el dictamen del observatorio. Así se podría cortar un poco la potestad de los medios de hacer lo que les parece.En el Ecuador, medios y academia se han mirado con recelo y desprecio
¿puede sugerir una línea de trabajo que los una?
Alguna vez en mi universidad se propuso llevar periodistas a la universidad, que dialoguen y den cuenta de lo que hacen y que, a su vez, ellos interpelen a los universitarios. El desconocimiento es mutuo. En todo caso, el periodista es más visible, pero no sabe nada de los académicos. A veces consultan al primero que esté dispuesto a responder. Las facultades de comunicación deberían impulsar, por un lado, los observatorios y, por otro, el encuentro entre académicos y periodistas, mediante reuniones. Uno de los pocos lugares que debería tener espacio y legitimidad para criticar al periodismo es la universidad. Por supuesto, el periodismo puede responderle.
¿Se puede ser periodista y académico al mismo tiempo?
Sí se puede, pero hay que ser muy plástico para tener las dos capacidades y ejercerlas con discernimiento en cada caso. Lo que estaría mal es que se aplique el periodismo en la universidad y al revés. La gente que puede hacerlo lo hace, pero en pocos casos se tiene ese privilegio.
¿Si las teorías débiles resultan una evasión de los académicos para no enfrentar al poder, puede el periodismo narrativo, llevado a su extremo, resultar lo mismo?
Foucault decía que cada época tiene un epistema. Un tipo de mirada que estructura todos los espacios. Yo diría que la narrativa en esta época es universal y está presente en las ciencias sociales. El narrativismo puede llegar a ser bastante conservador, por un lado, aunque hay un narrativismo interesante, con tinte político, crítico. Sin estar seguro, es posible que haya un elemento de evasión en el periodismo narrativo. Alguna vez leí algo de Tomás Eloy Martínez sobre la dictadura argentina, que deformaba, a mi gusto, lo que en realidad pasaba.
¿Carece de efecto político?
Puede ser insuficiente por lo menos.
¿A qué debemos someter a crítica: al lenguaje, a los procedimientos o a la propiedad de los medios?
En la universidad podemos analizar la propiedad de los medios, pero si eres periodista no puedes inventarte otra propiedad de la que hay, salvo inventar un periódico nuevo. La mayoría de los periodistas están obligados a trabajar en lugares con los que no están de acuerdo.También ocurre que estudiantes críticos, con visión distinta, van de la universidad a trabajar a los medios y, a los dos meses, el medio se los ha tragado y no queda huella de la universidad en ellos.El riesgo de los periodistas críticos es que pueden ser aislados en sus propios medios.
¿Quiere decir que los lenguajes y los formatos periodísticos son tan fuertes que pueden arrastrar a todos?
La corriente es tan fuerte que muchos terminan llevados por ella. Pero también el que no se deja llevar termina relegado. Es una cuestión personal, pero también colectiva.
¿Puede el periodismo público abrir esa posibilidad?
Es todo un desafío. Creo que se lo está haciendo con dignidad. Frente a la brutal actitud parcial de los medios privados, los públicos pueden mitigar en algo ese nivel, hacer el contrapeso. En esto hay tensiones, porque se camina por el desfiladero. Lo que se está haciendo actualmente en América Latina no está mal.
El Telégrafo 01-03-2009
domingo, 22 de marzo de 2009
Así no se pagan las deudas
Por Gustavo Abad
Ten cuidado con esas locas, que son capaces de manipularnos… Recuerdo con claridad las palabras del editor del diario guayaquileño donde yo trabajaba hace varios años, para advertirme de que no estaba dispuesto a publicar una sola palabra más sobre la resistencia que ejercía una organización, integrada en su mayoría por mujeres, en contra del oleoducto de crudos pesados, que destrozaba bosques y comunidades a su paso.
Las locas a las que se refería mi jefe de entonces eran las activistas de Acción Ecológica, que andaban de pueblo en pueblo sumando cuantas voces podían para denunciar ese atropello a la naturaleza. Y no solo protestaban en el campo, sino también en las oficinas de las transnacionales petroleras, de donde los guardias armados las sacaban a patadas. Los pocos periodistas que cubrían esos hechos eran sometidos a investigación en sus propios medios en busca de algún indicio de militancia ecologista.
Incansables, ellas también estaban en la frontera norte tomando pruebas y testimonios de la gente sometida a esa rociada mortal de glifosato con que los gobiernos de Colombia y Estados Unidos querían limpiar de coca la selva sin importar cuántos seres humanos se llevaban por delante. Ellas hicieron uno de los primeros informes sobre los efectos del glifosato en la vida humana y el ambiente, que sirvió de argumento para obligar a los pilotos mercenarios a fumigar diez kilómetros fuera de la línea fronteriza.
Cuánto bien le habrían hecho los medios de comunicación a Acción Ecológica y al país entero si le hubieran dedicado entonces medio minuto en televisión o un cuarto de página en los periódicos al activismo de esta organización, en lugar de declararla proscrita por discriminación triple, mujeres, ecologistas y locas. La agenda mediática, se supone, surge del ejercicio de confrontar las demandas sociales y las respuestas políticas.
Puedo apostar que, si sumamos todo el espacio mediático concedido a esta organización por su lucha contra las petroleras y los efectos del Plan Colombia en una década, no llega a la mitad del espacio que le han dedicado en las últimas dos semanas por causa de la torpeza administrativa con la que el Ministerio de Salud eliminó su personería jurídica. Curioso desequilibrio en la agenda informativa.
Los hechos, al igual que las palabras, no tienen significado por sí solos, sino en función de las circunstancias en las que se producen. Y en las circunstancias actuales, un error administrativo contra una organización ecologista, en el momento justo en que ésta se opone a la política minera del gobierno, tiene todas las verrugas y el mal aliento de una retaliación. Aunque el gobierno diga que se trata de un reacomodo administrativo, el daño está hecho y las interpretaciones también.
Pero ese no es el punto, sino la manera cómo la mayoría de los medios asume el tema, no desde el interés social sino desde el oportunismo, porque lo que ocurre con esta organización les sirve como escudo para su propia militancia contra el poder político. De otro modo, ¿por qué una organización que había sido proscrita de los medios por tanto tiempo genera de pronto en ellos un remarcado interés? Porque el grueso de la agenda de esos medios sigue marcada por el escándalo.
¿Dónde estaban cuando las ecologistas ponían su cuerpo entre los tractores y los árboles para proteger el bosque de Mindo? Entrevistando a los gerentes e inversionistas petroleros. ¿Qué periodistas las acompañaban cuando se exponían a la rociada de veneno químico en la frontera? Cuatro ilusos dispuestos a perder su trabajo por andar en malas compañías, como en efecto ocurrió con varios.
Acción Ecológica merece todo el espacio que los medios le han escamoteado por tantos años al ignorar su trabajo de campo, su activismo valiente, sus investigaciones, la sistematización de un conocimiento que, de otra manera, se perdería por siempre. Los medios tienen una deuda con Acción Ecológica, y tienen que pagarla. Pero no así, tomándola como pretexto para el escándalo. En ningún caso es la organización la que manipula, sino los medios los que la usan a conveniencia. Así no se pagan las deudas.
El Telégrafo 22-03-2009
Ten cuidado con esas locas, que son capaces de manipularnos… Recuerdo con claridad las palabras del editor del diario guayaquileño donde yo trabajaba hace varios años, para advertirme de que no estaba dispuesto a publicar una sola palabra más sobre la resistencia que ejercía una organización, integrada en su mayoría por mujeres, en contra del oleoducto de crudos pesados, que destrozaba bosques y comunidades a su paso.
Las locas a las que se refería mi jefe de entonces eran las activistas de Acción Ecológica, que andaban de pueblo en pueblo sumando cuantas voces podían para denunciar ese atropello a la naturaleza. Y no solo protestaban en el campo, sino también en las oficinas de las transnacionales petroleras, de donde los guardias armados las sacaban a patadas. Los pocos periodistas que cubrían esos hechos eran sometidos a investigación en sus propios medios en busca de algún indicio de militancia ecologista.
Incansables, ellas también estaban en la frontera norte tomando pruebas y testimonios de la gente sometida a esa rociada mortal de glifosato con que los gobiernos de Colombia y Estados Unidos querían limpiar de coca la selva sin importar cuántos seres humanos se llevaban por delante. Ellas hicieron uno de los primeros informes sobre los efectos del glifosato en la vida humana y el ambiente, que sirvió de argumento para obligar a los pilotos mercenarios a fumigar diez kilómetros fuera de la línea fronteriza.
Cuánto bien le habrían hecho los medios de comunicación a Acción Ecológica y al país entero si le hubieran dedicado entonces medio minuto en televisión o un cuarto de página en los periódicos al activismo de esta organización, en lugar de declararla proscrita por discriminación triple, mujeres, ecologistas y locas. La agenda mediática, se supone, surge del ejercicio de confrontar las demandas sociales y las respuestas políticas.
Puedo apostar que, si sumamos todo el espacio mediático concedido a esta organización por su lucha contra las petroleras y los efectos del Plan Colombia en una década, no llega a la mitad del espacio que le han dedicado en las últimas dos semanas por causa de la torpeza administrativa con la que el Ministerio de Salud eliminó su personería jurídica. Curioso desequilibrio en la agenda informativa.
Los hechos, al igual que las palabras, no tienen significado por sí solos, sino en función de las circunstancias en las que se producen. Y en las circunstancias actuales, un error administrativo contra una organización ecologista, en el momento justo en que ésta se opone a la política minera del gobierno, tiene todas las verrugas y el mal aliento de una retaliación. Aunque el gobierno diga que se trata de un reacomodo administrativo, el daño está hecho y las interpretaciones también.
Pero ese no es el punto, sino la manera cómo la mayoría de los medios asume el tema, no desde el interés social sino desde el oportunismo, porque lo que ocurre con esta organización les sirve como escudo para su propia militancia contra el poder político. De otro modo, ¿por qué una organización que había sido proscrita de los medios por tanto tiempo genera de pronto en ellos un remarcado interés? Porque el grueso de la agenda de esos medios sigue marcada por el escándalo.
¿Dónde estaban cuando las ecologistas ponían su cuerpo entre los tractores y los árboles para proteger el bosque de Mindo? Entrevistando a los gerentes e inversionistas petroleros. ¿Qué periodistas las acompañaban cuando se exponían a la rociada de veneno químico en la frontera? Cuatro ilusos dispuestos a perder su trabajo por andar en malas compañías, como en efecto ocurrió con varios.
Acción Ecológica merece todo el espacio que los medios le han escamoteado por tantos años al ignorar su trabajo de campo, su activismo valiente, sus investigaciones, la sistematización de un conocimiento que, de otra manera, se perdería por siempre. Los medios tienen una deuda con Acción Ecológica, y tienen que pagarla. Pero no así, tomándola como pretexto para el escándalo. En ningún caso es la organización la que manipula, sino los medios los que la usan a conveniencia. Así no se pagan las deudas.
El Telégrafo 22-03-2009
jueves, 12 de marzo de 2009
Que la vida es un carnaval
Por Gustavo Abad
La política y la comunicación tienen grandes territorios en común. Ambas comparten, por ejemplo, el de la imagen superficial. También el de la reflexión profunda. Casi siempre comparten las mediciones y las cifras. Otras veces los puntos de vista, las respuestas. Pero la mayoría de las veces, la política y la comunicación comparten y se dan la mano en un territorio ambiguo llamado opinión pública.
La opinión pública contiene todas las verdades y todas las mentiras al mismo tiempo. Es ese monstruo de mil cabezas formado, en unos casos, por la opinión ilustrada de quienes se ocupan de los asuntos públicos y, en otros, por la suma de las respuestas de quienes pasan por una esquina cualquiera. En todo caso, las herramientas fetiche para medir la opinión pública -por lo menos las preferidas de los medios de comunicación y los partidos políticos- son las encuestas y los sondeos. Y ahí comienza el problema.
El problema de las encuestas, cuando se las usa como medidoras de opinión pública, no está solo en las intenciones no declaradas de quien hace las preguntas. Tampoco en las alegres interpretaciones de sus resultados. No está solo en la siempre discutible representatividad de las muestras, ni en los márgenes de error admitidos. El problema de las encuestas no es solo técnico, sino el uso político y comunicacional, porque posicionan como verdad lo que solo es una ilusión.
La ilusión creada por quienes manejan encuestas, sondeos y otros métodos similares para difundir una visión de la realidad consiste en vender la idea de que ésta ha sido sometida a una herramienta científica y, por lo tanto, debemos aceptar cualquier interpretación díscola de los resultados. Por ejemplo, las preguntas insulsas que hacen cada mañana los presentadores del programa Contacto Directo de Ecuavisa para crear la ilusión de que consultan al público y reforzar así la proyección de sus propios deseos.
Pero no solo los medios recurren al artificio de las encuestas como herramientas legitimadoras de sus discursos. También el poder político echa mano de este recurso, lo cual no es una novedad, y no habría motivado el tema de esta columna, si no fuera porque lo hace para vender una idea que bien podría ganar el primer lugar en un concurso delirante: la de que los ecuatorianos somos más felices cada día y, lo que es más absurdo, de que es posible medir la felicidad mediante cifras.
En efecto, según un boletín de prensa de la Vicepresidencia de la República, el Gobierno realizó una investigación llamada “La felicidad como medida del buen vivir en el Ecuador”, en el marco de la campaña “Sonríe Ecuador, somos gente amable”. El resultado, dice el boletín, es que “En comparación con el 2007 se pudo percibir, de acuerdo al estudio, un incremento en la felicidad de la gente, en 17,1% en 2008, es decir, de 30,8% en el 2007 pasó al 47,9% en el 2008”.
¿Significa que a este paso, en dos o tres años más, todos seremos felices? ¿Para qué entonces nos preocupamos de la Constitución, de la violencia, del invierno, de la frontera, del amigo del primo segundo de Chauvín, si pronto todos seremos felices? Que la vida es un carnaval puede decirlo Celia Cruz, pero ¿la Senplades?
Aunque las dijo hace rato, no por ello pierden vigencia las reflexiones de Pierre Bourdieu, respecto de que las encuestas ayudan a crear el espejismo de que todo el mundo tiene una opinión sobre algo y, más todavía, de que existen opiniones colectivas, lo cual es imposible porque las encuestas solo miden respuestas y no opiniones. La diferencia entre lo uno y lo otro radica en que las respuestas son inflexibles, cerradas, limitadas a un sí o no. En cambio, las opiniones son amplias y variables debido a las tensiones internas, a las dudas y elucubraciones de quien las elabora.
Por eso, nada más inútil y fuera de foco que representar la felicidad en porcentajes. Bueno, los autores del estudio al menos lograron que muchos nos sintiéramos felices de encaminarlo al montón de hojas de reciclaje.
El Telégrafo 08-03-2009
La política y la comunicación tienen grandes territorios en común. Ambas comparten, por ejemplo, el de la imagen superficial. También el de la reflexión profunda. Casi siempre comparten las mediciones y las cifras. Otras veces los puntos de vista, las respuestas. Pero la mayoría de las veces, la política y la comunicación comparten y se dan la mano en un territorio ambiguo llamado opinión pública.
La opinión pública contiene todas las verdades y todas las mentiras al mismo tiempo. Es ese monstruo de mil cabezas formado, en unos casos, por la opinión ilustrada de quienes se ocupan de los asuntos públicos y, en otros, por la suma de las respuestas de quienes pasan por una esquina cualquiera. En todo caso, las herramientas fetiche para medir la opinión pública -por lo menos las preferidas de los medios de comunicación y los partidos políticos- son las encuestas y los sondeos. Y ahí comienza el problema.
El problema de las encuestas, cuando se las usa como medidoras de opinión pública, no está solo en las intenciones no declaradas de quien hace las preguntas. Tampoco en las alegres interpretaciones de sus resultados. No está solo en la siempre discutible representatividad de las muestras, ni en los márgenes de error admitidos. El problema de las encuestas no es solo técnico, sino el uso político y comunicacional, porque posicionan como verdad lo que solo es una ilusión.
La ilusión creada por quienes manejan encuestas, sondeos y otros métodos similares para difundir una visión de la realidad consiste en vender la idea de que ésta ha sido sometida a una herramienta científica y, por lo tanto, debemos aceptar cualquier interpretación díscola de los resultados. Por ejemplo, las preguntas insulsas que hacen cada mañana los presentadores del programa Contacto Directo de Ecuavisa para crear la ilusión de que consultan al público y reforzar así la proyección de sus propios deseos.
Pero no solo los medios recurren al artificio de las encuestas como herramientas legitimadoras de sus discursos. También el poder político echa mano de este recurso, lo cual no es una novedad, y no habría motivado el tema de esta columna, si no fuera porque lo hace para vender una idea que bien podría ganar el primer lugar en un concurso delirante: la de que los ecuatorianos somos más felices cada día y, lo que es más absurdo, de que es posible medir la felicidad mediante cifras.
En efecto, según un boletín de prensa de la Vicepresidencia de la República, el Gobierno realizó una investigación llamada “La felicidad como medida del buen vivir en el Ecuador”, en el marco de la campaña “Sonríe Ecuador, somos gente amable”. El resultado, dice el boletín, es que “En comparación con el 2007 se pudo percibir, de acuerdo al estudio, un incremento en la felicidad de la gente, en 17,1% en 2008, es decir, de 30,8% en el 2007 pasó al 47,9% en el 2008”.
¿Significa que a este paso, en dos o tres años más, todos seremos felices? ¿Para qué entonces nos preocupamos de la Constitución, de la violencia, del invierno, de la frontera, del amigo del primo segundo de Chauvín, si pronto todos seremos felices? Que la vida es un carnaval puede decirlo Celia Cruz, pero ¿la Senplades?
Aunque las dijo hace rato, no por ello pierden vigencia las reflexiones de Pierre Bourdieu, respecto de que las encuestas ayudan a crear el espejismo de que todo el mundo tiene una opinión sobre algo y, más todavía, de que existen opiniones colectivas, lo cual es imposible porque las encuestas solo miden respuestas y no opiniones. La diferencia entre lo uno y lo otro radica en que las respuestas son inflexibles, cerradas, limitadas a un sí o no. En cambio, las opiniones son amplias y variables debido a las tensiones internas, a las dudas y elucubraciones de quien las elabora.
Por eso, nada más inútil y fuera de foco que representar la felicidad en porcentajes. Bueno, los autores del estudio al menos lograron que muchos nos sintiéramos felices de encaminarlo al montón de hojas de reciclaje.
El Telégrafo 08-03-2009
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